Del pasado

Rizzo estaba en el pequeño apartamento de protección oficial en el que vivía en el barrio de Cannaregio, cerca del antiguo gueto judío, y había echado las cortinas y la cerradura de la puerta. En su bloque vivían sobre todo personas mayores que no solían meter las narices en sus asuntos, lo cual resultaba perfecto para su negocio.

El violín seguía dentro de su funda, en la consigna de equipajes de Mestre, y aunque llegasen a encontrarlo allí nada le relacionaría con él. El riesgo lo correría al intentar determinar su valor en el mercado. Tenía que encontrar un comprador, alguien que apreciara su valor y estuviera dispuesto a pagar lo que valía, todo ello sin que su deslealtad hacia Massiter llegara a saberse, lo cual, en el mundo de los objetos robados, no era nada fácil. En algunas ocasiones había participado en contrabando de tabaco, cocaína y marihuana, además del trapicheo con los objetos que robaba a los turistas en la ciudad, cosas todas fáciles de mover a través de terceros. Pero un violín antiguo era harina de otro costal. Para determinar su precio debía someterlo primero a la evaluación de alguien con los conocimientos adecuados y contrastar después esa información por su cuenta.

Había una solución posible. Tres años atrás y de un modo indirecto había llegado a sus manos una antigüedad, un pequeño reloj decorativo que carecía de interés para los peristas que solía utilizar para mover mercancías robadas. Tras hacer unas cuantas llamadas, consiguió ponerse en contacto con tres individuos que podrían comprárselo: uno en Mestre, otro en Treviso y un tercero que vivía en el centro y al que conocía por el nombre de Arturo y que parecía dispuesto a comprar esa clase de cosas, aunque ocasionalmente y siempre que la pieza valiera la pena, pero nunca de un modo directo sino a través de una tercera persona. Al final se lo había quedado el traficante de Treviso por la miserable cantidad de un millón de liras, pero se había guardado todos los números de teléfono para un futuro. Al día siguiente de hacerse con el violín los llamó a los tres y sin identificarse les hizo una descripción tan minuciosa como le fue posible del instrumento, con sus marcas y la curiosa inscripción de la etiqueta. Los dos primeros se habían reído de él. Decían que tenía que ser una falsificación, y que aunque no lo fuera, nadie podría comprar algo así, ya que un instrumento de ese calibre tendría que adquirirlo un músico en activo que jamás se arriesgaría a tocar con un violín robado en público.

Arturo le había hecho la misma puntualización, pero detectó una nota de interés en su voz. Además le había hecho preguntas muy detalladas sobre el instrumento: su color, el tamaño y si tenía dos líneas paralelas dibujadas en la caja, característica, pensó Rizzo, de un violero en particular. Cuando le confirmó esta última cuestión, Arturo guardó silencio un instante y luego le preguntó qué cantidad tenía pensado pedir, pregunta esta poco hábil por su parte, ya que fue ella la que generó la cifra: cien mil dólares. Arturo silbó y le contestó que el pez era demasiado grande para él, y que nadie pagaría esa suma por un violín que nunca se podría tocar en una sala de conciertos. Pero le pidió su número de teléfono y nombre, y cuando Rizzo se negó a dárselos, sugirió que volvieran a hablar más tarde, cuando el precio fuese más realista.

La conversación concluyó sabiendo ambas partes que volverían a hablar cuando Rizzo decidiera. Aun así, no era la situación ideal. Preferiría tener varios compradores y que cada uno pujase por quedarse con la mercancía. Con sólo aquellas tres llamadas y, sin saber cómo, había alertado a Massiter de la existencia de ese violín. Ampliar la red sería invitarle a descubrir su robo, cuyas consecuencias prefería no imaginar. Sólo quedaban dos opciones: sacar el trasto de la consigna y tirarlo a las marismas de la zona del aeropuerto para que se pudriera para siempre, o presionar a Arturo para sacarle el mejor precio posible y quitárselo de encima cuanto antes. Pero para conseguirlo necesitaba disponer de mayor información sobre lo que quería vender, y bucear un poco en el pasado de su último propietario le pareció el mejor modo de adquirirla.

Se pasó dos horas en la hemeroteca de la ciudad revisando números atrasados de Il Gazzetino y al final pudo reunir diez páginas fotocopiadas que además avivaron sus recuerdos. La muerte de Susanna Gianni causó cierta conmoción en la ciudad en su momento y generó historias de todo tipo que se ilustraban siempre con la misma fotografía de la lápida. Quizás había sido precisamente ese recuerdo, el hecho de que en otro tiempo ese rostro apareciera en las portadas de los periódicos casi todos los días, lo que le había conferido la cualidad hipnótica al retrato que había contemplado en San Michele.

