¡Que seguimiento más vergonzoso son los celos! En mis cartas te hablo con toda sinceridad de las personas que conozco y tú a cambio me escribes líneas cargadas de veneno. ¿Acaso me puse yo como un loco cuando me hablaste de ese guapo español de ojos negros que conociste en las orillas del Guadalquivir? Debemos poner las cosas en perspectiva, hermana. En este momento somos espectadores en nuestros mundos respectivos, chiquillos a los que un accidente ha vestido para un baile de disfraces en el que no pintamos nada. ¿Preferirías que te contara cuentos piadosos y aburridos?
Aun así, si prefieres descansar de la «encantadora Rebecca», como tú la llamas, así lo haré, aunque con ello quede interrumpido el hilo narrativo de esta historia sólo por tu vanidad.
El día posterior a nuestra visita a La Pietà (visita que te relataré después), acudí con el tío Leo a su reunión con el señor Delapole en Venezia Triofante, uno de esos cafés tan de moda donde los habitantes de esta ciudad pasan una sorprendente cantidad de tiempo dando vueltas con la cucharilla al café que les sirven en diminutas tazas y que parece barro líquido recién sacado del fondo de un charco. Supongo que en Sevilla no hay café. Es una creación del este que los árabes trajeron hasta aquí, pero a ellos el Corán les prohíbe consumirlo así que nos lo venden a nosotros a fin de pudrir los dientes y la cabeza de cuantos cristianos se expongan a sus efectos. Casi todos los establecimientos de la plaza de San Marcos se dedican ahora al negocio del café. Puede que incluso acaben transformando la basílica en otra de esas cafeterías. No tienes ni idea de lo que la geografía te ha evitado.
El Triofante es el más aclamado de todos, aunque no entiendo por qué, ya que para mí son todos iguales: como imagino que deben ser las antesalas de esos oscuros palacios franceses, llenos de espejos, bronces dorados y sillas en las que apenas puedes sentarte. Puede que el atractivo del lugar resida en el propietario, Floriano Francesconi, que parece reinar sobre el local, expulsando a quien le parece por puro capricho. Debería ponerle al café su propio nombre.
El señor Delapole tenía más acompañantes aparte de nosotros, que seguían el rastro a su cartera. Se nos unió un extraño joven francés de nombre Rousseau que dice estar de visita en la ciudad, pero según Gobbo, que anda bastante preocupado, no se negaría a figurar en la lista de quienes deben su paga a la generosidad del inglés. Gobbo lo considera una amenaza, lo cual resulta hasta cierto punto risible porque no podrían hallarse dos hombres más distintos. El señor Rousseau es un fulano bastante agradable, pero incapaz de mantener una charla intrascendente. Cada giro, cada frase de la conversación debe conducir a un concepto oscuro, a una alegoría brillante o a una declaración sorprendente que pueda demostrarle al mundo que es un sujeto verdaderamente inteligente. Yo intento convencerme de que me gusta porque es en realidad un tipo brillante, pero te confieso que he de hacer un gran esfuerzo.
El señor Delapole llevaba ya un rato escuchando una de sus parrafadas en francés cuando con un gesto de la mano le pidió silencio para dirigirse a mi tío:
—Me gustaría emprender la carrera musical, Scacchi. De hecho estaba pensando en escribir una ópera. ¿La publicaría usted?
—¡Amigo mío! —exclamó el tío Leo, saltando casi de su silla—. ¡Una ópera! No tenía ni idea de que su talento se extendía en ese campo.
—El talento de un hombre abarca más de lo que él mismo sabe —intervino Rousseau—. Precisamente el otro día estaba poniéndome a prueba con el pentámetro inglés y descubrí que podría darle a Shakespeare un buen baño…
—¡Ande, déjeme hablar a mí! —le cortó el señor Delapole en un tono tan desenfadado que no podía ofenderle—. Ya sabemos de su talento, pero es del mío de lo que me gustaría hablar. Una ópera, Scacchi. ¿Cuánto me costaría una tirada de un par de cientos de ejemplares?
—¡El dinero es la última consideración a tener en cuenta en este caso! —exclamó el tío, intentando parecer ofendido—. La casa de Scacchi se contenta con cubrir gastos y obtener el beneficio necesario para pagar los impuestos que la República nos exige con demasiada regularidad. Lo que nos importa es la calidad del trabajo que lleve nuestro nombre y cómo su conocimiento pueda contribuir a agrandar el de la raza humana. Nuestro nombre no se puede comprar sin más; hay que ganárselo.
Pensé en las horas que había pasado aquella misma mañana ocupándome de unas cuantas páginas de Los múltiples misterios de los rinocerontes de Madagascar, y me llevé a los labios mi taza de barro amargo. Estaba equivocado. El café tiene su momento.
—El problema es —continuó Delapole—, que la ópera es tan… común. Quizás sería mejor algo más corto, como un concierto para violín, por ejemplo. Reconozco que me gustaría intentarlo.
