El oro de Scacchi

No podía estar equivocado. Daniel había visto que Laura se llevaba a Scacchi a un aparte después de desayunar, le entregaba una nota y le señalaba a él con la cabeza. Poco después, el viejo le pasaba un brazo por los hombros y le entregaba una lista de recados que debía hacer: recoger unos documentos en el ayuntamiento, sellos en la oficina de correos, un espejo barato que había que recoger en un taller de Giudecca… Laura lo había preparado todo para sacarle de la casa. Se iba a pasar la mañana de vaporetto en vaporetto mientras ella llevaba a cabo su plan secreto en el sótano.

—Pero Scacchi —objetó—, estoy aquí para trabajar en la biblioteca.

—Tienes todo el tiempo del mundo para eso. No podrás comer en casa, así que tómate algo por ahí, pero que no sea mucho, que esta noche cenas con Massiter, no lo olvides.

Así que no le quedó más remedio que marcharse con la lista de Laura en el bolsillo. Volvió cargado de bolsas justo después de las dos y apenas las había dejado en el vestíbulo cuando apareció ella. Iba muy sucia. Tenía el pelo lleno de polvo y telarañas, y el uniforme blanco hecho una pena. Eso sí: sonreía como nunca.

—Pareces el gato que se comió al ratón —le dijo con cierto resquemor.

—No digas bobadas, Daniel. He estado de caza. ¿Quieres ver lo que he encontrado?

—Estoy muy enfadado contigo, Laura. Lo has organizado todo para que estuviera hoy el día entero fuera y tener la casa para ti sola.

Ella le dio una palmada que le dejó marcada la huella en polvo negruzco.

—¡Tonterías! Tú mismo me dijiste que te estorbaba, así que me he limitado a preparar el terreno para que tu inteligencia pueda brillar. ¡Vamos, ven! Los viejos están escuchando música arriba. Mejor no molestarlos hasta que llegue el momento.

Le pasó una linterna y Daniel la siguió escaleras abajo. Al entrar le pareció que todo estaba en el mismo estado de sucio abandono que el día anterior.

—Bueno, vamos a ver si eres capaz de pensar como un veneciano —le desafió con una sonrisa—. ¿Qué sitio escogerías para esconder algo?

Daniel miró a su alrededor. No había un solo lugar en el que guardar algo y que quedase por encima del nivel del suelo. Si en alguna ocasión se había utilizado aquel sótano para preservar algo de la depredación de la laguna, los armarios necesarios para tal fin hacía mucho que habían desaparecido.

—Es imposible —dijo en voz baja.

—¿Cómo que es imposible? Ya deberías empezar a comprendernos. Si un veneciano tuviera algo de valor aquí, jamás lo dejaría a la vista. Hay un portón al nivel del agua en ese lado, Daniel. Cualquiera podría entrar y llevárselo.

—Entonces, ¿dónde?

Le quitó la linterna de las manos e iluminó de nuevo el espacio.

—En las paredes. ¡En las paredes! Ven.

Daniel la siguió hasta la parte del fondo.

—Aquí. La pared delantera no tiene hueco ninguno, y las laterales tampoco. Pero en la parte de atrás, la casa da con ese barullo de viviendas que se construyeron después y cualquier cosa sería posible —apoyó la mano en la pared húmeda y fue palpándola—. Llevo cuatro horas haciendo esto, Daniel. Intentando encontrar algo.

—¿Y lo has conseguido?

Vio la alegría de su mirada y supo la respuesta. En la última parte de la pared, a más de un metro por encima del nivel del suelo, Laura le cogió la mano y se la apoyó en la pared. La naturaleza del mortero que unía los viejos ladrillos era distinta, más pálida y de textura más harinosa. Ella lo pellizcó, y se separó de la pared como si fuera arena seca. Sin decir una palabra, Daniel fue en busca de una barra de hierro que había bajado para abrir las cajas que se le resistieran.

—He reservado este momento para ti —anunció ella en tono triunfal.

Sin preocuparse del polvo ni de las telarañas, Daniel la besó en la mejilla.

—Eres una mujer magnífica, Laura. Espero que Ca’ Scacchi pueda soportar esto.

—¡Avanti, Daniel!