Susanna Gianni había nacido y crecido en el Lido, hija de una madre soltera que hacía interminables turnos de limpieza en los hoteles de la playa para pagarle a su hija las lecciones de música. Cuando la muchacha cumplió doce años, se hablaba ya de ella como niña prodigio, talento apoyado además en el rumor extendido por su madre de que la familia tenía un parentesco lejano con el legendario maestro Paganini. Se hacía una única mención a su instrumento. En el año de su muerte, en el artículo que recogía la información sobre una previa del concierto que cerraría la escuela de verano en La Pietà, se decía que un admirador anónimo le había regalado un magnífico violín. No se mencionaba su valor, pero sí que había nacido de las manos de Giuseppe Guarneri de Cremona. Tampoco aparecía fotografía alguna en que se la viera con el violín que él había arrancado de sus manos muertas. Sin embargo, tenía la certeza de que aquel instrumento tenía que ser el que ahora estaba en su poder. Claramente visible en la etiqueta del violín guardado en Mestre aparecía el nombre Joseph Guarnerius, y una fecha: 1733. Era también, sin duda alguna, el mismo instrumento cuya foto le había enseñado Massiter en su casa.

En los periódicos se hablaba de su música, y no de Susanna Gianni. No se sugería que pudiera tener aventuras o un lado oscuro, aunque conociendo Il Gazzetino lo más probable es que no lo hubieran mencionado aunque supieran de su existencia. Al principio de su último verano, había mucha expectación por saber si llegaría a ser la estrella de la escuela de verano costeada por el gran benefactor Hugo Massiter antes de saltar a los circuitos internacionales. Pero la muchacha desapareció tras el concierto de clausura en el que estuvo magnífica. Dos días después, su cuerpo desnudo fue hallado en el río cerca de Piazzale Roma. La habían golpeado brutalmente, pero la causa de su muerte fue el ahogamiento. Susanna Gianni fue vista por última vez en la fiesta de despedida organizada por Massiter en el hotel Danieli, cerca de la iglesia. La policía no había encontrado testigos que hubieran podido verla salir, y no tenía ni idea de cómo o por qué se había desplazado desde la orilla de San Marcos al otro lado del canal y hasta el barrio húmedo y oscuro del otro lado de la ciudad que fue donde falleció. Tampoco se mencionaba qué había sido del instrumento, un detalle que seguramente habría aparecido en el artículo de haberse encontrado el violín junto al cuerpo. No habrían pasado por alto un detalle tan melodramático. Rizzo no sabía nada de música. Quizás el violín se había quedado en la escuela y se reunió con su última propietaria a la hora del entierro.

Los asesinatos eran una rareza en Venecia. El salvaje ataque de que fue víctima Susanna Gianni y que las investigaciones de la policía no conseguían aclarar, proporcionó a los periódicos el mejor material que habían tenido en años. Pero una semana más tarde se vio desbancado por un suceso tan sensacionalista como su muerte: Anatole Singer, el director de la escuela, un ruso flaco, de unos cincuenta años y de calvicie incipiente, fue encontrado ahorcado en su suite del Palacio Gritti. En una nota el suicida confesaba haber atacado a la chica al negarse ella a complacerle. Decía haberla llevado a un lugar remoto cerca de Piazzale Roma después de la fiesta de despedida con la excusa de presentarle a un agente norteamericano que le ofrecería trabajo en Nueva York. Ella rechazó sus avances, con lo que él, en estado de embriaguez, la violó y la arrojó después al agua.

Aquella descripción le parecía demasiado lógica, demasiado perfecta para salir de la mano de un hombre a punto de colgarse, y conociendo él como conocía el mundo de la delincuencia, esa confesión resultaba forzada. Aunque el profesor hubiera sentido la necesidad de descargar su pecho, ¿por qué hacerlo justo antes de suicidarse? ¿Por qué y para qué? Todo crimen respondía a un propósito. Él no había asesinado al supervisor del cementerio porque sí, sino para salvar el pellejo, puesto que Massiter lo mataría sin pestañear si supiera que se había quedado con el violín. ¿Y qué ganaba Singer con aquella confesión? Sin embargo, los responsables de la policía no habían tenido dudas, sino que habían declarado el caso cerrado. En un abrir y cerrar de ojos, la historia de Susanna Gianni quedó enterrada, igual que sus protagonistas.

El último artículo que había encontrado hablaba de un tributo que Hugo Massiter había hecho a Susanna. Miró la fotografía tomada hacía ya diez años. Massiter tenía un poco más de pelo y se vestía del mismo modo, incluido el pañuelo al cuello. El artículo le describía como un conocido experto internacional en arte y un filántropo. Daban ganas de reír. ¿Quién se llevaría el premio al más estúpido: la prensa, o la policía?

Descolgó el teléfono y marcó un número de Venecia. Una mujer contestó y le preguntó por Arturo, que no tardó en ponerse al teléfono. Rizzo le hizo una nueva oferta: ochenta mil dólares. Ni uno menos.

—Tiene que darme tiempo.

—Dos semanas. Hay un tío en Roma que está como loco por hacerse con él.

—Dos semanas —repitió Arturo—. Ciao.

Rizzo sonrió. El aire de su pequeño apartamento olía a triunfo. Ahora ya sabía incluso el nombre completo de Arturo. La mujer lo había usado para llamarle.

Ciao, Scacci —dijo, y colgó.