A mi aire en la ciudad

De camino a La Pietà con el violín en su funda, Daniel se alegró cuando llegaron al lugar en el que habían de hacer una parada. Scacchi le había conducido a paso lento pero constante, partiendo de San Casiano en dirección sur hacia San Polo, pasando por la magnifica mole gótica de los Frari, con su alto campanile, hasta llegar a la Escuela de San Rocco. Daniel había visto aquel lugar en los libros de la biblioteca de la universidad. La escuela estaba formada por diferentes hermandades caritativas, como las logias masónicas, cada una con sus propios fondos y ubicación, y todas ellas compitiendo por ser el mayor exponente artístico. San Rocco fue el hogar de Tintoretto, cuyo ciclo de pinturas parecía cubrir hasta el último rincón del interior.

Scacchi insistió en pagar él la entrada y ambos subieron a la Sala Dell’Albergo, donde quedaron maravillados por la pintura gigantesca de San Roque y la magnífica crucifixión. Scacchi citó a Henry James para hablar de la crucifixión:

—Aunque he de admitir que no he leído nada más de él. No hay quien lo aguante.

Luego volvieron al vestíbulo principal donde le señaló la pintura que era el motivo de aquella visita, según le había dicho.

—Mira —dijo, y los dos echaron la cabeza hacia atrás. En una esquina, cerca de la puerta que conducía a la Sala, había una tela de grandes dimensiones y fondo oscuro en la que se representaba a dos figuras. La primera, un joven bien parecido, rubio y con una agradable sonrisa, miraba a la segunda con una piedra en cada mano. La otra figura era sin duda la de Cristo, a juzgar por el halo que le rodeaba la cabeza, y estaba vuelto de medio lado hacia él, como si pensara.

—¿Cuál es el tema en tu opinión? —le preguntó Scacchi.

—No sé mucho de pintura.

—Entonces, usa la cabeza. Para esto estás aquí.

El tema del cuadro era, hasta cierto punto, obvio, aunque había algo muy poco corriente en él.

—Es la Tentación de Cristo en el desierto. La figura de la izquierda es Satanás, que le está ofreciendo unas piedras con la intención de que Cristo, tras haber ayunado tanto tiempo, las convierta en panes.

—¡Perfecto! —exclamó—. ¿De qué fecha?

—¿Hacia 1570?

—Te has adelantado diez años, pero no está mal. Ahora a ver si me dices por qué esta tela es tan curiosa.

Daniel volvió a mirar.

—Porque el foco de atención es el diablo, y no Cristo.

—¿Y?

—Y porque el diablo es… corriente.

—¿Corriente? No, corriente, no. Piensa.

Scacchi tenía razón.

—Porque es muy… atractivo. Tiene algo.

—¡Exacto! Compara este cuadro con La tentación de San Antonio, del Bosco. Se pintó unos setenta años antes que este y en él hay diablos con rabo y cuernos, deseosos de devorarte las entrañas. Pero este de aquí no tiene más que unas cuantas plumas por todo adorno y una sonrisa tan cautivadora como la del alma más dulce de la tierra. En este cuadro está resumido todo lo que necesitas saber sobre el demonio de Venecia, Daniel: que es difícil resistírsele. Un concepto muy moderno, ¿no te parece? Pero si miras este otro cuadro de aquí…

Scacchi le mostró un trabajo con forma oval ejecutado en el techo, en el centro de la estancia.

—Verás la misma pose en Eva cuando le ofrece a Adán la manzana fatal. Tintoretto siempre fue un tanto misógino, me parece a mí. De camino a la salida veremos la Anunciación. La pobre chica tiene cara de no haber salido en su vida de la cocina, así que como para ser la madre del hijo de Dios…

A Daniel le constaba trabajo apartar la mirada de la figura de Satanás, con aquella sonrisa inexplicable y la súplica en los ojos.

—¿Por qué me ha traído aquí?

—Para que amplíes tus conocimientos. Un hombre debe saber reconocer a Lucifer, Daniel, y sobre todo en una ciudad como esta. Yo, personalmente, no soy moralista y poco me importa si estás con un lado o con el otro. Lo que sí que importa, creo yo, es que seas tú quien decida. Cuando el diablo se acerque a ti, hay sólo tres opciones: hacer lo que él quiera, lo que se debe hacer, o lo que tu propia naturaleza te dicte, que puede no tener nada que ver con las otras dos opciones. La respuesta, naturalmente, es que debes optar por lo último. Pero a menos que sepas reconocerlo, a él o a ella, no podrás decidir. ¿Comprendes?

