Giulia. Morelli era inspectora del turno de noche. Estaba revisando unos documentos que tenía sobre la mesa, pero el calor que hacía en el interior del moderno edificio que albergaba la comisaría de policía de Piazzale Roma y el trabajo en sí estaban empezando a aburrirla. A veces se planteaba pedir un traslado. A Roma quizás. O a Milán. Daba igual, con tal de que fuera un lugar en el que poder enfrentarse a algún caso que desafiara su inteligencia.
Pero le bastó con pasar la mirada por la página que había quedado sobre las demás para sentir que los años se esfumaban en un instante. El nombre de la chica muerta parecía gritarle desde la mesa. Descolgó el auricular del teléfono y consiguió localizar al oficial que había redactado el informe y que en el momento de recibir su llamada se estaba cambiando para marcharse a casa, por lo que no pareció hacerle demasiada gracia tener que quedarse un poco más en aquella asfixiante comisaría, pero Giulia se aseguró de que en su tono de voz se leyera con claridad que no iba a permitir que se marchara sin antes haberle referido todos los detalles.
Estuvo escuchando en silencio y con perplejidad creciente durante casi cinco minutos. Luego colgó el auricular, se acercó a la ventana, la abrió y encendió un cigarrillo. En la calle los más rezagados se dirigían al aparcamiento de varios pisos que quedaba cerca del puente que comunicaba con la tierra firme y Mestre, que era donde vivía la mayoría, y mientras los veía dispersarse en busca de sus coches pensó en lo que el oficial le habla contado. No tenía ningún sentido. Es más, cabía la posibilidad de que fuese del todo irrelevante en el caso de Susanna Gianni.
El empleado de una funeraria les habían llamado desde San Michele, muy enfadado porque habían llegado a la hora indicada con todo organizado y el encargado del cementerio no aparecía por ninguna parte. Al final lo habían encontrado en un edificio que se utilizaba para las exhumaciones, al parecer muy afectado por algo. Cuando el empleado de la funeraria le recriminó su falta, el encargado arremetió violentamente contra él y contra dos hombres más antes de que pudieran reducirlo.
El oficial que había atendido la llamada había querido interrogar al empleado del cementerio, pero al parecer no había sacado nada en claro porque, según rezaba el informe, el desgraciado incidente se había debido al efecto del calor y todo se había saldado con una reprimenda, una notificación a las autoridades y nada más. En todo aquello sólo había un detalle fuera de lo normal y Giulia le había preguntado por él. El oficial le confirmó lo que había escrito: que en la sala de exhumaciones estaba el ataúd de una tal Susanna Gianni, abierto. Y según el policía, le habían quitado algo de las manos. La forma de un objeto de quizás un metro de largo estaba impresa en el cadáver.
Con el cuidado y la prudencia propias de los policías de uniforme, al bueno del oficial le había parecido que el detalle era digno de mención pero no de actuación, con lo cual había dispuesto que la lancha de la policía llevase al supervisor a su casa y que se continuara con el trámite habitual. Es decir: que como no había ninguna disposición al respecto de sus familiares, el servicio funerario del cementerio se encargó del cuerpo, con lo que el ataúd, a aquellas alturas, sería ya un montón de cenizas. Los restos de Susanna Gianni (sólo con recordar su nombre, se le erizaba la piel), estarían amontonados sobre el mar de esqueletos que constituían el osario público emplazado en una de las islas menores de la laguna.
Giulia no tenía en aquel momento la energía suficiente para decirle a aquel inútil lo que pensaba de él, así que prefirió volver a descolgar el teléfono y pedir una lancha. En cuestión de minutos, tomaba el Gran Canal en dirección a Cannaregio, preguntándose qué podría haber empujado al supervisor de un cementerio, acostumbrado más que de sobra a aquellos procedimientos, a perder los estribos de ese modo y en esa compañía, y quién y por qué se habría llevado el objeto misterioso del féretro de la muchacha.
Ordenó al tripulante de la lancha que atracase en Sant’Alvise y caminó a buen paso en dirección sur a través del laberinto de bloques de pisos de la era fascista. Le había pedido a la lancha que la esperara, porque contra lo que dictaban las normas, iba a interrogar al sujeto ella sola. Los detalles del caso Gianni, del que había pasado al menos una década, estaban ya algo borrosos en su memoria, pero lo que sí recordaba bien era el cuidado que se había puesto al instruir el caso, acaecido cuando ella era una cadete bastante lenta en su trabajo.
El sujeto vivía en un bloque que quedaba a las afueras de la zona, limpio pero destartalado, al que se accedía por un deteriorado portal. Entró y dio la luz. Una línea perpendicular de bombillas amarillentas y desnudas se iluminó sobre su cabeza. Su piso era el tercero y pulsó el interruptor de la luz, pero no funcionó. Sin razón aparente, Giulia palpó el bolso en busca del perfil tranquilizador de la pequeña pistola reglamentaria que siempre llevaba allí.
—No seas idiota —se reprendió, y comenzó a subir.
