Hugo Massiter tenía cincuenta y un años, y a Rizzo le recordaba a uno de esos personajes de las películas de los años sesenta que a veces ponían de madrugada en la RAI. Eran películas en las que las mujeres siempre llevaban minifalda y maquillaje en exceso y los hombres parecían una especie de versión desfigurada del latin lover, ligones caducos que creían estar eternamente en la adolescencia. Massiter se vestía igual que ellos. Se había presentado con unos pantalones tostados de raya perfecta, camisa blanca que de tan planchada parecía el mantel de un restaurante de cuatro tenedores, y como toque de gracia, un pañuelo de seda azul claro al cuello.
Es un hombre alto que tiempo atrás debía resultar guapo, con unas facciones patricias algo hoscas. Estaba moreno; es decir, todo lo moreno que pueden ponerse los ingleses que han pasado demasiadas horas bajo el sol, y de vez en cuando sonreía de un modo que incluso podría calificarse de cálido. Pero había dos rasgos que echaban a perder el cuadro: el primero, que la frente le crecía hacia atrás y con rapidez, a pesar de los intentos que él hacía por ocultar aquel ensanche rojizo y brillante. Y el segundo y más llamativo eran sus ojos. Massiter los tenía grises, grandes y de mirada inteligente y penetrante. Miraba a la gente como si tuviera una capacidad especial de enfoque que le permitiera ver más allá de la apariencia externa. Cuando Rizzo quería saber lo que estaba pensando de verdad, le bastaba con mirarle a los ojos. En su frialdad aparecían todas las respuestas y la verdadera naturaleza del carácter de Massiter. Eran precisamente sus ojos lo que le hacían temerle, unos ojos que a veces no parecían humanos.
Habían pasado ya tres semanas desde que habían desenterrado el cuerpo de Susanna Gianni y Massiter debía estar pensando en otras cosas mientras se tomaba un vaso de agua mineral disfrutando de la vista del Gran Canal. Vivía en un pequeño apartamento de Dorsoduro, entre la Academia y La Salute, que ocupaba el segundo piso de un palacio rehabilitado y que debía haberle costado una fortuna. Pero Massiter podía permitírselo. Además de aquel, tenía otros en Londres y Nueva York. El negocio del arte debía dar más dinero que el de robar a los turistas, aunque Rizzo estaba convencido de que si la tramoya del negocio del inglés quedara al descubierto, seguro que no había tanta diferencia entre ellos.
Massiter se volvió y le miró, y Rizzo supo lo que quería decir aquella mirada: sé perfectamente cuando me mientes.
—Cuéntame otra vez lo que ocurrió.
—Pues lo mismo que ya le he contado cien veces. ¿Qué más quiere que le diga?
—Descríbemela.
Aquel hombre le asustaba.
—Mire, si quería una foto, habérmelo dicho. Ahora sólo puedo contarle que era un cadáver dentro de un ataúd, y nada más.
Su respuesta debió hacerle recordar algo porque Massiter se levantó y de un escritorio antiguo que había junto a la ventana sacó una carpeta, y de ella una foto que le mostró tras sentarse junto a Rizzo, casi pegado a él. El sofá de cuero exhaló un suspiro al acomodar el peso de su cuerpo. Rizzo miró el cuadro colgado en la pared de enfrente, un torbellino de colores modernistas, y volvió a experimentar la sensación de estar atrapado en una película antigua. A lo mejor el cadáver de Fellini estaba oculto tras alguna de las puertas de espejo del ropero que ocupaba de parte a parte una de las paredes del salón. Incluso a lo mejor Massiter poseía uno de aquellos Alfa Spyder descapotables con el que salir de excursión por la carretera de la costa los días de sol, dejando que el viento le alborotase lo que le quedaba de pelo. Fuera como fuese, aquel hombre parecía insensible al tiempo, y a él no le gustaba perderlo en su compañía.
—Mira esta foto.
