El cura rojo

Santa María della Visitazione, o La Pietà como todo el mundo la llama, es un edificio de piedra casi en ruinas que no queda lejos del palacio del Dux. Se dice que su construcción es tan mala que algún día lo tirarán para cambiarlo por algo que merezca más la pena. Los venecianos sienten compulsivamente la necesidad de magnificencia, especialmente en un lugar tan prominente como este.

Aguardábamos callados en la puerta. Hasta aquel momento todo había sido sencillo. De habernos pillado la milicia, ¿qué reprimenda habríamos recibido una judía que había olvidado ponerse el reglamentario pañuelo rojo y su loco acompañante? Unas cuantas frases duras para Rebecca y un tirón de orejas para mí. Pero traspasar el umbral de La Pietà era harina de otro costal. La hebrea iba a entrar en una iglesia de Cristo, y no para hacer penitencia ni para convertirse (por su modo de hablar, a veces me pregunto si Rebecca cree ni siquiera en su propia religión). ¿Nos castigaría Dios allí mismo, a la entrada de su templo? ¿Quedaríamos malditos para toda la eternidad por haber profanado la casa de Dios?

A la segunda pregunta no puedo darte respuesta, pero en cuanto a la primera me temo que voy a desilusionarte. Cuando por fin hicimos acopio de valor para atravesar el vestíbulo oscuro y rectangular de La Pietà, sólo nos recibió el sonido de distintos instrumentos de cuerda intentando abrirse paso a duras penas por una pieza un tanto complicada. Nada de relámpagos, ni rugidos desde lo alto. Entramos en la nave de la iglesia y encontramos una pequeña orquesta de cámara compuesta en su mayoría por muchachas vestidas con ropa barata, y Vivaldi con la batuta suspendida en el aire.

He de admitir que esperaba algo más del afamado Cura Rojo. Para empezar, hace mucho que no tiene pelo, ni rojo ni de ningún otro color, y el pobre lleva una polvorienta peluca blanca para cubrir su calvicie. Hay una levita roja, eso sí, pero él es un hombre pálido y demacrado que siempre mira la partitura frunciendo el ceño. Fijé mi atención en su frente grande y descolorida mientras reflexionaba sobre el milagro de la creación (individual, no divina). Un trabajo tan maravilloso como el suyo tenía un origen sorprendentemente humilde y había conseguido cautivar al mundo. Al menos, durante un tiempo. Se dice que desde que escribió Las cuatro Estaciones ocho años atrás, no ha vuelto a alcanzar ningún éxito y que debe emplearse como director de orquesta ambulante para poder pagar las facturas.

Nos quedamos en las sombras un momento hasta que él dio unos golpecitos con la batuta en el atril y pidió silencio a la orquesta.

—Tú —dijo, señalándonos—. Llegas tarde.

Rebecca salió a la luz con su pequeño violín de la mano, y me sorprendió ver la admiración hacer presa en el rostro de Vivaldi. Su belleza siempre surte ese efecto en los demás. Yo me senté en un banco desde el que poder observarlo todo.

—¿De dónde eres, muchacha? ¿Para qué puedes servirme?

Ella inclinó modestamente la cabeza.

—Mi familia proviene de Ginebra, señor. En cuanto a lo otro, no puedo contestarle. Tendrá que juzgarlo usted.

—Ya. Conozco a unos cuantos hombres en Ginebra. ¿Quién ha sido tu maestro?

—Mi padre, que era carpintero.

Vivaldi se desilusionó ostensiblemente.

—Está bien —farfulló—. Toca algo. Terminemos cuanto antes.

Rebecca abrió la funda y sacó un instrumento bastante tosco, de un horrendo marrón rojizo.

—¿Acaso ese violín también te lo hizo tu padre, niña? —preguntó Vivaldi—. Debe ser el instrumento más feo que he visto en mi vida.

Ella lo miró con una presencia de ánimo que yo le envidié.

—Así es, señor, y me habría comprado uno mejor si nos lo hubiéramos podido permitir.

—Dios sea loado… —suspiró.

Yo no podía apartar la mirada de Rebecca por varias razones. Algo en aquella conversación la estaba divirtiendo, y yo tenía la impresión de que iba a ganarle la batalla a aquel viejo cura.

—Un estudio que solíamos tocar juntos, señor —anunció con dulzura, alzó el viejo arco y lo colocó sobre aquel trozo de madera como un ángel que hiciera retroceder a los demonios con la espada. Ya puedes imaginarte lo que sucedió a continuación: un milagro. ¡Extrajo de aquel trasto viejo unos sonidos tan dulces, unos pasajes de pasión tan conmovedora que en un momento pensé que nuestro gran compositor iba a desmayarse!