A Daniel aquella discusión le resultaba un poco inverosímil.

—No estoy seguro de haber conocido al diablo. O de que me importe.

Scacchi lo miró desilusionado.

—Eso lo dice el niño que llevas dentro. Deberías cuidarte de él. El Lucifer veneciano aparecerá cuando le parezca oportuno, no lo dudes. Y ahora… —consultó el reloj— tenemos que irnos. A los músicos les molesta que se llegue tarde.

Tras salir de la scuola tomaron el vaporetto para desembarcar en San Zaccaria acompañados por hordas de turistas con destino al palacio del Dux y la famosa plaza. Scacchi anunció mientras caminaban que le había matriculado en la escuela de verano de música como recompensa por la cantidad de trastos que iba a tener que mover en el sótano. Si el curso no era de su gusto podría dejarlo cuando quisiera, aunque él albergaba la esperanza de que no fuera así. Aquel curso tenía mucho prestigio. Se organizaba cada dos años bajo el auspicio de Hugo Massiter, un marchante de arte inglés que residía de vez en cuando en Venecia y que solía presentarse para observar y aplaudir a los beneficiarios de su generosidad.

El programa atraía a jóvenes músicos de todo el mundo, en parte por su reputación y en parte porque las clases se impartían en la iglesia de La Pietà, la iglesia de Vivaldi, tal y como rezaba un cartel fijado junto a la puerta. Según Scacchi, no era cierto. La iglesia original hubo de reconstruirse poco después de la muerte del compositor, y la fachada blanca y de corte clásico fotografiada por miles de turistas cada semana había sido reformada a comienzos del siglo veinte. El cura rojo reconocería bien poco de aquella nueva iglesia, decía Scacchi, y en ningún caso el interior oval y ornamentado que había sustituido al espacio medieval desnudo y tenebroso que todavía podía verse en algunas otras iglesias de la ciudad.

La puerta de dos hojas estaba abierta, lo que proporcionaba a los turistas una visión directa de la nave. Una mujer de mediana edad y vestido de flores estaba sentada tras una mesa al pie de la escalera, comprobando las credenciales de quienes iban llegando al curso. Cuando vio a Scacchi, lo saludó afectuosa y este se dirigió a ella en una mezcla de italiano y un dialecto incomprensible para Daniel. Luego le entregó una nota que ella leyó con evidente sorpresa, pero no hizo ningún comentario sino que se limitó a anotar el nombre de Daniel en una pequeña insignia de plástico que Scacchi recogió dándole las gracias.

—A los locales nos hacen descuento en barcos y autobuses —le dijo Scacchi con una sonrisa triunfal—. Entonces, ¿por qué no en un curso de música? Estos extranjeros… —hizo un gesto con la mano que abarcaba al montón de jóvenes que abarrotaban la iglesia (habían llegado un poco tarde, a pesar de todo)— tienen dinero para gastar.

—Hablando de dinero, señor Scacchi —dijo la mujer—, ¿quiere que le presente la factura en su casa en la fecha que más le convenga?

—Cómo le parezca. Un caballero nunca lleva encima ese dinero.

—Naturalmente —repitió ella, y tras escribir algo en un trocito de papel, lo echó en una bolsa de supermercado lleno de trocitos similares. Era muy poco probable que Scacchi volviera a oír hablar de la factura del curso.

—Debes llevar la placa siempre visible —le advirtió la mujer.

Daniel se la prendió de la camisa y siguiendo un gesto de Scacchi, entró en La Pietà, deteniéndose ante la puerta de hierro que daba acceso a la nave oval.

Scacchi lo observaba.

—No importa, ¿verdad? —le preguntó un instante después.

—No. No me importa que Vivaldi no reconociera ni una sola piedra de este lugar. Su presencia sigue sintiéndose aquí.

—La suya o la de aquellos que vinieron después y creyeron en él de tal modo que materializaron aquí su presencia, sacándola del éter mismo. Da igual. La reencarnación siempre me ha parecido una idea de lo más absurda. Sin embargo, yo también creo que hay algo, un fragmento de una persona que sobrevive como si fuera una mota de polvo en una alfombra. Lo respiramos, nos respiramos los unos a los otros y aquellos que han muerto siglos atrás dejan un poco de su impronta en nuestros caracteres.

Estaban afinando un violonchelo. Dos violines se unieron.