Laura dio un paso atrás y él comenzó a rascar el mortero. Tras unos veinte minutos de duro trabajo, cuando el agujero era ya lo bastante grande, acercaron la linterna y miraron. Su luz amarilla iluminó un paquete envuelto con papel marrón y cuerdas y colocado sobre un poyete de ladrillos para que no le alcanzara el agua.

Metió el brazo, sacó el paquete, le quitó la cuerda y el papel y leyó la primera página. Estaba escrita en una caligrafía fina e inclinada hacia atrás, y sólo decía Concierto Anónimo. En números romanos se añadía la fecha: 1733. Daniel hojeó las páginas rápidamente y una nube de polvo salió de ellas.

—¿Qué es? —preguntó Laura en voz baja.

—Paciencia —contestó, y se sentó en una polvorienta pila de papeles para examinar su descubrimiento con el corazón latiéndole a toda velocidad. Aun en aquel momento inicial se dio cuenta de que sólo podía haber una explicación para aquel hallazgo por extraordinario que fuese. Tras un momento de silencio, anunció:

—Creo que hemos encontrado el original de un concierto para violín. Me refiero al manuscrito original, el anterior a las copias.

—Pero es anónimo. ¿Para qué esconderlo?

—No lo sé.

Daniel leyó la música escrita con aquella extraña inclinación y una premura que sugería que aquellas notas habían sido fruto de la inspiración. En un primer vistazo la pieza tenía, quizás, un toque de Vivaldi, pero él había buscado en una ocasión algunos originales del compositor en la biblioteca de la facultad y la escritura no se parecía nada a aquella.

—¡Ven, Daniel, vamos a contárselo!

Subieron corriendo escaleras arriba con su descubrimiento en la mano y se encontraron con Scacchi y Paul en el salón, bailando abrazados al ritmo de una música de jazz.

—¿Un Spritz? —sugirió Scacchi. Tenía la piel más macilenta que aquella mañana.

—Eso después —contestó Laura—. Daniel ha encontrado algo.

Hemos encontrado algo —puntualizó él.

Ella hizo un gesto con la mano para quitarle importancia igual que una madre haría con un hijo.

—No importa. A ver si es esto lo que querías, Scacchi.

Los ojos de Scacchi cobraron vida. Dejaron de bailar y se acercaron a la mesa sobre la que Daniel había extendido los papeles.

—Yo no sé leer música —dijo Scacchi—. ¿Crees que tiene algún valor?

Laura señaló una de las páginas con un dedo.

—¡Por supuesto! ¿Por qué si no iban a esconderlo?

—Eso es lógica femenina. Es una composición anónima. ¿Reconoces algo, Daniel?

—No. Pero parece todo un concierto para violín. Es de 1733.

—¿Vivaldi? —preguntó Paul esperanzado.

Daniel negó con la cabeza.

—No lo creo. Se da un aire, pero ¿por qué iba a escribirlo anónimamente? Y su escritura no era así.

—De todos modos, algo de esa época que no haya sido publicado tendrá algún valor, ¿no? —preguntó Scacchi.

Daniel suponía que sí pero del precio no tenía ni idea.

—Yo creo que sí. Además parece bien escrito a simple vista.

—¡Bien! —exclamó Scacchi—. Además tenemos la forma perfecta de iniciar el rumor del descubrimiento. Esta noche, con Massiter, que podría ser el comprador ideal.

Laura lo miró muy seria.

—No lo dirás en serio. Daniel no puede llevarse algo de tanto valor para enseñárselo a ese inglés, que es muy capaz de arrancárselo de las manos y arrojar después al pobre Daniel por la borda.

Scacchi frunció el ceño.

—No te pongas tan melodramática, Laura. Pues claro que no va a llevarse el original. Puedes copiar unas cuantas páginas del solo, ¿verdad, Daniel? Te pidió una composición, ¿no? Pues dile que es esta.

—Esto no es mio, Scacchi.

—No es más que un poco de cebo para estimular su apetito. De todos modos, Massiter es muy listo y seguro que se da cuenta enseguida.

—¡Lápiz y papel! —exclamó Laura.

Paul se lo trajo y Daniel se quedó un instante mirando el papel y la vieja estilográfica.

—¡Vamos, hombre! —lo animó Scacchi—. Que yo no soy Mephisto, y tú tampoco eres Fausto.

Buscó una regla y con tinta negra y gruesa comenzó a dibujar las cinco líneas del pentagrama.