Es cierto que en parte lo hizo para impresionar (¿y qué tiene eso de malo dadas las circunstancias?). Subía y bajaba por escalas de notas perfectas a una velocidad asombrosa. Una referencia a la música popular aquí, una fineza barroca allá, pasajes lentos, pasajes rápidos, claros y oscuros, vibrantes y apagados, nos deslumbraban con su habilidad técnica y al mismo tiempo con un gran sentimiento. Yo no soy violinista, y tras haber escuchado a Rebecca dudo saber siquiera de música, pero reconozco el genio cuando lo oigo. Vivaldi estaba en lo cierto sobre el instrumento, que no era lo bastante bueno para ella, pero nadie podía dudar de la brillantez de Rebecca y me llenó el corazón ver que había sido capaz de arrancar emoción y generosidad de aquel viejo cura que, cuando terminó aquella sorprendente exhibición, se levantó y aplaudió tan entusiasmado como lo haría un niño de cinco años.

—¡Bravo! —gritó.

Rebecca, con esa sonrisa suya tan particular aún dibujada en los labios, metió con cuidado el instrumento en su funda y lo miró, toda inocencia, antes de decir:

—Espero poder serle de alguna utilidad, señor.

—Dios bendito, hija —exclamó—. Eres la maravilla que necesitaba.

—Gracias —contestó con cierta altivez que Vivaldi tomó, espero, como una pequeña reprimenda por su falta de confianza en ella.

—¿Pero qué has interpretado? He reconocido a Corelli, y algunos otros estudios conocidos, pero ¿y el resto?

—No lo sé, señor. Cosas que me enseñó mi padre.

Enrojeció al decir aquello, y yo no comprendí por qué.

El cura volvió a aplaudir.

—No importa. Es una pena que ese violín sea tan malo. De todos modos, sé bienvenida a mi pequeña orquesta femenina —al oírle decir esto, el resto del grupo que parecía un ramillete de monjas que acabaran de colgar los hábitos, aplaudieron también a modo de saludo—. ¿Cómo te llamas?

—Rebecca —el pulso se me aceleró al ver miedo en sus ojos—. Rebecca Guillaume.

—Un nombre bonito para una cara bonita —la alabó Vivaldi—. Es una pena que no vaya a verte nadie.

—¿Perdón?

Vivaldi señaló la celosía dorada que recorría el perfil de la nave.

—Esto es una iglesia, Rebecca, no una sala de conciertos. No podemos permitir que se distraigan mirando la orquesta. Tocáis detrás de esas rejas doradas que me temo estarán cerradas mientras la audiencia se deja arrastrar por la música.

Ella ladeó la cabeza como si quisiera apoyarla en el hombro y volvió a dejarme perplejo. Era imposible juzgar lo que estaba pensando.

—Y ahora —anunció Vivaldi, sonriendo de oreja a oreja—, empecemos con las composiciones nuevas.

Distribuyó las partituras entre los músicos y se las explicó cuidadosamente, instrumento por instrumento, con el detalle y la atención que cabe esperar de un maestro (nada parecido a lo de a ver si imprimes eso bien, o de la patada en el trasero que te doy te lanzo al canal, que es lo que me dice el tío Leo). La presencia de Rebecca animó enormemente a Vivaldi, que se lanzó a la música para ensayarla pasaje a pasaje, nota a nota, hasta que el conjunto comenzó a emerger del caos que era en un principio. Estuvieron tocando casi tres horas. Empezaba a atardecer cuando salimos. Yo estaba ansioso por devolver a Rebecca al gueto antes de que los guardias levantaran los puentes para salvaguardar al mundo de los judíos durante la noche.

Salimos al muelle y a buen paso nos dirigimos a la primera góndola mientras yo buscaba algún signo de felicidad en su cara. Acababa de recibir la alabanza de uno de los más aclamados músicos de Venecia, y había entrado a formar parte de su pequeña orquesta. Pero no la encontré.

—Rebecca —le dije cuando la góndola tomaba la volta del canal y la casa de Oliver Delapole, Ca’ Dario, con sus extrañas ventanas, aparecía a nuestra izquierda—, hoy has alcanzado lo que te proponías. Tocas como los ángeles y él lo sabe.

—Sí. Un ángel que ha de estar escondido tras una celosía para que nadie pueda verlo —respondió con fiereza—. Voy a cambiar una prisión por otra para que alguien que no soy yo se lleve la gloria.

Su ira me sorprendió.

—No te entiendo. Es un honor poder…

—¿Qué es un honor? ¿Estar encerrada como un pájaro en una jaula? ¿Pero quién se cree que es el cura ese?

—Vivaldi. Mucho más que un músico. Un compositor, un director, un artista que sobresale por encima de los demás.

Ella me miró fijamente con aquellos ojos oscuros que parecían taladrarme y yo me sentí desnudo.

—¿Acaso crees que yo no sé componer o dirigir? ¿Crees que no me gustaría ponerme delante de la orquesta como él y ver cómo os quedáis con la boca abierta?