—No soy lo bastante bueno para este curso —le dijo—. Esta gente juega en primera.

—Tonterías. En tus cartas me decías que tocas con regularidad y que has aprobado algunos exámenes.

Daniel no pudo evitar enrojecer.

—Y es cierto. Pero los exámenes y el talento no son necesariamente lo mismo.

—Vamos, Daniel. Esto es pura diversión. Se trata de tocar un poco, de estudiar otro poco, de componer un poco más… supongo que sabrás componer, ¿no?

—Algo.

—Entonces todo irá bien. ¿Ves al gallito aquel que acaba de llegar?

Scacchi señaló a un hombre de corta estatura vestido todo de negro, con una gran cabellera negra también y una perilla que parecía un bigote fuera de su sitio.

—Guido Fabozzi —dijo Daniel—. Lo he visto en la tele.

—Lleva cuatro temporadas manejando el cotarro. Desde que pasó aquello…

Daniel vio ensombrecerse su expresión.

—¿Aquello?

—Hubo un problema, pero de eso hace ya diez años, así que no te preocupes. Fabozzi es un buen hombre, aunque más vanidoso que un pavo real. Hablaré con él para que no sea demasiado duro contigo.

—¡No! Prefiero hacerlo bien o mal, pero por mis propios méritos. Por favor…

A Scacchi pareció gustarle su decisión. Apoyó la mano en su hombro antes de volverse a contemplar la iglesia una vez más. En el fondo, casi al final de la nave, vio a un hombre vestido en colores claros y se lo señaló.

—Ahí tienes al mecenas en persona: Hugo Massiter. El señor de todo lo que abarca la vista. Trabajamos en el mismo negocio, aunque dudo que él quisiera reconocerlo. ¡No hay tiempo como el presente!

Atravesaron la iglesia, saludando con una leve inclinación de cabeza a los jóvenes congregados hasta llegar bajo un impresionante fresco pintado en el techo que Scacchi le presentó como El triunfo de la fe, de Tiépolo. Massiter era un individuo de unos cincuenta años, vestido de un modo bastante anacrónico: camisa fina, fular azul claro y unas gafas de sol de las caras en lo alto de la cabeza, que era donde únicamente le quedaba pelo. Estaba enfrascado en una conversación en la que sólo parecía hablar él con una chica joven de camisa blanca y vaqueros que le escuchaba con atención. Scacchi aguardó un momento para que Massiter tuviera tiempo de reconocerlos y luego se acercó a darle un abrazo.

—Signor Massiter —le saludó sonriente—. Una vez más ha honrado a nuestra ciudad con su presencia y su generosidad. ¿Cómo podemos agradecérselo?

—Siempre hay modos de conseguir lo que se quiere, Scacchi —replicó—. ¿Tienes algo que vender, quizás? Hay un objeto que ando buscando. Tenemos que hablar de ello.

—Lo siento, pero no tengo nada del calibre que usted se merece. Últimamente no tengo más que chucherías.

Massiter les presentó a la chica con la que estaba hablando como Amy Harston, de dieciocho años, venida de Portland, Maine. Scacchi se inclinó y Daniel le estrechó la mano un poco aturdido. Llevaba la melena rubia sujeta en una cola de caballo, sonreía constantemente y poseía la belleza imprecisa e inexpresiva que Daniel siempre había asociado con un determinado tipo de estudiante norteamericano.

—No recuerdo haberte visto en el curso anterior —dijo la chica. Tenía un acento bastante extraño. Norteamericano, por supuesto, pero con una especie de monotonía muy distinta de la entonación de la rancia clase alta inglesa.

—Es que no estuve. Es la primera vez que vengo a Venecia.

—¿En serio? —se sorprendió—. Vives en Inglaterra, ¿y no habías estado aquí?

—No todo el mundo disfruta de las ventajas de tener un padre rico y generoso, querida —intervino Massiter.

—Mi padre está encantado con deshacerse de mí durante las vacaciones de verano —respondió ella—. Esto es para él un campamento pero con otro nombre.

Massiter sonrió. Parecía un hombre demasiado relajado, demasiado deseoso de complacer para ser el propietario de una empresa grande y fuerte del competitivo mundo de la venta de arte.

—Ah, los jóvenes —dijo—. Nunca explican nada. Nunca se disculpan. Y nunca sienten agradecimiento.

—¡Un retrato perfecto! —exclamó la joven.