El tercer rellano estaba sumido en la oscuridad más absoluta y se maldijo por no haberse llevado la linterna. ¿Por qué se habría empeñado en entrevistarse a solas con aquel hombre? El caso tenía ya una década. El oficial que conducía la lancha, por ejemplo, ni siquiera estaba en el cuerpo cuando Susanna Gianni murió.
El piso en cuestión quedaba al final del pasillo, sumergido en una pecera de oscuridad total. Pronunció en voz alta el nombre de su inquilino e inmediatamente tuvo la sensación de haber cometido un error. Se oyó un ruido y vio una delgada línea de luz amarilla colarse por debajo de una puerta mínimamente entreabierta. Se acercó para oír mejor: el sonido resultó ser un gemido largo, un gemido que tanto podía ser de éxtasis como de muerte.
Sacó la radio del bolso. No había señal. Mussolini había construido bien aquellos bloques. Con el emisor en la mano izquierda, metió la derecha en el bolso para sacar el arma mientras se aseguraba de quedar resguardada en la oscuridad.
Las palabras frías y oficiales que solía utilizar en la mayoría de casos en los que se ocupaba y cuyos protagonistas eran pequeños rateros a los que podía intimidar sin dificultad, no le iban a servir, pensó al contemplar lo que poco que se podía ver desde su posición, teniendo en cuenta que la luz era escasa y que no iluminaba directamente al protagonista, cuyo rostro quedaba oculto por la sombra. Lo que se veía era un brazo delgado que empuñaba una navaja manchada de sangre, y lo que se podía oler era el tufo a cigarrillos baratos, seguramente africanos, y el inconfundible hedor a sudor provocado por el miedo.
Giulia sólo pudo pensar en el cuadro, en aquel maldito cuadro que no había conseguido olvidar desde que lo vio siendo niña en el coro de San Stae, el Martirio de San Bartolomé de Tiépolo, en el que se representaba a un hombre que se diría extasiado, con un brazo alzado hacia el cielo, ante el que aparecía sólo a medias un atacante que estudiaba cuidadosamente su piel como preguntándose por dónde empezar con su trabajo. Entonces le pidió a su madre que le explicase el significado del cuadro, y ella evadió la cuestión contestándole someramente que el santo iba a ser desollado. Sólo más tarde, cuando buscó la palabra en el diccionario, pudo comprender. En el cuadro se reflejaba el momento inmediatamente anterior al horror. El verdugo estaba planeando su trabajo, que consistiría en despellejar viva a su víctima, mientras que el condenado elevaba sus ojos hacia el cielo como si lo que iba a ocurrirle fuera una bendición. Nunca conseguiría comprenderlo.
El supervisor de San Michele no estaba precisamente extasiado sino muerto, o al menos eso esperaba ella por su bien. Le habían seccionado la garganta de parte a parte, cuidadosamente, y el corte dejaba al descubierto una amplia banda de carne y tendones. Y el asesino, que seguía sin estar en su campo de visión, estaba moviéndose, terminando el trabajo.
Giulia empuñó su arma. Le estaban sudando las manos, y en un instante, la pistola se le escurrió y cayó estrepitosamente al suelo de cerámica, pero ella era incapaz de apartar la mirada del supervisor.
Una forma se materializó a su izquierda y le propinó una patada. Cayó de rodillas y esperó el siguiente golpe mientras intentaba discernir si sería capaz de mirar a su atacante, al cielo, a la nada, como el santo de la pintura. Pero no quiso ver el rostro de su atacante.
Intentó hablar, pero no le salió nada inteligible. Algo plateado brilló brevemente ante ella y sintió un dolor intenso en el costado, seguido del calor de la sangre que manaba de la herida. Su respiración se volvió entrecortada, y esperó.
Entonces la radio cobró vida en su mano. Sin darse cuenta había pulsado el botón de emergencia, y de alguna manera su llamada de socorro había atravesado los muros del engendro de Mussolini. Una voz reverberó con sonido metálico y se oyeron pasos en la escalera. Era demasiado pronto para que fuera la policía, pero la silueta que permanecía a su lado empuñando la navaja de cuya hoja le caían gotas de sangre en la cara no podía saberlo.
—Queda arrestado —le dijo absurdamente, pero él había desaparecido. No quedaba nadie más en aquella habitación, excepto el supervisor que la miraba con ojos vidriosos y aterrados.
Se palpó el costado en busca de la herida. No era grave. Viviría para encontrar al tipo que se la había hecho y para descubrir por qué había saqueado el ataúd de Susanna Gianni y qué se había llevado de él. Tenía trabajo por delante, y mucho.
A duras penas consiguió ponerse en pie. Había alguien en la puerta. El portero quizás, y un vecino, y era importante no perder el control.
—No toquen nada —dijo, intentando pensar con claridad.
Los dos la miraron entre sorprendidos y asustados, y cuando siguió la dirección de su mirada, vio una mancha redonda se sangre empaparle el costado de la chaqueta y caer por la falda corta hasta quedar coagulada a la altura de la rodilla.
—No toquen… —repitió, y de pronto sintió que los ojos se le volvían en su órbita y vio por último la luz amarillenta de la habitación antes de que todo se volviera oscuridad y desapareciera.