Un Sprit

Tres semanas después de que se abriera la tumba de Susanna Gianni y de la muerte del supervisor de un cementerio en Cannaregio Daniel Forster salía de la terminal de llegadas del aeropuerto de Marco Polo con un violín cuya funda ni era vieja ni olía a podrido; eso sí, era tan modesta como el instrumento que albergaba en su interior y como la otra maleta pequeña y flexible que colgaba de su hombro y que transportaba prácticamente su guardarropa completo, y que debía bastarle para pasar cinco semanas, o al menos así lo esperaba él. El vuelo desde Stansted había durado dos horas durante las cuales habían cruzado los Alpes cubiertos de nieve antes de descender rápidamente hacia el noreste del Adriático. Aunque acababa de cumplir los veinte, aquel era su primer viaje al extranjero. Llevaba el pasaporte aún sin un solo sello en su interior, en el bolsillo de la cazadora verde de algodón que llevaba puesta, junto al sobre de plástico de Thomas Cook en el que había metido trescientos euros, casi el total de lo que había en su cuenta corriente de estudiante.

Medía poco menos de metro ochenta, tenía el pelo rubio y lo llevaba un poco largo, y su cara era de rasgos agradables, aún algo aniñados. Yendo y viniendo por el vestíbulo del aeropuerto, parecía un empleado novato de una agencia de viajes a la espera de su primer grupo de turistas. Un hombre corpulento, vestido con pantalones oscuros y una holgada sudadera azul, se acercó y agachándose un poco para mirarle a los ojos, le preguntó:

—¿Señor Daniel?

Daniel parpadeó sorprendido.

—¿Signor Scacchi?

El hombre se echó a reír y su carcajada fue como una explosión que partiera de su enorme estómago. Debía rondar los cuarenta y su cara curtida parecía la de un pescador o un campesino.

—¡Signor Scacchi! —repitió, y de su aliento se desprendió un olor dulzón a alcohol—. Anda, vamos.

Salieron del vestíbulo y Daniel se llevó una sorpresa al descubrir que estaban prácticamente al borde de la laguna. Una docena de lanchas estilizadas y de madera bruñida esperaban en fila a sus clientes, pero ellos pasaron de largo hasta llegar al muelle en el que esperaba una vieja barca de color azul. En la proa, apoyados uno contra otro como si fueran amantes, había dos hombres. En el centro, una mujer con vaqueros y una camiseta roja estaba inclinada sobre dos cestas de plástico, de espaldas a la borda y junto a ella un pequeño field spaniel negro, con las orejas cortadas y el morro compacto, miraba con curiosidad el contenido de las cestas a pesar de que la mujer lo apartaba casi constantemente. Pero él insistía.

El hombrón que le acompañaba miró a los pasajeros del barco, pero puesto que ninguno se percató de su presencia, dio unas cuantas palmadas al aire.

—¡Eh! ¡Que ya está aquí nuestro invitado! Habrá que darle la bienvenida, ¿no?

El más pequeño de los dos hombres se levantó. Llevaba un traje tostado y de buen corte, y en opinión de Daniel debía andar por los sesenta largos. Él debía ser su anfitrión: el señor Scacchi. Tenía el rostro moreno y lleno de arrugas, y parecía demacrado. Debía estar enfermo, lo mismo que el hombre de menos edad que estaba a su lado, quien se había recostado en los almohadones que había a popa desde donde contemplaba al recién llegado con una mirada inexpresiva.

—¡Daniel! —exclamó el de más edad con una sonrisa que dejó al descubierto unos dientes demasiado blancos para sus años. Era de corta estatura y cojeaba un poco—. ¡Daniel, has venido! ¿Lo ves, Paul? Y tú, Laura, ya te lo decía yo. ¡En sólo diez días y sin conocernos de nada!

La mujer se volvió para mirarle. Tenía un rostro de facciones primorosas, mejillas redondeadas y barbilla suave, unos hermosos ojos grandes verde oscuro y el pelo liso y largo hasta los hombros teñido de un tono castaño. Miró a Daniel como si fuera una criatura del espacio exterior, pero con una curiosidad afectuosa, como si su presencia la divirtiera.

—Es cierto. Ha venido —dijo con un ligero acento veneciano, antes de sacar de su bolso unas grandes gafas de sol para ponérselas.

—Bueno… ¿quién lo iba a decir? —murmuró Paul. Parecía norteamericano. Llevaba vaqueros y una camisa vieja del mismo color, y tumbado como estaba en la popa, tenía la misma falta de gracia que un adolescente. A pesar de que al primer golpe de vista parecía ser bastante joven, un poco de atención revelaba que no era así, que su fachada tenía desconchones y grietas como la de esos cincuentones que intentan aparentar treinta años.

