Polvo y pergaminos

Laura insistió en acompañarle en la primera incursión que hiciera a las entrañas del almacén abandonado. A Daniel le gustó en un principio su compañía, aunque su modo de vestirse para ese trabajo le desconcertara un poco. Durante el día llevaba una bata blanca cerrada por delante con botones, muy parecida a la que utilizaban en las farmacias. A él le parecía una especie de uniforme, una declaración que decía: aunque me hagáis sentir parte de esta familia, sigo siendo la criada. Servía el desayuno vestida así, lo mismo que por las tardes cuando repartía las copas de spritz que siempre se tomaban nada más sonar la última campanada de las seis en el reloj de San Casiano. Era una prenda tras la que podía esconderse, lo mismo que las gafas de sol que llevaba a todas horas en cuanto salía de casa.

Ambos tenían sus habitaciones en el tercer piso de la casa; ella parecía ocupar la práctica totalidad de la planta, mientras que él tenía un pequeño dormitorio junto al almacén, la tercera ventana contando por la derecha desde fuera del edificio. Todas las mañanas se encontraban en el descansillo de la escalera y él se veía obligado a tragarse la incomodidad que le producía su presencia, y de un modo especial, aquel uniforme. Estaban en pleno verano y a veces hacía un calor de mil demonios. La solución que Laura adoptaba para ese problema era no ponerse nada bajo aquella bata excepto la ropa interior, de modo que el gesto más rutinario y sencillo como por ejemplo pasar un vaso o recoger un plato dejaba al descubierto una pequeña porción de piel bronceada y un atisbo de tejido blanco.

En el almacén, su prístina bata blanca tardó un par de minutos en ponerse asquerosa, lo cual no le sentó demasiado bien.

—Te agradezco que quieras ayudarme —le dijo—, pero no querría darte más trabajo del que ya tienes.

—¿Quieres decir que prefieres que no venga?

—No —contestó con firmeza—. Lo que quiero decir es que a mí me pagan por revolver entre toda esta porquería y a ti no. Te lo agradezco, pero no es necesario.

Laura tenía en las manos un montón de periódicos viejos y los dejó caer al suelo. Casi todo lo que podía tener algún valor había sido dañado por el agua. La esperanza que Daniel albergaba de encontrar algo que valiera la pena para Scacchi había empezado a esfumarse con tan sólo quince minutos de investigación. Habían encontrado otros dos focos eléctricos, de modo que con cuatro puntos de luz tenían una iluminación razonable, pero que sólo había servido para mostrar polvo y paredes desconchadas. La cueva de Ali Baba parecía no contener nada que no hubiera quedado inutilizado por el paso del tiempo y las persistentes aguas de la laguna.

—¿Se puede saber qué te pasa, Daniel? —le espetó, cruzada de brazos y mirándole a los ojos. Le había hecho la pregunta en un inglés algo titubeante, como si así pudiera hacerle comprender mejor—. ¿Es que te sientes incómodo conmigo?

—¡No, qué va! Lo que pasa es que estoy acostumbrado a trabajar solo.

—¡Chorradas! ¿Qué tiene de particular? ¿Tan decidido estás a seguir solo, Daniel?

El dardo dio en el centro de la diana. Daniel era consciente de su timidez, un retraimiento para el que tenía buenas razones. Acababa de empezar a salir de los años que se había pasado yendo de la universidad a la pequeña habitación alquilada cuando la enfermedad de su madre y la penuria económica coincidieron en el tiempo. Esa época de su vida le había separado de los demás, pero era algo que todavía no estaba dispuesto a explicarle a Laura.

—Es una cuestión de método.

—¿De método? ¡De método! ¿Qué clase de bobada es esa?

—Es pura lógica, Laura. Mira, has entrado aquí y has estado yendo de un lado para otro sin orden ni concierto, mirando una página aquí y otra allá, maldiciéndolas todas.

—¿Y qué tiene eso de malo? —estalló—. ¡Esto está hecho un desastre! —el sótano era enorme y estaba lleno de documentos viejos, maquinaria en desuso y cajas de madera vacías. Era difícil dar más de dos pasos seguidos—. Mírame. Verás como encuentro yo el tesoro de Scacchi.

Con la bata blanca ennegreciendo por segundos, fue cogiendo papeles de todos los montones, saltando sobre ellos como si fueran piedras, tropezándose con los volúmenes misteriosos de aquellas extrañas máquinas, gritando tonterías. Daniel la miraba impotente. Sólo había pensado en sí mismo, en el dolor que acarreaba en su interior, pero no se había parado a pensar que una especie de agonía misteriosa parecía palpitar también en el interior de aquella mujer. Acabó por tropezar con la vieja prensa y caer al suelo con un grito de dolor, rodeada de las hojas que había ido cogiendo.

Daniel se acercó y ofreciéndole una mano la convenció de que se sentara en el montón más próximo de documentos. Estaba cubierta de polvo de pies a cabeza y lloraba, y sus lágrimas dibujaban una línea recta en el polvo que se le había acumulado en las mejillas. Se sentó junto a ella y le puso una mano en el hombro. Era ridículo, pero se sentía culpable por haber desencadenado un episodio así.

—Es inútil —dijo ella, conteniendo los sollozos. Los dos miraron los papeles que había recogido, todos grises, mohosos y con la tinta corrida—. No hay nada aquí. Es perder el tiempo.