—¿Puedo? —preguntó Massiter, y sin esperar la respuesta, abrió la caja del violín de Amy y sacó el instrumento. Daniel Forster parpadeó varias veces ante la pieza que tenía enfrente, a pesar de la pobre luz de La Pietà. Era un violín antiguo, italiano sin duda, probablemente de principios del siglo dieciocho.

—Esto es lo que ando buscando, Scacchi —dijo—. Bueno, algo muy parecido. ¿Lo reconoces? No vale mirar la etiqueta.

Scacchi cogió el violín y lo inspeccionó de cabo a rabo. El violín tenía una panza bastante plana y la cintura estrecha. Bajo la luz amarillenta de la iglesia, parecía ser de un color castaño claro y tenía algunas señales, unas cuantas antiguas y otras nuevas, producidas quizás por un propietario torpe.

—Detesto estos juegos de salón —se quejó—. Los juicios nunca deben aventurarse sin un examen minucioso.

Pero Massiter no cedía.

—Vamos, Scacchi. Para un hombre como tú, es pan comido.

—Ya. Preferiría verlo a la luz del día y con una lupa, pero intentaré acertar. Sin duda se trata de una pieza de Cremona. No hay ni rastro de Santa Teresa, por lo que no puede ser un André Guarneri, aunque se da un aire. Pero esta cintura tan estrecha… yo diría que es del hijo, de Giuseppe. De principios del dieciocho. En torno a 1720.

Amy abrió los ojos de par en par.

—¡Increíble! ¿Cómo lo ha hecho? Pensar que para mí sólo es un violín. Magnífico, eso sí…

—Y lo es —corroboró Massiter—. Aunque no de primera fila. Yo busco algo mejor. De otro Guarneri.

Scacchi lo miró con escepticismo.

—Supongo que te referirás a Giuseppe del Gesù, ¿no? Ya sabes que hay poquísimos en el mundo, y si uno de ellos saliera al mercado, todo el mundo lo sabría.

—Si saliera al mercado abierto, sí, pero tú y yo sabemos que hay reglas y reglas. El instrumento del que he oído hablar es una belleza, grande y rotundo, con un valor incalculable, y en manos de un vendedor astuto que se resiste a mostrar la cara. Es curioso, ¿eh? Supongo que tú también habrás oído ese rumor. No me lo niegues.

Scacchi palideció un poco. Al parecer no podía mentir bajo la mirada de hierro de Massiter.

—Ya sabes la cantidad de tonterías que se oyen por las calles, Massiter. Los dos sabemos que no puedes creértelas todas.

—Por supuesto —le contestó, apretándole el hombro con la mano derecha, justo al lado del cuello—. Pero si algún pajarito empieza a cantar, me avisarás, ¿verdad? Mi dinero es tan bueno como el de cualquier otro.

Scacchi dio un paso hacia atrás.

—Daniel es mi invitado y asistirá a tu curso. Si tienes algo que decirme, o si tengo que ponerme en contacto contigo, podemos comunicarnos a través de él. Estoy demasiado cansado para el teléfono.

Massiter y Amy miraron a Daniel.

—Muy bien —respondió Massiter, antes de volver toda su atención a la chica—. Y en cuanto a ti, querida, estaría encantado de que me acompañaras a cenar mañana en Locanda Cipriani. Tienen erizos de mar, ravioli de róbalo y el mejor camarón que vas a probar en tu vida. Luego te enseñaré unos magníficos diablos.

—¡Genial! —exclamó la chica, entusiasmada.

Massiter dio una palmada.

—Mi barco sale a las siete. Y tú… ¿cómo te llamabas?

—Daniel Forster, señor.

—¿Quieres venir con nosotros, Daniel Forster?

Miró a Scacchi y este le animó.

—¡Vamos, Daniel! El único modo de que uno de nosotros coma en ese restaurante de Torcello es que sea otro el que pague la cuenta.

—Pero el trabajo…

—Ya tendrás tiempo de trabajar. También has venido a disfrutar.

—Bueno, entonces ya está —anunció Massiter—. Traeros los dos el violín y la composición que tengáis pensado entregar en el curso. Este circo me cuesta una fortuna, de modo que creo tener derecho a que toquéis durante la cena. ¡Bueno! —exclamó, y volvió a dar una palmada con la fuerza necesaria para que se oyera en toda la iglesia—. ¡Vamos allá, muchachos! ¡Como si hoy fuera vuestro último día sobre la faz de la tierra!