—Pues claro —contestó el hombrón antes de pasarle el equipaje a Laura y ofrecerle su manaza a Daniel para ayudarle a subir abordo—. ¿Quién no vendría a Venecia?

Daniel aceptó su mano y con un movimiento ágil, subió.

—Soy Piero, ya que nadie parece tener intención de terminar con las presentaciones —anunció—. El loco de la familia. Pero como soy un pariente lejano, no importa. Y esta es mi barca: la encantadora Sophia. Una dama leal como pocas, sincera y que siempre arranca cuando se la necesita, algo que significa que tiene más bien poco de dama, supongo yo, aunque yo no sé demasiado de esas cosas. Sólo lo he dicho para evitar que Laura se me adelante.

El perro se acercó a olisquear los pantalones de Daniel, y Piero se agachó a acariciarle con afecto.

—Y él es Xerxes. Se llama así porque es el mejor general de cuantos chuchos puedas encontrar en la laguna. No hay pato que se escape a sus ojos, ¿verdad, Xerxes?

Con sólo oír la palabra pato, el animal movió su cola regordeta y Piero, riendo, le acarició debajo de la barbilla, sacó de una de las cestas una loncha de salami y se la dio.

Scacchi se inclinó hacia delante, con lo que la pequeña motora se bamboleó, e hizo el gesto de beber con la mano.

—¿Hace un Spritz?

—Claro —respondió Laura sin quitarse las gafas, y de la segunda cesta sacó unas cuantas botellas.

—Siéntate, por favor —dijo Piero, y con un tirón, arrancó el pequeño motor diésel de la barca y se acomodó en la popa para guiarla. Uno de los taxistas que los miraba desde su brillante embarcación dijo algo en un dialecto que Daniel no entendió refiriéndose al cascajo en el que iban, a lo que Piero respondió en la misma lengua y alzando un único y significativo dedo. La barca se separó del muelle y poco a poco fueron dejando atrás el aeropuerto y adentrándose en la laguna veneciana. Lo que llevaba años siendo un sueño, un universo completo imaginado dentro de la cabeza de Daniel Forster, cobró vida. En la distancia, surgiendo del mar como un bosque de piedra, el perfil de Venecia, con sus campaniles y sus palacios, fue dibujándose poco a poco, ensanchándose a medida que avanzaban.

—Spritz —repitió Scacchi.

Laura le dio tres botellas: una de Campari, otra de vino blanco veneciano y una tercera de agua mineral. Sirvió cinco copas a las que añadió hielo, una rodaja de limón y una aceituna, y se las pasó a Scacchi.

—¿Sabes lo que es? —preguntó Scacchi a Daniel, y este tuvo la sensación de que había algo malicioso en su expresión.

—He leído sobre ello, pero nunca lo he probado.

—¿Le oís hablar? —dijo Scacchi a todos—. ¡Qué acento tan perfecto! No permitas que el deje de la laguna te lo estropee. Verás: el spritz te va a contar todo lo que necesitas saber de esta ciudad. El Campari nos da la fuerza que tenemos en la sangre; el vino, las ganas de vivir; el agua, la pureza… sí no te rías, Paul. Una hoja de olivo simboliza la unión con nuestra tierra, y para terminar el limón, para recordarte que, si nos muerdes, mordemos.

Le ofreció una copa llena hasta el borde de aquella bebida rojo carmesí y Daniel tomó un sorbo. Sabía sobre todo a Campari y desprendía el mismo aroma intenso y agridulce que había notado en el aliento de Piero.

Laura le sonrió, como si esperase alguna reacción.

—Lo mismo que la comida —añadió ella, ofreciéndole un plato con rebanadas de pan cubiertas con queso y jamón de Parma, y mientras Daniel daba el primer bocado, pensó que no tenía ni idea de la edad de aquella mujer. La ropa simple y barata que llevaba, además de las gafas oscuras, parecían elegidas para aparentar más edad, pero debía andar por los veintiocho, o puede que incluso menos, y no los treinta y tantos que parecía querer aparentar.

—¡Por Daniel! —anunció Scacchi, y los cuatro alzaron la copa. Xerxes ladró. El barco cabeceó un poco y Scacchi decidió sabiamente sentarse de nuevo junto a Paul—. Que el tiempo que pase entre nosotros sirva para abrirle los ojos al mundo.