Le ofreció un pañuelo limpio con el que ella se secó la cara y arrugó después en un puño.

—Lo siento. ¿Tan importante es para él encontrar algo que vender?

—Eso parece.

—¿Por qué?

Daniel la miró a la cara. El estallido de rabia había estado dirigido contra sí misma, y no contra su frialdad. Parecía sentir la misma desesperación que él por encontrar algo que ofrecerle a Scacchi.

—No lo sé —contestó, mirándole a los ojos con franqueza—. Lo siento. No debería hacerte pagar a ti mi desilusión.

—No te disculpes. Es muy frustrante para los dos.

—Por supuesto que debo disculparme. No permitas que la gente te trate así.

—Tú puedes tratarme como quieras. Yo estoy encantado de estar aquí, Laura. Es lo más… emocionante que me ha pasado en la vida.

Su expresión pasó de arrepentimiento a sorpresa.

—¿Tan poco tienes en tu vida para que las nuestras te parezcan interesantes?

—No. Bueno, sí.

—Tu madre… la querías mucho, ¿no?

—Claro. Mientras estuvo enferma, me habló mucho de Venecia y de lo feliz que había sido estudiando aquí. Creo que… que esa fue la razón por la que me especialicé en historia italiana —dijo, sorprendiéndose a sí mismo—. Porque deseaba venir aquí.

—Y estudiaste tanto para complacerla a ella, supongo. Para que tuviera la certeza de que iba a dejar en el mundo algo que mereciera la pena.

El acierto de aquel análisis le dejó aturdido. En muchas ocasiones había deseado escapar de aquella mísera habitación y del yugo de la enfermedad, pero era incapaz de abandonar a su madre. Ya la habían abandonado en una ocasión: el padre que él no conoció, y la crueldad de ese acto les había acompañado toda la vida.

—Me encanta mi trabajo. Es…

—Como otro mundo al que poder retirarte —dijo ella con una sonrisa, y le dejó mudo de asombro. Luego le puso la mano en la mejilla del modo en que lo haría una hermana mayor—. Pobre Daniel. Atrapado en los sueños, como todos nosotros.

—¿También Scacchi está atrapado en un sueño? —le preguntó, mirando toda la porquería acumulada en aquel sótano.

—Está desesperado.

—¿Por qué?

—No me lo preguntes a mí. Yo sólo soy la criada.

Su tono traslucía un mal humor que le hizo parecer de pronto mucho más joven.

—Yo creo que eres mucho más que eso en esta casa, Laura, y tú lo sabes.

Laura le contestó en italiano con uno de esos reniegos venecianos que Daniel estaba empezando a comprender. Luego se limpió otra vez la cara con el pañuelo y se lo devolvió.

—Lo cierto es que es viejo —dijo, de nuevo la Laura adulta de siempre—. Los dos están muy enfermos. A lo mejor es sólo eso.

—Pero aunque no ande bien de dinero, las medicinas pueden…

—No tiene nada que ver con eso. No sé lo que es. Parece estar esperando una especie de venta final. Es como si le quedara una cosa por hacer. ¡Yo que sé!

Daniel miró a su alrededor. Aquella habitación parecía estarse riendo de ellos.

—Ya es suficiente —dijo ella de pronto—. Tengo que preparar la cena. No sigas perdiendo el tiempo, Daniel. Quítate esa ropa para que la eche a lavar.

—No. No voy a rendirme. Se lo debo. Además creo que tienes razón. Aquí hay algo. Lo presiento.

—Pero Daniel, ¿dónde está ahora tu lógica inglesa?

Por una vez fue él quien la miró frunciendo el ceño.

—¿No has dicho antes que te parecía una estupidez?

Touché. Pero no cambia el hecho de que este sótano esté lleno de basura.

—Por supuesto que no. Scacchi nos dijo que todo esto se trajo aquí cuando quisieron emplear los pisos superiores como almacén. Lo dejaron de cualquier manera porque ya antes de que el agua lo estropeara, no valía nada. Seguro que sabían que las mareas se colaban aquí, ¿no?

—¿Lo ves? —exclamó, exasperada—. No hay nada de nada. ¿Nos vamos?

—No. Si hay algo de valor, será anterior a ese momento y estará almacenado en un lugar al que no llegue el agua.

—¡Bah! ¡Tonterías!

Se acercó a ella y tomó su mano.

—Tú eres veneciana, Laura. Piensa. Si quisieras preservar algo en este lugar por encima del nivel del agua, ¿dónde lo pondrías?

Laura lo miró a los ojos y no intentó soltarse. Parecía estar pensando.

—¿Dónde? —la apremió.

—¡Estas paredes son de ladrillo! —respondió con una sonrisa—. ¿Cómo se va a guardar algo de valor en una habitación como esta?

Algo le rondaba la cabeza. Estaba claro. Los ojos le brillaban con una intensidad especial.

—Podría ser…

—¡Nada! Tengo que preparar la cena, y tú tienes que quitarte esa ropa para que te la lave. ¡Vamos! —insistió, empujándole—. ¡Venga, hombre!

—Laura… —tanta prisa le desconcertó—. ¿Y el tesoro?

—Cuentos. Humo y espejos. Déjalo para otro día.