Un nuevo hogar

Nuestro tío me mira de soslayo cada vez que me refiero a este lugar con el nombre de Palazzo Scacchi. En realidad es una casa, y en la jerga veneciana sería Ca’ Scacchi, pero en cualquier otro lugar del mundo esta casa tendría la categoría de palacio, aunque eso sí, un palacio necesitado de algo de atención y cuidados.

Vivimos en la parroquia de San Casiano, al lado de las sestieri de San Polo y Santa Croce. Nuestra casa queda al borde del río San Casiano (al que cualquiera menos un veneciano llamaría canal), y un pequeño campo del mismo nombre. Tenemos, como es habitual aquí, una puerta que da a la calle y dos entradas desde el agua. Una de ellas, rematada por un arco de medio punto, da acceso a la planta baja de la casa y que como manda la costumbre en esta ciudad, se emplea de almacén. La segunda pertenece a la tienda y estudio que es la contribución de la familia Scacchi al mundo del comercio. El negocio está situado en un edificio adyacente, tiene tres pisos (¡cuatro nada menos tiene nuestra casa!), y ocupa la pared norte de la casa hacia el Gran Canal.

Queda un último modo de salir: un puente de madera con barandillas que parte del primer piso de la casa, entre las dos puertas que dan al río, y que la comunica con el canal y la plaza. Es decir, que puedo cruzarlo por la mañana temprano y recoger agua del pozo que queda en el centro del campo aún con el sueño cerrándome los ojos. O incluso puedo alquilar los servicios de una góndola desde la ventana de mi dormitorio y en cuestión de minutos estar en el corazón mismo del más magnífico canal de la tierra, frente al incomparable Ca’ D’Oro. ¿No te parece que tiene merecido de sobra la clasificación de «palacio»?

Según me han dicho, el edificio ronda los doscientos años. Fue construido en ladrillo del color que tienen las castañas caídas de los árboles que han pasado todo el invierno sobre la tierra, tiene unas airosas ventanas rematadas en arco y enmarcadas por columnas dóricas en miniatura y unas persianas pintadas en verde destinadas a evitar que entre el sofocante calor del verano. Vivo en el tercer piso, en la tercera habitación a la derecha (las cosas siempre vienen en tríos, dicen… ¿o era a pares?). Por las noches, cuando me acuesto, oigo el rumor del agua, la conversación y las canciones de los gondoleros y en la plaza, la charla descarada de las prostitutas. Por desgracia este barrio es conocido por eso precisamente. Al fin y al cabo esto es una ciudad, y supongo que pasará lo mismo en Sevilla, ¿no? En cualquier caso, comprendo por qué el tío quiere seguir llevando su negocio aquí. Los precios no son tan altos, estamos en un emplazamiento céntrico y de cómodo acceso para nuestros clientes, y por añadidura, el mundo de la pintura está enraizado en esta zona: Scotto y Gardano, Rampazetto y Novimagio tienen residencia aquí. El barrio posee el espíritu de los libreros que viven y han vivido en él, aunque algunos de los nombres más antiguos no sean ya más que lomos de letras borrosas en las estanterías de los anticuario del Rialto.

¡Ay, hermanita, cómo deseo que llegue el día en que pueda enseñarte todas estas cosas en lugar de intentar describírtelas en una carta que puede tardar Dios sabe cuánto en llegarte a Sevilla! Venecia es como una inmensa reproducción de la biblioteca de nuestra casa, con estantes y anaqueles que se extendieran más y más, inconmensurables, llena de rincones y maravillas insospechadas, algunas de ellas a la puerta misma de mi casa. Anoche, cuando andaba rebuscando en el desván del almacén sin nada en particular que encontrar, descubrí tras una pila de cantatas que no habían podido venderse (porque francamente, eran de ínfima calidad), una única copia de la Poética de Aristóteles, publicada en la ciudad en 1502 por el mismísimo Aldo Manuzio. El sello de la academia aldina aparece en la cubierta, aquel famoso colofón del áncora y el delfín del que nos habló nuestro padre. Me apresuré a presentarle al tío Leo mi descubrimiento, y mi victoria fue ver aparecer en sus labios resecos algo parecido a una sonrisa.

—¡Buen descubrimiento, muchacho! Un hallazgo del que obtendremos una buena suma cuando lo lleve al Rialto.

—¿Puedo leerlo antes, señor? —le pregunté, y acto seguido experimenté cierta inquietud, ya que el tío Leo es bastante severo a veces.

—Los libros son para venderlos, no para leerlos —contestó, pero al menos pude tenerlo durante aquella noche, ya que los anticuarios estaban cerrados a esas horas. Desde entonces no he dejado de buscar afanosamente por los rincones más olvidados, pero lo poco que he encontrado era de escasa importancia. Nuestro tío es en primer lugar hombre de negocios, y en segundo, editor, aunque tiene buen oído para la música. A veces me pide que interprete obras que envían para que les hagan los arreglos, y a raíz de eso he descubierto que el tío tuvo una vez ambiciones en ese sentido (los Scacchi somos polifacéticos, hermanita, aunque el destino a veces nos impida desarrollarnos).