—¡Por Daniel! —corearon los demás.

—Gracias —contestó él—. Espero hacer bien mi trabajo.

—Y lo harás —contestó Scacchi, quitándole importancia al asunto con un gesto de su esquelética mano—. Estoy convencido. Y en cuanto al resto, ya te he preparado unos cuantos entretenimientos. El tiempo que sobre será tuyo.

—Intentaré aprovecharlo bien.

—Eso es cosa tuya —contestó con un bostezo, y tras dar un trago largo de su copa, la dejó en el banco de madera que recorría toda la borda de la barca, apoyó la cabeza en el hombro de Paul y sin más, se quedó dormido.

La moto topo Sophia viró hacia la laguna propiamente dicha siguiendo el canal del aeropuerto primero y después tomando una ruta más corta hacia la ciudad. Todos quedaron en silencio cuando se durmió Scacchi. Paul le acariciaba el pelo de vez en cuando, Piero bebía y Laura le ofreció un cigarrillo a Daniel que este rechazó, lo que pareció complacerla. Ella tiró la ceniza del suyo al agua. Al poco Paul se quedó también dormido, abrazado a Scacchi y apoyando la cabeza en la suya en un gesto de cariño que parecía teñido de tristeza. Piero y Laura se miraron, y ella volvió a llenarle la copa en más de una ocasión. La luz de aquel día del mes de julio estaba empezando a agotarse, a transformarse en un resplandor rosa y dorado que envolvía la ciudad.

Piero llamó con un silbido quedo al perro y el animal acudió inmediatamente a su lado. Sujetó al timón una pequeña correa de cuero y esperó a que Xerxes se volviera hacia la proa con la correa en la boca.

—¡Avanti! —le susurró, y el perro clavó la mirada en el horizonte—. Guíala tú, precioso, que papá necesita un descanso.

Luego se acercó a ellos, que estaban sentados en el centro de la barca y equilibró el peso sentándose en la otra banda.

—¿Has visto, Daniel? —preguntó, volviéndose a mirar a los hombres que dormían—. Esos dos se quieren como un par de palomas. No le hagas mucho caso al americano. Scacchi lo ha elegido para bien o para mal, y los celos son un sentimiento tan malo. Amor entre dos hombres… no lo comprendo. ¿Pero quién soy yo para entender o dejar de entender?

Daniel no contestó.

—Tampoco tiene nada que ver contigo, lo sé —añadió—. No es la razón por la que Scacchi te ha invitado a venir. Él mismo me lo ha dicho, aunque yo soy un bruto y no voy a fingir que entiendo. Dice que lo que tú escribes…

—Mi ensayo —aportó Daniel.

—Sí. Dice que es el mejor. Pero… tú ten paciencia. ¿Ves lo que hace el perro?

Xerxes seguía inmóvil junto al timón, la mirada fija en el horizonte y la correa de cuero firmemente sujeta entre los dientes.

—Es una maravilla.

—Es más que eso. Es la prueba de que Dios existe.

—¡Piero! —le reprendió Laura—. ¿Cómo dices esas cosas?

El hombrón alzó la mirada al cielo y Daniel prefirió no pensar cuánto Campari habría tomado en el camino desde la tierra firme hasta el aeropuerto.

—No digo nada malo, y voy a demostrarte por qué es la prueba de la existencia de Dios. Como ya sabrás, Daniel, este animal es un experto cobrador de P. No voy a decir la palabra porque soltaría inmediatamente el timón y empezaríamos a dar vueltas como locos, pero entiendes a qué me refiero, ¿verdad?

Volviéndose para que el perro no pudiera verlo, hizo el movimiento de alzar un rifle y disparar.

—Exacto. Su raza es de las más antiguas que se conoces. Un día te llevaré en mi Sophia a que veas al tatarabuelo de este animal retratado en un mosaico de la pared, por supuesto mucho antes de que las escopetas existieran. A ver cómo explicas eso, preciosa.

Laura le dio una palmada en la rodilla.

—Se llama evolución, tonto.

—Se llama trabajo de Dios. Verás: Dios no conoce el significado de la palabra tiempo como nosotros, pero cuando creó al spaniel, lo hizo consciente de que algún día otra de sus criaturas inventaría la escopeta, de modo que decidió meterle la caza en la sangre para ahorrarse el trabajo de tener que inventar un animal nuevo cuando llegase el momento. Es como los árboles, los hombres, el agua, la… —extendió el brazo con el vaso de plástico en la mano—. ¡Spritz! Además…

—Además, Piero —le interrumpió Laura, llenándole el vaso sólo hasta la mitad—, estás borracho.

