Camino al gueto

La nota que me dio el tío Leo decía: Doctor Levi, Ghetto Nuovo. Nada más. Ni dirección ni instrucciones en las que se dijera qué debía hacer cuando llegara. Salí de Ca’ Scacchi un poco angustiado justo después del mediodía y me dirigí al campo a beber un poco de agua fresca del pozo. Del otro lado de la plaza me llegó un silbido familiar. Gobbo estaba allí, buscando alguna clase de seta peculiar para el epicúreo de su amo en el mercadillo que había a la vuelta de la esquina, aunque su expresión ladina al mirar a varias mujeres denotase otra intención.

—Gobbo, dime dónde está el Ghetto Nuovo —le rogué.

—¿Para qué quieres tú ir allí? —me preguntó, receloso—. No serás un judío disfrazado, ¿verdad?

Yo confiaba en Gobbo, pero no tanto como para poner mi vida en sus manos. Una de las peculiaridades de Venecia que en aquel preciso instante se me vino a la memoria fue la existencia de unos leones dorados con las fauces abiertas colocados en las esquinas de los edificios más importantes, dispuestos así al objeto de que cualquier veneciano pueda denunciar anónimamente a sus conciudadanos por conducta desordenada o impropia. Y a mí no me apetecía nada encontrarme en el palacio del Dux teniendo que dar explicaciones sólo porque Gobbo no había sabido mantener cerrada su bocaza.

—¡Por supuesto que no, majadero! Mi amo es impresor y hay un judío que quiere imprimir sus memorias. Si están dispuestos a pagar lo que vale lo haremos, por repugnante que nos resulte.

—Me alegro de oírte hablar así —contestó aliviado, y dándome una palmada brutal en la espalda—. Me parece… —añadió, aupándose sobre las puntas de los pies para darle más peso a su siguiente observación— … que esos puercos no han pagado todavía el asesinato de Nuestro Señor.

—Tu sabiduría nunca deja de sorprenderme, Gobbo —suspiré—. No tenía ni idea de que la teología se contase entre tus talentos.

Una sonrisa disimuló la deformidad de sus facciones.

—Gracias, amigo. Está en Cannaregio. Quince minutos en góndola a lo sumo.

Le mostré las monedas que me había dado mi tío.

—Así que Leo es un avaro, ¿eh? En ese caso tendrás que ir andando hasta el Rialto y pasar por delante de Santa Fosca. No tardarás más de media hora.

—Gracias…

—Yo tuve un amo en Turín así, y le hice un buen chirlo con la navaja antes de tomar las de Villadiego cargado con un saco lleno de plata. La próxima vez, búscate un amo generoso, amigo mío. Es bueno para la salud.

—Soy un aprendiz, Gobbo. No un criado.

—¡Oh! —se burló con una reverencia—. ¡Cuánto lo siento, excelencia! Yo le llevaría encantado pero voy en dirección contraria y no creo que usted quisiera compartir el coche con un don nadie como yo. Además… —una daifa de medio manto con la cara pintarrajeada acababa de guiñarle un ojo desde uno de los callejones de al lado de la iglesia— … puede que yo tarde un poco.

Sin malgastar un momento más con aquel botarate, eché a andar en dirección este por entre el laberinto de calles que en realidad no eran más que oscuros corredores. Hasta ahora no te había hablado de cómo son los desplazamientos en esta ciudad por temor a preocuparte, pero ahora ya me he familiarizado con ella lo suficiente para sobrevivir, aunque puedo asegurarte que muchos otros nunca alcanzan ese feliz estado. Incluso de día, Venecia es una pesadilla para los peatones: un enrevesado laberinto de pasadizos y pasarelas, la mayoría incapaces de sumar más de diez pasos en línea recta, y al haber construcciones a ambos lados, el cansado y confundido viandante no puede hacerse idea de adonde se dirige. Si un callejón carece de salida o bien desemboca en un canal, ten por seguro que no hay señal que así lo indique, de modo que puedes acabar cayendo de bruces en las aguas grises y grasientas de la laguna. Y en el caso de que la providencia quiera ponerte al paso un puente, no te quepa duda que carecerá de barandilla, de modo que un mal paso puede hacerte acabar en el líquido elemento. Los sábados por la noche, cuando la ostería de la esquina de nuestra casa se llena hasta rebosar, oigo desde mi cama cómo intentan (y fracasan) cruzar los tablones que se han tendido para salvar el río y alcanzar la Calle dei Morti (que supongo que se llama así porque es la forma más rápida de llevar los ataúdes hasta la iglesia). Durante al menos un par de horas después de la media noche, la secuencia de acontecimientos es siempre inalterable: plop, maldición, plop, maldición, plop… Ay, qué ciudad.

El Rialto no es un puente, sino el único modo de cruzar el Gran Canal a pie, y tal circunstancia debe reflejar la gloria de la República. Y así es, ya que alberga una verdadera comunidad sobre el agua de tiendas, casas, vendedores ambulantes y curanderos que anuncian a gritos sus remedios sobre el tráfago constante que discurre por el canal.

Pero yo no tenía tiempo de recrearme en aquella agradable mezcla de humanidad. La judía me aguardaba primero y Vivaldi después, de modo que eché a correr y me fui abriendo paso entre la multitud, dejando atrás iglesias que ni siquiera sabía que existían, plazas de perfil inusitado y la arquitectura baja y vulgar del Cannaregio hasta alcanzar la zona que Gobbo me había indicado. Luego, al doblar una esquina más amplia que cualquiera de las que haya en Santa Croce, encontré el Ghetto Nuovo. La impresión que me causó me dejó clavado en el suelo. Incluso tuve que apoyarme en la pared más cercana para preguntarme si no debería dar media vuelta en aquel instante, volver a Ca’ Scacchi y hacer las maletas.

Lo que tenía ante mí era una especie de isla dentro de la ciudad, en principio igual a muchas otras, pero guardada por un puente de madera levadizo (sí, de esos que se se alzan durante la noche), y vigilada por un soldado aburrido que se rascaba la espalda. Del otro lado del puente, como si se tratara de un monstruo que hubiera crecido por propia iniciativa, se veía una sola línea de casas de seis o siete pisos de alto, con la colada colgando de todas las ventanas y una cacofonía tal de gritos, de voces jóvenes y viejas, de canciones e incluso de discusiones, que me pregunté si una ciudad entera podía vivir tras aquellas paredes ennegrecidas. Durante un segundo incluso llegué a temer haberme equivocado en algún punto del camino y hallarme frente a la prisión de la República, pero no era así. Recorrí el perímetro completo de aquel extraño reino en miniatura, no más grande, hermanilla querida, que el campo de detrás de nuestra granja en el que padre cultivaba las alcachofas, y encontré otros dos puentes iguales que el primero incluso en el guardia. Esta diminuta extensión de terreno, rodeada toda ella por canales, era el Guetto Nuovo y maldije al tío por no decirme lo que me aguardaba.

Hice acopio de valor, me acerqué al guardia y le pregunté:

—Deseo ver al doctor Levi. ¿Está en casa?

El soldado estuvo a punto de sacudirme con el puño en la cabeza.

—¿Pero quién te has creído que soy, muchacho? ¿El secretario de estos malnacidos? Si quieres encontrar a ese doctor, entra y pregunta tú mismo, pero no les pidas a los soldados de la República que te hagan el trabajo sucio.

Me disculpé varias veces, subí el puente y tras pasar bajo un arco oscuro me encontré, con los ojos de par en par y cierto temblor en las rodillas, en los dominios de los judíos.