El arco blanco del Rialto se iba agrandando a medida que nos acercábamos, lleno como siempre de gente que lo cruzaba.

—Se ha preguntado de quién podía ser la música que he interpretado, ¿verdad? Pues es mía.

Yo iba sentado en la góndola que se balanceaba suavemente sobre las aguas grasientas del Gran Canal y no era capaz de ordenar mis pensamientos. Ella iba sentada frente a mí, en la parte más estrecha y acercándose apoyó la mano en mi rodilla:

—Mi maldición es doble. No sólo soy mujer, sino ju…

No debía permitir que dijera una palabra más. Con sumo cuidado, puse un dedo sobre sus labios y le pedí silencio. Ella me miró asustada primero, pero luego comprendió. A nadie le gusta más traer y llevar chismes que a un gondolero. Si seguíamos hablando así, alguien iba a acabar enfrentándose a los leones.

—Enseguida llegamos, prima —dije en voz alta, y cuando en su mirada vi que comprendía, aparté la mano de sus labios húmedos—. Este trabajo es una bendición. No lo olvides.

Diez minutos después, llegábamos a un callejón cercano al gueto y ella se cubrió la melena con su pañuelo rojo.

—Hay algo más —añadió—: Va a ser imposible de todos modos. Esperaba poder convencer a Vivaldi de tocar sólo por las tarde, pero me ha dicho que si no toco también por la noche, me olvide de todo. Y yo por la noche no puedo salir del gueto. Soy judía y estoy prisionera.

Temí que se echara a llorar pero no lo hizo y yo me pregunté, cometiendo al hacerlo un pecado de falta de caridad, si estaría jugando con mis sentimientos.

—Dime, Lorenzo —continuó—. ¿Es que un judío no tiene ojos? Ojos y manos, órganos, sentidos, afectos y pasiones. ¿Es que no comemos la misma comida, sufrimos por las mismas cosas y las mismas enfermedades? ¿No me sanan las mismas medicinas, no siento calor y frío en las mismas estaciones que los cristianos? Si me pinchas, ¿no sangro? Si me haces cosquillas, ¿no me río? Si me envenenas, ¿no muero yo también? Y si me hieres… ¿no buscaré venganza?

—Por supuesto —respondí—. Pero yo sólo soy un humilde granjero de Treviso. Si leo una obra de teatro, ¿no admiraré su grandeza y aprovecharé sus enseñanzas a mi manera? Y si alguna vez me mientes, Rebecca, te estarás burlando de un inocente.

Estábamos en el callejón oscuro y estrecho, tan cerca el uno del otro que nuestras manos casi se rozaban, como dos actores que no saben a quién le toca reír o a quién continuar con el diálogo.

—Eres raro, Lorenzo —me dijo ella mirándome con curiosidad.

—Lo tomaré como un cumplido. Yo pienso lo mismo de ti.

Ella resopló. ¡Dios, cómo me recordaba ese ruido al de los cerdos de la granja! Brevemente tomó mi mano, y una sensación que jamás había experimentado se adueñó de todo mi cuerpo.

—Te has arriesgado tanto para nada.

Tuve que reírme.

—¿Para nada? Rebecca, yo… —Dios, ya volvía a quedarme sin palabras—. No hay otro lugar en el mundo en el que hubiera deseado estar esta tarde. Y en cuanto a lo que se puede o no hacer en Venecia por la noche, déjame pensarlo un poco. Es más fácil ocultar un secreto en la oscuridad que a plena luz.

—Pero…

—No —insistió—. Cada cosa a su tiempo.

Volvimos al gueto en silencio. Me detuve en el puente mientras un guardia la seguía con la mirada mientras ella cruzaba.

—Cinco minutos más tarde y esa mocita se habría metido en un buen lío, muchacho. Aunque a mí no me importaría pasar ton ella un par de horas en una celda…

En la ciudad todo el mundo carga una pequeña daga al cinto, aunque yo soy de la opinión de que si se tiene cuidado con los lugares que se frecuentan, no hay necesidad de ir armado. Tampoco me gusta la idea de llevar algo oculto, aunque sea una joya de arma, con el único propósito de hacer daño a mis semejantes. Sin embargo, cuánto deseé llevar ese arma al cinto y en mi imaginación la desenvainé para atravesar con ella el pecho de aquel fulano y echar luego su cuerpo al canal.

—Buenas noches, señor —le contesté.

Volví andando por las callejuelas oscuras y estrechas de la ciudad, pasé sobre el puente y volví a San Casiano, donde las prostitutas merodean por el campo acercándose a susurrarle al oído todo tipo de sucias promesas a quien quiere escuchar. Mientras camino, voy pensando. Cuando abrí la puerta de Ca’ Scacchi, supe cómo iba a hacerlo.