—Supongo que sí —contestó, y de pronto fue como si le invadiera la tristeza. Olisqueó el aire como si algo hubiera cambiado y miró al perro, cuyo hocico húmedo seguía pegado al timón. La barca había virado hacia el este, aunque nadie se había dado cuenta. Piero volvió a la popa y metió el timón a la vía para recuperar el rumbo.

Avanti, Xerxes —le ordenó con suavidad—. A casa iremos más tarde, cuando hayamos dejado a estos amigos en la ciudad. En su casa.

Laura le lanzó un par de almohadones.

—A casa —repitió, y luego miró a Daniel—. Scacchi dice que no tienes casa. ¿Es cierto?

—Mi madre murió hace un año, y mi padre se marchó antes de que yo naciera. Pero sí que tengo casa.

—¿Y tienes a alguien?

—Cercano, no.

—¿Y se supone que eres un chico listo? —se sorprendió.

Laura movió la cabeza, buscó unos cojines para colocarlos a modo de cama y volvió a sentarse junto a Daniel.

—Un hombre que no tiene casa no tiene nada —declaró Piero—. Es como Paul. Lo ha elegido Scacchi y me parece bien. Además Dios sabe que lo ha pagado caro, con la enfermedad esa que le ha pegado, pero este no es su hogar. Es más, no tiene hogar. ¿Qué harán con él cuando se muera? Seguramente lo meterán en un avión para mandarlo de vuelta a América.

—Piero —dijo Laura con un leve matiz de desaprobación en la voz—, duérmete un rato, por favor.

—Vale —contestó él, y se recostó en los cojines encajando su enorme esqueleto en el estrecho suelo de la barca con una precisión tal que sólo podía provenir de la práctica. El perro dejó escapar un gemido lastimero, pero no soltó la correa. Daniel miró entonces a Laura, que alzó su vaso y dijo:

—Salud.

San Michele, con su interminable sucesión de tumbas reciclables, empezaba a verse a la izquierda, y tras acercar su vaso al de ella, intentó recordar los nombres famosos que habían sido enterrados allí: Diaghilev, Stravinsky y Ezra Pound acudieron a su memoria. Aquella ciudad llevaba tanto tiempo viviendo en sus pensamientos que había memorizado sus barrios y su historia, aunque en algún momento se había temido que la realidad resultase decepcionante y aquel lugar no fuera más que un parque temático para turistas, pero aunque algo le decía que ese no iba a ser el caso, también estaba empezando a sentir el convencimiento de que la ciudad real, la laguna, iban a resultar distintas de la imagen que se había formado en su cabeza a base de leer todos los libros que había podido encontrar sobre el tema en la biblioteca de la universidad.

Todo ello resultaba bastante confuso, tanto que ni siquiera se había dado cuenta de que Laura le ofrecía la mano. Era, verdaderamente, una mujer muy guapa.

—Yo soy la asistenta —se presentó—. Soy cocinera, ama de llaves, enfermera y cualquier otra cosa que se te ocurra. Mira Daniel, quiero decirte que Scacchi, aunque tiene sus manías, es el hombre más adorable de la tierra. No lo olvides cuando trates con él, ¿vale?

—No lo olvidaré —contestó, estrechando su mano con extrañeza y preguntándose si aquella advertencia se referiría a su propio comportamiento, o al del dueño de la casa, y preguntándose también si ella esperaría que besase la mano bronceada que le ofrecía.

—Y en cuanto a Piero —continuó—, es un loco delicioso. Paul y Scacchi son… me parece que tenéis un dicho en inglés para eso: son como dos peras de la misma rama. La única diferencia es que uno lleva su destino con más valor que el otro, aunque quizás el sentimiento de culpa tenga algo que ver en eso. Yo los quiero a los dos, y te agradecería que durante tu estancia aquí intentaras aprender a quererlos, o si no, lo fingieras.

—Lo haré.

Ella le dio una palmada en la rodilla.

—¿Cómo puedes decir eso si ni siquiera nos conoces, chaval?

Él sonrió como a quien pillan con las manos en la masa.

—¿Y qué quieres que te diga si no?

—Nada. Sólo escucha. Y espera. Sé que estas cosas con difíciles para los hombres y… ¡maldita sea!

La barca había vuelto a cambiar de dirección. Xerxes temblaba.

—¡Cómo se le ocurrirá pensar que un perro puede llevar una barca!

