Una misión

Daniel Forster pasó su primer día completo en la ciudad, a petición de Scacchi, recorriéndola y admirándola él solo. Volvió a la casa de la plaza de San Casiano a las cinco, y cuando las campanas de la iglesia daban las seis, lo llamaron para el cumplir con el ritual de todas las tardes: el Spritz. Scacchi se bebió tres copas, todas ellas rojas como la sangre. Paul, algo menos y Laura, invitada y camarera a un tiempo, no tomó más que una que le duró toda una hora.

Scacchi tenía mejor aspecto que el día anterior. Tenía algo más de color en las mejillas y estaba de mejor humor. Daniel comprendía la naturaleza de la enfermedad que padecían los dos hombres, aunque no podía decir si su carácter se había alterado por ella o no. Aun así, la petición de Laura de consideración hacia ambos no habría sido necesaria.

—¿Sabes cómo se las ha arreglado este joven para encontrarnos, Laura?

Ella intercambió una mirada con Paul.

—Puede que lo hayas contado ya en un par de ocasiones, pero da igual. Refréscame la memoria.

—¡Pues haciendo uso de su inteligencia! Estaba tan tranquilo en Oxford, esa universidad suya tan famosa, escribiendo su tesis sobre la industria editorial de Venecia, ¿y qué se le ocurre? ¡Intentar averiguar si todavía subsiste alguna! Brindo por tu dedicación, Daniel.

Scacchi alzó su copa y los demás hicieron lo mismo.

—¡Han pasado ya más de doscientos cincuenta años desde que se imprimió una página en estas cuatro paredes, y aun así, has conseguido localizarnos!

Daniel recordaba el momento. Dejándose llevar por la intuición, decidió consultar la guía telefónica de Venecia desde la biblioteca de la universidad y hacer una búsqueda de los nombres de las editoriales que estaba investigando para su tesis. Prácticamente todos los apellidos habían sobrevivido y se encontraban dispersos por el Véneto pero Scacchi sólo había unos cuantos y uno de ellos, sorprendentemente, seguía viviendo en la misma dirección que en el siglo dieciséis albergara la famosa editorial. Estaba orgulloso de sus dotes de detective. Desde la muerte de su madre se había refugiado en el trabajo, en parte como forma de escape pero también porque para él era especialmente reconfortante moverse entre libros antiguos y partituras amarillentas. La vida en la universidad era bastante placentera, medida y ordenada, aunque un poco solitaria. A pesar de que no era su intención, había adquirido la reputación de ser una rata de biblioteca, un tipo distante. Tenía conocidos, eso sí, pero no buenos amigos, y era consciente de que había cierta distancia entre sus compañeros y él. Se había pasado los últimos años cuidando de su madre enferma mientras que los demás se movían y crecían en modos y formas que ni siquiera podía imaginar. En cierto modo, tenía la sensación de que hasta la muerte de su madre no había podido empezar a crecer, aunque esa era una idea que le llenaba de dolor y de remordimientos.

Sintió una mano suave en el brazo. Era Laura, que sonreía.

—Lo siento —balbució—. Estaba distraído. ¿Qué decíais?

Scacchi habló gesticulando con un tenedor en la mano.

—Me quedé mudo cuando recibí la carta. ¿Verdad, Paul?

—Tú jamás te has quedado mudo. Sorprendido quizás, pero mudo…

—¡Qué impertinencia! Pero no pienso picar. Esta ciudad nos conoce, Daniel, como un par de viejas reinonas que se ganan la vida comprando y vendiendo antigüedades. Sin embargo tú, con tus ordenadores y tu talento para la investigación, has descubierto algo que para mí apenas era un viejo rumor que se contaba en la familia.

—Pero estoy seguro de que usted debía saber que hubo un impresor famoso que ejerció en esta casa.

—¡Lisonjas! Ha pasado tanto tiempo y son tantas las ramificaciones de la familia que, aunque el apellido sea el mismo, esta casa ha ido pasando de pariente a pariente durante siglos. La rama de la familia a la que yo pertenezco sólo se remonta tres generaciones, y heredó la casa de un primo arruinado. En el edificio de al lado tuvimos un pequeño negocio de almacenaje hasta que la demanda se agotó. Ahora yo soy el último de esta línea de Scacchi. No habrá nadie que lleve mi apellido. Y también Ca’ Scacchi se extinguirá —bajó la mirada al plato y añadió sin emoción—: Como si eso importara.

