¿Qué debía esperar? ¿Olor a incienso en el aire? ¿Gente extraña con ropas extrañas mirando con desconfianza al gentil, invasor del mundo exterior? No tenía ni idea. Lo extraño de aquella tarea me había dejado sin imaginación. Una vez pasé por encima de aquel puente de madera, lo mismo me habría dado entrar en la torre de Babel, pero lo que descubrí fue mucho más ordinario. El gueto es muy parecido a cualquier otro rincón de la ciudad, pero todavía más vulgar. Los altos edificios que delimitan el perímetro circular de la isla son de poco fondo. Más allá hay una pequeña plaza adoquinada con un pozo en el centro, muy parecida a San Casiano, salpicada de árboles de talla modesta y como única curiosidad, hombres y mujeres vestidos todos de colores oscuros sentados en bancos haciendo avanzar las cuentas de un rosario entre los dedos y leyendo.
Le pregunté a un muchacho joven con barba negra y rala dónde podría encontrar al doctor Levi, hablándole despacio y pronunciando con claridad a fin de que pudiera comprenderme. Señaló con un dedo largo y muy blanco a una casa que había en un rincón de la plaza, al lado de una curiosa amalgama de edificios rematados por lo que parecía un arca de Noé. Atravesé la plaza y entré por la puerta del piso bajo. Olía a guiso de patatas con repollo, y se oían los ruidos propios de familias con niños. Leí la lista de nombres que había en la pared y subí nada menos que seis pisos dejando atrás puertas entreabiertas, discusiones y risas, llanto de niños y en una ocasión el inconfundible sonido del llanto de una mujer, hasta que llegué al último piso y me encontré con algo parecido al silencio.
Llamé a la única puerta del rellano y abrió un joven de rostro afable y recién afeitado, ojos castaños de mirada inteligente y frente despejada, que me miró con una sonrisa y expresión divertida.
—Scacchi ha enviado a un muchacho —le dijo a alguien que debía estar detrás de él—. No es lo bastante hombre para hacer el trabajo en persona. Pasa, que no nos comemos a nadie. ¿Te apetece un té?
Entré a una habitación mal iluminada que incluso en pleno día hacía necesario el uso de velas. Había un olor muy agradable. A rosas, diría yo. El suelo estaba alfombrado y todos los asientos estaban cubiertos por un tejido suave. En la única mesa de la habitación había una esfera y varios libros. En un rincón, oculta por la sombra que proyectaba la contraventana cerrada, había una mujer sentada en el borde de una silla, observándome.
—Deberíamos irnos cuanto antes —dije—. Vivaldi no tolera los retrasos.
—¡Vaya! Por fin te han encontrado un hombre en la ciudad, Rebecca. Cuida bien de ella, eh…
—Lorenzo, señor. Lorenzo Scacchi. Me envía mi tío.
—Caramba. Lamento no haber podido curarle la mano. Incluso los médicos hebreos tenemos nuestras limitaciones.
Tuve la sensación de estar saldando alguna deuda. De modo que estaba arriesgando el cuello para que mi tío no tuviese que pagarle la factura al médico, y no sólo para congraciarnos con el cura rojo.
—Soy el doctor Jacopo Levi. Llámame Jacopo —se presentó, ofreciéndome la mano—. Y a quien pongo a tu cuidado es a mi hermana Rebecca. Cuídala bien, Lorenzo. Yo mismo la acompañaría, pero sólo serviría para acrecentar los riesgos y esta ciudad es demasiado peligrosa para que salga sola. De modo que andaos con ojo. No quiero tener que sacaros de los calabozos del Dux.
—Haré todo cuanto esté en mi mano, señor —contesté con sinceridad, y vi que la joven se levantaba y se acercaba a mí, de modo que quedó iluminada por el recuadro de luz que entraba por la única ventana que daba a la plaza—. Haré cuanto pueda para…
¿Sabes una cosa? Pues que no tengo ni idea de lo que dije después. Aquellos instantes están grabados a fuego en mi memoria pero sólo contienen imágenes, y no cosas tan mundanas como palabras. Estoy igual que cuando intenté describir la maravilla de la dársena de San Marcos el día de la Ascensión. Hay cosas que los torpes soldados de a pie del alfabeto son incapaces de transmitir. Ovidio podría dedicar todo un libro a esta mujer, y quizás lo hizo en otra encarnación, pero lo único que mi humilde pluma puede darte son hechos.
Rebecca Levi acaba de cumplir veinticinco años, según ella misma me ha dicho, aunque a mí me parece más de mi edad. Es algo más baja de estatura que yo, muy delgada, pero de porte muy erguido, espalda recta y hombros fuertes (el retrato del perfecto intérprete de violín). En nuestro primer encuentro llevaba un hermoso vestido de terciopelo negro que le cubría desde el cuello hasta los tobillos, con las mangas a la altura del codo y tan simple como te puedas imaginar. Al cuello lucía una delicada cadena de oro y llevaba por pendientes dos gemas de un rojo intenso, aunque no podría decirte qué clase de piedra eran. Rebecca no tiene necesidad de adornarse con joyas. Su rostro resplandecía en la oscuridad como si fuera el de una Madonna pintada por un artista para iluminar el rincón en sombras de alguna iglesia… (no sé si debo o no enviarte esta carta, la verdad).