Laura avanzó con cuidado hasta la popa de la Sophia y le quitó el timón a Xerxes. El animal gruñó en señal de agradecimiento antes de subirse a la plataforma trasera, alzar la pata y soltar una copiosa meada. Luego se volvió a mirarla dócilmente hasta que se dio cuenta de que no tenía intención de devolverle el timón, de modo que bajó junto a Piero y apoyando el morro en su pierna, cerró los ojos.

Tres borrachos y un perro llamado Xerxes dormidos en una barca. Y una mujer extraña y sorprendente que lo miraba desde la popa mientras guiaba la barca hacia la ciudad. Se había imaginado muchas veces cómo sería su llegada a la ciudad, pero jamás había soñado algo parecido a la realidad.

Y mucho menos habría podido imaginarse lo que iba a ocurrir a continuación. Cuando la barca pasó frente al Cannaregio, una lancha estrecha y larga se acercó a ellos y redujo su marcha. Laura siguió donde estaba, aparentemente tranquila. En la popa de la lancha iba una mujer delgada y de cabello rubio y corto, vestida con un traje azul de chaqueta entallada y una falda ajustada por encima de la rodilla. En la mano llevaba un megáfono. Daniel miró a los tres hombres que dormían y lo mismo hizo la mujer, que después miró a Laura, y esta se limitó a devolverle la sonrisa encogiéndose de hombros.

Había demasiado ruido y estaban demasiado lejos para poder estar seguro, pero Daniel habría jurado que la policía maldecía para sí misma antes de darle una orden al oficial que iba al timón. La lancha cobró velocidad inmediatamente y se alejó cabalgando sobre su propia plataforma de espuma.

—¿Lo ves? —dijo Laura—. Hasta la policía viene a saludarte.

Pero él casi no la oyó. La Sophia había virado y se dirigía a la bocana de lo que debía ser el canal Cannaregio, que registraba un denso tráfico de pequeñas embarcaciones. El Vaporetto de la línea 52 avanzaba hacia ellos. Pasaron bajo el puente de Tre Archi con su silueta geométrica y tan poco común para tomar después la dirección del Gran Canal guiados con mano experta por Laura. Daniel se enorgullecía de tener la geografía de la ciudad grabada en la cabeza, de modo que sabía que a su izquierda quedaba la parte más antigua delCannaregio, con su gueto judío escondido en la bruma. A la derecha, quedaba la zona más comercial y turística del barrio de la estación.

—¿Sabes por qué estás aquí? —le preguntó Laura, a quien no parecía inquietarle lo más mínimo la multitud de embarcaciones de todas formas, tamaños y colores que les rodeaban.

—Para catalogar la biblioteca del señor Scacchi —contestó, hablando alto para contrarrestar el ruido del canal.

—¡Biblioteca! —se rio ella. La risa le hacía parecer mucho más joven—. ¡Ha tenido el valor de llamarlo biblioteca!

El Gran Canal quedaba delante de ellos y la Sophia dio pequeños pantocazos al saltar sobre la estela de los barcos que iban y venían por la multitudinaria vía de agua.

—Entonces, ¿por qué estoy aquí? —preguntó a gritos.

Laura sonrió y dijo algo que no pudo oír porque un vaporetto furioso había hecho sonar su bocina para que una góndola cargada de turistas japoneses se apartara de su camino. Daniel prefirió no preguntar, pero tenía la sensación de que ella había dicho para salvarnos. De todos modos, no tuvo tiempo de darle más vueltas porque habían girado y con una velocidad insospechada estaban en mitad del Gran Canal. Nada, ni fotografía, ni pintura, ni palabras escritas, le habían preparado para aquella vista. La yugular palpitante de la ciudad estaba ante él. Magníficos edificios se alzaban a ambos lados, góticos y renacentistas, barrocos y neoclásicos, en una sorprendente yuxtaposición de estilos en el que los siglos parecían echarse la zancadilla los unos a los otros. Vaporetti y taxis acuáticos, barcos de transporte y góndolas iban y venían sobre el agua como insectos que patinaran en la superficie de una charca. Era un mundo que parecía vivir en múltiples dimensiones: en la superficie, más arriba de esta en los enormes palacios e iglesias, y abajo, en las aguas negras y cambiantes de la laguna.

—Hay una cosa que hemos olvidado decirte —añadió ella.

—¿El qué?

Se quitó las gafas de sol y unos ojos verdes lo miraron con atención.

—Pues lo básico —contestó con una sonrisa pensativa que le hizo olvidarse de todo lo que había a su alrededor—: Bienvenido a Venecia, señor Forster.