—A los demás sí que nos importa —respondió rápidamente Laura—, así que haz el favor de dejar esa cara de perro apaleado, que no te pega. Y en cuanto al por qué de que Daniel esté aquí, es porque tú le invitaste para que te ayudase a catalogar la… —miró a Daniel con las cejas levemente alzadas— … biblioteca.

—Ah.

Los tres guardaron silencio. Aquel trío era verdaderamente complejo, y todavía más el papel que Laura jugaba en él. Era empleada y amiga, confidente y guardián de aquellos dos hombres, una tarea ingrata y onerosa en muchas ocasiones, pero que sin duda ella adoraba.

Scacchi siguió con la mirada baja, pero sonreía.

—Puede que haya exagerado un poco, pero de todos modos creo que encontrarás todo esto muy instructivo. En cualquier caso, Laura, yo le pagué el billete, ¿no?, además de darle un poco de dinero extra para su estancia aquí. Y un asiento en ese circo de La Pietà para que pueda ejercitar el brazo. Sí, Daniel: como verás, leía tus cartas con mucha atención.

—¿La Pietà?

—Ya hablaremos de eso más tarde. Ahora… —se levantó y sacó del bolsillo un juego de llaves sujeto por una larga cadena al cinturón—. ¡Venga, levantaos, que vamos a explorar Ca’ Scacchi y otros rincones en los que ninguno de vosotros ha estado antes!

Laura vio la ilusión que brillaba en su mirada y que se dirigía hacia la puerta que daba al sótano y preguntó:

—¿Vamos al almacén? ¿No habrá ratas?

—Querida, en esta ciudad no hay un solo rincón en el que no haya ratas.

—En ese caso, creo que me quedo recogiendo.

—Yo también —dijo Paul—. El polvo de ahí abajo se me mete en los pulmones.

—Como queráis. Vamos, Daniel. Nos aventuraremos tú y yo solos.

Descendieron por una escalera estrecha hasta el sótano de la casa principal. Era un lugar oscuro y polvoriento, abarrotado de muebles antiguos y cajas, iluminado todo por una sola bombilla amarillenta que colgaba del techo. Scacchi recogió dos linternas que había al pie de la escalera y se dirigió a otra puerta que había a la izquierda.

—Vamos a las catacumbas —dijo—. Es un lugar oscuro como la boca del lobo, sin ventanas y sin electricidad. Tendrás que utilizar una de estas, y te agradeceré que tengas el mayor cuidado posible para no meter este polvazo en casa. Laura se pone de pesada como un martillo pilón si entras con los zapatos llenos de polvo.

Daniel lo siguió y ambos entraron. Las linternas proyectaban ante ellos dos haces gemelos de luz amarilla. Aquella habitación estaba todavía más desordenada que la anterior. Sábanas cubiertas de un manto de polvo ocultaban objetos de forma inidentificable, algunos de apenas medio metro, otros más altos que un hombre, en un espacio de las mismas dimensiones de ancho y de fondo que la casa en sí, de modo que parecía extenderse sin fin. En la parte frontal había dos puertas de madera carcomida por las que entraba algo de luz y que debieron ser en su momento la entrada de que disponía el taller al nivel del agua.

—¿Qué es esto, señor Scacchi?

—Pues supongo que los trastos que se utilizaran en la imprenta. Cuando el negocio cerró, todo lo que había en los tres pisos de la casa debió traerse aquí abajo. Cuando nosotros nos trasladamos aquí, nos limitamos a acondicionar los pisos superiores y todo se metió en la casa con grúa. La escalera por la que hemos bajado es demasiado estrecha para subir nada por ahí. Pero cuando tú me encontraste y me hiciste pensar sobre la historia de esta casa, decidí echar un vistazo aquí abajo. Fue después cuando decidí invitarte a venir. Mira…

Alzó la esquina de una de las lonas que cubría un enorme objeto rectangular colocado a un lado de la bóveda de entrada y vio el pie de una enorme máquina.

—¿Es una prensa?

—Algo así. No tiene ningún valor, según me han dicho. No hay demanda de esta clase de cosas. La gente busca obras de arte y no maquinaria antigua. Puede que los libros antiguos también despierten algún interés, pero en eso yo estoy perdido. Si se tratase de un instrumento musical, de un cuadro o de un bronce, podría evaluarlo, pero las palabras escritas en el papel… para mí nunca han significado mucho. Menudo Scacchi, ¿eh?

