¡Intriga! ¡Aventura!
Ya está. Ya sé que he captado toda tu atención. Tu desventurado hermano está en el ojo del huracán y no puedo sino preguntarme qué peligros y misterios me esperarán a la vuelta de la esquina.
Ayer el tío Leo me hizo pasar al salón y me comunicó con suma gravedad que tenía que acometer un encargo importante y confidencial en nombre de la Casa de Scacchi. El trono de Vivaldi, el famoso cura rojo, se tambalea. Parece ser que su musa le ha abandonado, lo mismo que varios de sus músicos, aunque su reputación sigue apoyada en el pequeño grupo de intérpretes femeninos que ha reunido en La Pietà. La enfermedad, las discusiones (numerosas, por cierto) y el desgaste de los años le han pasado factura. Debe ofrecer su concierto de temporada y carece del talento para interpretar su propio trabajo.
Por un terrible momento pensé que el tío iba a pedirme que me pusiera faldas y entrase en el grupo, y empecé a preparar cualquier excusa (incontinencia, o una repentina parálisis en las manos). Pero él debió leerme el pensamiento porque con un gesto de impaciencia me dijo:
—Tú no, muchacho. Necesita una intérprete de violín y yo conozco a la mujer idónea, pero estoy demasiado ocupado y lo que quiero es que tú la acompañes. Que la lleves en góndola hasta allí y luego vuelvas a traerla. No repares en gastos. El poder de Vivaldi en esta ciudad está empezando a disminuir, sin duda, pero incluso un fantasma puede tener sus influencias.
Yo seguía perplejo.
—¿Quiere que acompañe a una dama a la iglesia, señor? ¿Es que está enferma?
—No. ¡Es que es judía!
Yo no sabía qué pensar.
—¿Judía? Pero… eso es imposible. ¿Cómo va a poder tocar en una iglesia? No creo que Vivaldi se lo permita.
—¡No tiene por qué saberlo! La dama en cuestión es más que presentable y de gran talento. Puede interpretar cualquier cosa que Vivaldi le pida, y más. Si fuera una gentil y varón, me atrevería a decir que llenaría ella sola las salas de conciertos, pero es judía y mujer, además de delicada y pequeña, sin nariz de gancho ni barba, así que… Siempre que vayas a ser capaz de llevarla hasta allí sana y salva y de convencerla de que se quite el pañuelo rojo antes de entrar en la iglesia, Vivaldi no pondrá objeciones. ¡Y en cuanto la oiga tocar, caerá rendido!
La temperatura en el polvoriento salón descendió varios grados de golpe. Yo no sé mucho de judíos, pero lo que sí sé es que no pueden andar por la calle sin una especie de placa que los identifica y que les está totalmente prohibido entrar en una iglesia, so pena de prisión o algo peor, tanto para ellos como para quienquiera que los haya alentado a transgredir la norma impuesta por el Dux.
—Nuestra carga de trabajo no es tal que no pueda hacer usted mismo ese encargo, tío. Yo soy sólo un muchacho y no conozco la ciudad tan bien como usted.
Los ojos de nuestro tío, de mirada severa en el mejor de los casos, se volvieron impenetrables.
—Soy yo quien da entrada a los trabajos de este negocio, Lorenzo. Cuando te saqué de la penuria en la que vivías para hacerte mi aprendiz, accediste a cumplir todos y cada uno de mis encargos, y ahora te ruego que cumplas con tu parte del trato.
—¡Pero tío! ¿Y si nos descubren?
—Me llevaré una tremenda desilusión y negaré saber de tus andanzas. Vivimos en un mundo sucio, muchacho, y no se puede prosperar sin mancharse las manos de barro de vez en cuando.
«Claro», pensé. «Mientras sean las manos de otro…».
—¿Y si me negara, señor?
—Si te niegas, ya puedes recoger tus bártulos y abrirte camino en la vida tú solo. Y si mañana por la mañana no hay una carta de agradecimiento de Vivaldi encima de la mesa, también lo harás. Para lo que me sirves en la prensa, derramando tinta e imprimiendo las páginas cabeza abajo…
Luego puso unas monedas en mi mano. Sólo cubrían el alquiler de la góndola de modo que tendría que ir andando a buscar a la hebrea bajo mi custodia y luego, después de dejarla, volver también andando; añadió una nota manuscrita con la dirección y volvió a la lectura de las pruebas de un tratado de medicina que estamos preparando para unos clientes árabes.
Por supuesto sigo vivo, hermanilla querida; vivo y libre para escribirte esta carta que confío quemarás en cuanto hayas terminado de leer. Como ves y hasta ahora, la aventura no ha acabado con la vida de tu hermano pequeño, aunque sí me ha quitado el sueño, y por varias y distintas razones.