Giulia Morelli hizo sonar el timbre de la vieja casa de San Casiano. Fue el ama de llaves quien le abrió la puerta. Llevaba una sencilla bata de nailon y sonrió incómoda cuando le mostró la placa, parpadeando sin parar como si le molestara la luz del sol.
Recordaba perfectamente la última vez que había mantenido una conversación con Scacchi. Había sido en la comisaría, a petición propia y en compañía de un abogado barato. No había sacado nada en claro de aquella conversación, ya que Scacchi era escurridizo como una anguila, aunque tenía que reconocer que también era encantador.
Miró a la criada con la sensación de haberla visto antes.
—¿Nos conocemos?
—No lo creo —contestó con brusquedad—. ¿Quiere decirme cuál es el motivo de su visita?
Estaba convencida de haber mirado a aquella mujer a los ojos al menos en otra ocasión, cuando se cruzó con el barco de Scacchi y él estaba dormido. Fue entonces precisamente cuando se le ocurrió que quizás pudiera arrojar alguna luz en los extraños acontecimientos acaecidos tras la exhumación de Susanna Gianni. El ama de llaves llevaba el timón con un aire de desdén profesional y conducía la embarcación hacia el denso tráfico del canal de Cannaregio.
—Me gustaría hablar un momento con el Signor Scacchi. ¿Está en casa?
—Sí. ¿Para qué desea verle?
—Prefiero decírselo directamente a él. Es un asunto personal.
—El señor Scacchi está muy cansado —espetó—, y no pienso permitir que se le moleste. ¿Es que la policía no concierta citas antes de presentarse en un domicilio?
Giulia sonrió. Aquella mujer era implacable en su defensa del hombre para el que trabajaba. Incluso había bloqueado físicamente la puerta con su cuerpo, como si con su presencia pudiese impedir el paso de cualquier intruso.
—Tiene razón. Lo siento. Debería haber llamado antes, pero es que la mayoría de mis interlocutores no son caballeros como el señor Scacchi. Ha sido un descuido.
Pero la mujer no se apartó ni un centímetro de la puerta. Se oyó un ruido en el corredor.
—Querría que Scacchi me aconsejara sobre un asunto en el que él es un especialista. Nada más.
Scacchi en persona apareció tras ella, y a juzgar por la expresión del ama de llaves, no tenía idea de que estaba escuchando su conversación.
—Hay que colaborar siempre con la policía, Laura —dijo, y con un gesto invitó a Giulia a pasar—. ¿Le apetece un café, inspectora? No habíamos vuelto a hablar desde que andaba tras ese chisme extraviado de San Petersburgo, creo recordar.
Le siguió escaleras arriba y ambos entraron en un elegante salón donde la invitó a sentarse. Él se dejó caer pesadamente en un sillón. El joven que había visto en la barca estaba en un rincón, examinando unos cuantos libros antiguos.
—Daniel —lo llamó Scacchi—, deja un momento tus libros y ven a conocer a un oficial de la policía veneciana: la inspectora Giulia Morelli. Le presento a Daniel Forster. Es inglés, o al menos eso dice en su pasaporte, pero estamos empezando a pensar que debió ser un niño de inclusa veneciana al que se llevaron a la pérfida Albión.
Era un muchacho guapo, aunque parecía algo ingenuo. ¿Sería cosa suya, o de verdad había enrojecido?
—¿Estás de vacaciones? —le preguntó.
—Está llevando a cabo una investigación para mí —contestó Scacchi.
—Un trabajo tan agradable como estar de vacaciones —añadió Daniel en un italiano casi perfecto—. No sé cómo darle las gracias al señor Scacchi por lo amable que ha sido conmigo.
Giulia estudió la expresión de su anfitrión. Parecía preocupado. Scacchi era de esa clase de hombres que no dispensan amabilidad si no tienen una buena razón para hacerlo. El ama de llaves entró con dos pequeñas tazas de café y Scacchi señaló la puerta con un gesto vago de la mano.
—La inspectora ha venido de visita oficial. Creo que deberías llevarte esos libros a otra parte, Daniel. Y tú también puedes irte, Laura.
Ambos se marcharon, aunque a Giulia le pareció que no de muy buena gana. Scacchi cruzó las manos, sonrió y dijo:
—Bueno, señora. ¿Por qué razón ha venido a detenerme esta vez?
—Desde luego… qué injusto es usted conmigo —sonrió—. Sólo le he detenido una vez y no pude o no quise presentar cargos contra usted.
—Vaya por Dios… Así que tengo a la oficial más ambiciosa de toda la policía de Venecia en mi salón y quiere que piense que viene a hacerme una visita de cumplido.
—En absoluto. Como ya le he dicho a su encantadora ama de llaves, sólo busco su consejo. Y además, tengo otro que darle a cambio del suyo.
Cuando dejó de sonreír, vio que su rostro estaba macilento y gris. Scacchi estaba enfermo. Los rumores que había oído eran correctos, y sintió lástima por él.
—Estoy convencida de que ya sabe usted por qué he venido.
—Soy anticuario, querida. No vidente.
—La hija de los Gianni. Usted conocía a la familia.
Él la miró con altivez.
—Hace diez años ya de eso. ¿Quién va a querer desenterrar una historia tan terrible?
—Habrá leído lo del supervisor del cementerio, ¿verdad? Pero lo que no decían los periódicos es que ese mismo día había exhumado el cadáver de aquella pobre chica bajo requerimiento de unos documentos que eran falsos. Y en ese ataúd había algo.
—¿El qué?
—No lo sé. Algún objeto personal de cierto valor. Y de cierto tamaño también. Era demasiado grande para tratarse de una joya.
Él abrió las manos.
—Me está pidiendo consejo sobre un objeto que no puede identificar y que puede haber sido o no robado de un ataúd que llevaba enterrado una década. ¿Qué espera que le diga?
Giulia dudó. Tenía tan poca información.
—Usted conocía a los Gianni.
—Sólo de pasada.
—Conoció a la chica, y puede que sepa con qué la enterraron.
Él negó con la cabeza.
—Fantasías, querida.
—Quizás —contestó, pero tenía otra razón para haber ido a verle—. Pero debe usted saber una cosa: sea lo que sea lo que se llevaron de ese ataúd, ya le ha costado la vida a un hombre, y si alguien es lo bastante estúpido como para comprarlo, causará más desgracias. Hay algo extraño en todo esto. Extraño y peligroso. Y quiero que piense en ello y que me llame.
Scacchi suspiró.
—Bendita juventud. Aún mantiene usted esa noción romántica y distante sobre la muerte.
Recordó la hoja que vio brillar en aquel sucio apartamento y en el cadáver que tuvo frente a ella.
—No se crea.
—He sabido por los periódicos la… pesadilla que tuvo que pasar. Me alegro de que no la hirieran de gravedad. Ha elegido usted una profesión peligrosa, inspectora.
¿Estaría amenazándola?
—A veces invitamos al peligro a entrar en nuestras vidas sin tan siquiera saberlo —le contestó—. Yo creía que iba a entrevistarme con un supervisor enfadado, y no a interrumpir un asesinato.
Scacchi tosió con una tos seca y bronca.
—No me convence —contestó—. Lo que pienso es que creyó usted ver el fantasma de esa pobre chica y no pudo resistirse a perseguirlo.
Giulia no dijo nada. Al otro lado de la puerta se oyó la risa del ama de llaves y del joven Daniel, una risa desenfadada e íntima que no solía abundar. Entonces miró a Scacchi y se preguntó si no habría sido una estupidez pensar que la podría ayudar.
En la calle, el reloj de San Casiano dio las doce.