Hay un antiguo clavecín en un salón del primer piso. Imagínate que intentaras que dos de nuestras viejas gallinas, de aquellas que ya ni poner podían, cantaran a dúo rascándoles el buche. Así lo hago yo.

Aun así, como dice Leo, el instrumento es sólo una parte del resultado. Incluso un mal aficionado como yo puede obtener algo parecido a una melodía del teclado. Música o literatura, la mayor parte de las composiciones que imprimimos se ven reflejadas en papel y tinta por pura vanidad del autor, que es quien paga, a menos que haya encontrado algún bobo que corra con los gastos. Sin embargo, algunas veces llega algo que merece la pena. Tres noches atrás, el tío Leo colocó una sola página delante de mí y me ordenó:

—Toca.

Y lo que es más raro: luego me pidió mi opinión.

—Es… una pieza interesante —dije. Tenía la impresión de que debía ser político en mis comentarios—, pero es difícil juzgar con una sola página. ¿No tiene más?

—¡No! —contestó con una sonrisa burlona. Entonces alzó una mano y la puso delante de la cara, lo que me permitió observar lo que hasta entonces sólo había entrevisto. El dedo meñique y el índice estaban horriblemente desfigurados, como si los tendones de ambos hubieran decidido encogerse y tirar de la carne hasta hacerla casi rozar la palma. En alguna ocasión me había preguntado yo por qué el tío era tan lento cuando se ocupaba de componer en la prensa. Entonces lo supe. Sus días como músico habían terminado—. Ni lo habrá con una mano así —añadió.

—¿Este trabajo es suyo?

Intenté no parecer demasiado sorprendido. Conociéndole, era lo mejor.

—Algo con lo que impresionar al cura rojo[1] y a sus chicas de La Pietà, si hubiera podido terminarlo antes de que apareciera esta… garra.

—Lo siento, tío. Si quiere, puede dictarme y yo intentaría pasar al papel sus ideas.

—¿Y si me quedo ciego, pintarías siguiendo mis instrucciones para hacerle la competencia a Canaletto?

Me pareció que lo mejor sería no contestar a eso. El tío Leo tiene pocos amigos, y ninguna amiga, lo que en mi opinión es una pena porque la presencia de una esposa dulcificaría un poco su carácter. Su negocio es su vida, un negocio bastante duro por la cantidad de horas que le dedica, lo que le deja muy poco tiempo para lo demás. Los dos nos ocupamos de todo en el proceso de la publicación, desde la composición en la prensa a su manejo, aunque me ha asegurado que contratará a alguien más si es necesario. Si Aldo Manuzio no pudo ganarse la vida como editor en Venecia, a veces me pregunto cómo un Scacchi puede arreglárselas.

He releído esta última frase, ¡y qué poco me gusta! Al demonio con el pesimismo… (perdóname el lenguaje). Todos somos Scacchi, y aquí tenemos una profesión que me mantiene en contacto con las palabras y la música. Puede que no seamos artistas, pero al menos somos quienes damos a conocer su obra, y eso ya es algo. Pero no es un modo sencillo de ganarse la vida. Esta mañana, cansado como estaba de haber trabajado buena parte de la noche, malinterpreté unas instrucciones del tío Leo y me equivoqué en la imposición de un pequeño panfleto sobre rinocerontes. Habrá que rehacerlo por completo, y a expensas del tío. Ya no hay modo de deshacer el error (en este negocio los errores tienen consecuencias nefastas). El tío me ha pegado, pero sin ensañarse, y me lo merecía. Un aprendiz debe aprender.

Frente a nuestra casa, en la iglesia del barrio, hay un cuadro del martirio de San Casiano, el santo patrón de los profesores. Esta tarde he estado contemplándolo durante un buen rato. Es una obra lóbrega, atormentada y triste (supongo que todos los martirios, de los que las iglesias de por aquí están abarrotadas, encajan en esa descripción). El cuerpo vigoroso y desnudo del santo aparece en primer término, y a su alrededor, la locura: plumas, cuchillos, azuelas… sus torturadores se preparan para enviarlo a la eternidad. El párroco dice que San Casiano era un maestro cuyos alumnos se volvieron contra él cuando pretendió iniciarles en el cristianismo. Me asegura que el cuadro es una alegoría, pero yo no dejo de preguntarme qué puede hacer que no sólo uno, sino varios alumnos se vuelvan contra su maestro con tan aviesas intenciones. ¿Habría empleado el castigo más de lo que se merecían? Es evidente por la expresión de sus caras que han caído en desgracia, pero ¿qué ha propiciado su caída? En el cuadro no hay ni rastro de Satanás.

Me temo que el tono de esta carta está decayendo peligrosamente, así que a lo mejor la abandonas para ir en busca de tus nuevos amigos y disfrutar de su compañía. Antes de que lo hagas, te envío en ella todo mi amor y la alegría que me produce saber que tu salud ha mejorado tanto.