Era la primera vez que la veía. La muchacha estaba delante de La Pietà, aquella enorme iglesia blanca enfrente de San Marcos. Llevaba un vestido negro y tenía en sus manos el viejo y rechoncho violín que él tenía a buen recaudo en la consigna de la estación de Mestre. El sol inundaba la imagen, y en segundo plano había otros músicos, como si la fotografía se hubiera sacado antes o después de un concierto. No podía apartar la mirada de la chica, que parecía brillar con luz propia, llena de felicidad y de vida, con los ojos chispeantes y… de pronto se le ocurrió: con los ojos fijos en alguien. Sonreía a la persona que sostenía la cámara y que debía ser Massiter, con algo más de pelo y con su Spyder menos devorado por la herrumbre. Se le ocurrió en aquel momento que su primera impresión, la que le había causado la foto que había sobre la lápida, había sido acertada. Aquella muchacha estaba cambiando, pasando de niña a mujer, y era imposible no desear sentarse a contemplar el milagro. Una belleza magnética estaba surgiendo de su interior, como una obra de arte en proceso de creación. ¿Sería ese el origen de la obsesión de Massiter? No. No podía ser. Aquellos ojos tan fríos no tenían sitio para albergar esa clase de sentimiento.
—Ya la veo.
—¿Seguro que es la misma chica?
Casi deseó que Massiter hubiera estado allí para que se diera cuenta de lo absurdo de su pregunta.
—¿Que si estoy seguro? Vamos hombre, que llevaba diez años muerta.
—¿Podría ser ella?
—Claro.
—¿El pelo?
—Sí, el pelo era del mismo color.
—¿Y no había nada más? ¿Nada? ¿Ni siquiera una nota?
Rizzo le miró directamente a los ojos.
—Lo único que había era un cuerpo en un sudario. Nada más. Se lo he dicho ya mil veces.
Massiter suspiró y dejó la fotografía sobre la mesa.
—Luego está el asunto de ese supervisor muerto.
Rizzo pidió a Dios no mearse en los pantalones.
—¿Qué?
Massiter clavó sus ojos en él, y Rizzo sintió frío.
—¡Vamos! El pobre diablo murió ese mismo día. Supongo que lo habrás leído en la prensa.
Él asintió, sorprendido de la calma que era capaz de mostrar.
—Claro que lo he leído. Pero no había caído en la cuenta, eso es todo.
Massiter rebuscó entre un montón de recortes de prensa que tenía sobre la mesa y sacó uno que en el que se veía una foto del supervisor al lado del artículo.
—¿No le viste en el cementerio?
—No me acuerdo —contestó, mirando con interés la foto—. No. Este no es el tío con el que yo hablé.
El inglés emitió un ruido insignificante, volvió a la mesa y de una caja de cartón blanco llena de papel de seda extrajo, con el mismo cuidado que emplearía un cirujano durante una operación, un objeto pequeño y policromado. Era un icono primitivo de la Virgen, la clase de chuchería que las tiendas de antigüedades mandan robar en los países del este para luego vendérselas a los turistas. Conocía a gente capaz de hacer copias baratas de esos chismes en un taller de Giudecca. Pero aquella pieza parecía auténtica. El halo que rodeaba la cabeza de la Virgen brillaba como si fuera oro puro.
—¿Ves esto? —dijo Massiter, mostrándoselo—. La semana que viene saldrá a subasta en Nueva York. Creo que alcanzará los cincuenta, o quizás los sesenta mil dólares. De ahí sale tu dinero.
Rizzo lanzó un silbido.
—Madre mía… me he equivocado de negocio.
—Tú eres un chorizo. Así es como nos conocimos.
Eso era cierto. Un domingo por la mañana había intentado birlarle la cartera al inglés cerca de La Salute, pero Massiter se dio cuenta a tiempo y para sorpresa de Rizzo, le invitó a un café en lugar de llevarlo ante la policía. Desde luego era una forma limpia de encontrar a alguien que se ocupara del trabajo sucio. Debía tener equivalentes a él en Nueva York y Londres, seguramente localizados del mismo modo.
—En eso tiene razón.
Massiter le dejó el icono en sus manos. Era pequeño y muy delicado.
—Proviene, de Serbia —le explicó—. ¿Alguna vez te has parado a pensar la cantidad de mercancía disponible que hay últimamente en los Balcanes?
—La verdad es que no —contestó, sorprendido de oírle referirse a aquella obra de arte como mercancía. Mejor devolvérselo cuanto antes. No le gustaba tener tanto dinero en la mano.