Empezaré por la barbilla, que es redondeada y que siempre parece estar de frente a ti, como a punto de hablar. Su boca es inquisitiva y sensual, con los dientes más blancos que he visto nunca, cada uno como una perla exquisita y delicada que brillase en la oscuridad. Tiene la nariz ligeramente respingona y la piel pálida y de la cualidad luminiscente de la luna llena en los meses de invierno, con tan sólo un atisbo de color en las mejillas. Sus ojos son castaños, con la forma de un ópalo que luciera en la corona de un emperador; unos ojos que brillan como si rieran siempre y que nunca abandonan a la persona con la que está hablando. Y por encima de tanta hermosura, como el marco que realzara un soberbio retrato clásico, hay una indómita melena como la de aquellas gitanas que se burlaban de nosotros en la feria: un mar de ondas ingobernables del color de las castañas que caen del árbol en el mes de octubre. Enmarca su cara hasta alcanzar los hombros, y no sé decirte hasta qué punto es artificio y hasta cuál regalo de la naturaleza, aunque sí puedo contarte que de vez en cuando se pasa la mano por el cabello como para arreglárselo y ese momento empujaría a los monjes de un monasterio a pedir la libertad y reincorporarse al mundo.
Mis sentidos quedaron embotados hasta que oí una tos a mi espalda. Era Jacopo, que intentaba hacerme reaccionar. Sentí que enrojecía y confié en que la penumbra de la habitación me encubriera.
—Sabrá hablar, ¿verdad? —preguntó ella con una voz de acento tan delicado y musical que sonó como música de flauta.
Jacopo se plantó delante de mí con una mueca burlona.
—Desde luego —contestó—. No le habrás hechizado también, ¿verdad, hermana? No me queda ungüento para los corazones rotos.
Ella se echó a reír. Bueno, no: lo que hizo fue resoplar, algo bastante impropio de una dama. Fui yo quien se echó a reír.
—Por fin —dijo, y recogió con decisión una baqueteada funda de violín. Luego sacó un pañuelo rojo del bolsillo del vestido y con él ocultó la mayor parte de aquellos gloriosos rizos—. Lorenzo ha recuperado la voz. ¿Podemos irnos ya?
Jacopo besó a su hermana en la mejilla, y mi corazón dio un brinco.
—Cuida de ella, muchacho —me advirtió, cogiéndose de mi brazo—. Estoy convencido de que impresionará al cura ese, y a partir de ahí empezará la diversión. Pero si alguien insiste en preguntarte, di que tú no sabías nada de su condición y que fui yo quien os obligó a escapar bajo amenaza de muerte. Te sorprendería saber las cosas que pueden creerse de un judío en esta ciudad.
—¡Yo no pienso hacer tal cosa, señor!
Jacopo me miró con una furia que yo no esperaba.
—Tú harás lo que yo te diga, muchacho, o no saldréis de aquí. ¡Estamos corriendo un peligro que ninguno de nosotros debe olvidar!
Estupendo. Dos amenazas en una sola tarde. Primero la de mi tío, que había prometido incriminarme en algo con lo que yo no tenía nada que ver, y luego aquel hebreo desconocido que insistía en exculparme de un delito que estaba a punto de cometer a sabiendas.
—Como guste —contesté, aunque intenté dejar claro con mi tono de reprobación que no estaba de acuerdo con él—. Si insiste, poca elección me queda.
—Espléndido —respondió con la afabilidad de antes.
Salimos. En la plaza del gueto, nadie nos miró. Pasamos bajo un arco, atravesamos el puente y entramos en la ciudad por delante de la guardia. Cerca de la iglesia de San Marcuola y del muelle en el que tomaríamos un barco para llegar a San Marcos, ella me agarró por un brazo y me obligó a meterme en un callejón en cuya entrada había un puesto de pescado. Una vez allí, se quitó el pañuelo rojo, sacudió su melena como si quisiera liberarla de una prisión y pasándose las manos por los rizos me dijo:
—Si alguien pregunta, Lorenzo, somos primos y estamos de visita en la ciudad, y así si cometemos alguna torpeza, será sólo por ignorancia.
—Como guste, señorita.
—¡Lorenzo!
—Como gustes, Rebecca.
Mi respuesta pareció complacerle.
—¿No tienes un poco de miedo? Yo sí.
La verdad era que no me había parado a pensarlo. Estaba demasiado ensimismado en otras cosas como para considerar el precio que podía tener que pagar si fallaba, de modo que sopesé con cuidado mi respuesta.
—Mi padre solía decir que el miedo es la razón que aducen muchos hombres para hacer cosas que no deberían hacer, y que lo que debemos temer no suele estar en el mundo exterior, sino en nuestros corazones.
—Un hombre sabio, tu padre.
—Eso creo yo también. Le echo de menos. A él y a mi madre. Vivo con mi tío porque los dos fallecieron.
Ella me miró con una expresión que no supe entender.
—Lo siento, Lorenzo. Dime una cosa: ¿tú crees que si me miran, sabrán que soy judía?
—No —contesté con sinceridad.
Pero van a mirarte, estoy seguro, pensé. ¿Y quién podría culparles?