Daniel oyó algo chillar y luego escabullirse hacia la luz que se colaba por las puertas. Laura estaba en lo cierto sobre las ratas, como seguramente también lo estaba en muchas otras cosas, a pesar de que hicieran caso omiso de su opinión. Confiaba en que Scacchi fuera consciente de la suerte que tenía al contar con un ama de llaves como ella.

—Menudo Scacchi, y menuda biblioteca —continuó, y como su rostro quedaba fuera del haz de luz de las linternas, no pudo ver su expresión—. Soy un fraude. Dilo, por favor. Te he engatusado para que vinieras aquí cuando en realidad sólo tengo una habitación llena de polvo.

—¡No, qué va! Habría venido de todos modos, aunque sólo hubiera tenido una página amarillenta que enseñarme. Me habría bastado con respirar este aire.

Scacchi dio una palmada sobre una pila de libros que había junto a él y una nube de polvo en miniatura los envolvió. Por alguna razón, parecía molesto.

—¿Por qué dices eso, Daniel? Somos desconocidos. Te he engañado para que vinieras. Admítelo.

No podía creer que no se diera cuenta de lo que la estancia allí significaba para él.

—Toda mi vida he deseado venir a Venecia. Mi madre era inglesa, pero vivió aquí cuando era estudiante. ¿Cómo cree que empecé a aprender italiano? Crecí entre sus libros y con sus historias, y cuando miro a mi alrededor… —Daniel dudó. Algo, quizás el polvo, le estaba provocando escozor en los ojos— … tengo la sensación de que todo esto lo veo a través de sus ojos, y que sigo teniéndola cerca.

Scacchi tosió y lo miró de soslayo. Habían compartido un raro momento de intimidad, aunque ninguno estuviera dispuesto a admitirlo.

—La credulidad es la debilidad del hombre pero la fuerza del niño, dice el dicho. Tú tienes veinte años, Daniel. ¿En cual de los dos casos estás?

—Un poco entre los dos, imagino, pero avanzando en la buena dirección.

Scacchi volvió la cara.

—Me recuerdas mucho a mí mismo. Mañana hay algo en San Rocco que quiero que veas, antes de que vayas a La Pietà, a esa historia con la que creo que vas a disfrutar muchísimo.

—Es usted demasiado amable conmigo.

—¿Ah, sí? —le preguntó, dando otra palmada sobre los libros, aunque más suave.

—Bueno, puede que no demasiado.

Recogió las dos linternas. Era hora de irse.

—Daniel, búscame algo aquí. Algo que pueda vender. Nos reímos, nos gastamos bromas y actuamos como si el futuro no existiera. En cierto modo es así, para Paul y para mí, pero todavía no ha llegado el momento, y necesito que encuentres algo que pueda vender bien. Quiero morir bajo este techo, y no tener que venderle la casa a algún americano al que le haga gracia lo de remodelar un palacio veneciano. Y quiero dejarle a nuestra querida Laura lo suficiente para que pueda empezar de nuevo. Dios sabe que se lo merece. Pero para todo eso necesitamos dinero.

El cambio en el tono de Scacchi había sido tan radical que Daniel se quedó estupefacto.

—No me había dado cuenta. No tiene por qué seguir gastándose dinero en mí de esta manera. Trabajaré gratis. Ya me da de comer y me ha pagado el billete de avión, y es más que suficiente.

Scacchi le dio una palmada en el hombro.

—Tonterías, Daniel. Lo poco que te pago no me sacará de pobre. Lo que necesito es un buen pellizco y no calderilla. Sé que la providencia existe porque ella ha debido ser quien te ha enviado, a mi casa y a esta habitación. Busca y encontrarás, ya sabes.

Guardó silencio y Daniel le apretó suavemente el brazo. Tenía los ojos humedecidos y pensó que de estar allí Laura, habría encontrado las palabras adecuadas para consolarle.

—Esta es la cueva de Ali Baba —dijo, intentándolo.

—O la caja de Pandora.

—Da igual. La cuestión es que encontraré algo que pueda vender.

Scacchi se volvió hacia la puerta y Daniel cogió las hojas en las que había dado la palmada para leerla. La tinta se había corrido y era prácticamente un borrón. El almacén estaba al nivel del río, y en algún momento o quizás en muchas ocasiones, la crecida debía haber penetrado allí y alcanzado una altura de al menos un metro, destruyéndolo todo a su paso.