—Ya me lo imagino. Proviene de un pequeño monasterio en la frontera kosovar. Unos cristianos que conozco se hicieron con él, y aunque yo soy agnóstico en materia de religión, estoy dispuesto a tratar con cualquiera.
De eso estaba convencido.
—Los negocios son los negocios.
—¿Tú sabes cómo es la gente capaz de hacer esto?
Claro que lo sabía. Había delincuentes balcánicos por todas partes: bosnios, kosovares, albaneses y serbios. Y todos ellos dispuestos a sacarte los ojos con una cuchara sólo por pronunciar su nombre con entonación incorrecta.
Massiter se acercó todavía más a él y le puso una mano en la rodilla. Tenía unas manos largas y fuertes, y se preguntó por qué no se habría dado cuenta antes.
—El año pasado, uno de ellos me robó. Sí, ya ves. Colaboro en sus negocios. Les pago a su debido tiempo. Les envío regalos. Acaricio la cabeza llena de piojos de sus hijos.
Rizzo empezaba a ahogarse.
—Yo jamás le haría una cosa así, signor Massiter. Usted sabe que no sería capaz de hacerle algo así ni aunque…
—Cállate —le ordenó, poniéndole dos dedos sobre los labios. Sus ojazos grises se clavaron en los de Rizzo como si fueran planetas gemelos, llenos de hielo y de odio.
—Me robaron, Rizzo —insistió—. Con toda la confianza que había puesto en ellos.
Desprendía un olor extraño. Era más perfume que loción de afeitar, y se asemejaba un poco al incienso de las iglesias. Bajó la mano y Rizzo apretó los dientes para no orinarse encima.
—Qué estupidez, ¿no?
Massiter asintió.
—Eso creo yo. ¿Me sigues?
—Sí.
—No. No te estás enterando de nada —respondió, y tomó un trago de agua con mano firme como la roca—. Eres un ladrón, lo cual resulta útil hasta cierto punto. La lección que debes aprender es que robar de lo que pasa por mis manos está mal, pero robar algo que es mío está mucho peor.
—Yo no sería capaz de…
Massiter sonrió de pronto, una sonrisa de bienvenido a la fiesta que le habría proporcionado un papel en el cine.
—Cállate, que estoy intentando explicarme. Hay cosas que poseo para venderlas, pero otras, objetos de mayor belleza, las poseo para mí solo. Si me robas algo que iba a vender, me enfado, pero si me robas lo que es mío… bueno, no sería de buena educación entrar en detalles, ¿no te parece?
Rizzo no dijo nada y Massiter se echó a reír.
—¿Sabes cuál es la diferencia entre nosotros, Rizzo?
—Que usted es listo, y yo soy tonto.
El inglés se echó a reír y le dio una palmada en el hombro.
—Yo no diría tanto. Es más, me pareces un chico listo. No. La diferencia es que tú robas cosas por su valor intrínseco, mientras que yo… yo las adquiero para ser su propietario. Lo que te interesa a ti es el objeto en sí. A mí lo que me interesa es el acto de la posesión.
—Entiendo.
—Dicho de otro modo: tú eres un ladrón, y yo soy un coleccionista. Dejémoslo así, ¿te parece?
Dicho esto, se levantó y estiró las piernas como si le dolieran.
—Esa chica poseía un objeto que me pertenece y que he echado de menos desde que murió. Tengo oídos, Rizzo, y me ha llegado a ellos que un objeto muy similar a ese podría estar en venta en este momento si alguien acudiera al lugar oportuno y ofreciera la cantidad conveniente. Me preguntó dónde estará y cómo habrá llegado hasta allí.
Rizzo se concentró en no mover un solo músculo de la cara.
—¿Qué quiere que haga?
—¿Que qué quiero? —repitió con su cálida sonrisa—. Que observes. Que escuches. Que seas mis ojos y mis oídos —consultó su voluminoso reloj de pulsera. Era casi la una—. Y que luego me cuentes todo lo que sepas. Pero ahora lo que quiero es que te largues. Tengo que asistir a una recepción, con gente que me considera la viva imagen de la rectitud moderna. Y como soy yo el que paga, espero pasar un buen rato mientras se beben mi vino.