Leo dejó su taza en la mesa.
—Una de mis composiciones favoritas, porque como usted ya sabe, hubo un tiempo en que yo también escribí música.
—Y seguramente, también más interesante desde el punto de vista económico —respondió mirando a mi tío con un brillo de comprensión—. Menos voces, menos papel. Tiene lógica.
Leo miró su taza compungido.
—En un mundo más racional que el de la edición, sería así, pero el papel es una pequeña parte de nuestros costes. La composición, las pruebas, los años de habilidad necesarios para localizar esa corchea errante en el pentagrama…
—Vaya… —Delapole no parecía convencido—. Entonces, quizás escriba un libro. Pero sería en inglés, y a usted no puede pedírsele que maneje una lengua tan tortuosa y difícil. Tendría que enviarlo a Londres.
Un silencio denso se extendió sobre la mesa, roto por supuesto, por alguien que hablaba en francés:
No son sólo las notas lo que importa, amigos. Vivaldi es un gran músico, pero creo que su popularidad tiene otras fuentes. Es la puesta en escena, señor. Pensar en todas esas encantadoras damas, ocultas tras las celosías, generando sonidos de tan etérea y sensual naturaleza… ¡La Pietà es un burdel para los oídos! ¡Exacto! Anotaré la idea en mi diario en cuanto llegue a casa.
Todos lo miramos. Yo no pretendo ser un entendido en cuestiones románticas, pero a diferencia de Rousseau, creo que soy perfectamente capaz de mantener una conversación con el bello sexo sin sufrir alguna forma menor de apoplejía (sí, ya sé que R… es una excepción, pero he prometido no hablar de ella en esta parte de la carta). La mención misma de la palabra burdel sumió a nuestro amigo francés en un estado de agitación extraordinaria y comenzó a resoplar y jadear, con las mejillas arreboladas y unas gotas de sudor que le brillaron sobre el labio superior.
Delapole se inclinó para susurrarnos:
—A lo mejor están desnudas tras esas celosías, Rousseau. ¿Se ha parado a pensarlo?
El pobre se estremeció y emitió un gemido que habría hecho justicia a un potro de seis semanas de edad.
—Pero señor —intervino Gobbo—, si lo piensa bien, en realidad las mujeres están siempre desnudas debajo de la ropa, ¿no les parece?
Pensé que yo también podía sumarme a aquella tontería:
—Por lo cual, es evidente que todas las señoras que tocan tras la celosía de La Pietà deben estar desnudas. Puesto que no podemos verlas, sus ropas, de estar, son irrelevantes. Una mujer desnuda en la cama en una ciudad como Pekín no deja de estar desnuda porque nosotros no podamos verla.
—Por lo cual —continuó sonriendo Delapole, aceptando la bola que yo le había lanzado—, el mundo entero esta lleno de bellezas desnudas. ¡Fíjense en cuántas hay en este local! Si fuéramos lo bastante valientes para quitarnos esa venda de los ojos que nos impide adorarlas en toda su gloria carnal…
A Rousseau a punto estuvieron de salírsele los ojos de las órbitas. Intentaba mirar a todas las mujeres que había en el café (la mayoría de las cuales eran viejas, con un dedo de afeites y con más ropa que en el armario de un obispo tras el funeral de un hombre rico).
—Creo que… creo que me retiro ya —balbució—. Dispongo de poco tiempo para estar en Venecia y hay mucho que ver.
Mientras lo veíamos alejarse no podíamos dejar de sonreír. Había sido una jugarreta un tanto sucia, pero Rousseau es como un perro viejo que se queda siempre en la puerta de atrás, esperando que alguien salga y le dé una patada.
—Entonces, quedamos en que un concierto, ¿no? —preguntó Leo.
—He de encontrar el tiempo para hacerlo, amigo querido —contestó el señor Delapole—, dispongo de tan poco tiempo libre, y tanto que hacer…
Poco después fuimos andando hasta el molo y tomamos una góndola para volver a Ca’ Dario, la hermosa mansión veneciana que el señor Delapole tenía alquilada, que más que muchas otras merecería la denominación de palazzo. Yo fui sentado en la parte de atrás con Gobbo, a quien lo ocurrido con Rousseau lamento decir que le había despertado el apetito.
—¿Conoces a alguien de esa iglesia? —me preguntó, dándome con el codo.
—Imprimimos cosas para Vivaldi de vez en cuando.
—Bien. Creo que nuestro amigo francés se merece disfrutar de un buen entretenimiento antes de que se marche con viento fresco de esta ciudad. Y usted, señor Scacchi, va a ser mi empresario.
La góndola tomó el Canal. Ca’ Dario apareció a la izquierda, una hermosa mansión aunque algo ladeada (lo cual no es de avergonzarse, después de pasar más de doscientos cincuenta años con los pies hundidos en barro veneciano).
El calor de la tarde cedía ya. La vista era espléndida y pensé en Reb… ah. Se me olvidaba mi promesa.