Guarda bien en la memoria este momento: jueves, cinco de marzo del año de Nuestro Señor mil setecientos treinta y tres, Día de la Ascensión. Lorenzo Scacchi, un joven alto y agraciado de diecinueve años y siete meses de edad, está de pie sobre la amplia plataforma de piedra de San Giorgio Maggiore mirando hacia la dársena de San Marcos, viendo como el Dux renueva su compromiso con el mar. El agua bulle con el gentío. Las góndolas del color de la noche se disputan el sitio más próximo a las bordas doradas y rojas del Bucintoro, que avanza majestuosamente por el Rio del Palazzo hacia las columnas gemelas de San Marcos y San Teodoro y el espigado pináculo del campanile.
Hay un temblor en el aire. El Dux, dicen, está enfermo, y ha de elegir un sucesor que dirija el Gran Consejo. La República Serenissima hace difíciles equilibrios entre el esplendor y la decadencia. ¿Qué hombre podrá salvarla? ¿Qué genio sublime podrá restaurar la fortuna de la ciudad y repeler los ataques del Turco?
Nadie lo sabe, pero… ¡espera! El Bucintoro vira, se aleja de la fachada de filigrana del Palacio, de la orilla rebosante de gente. Lentamente, impelido por el bosque de remos dorados que salen de sus costados como si fueran las patas de un insecto fantástico y ornamentado como una joya, se aleja deslizándose sobre las aguas de la dársena hacia el joven que permanece de pie en el lugar en que mueren las olas, las piernas abiertas, las manos en las caderas, el rostro vuelto hacia las aguas y el cabello dorado brillando al sol. Los remeros hunden sus palas en el agua y doblan la espalda para que el navío avance a toda velocidad. Luego la hermosa embarcación aminora obedientemente la marcha para alcanzar la isla plana y gris sobre la que él espera y detenerse con galanura y majestad ante el joven que no se deja impresionar.
—¡Lorenzo! —grita el Dux con una voz rota por la edad pero que aún posee la autoridad de su posición—. Os lo ruego. ¡Por el amor que sentís por la Serenissima! ¡Por todo lo que la República significa! ¡Reconsideradlo, os lo ruego una vez más! Guiadnos en esta oscuridad y conducidnos a la luz.
Una nube solitaria cruza el azul inmaculado del cielo y durante un momento nadie puede ver el torbellino de angustia que aparece en el rostro del joven. Pero luego desaparece y su sonrisa, amable pero firme, un rasgo noble y sabio en un hombre tan joven, ilumina su rostro.
—Como deseéis, señor —responde, y en un gesto de humildad se encoge de hombros. Los gritos de alegría de miles de almas parten de la laguna como el trueno que invirtiera su recorrido habitual y partiera hacia los cielos con un estruendo ronco. Ya hay un nuevo Dux y pronto…
Bueno, hermanita querida, ¿mi imaginación ha conseguido ya toda tu atención? Si para escribir estas cartas y que tú no dejaras de leerlas tuviera que hacerme pasar por un insignificante cuenta cuentos que anduviera por las calles rodeado de mendigos y tullidos, ten por seguro que lo haría. Hace ya seis semanas que partimos de Treviso tras quedar huérfanos por un giro cruel del destino, y no deseo sentirme solo en este mundo. Eres mi hermana mayor por dos largos y cruciales años, y necesito de tu sabiduría y de tu amor. Una sola carta en la que dedicabas casi todas sus letras a quejarte de la indigestión que habías padecido no me proporciona el alimento que tanto necesito.
Aun así, y antes de que pueda aburrirte, volveré a la narración. De lo que acabo de contarte lo ignorarás seguramente todo excepto el principio. Es en verdad el día de la Ascensión, y yo he estado bajo el monolito de piedra de San Giorgio durante un tiempo indeterminado. Necesitaría ser un gran escritor para poder retratar en palabras lo que ha sido el día de hoy, y puesto que no lo soy, he decidido no intentarlo. Venecia es un universo asombroso, te lo aseguro. Incluso después de estar aquí un tiempo ya sigo maravillándome cuando tras girar en una esquina me enfrento con el esplendor diario que desborda toda imaginación. Cuando los dignatarios de la República tienen algo que celebrar y deciden echar a la mar su barco, lo único que puedes hacer es quedarte donde estás y contemplar el espectáculo con la boca abierta. Tú viniste a esta ciudad en una ocasión con papá, pero yo nunca me había aventurado a salir de nuestra pequeña ciudad hasta después del aciago día del funeral, y para un palurdo como yo, este lugar es inimaginable.
Hay hombres aquí a los que me gustaría que conocieras. Imagínate a nuestro tío Leo al borde del agua: es un hombre delgaducho, con los brazos cruzados y vestido con sencillez que contempla las lentas evoluciones del majestuoso navío delante del palacio. Se diría que ha visto este espectáculo un millón de veces y que nada de lo que pueda ocurrir en la toda la creación puede impresionarle. Pero es veneciano, un hombre de mundo que jamás habría podido llevar la vida de granjero de nuestro padre. Lleva este espectáculo bajo la piel, le circula por la sangre como los humores del cuerpo. No cabría esperar menos de él. Estoy convencido de que va a ser un buen tutor y que me enseñará los entresijos del negocio de la edición para que pueda hacer de él un medio honrado de ganarme la vida.
A su lado está un caballero inglés de nombre Oliver Delapole, un noble aristócrata que debe rondar la misma edad de nuestro tío, unos treinta y cinco años, pero cuyo origen es completamente distinto, igual que lo es el volumen que se dibuja en la línea de la cintura bajo su elegante atuendo. El señor Delapole es un hombre adinerado que se viste con elegancia aunque quizás peque un poco de extravagante. Posee un rostro amable y sonrosado en el que sólo desdice lo que yo supongo que es la cicatriz de un duelo que parte de su ojo derecho y dibuja la curva de una cimitarra en su mejilla. Sin embargo, no percibo en él rasgos belicosos. Es un hombre de sonrisa afable y modales exquisitos que consigue que todos los hombres que hayan estado en su compañía (hombres y mujeres, que aunque nosotros somos gente de campo, no debemos escandalizarnos de esa clase de cosas) se separen de él con una sonrisa en los labios.
De lo que te he contado, lo que debes retener por encima de todo es lo de su fortuna. Es la seña de identidad más importante que se puede dar de un hombre en estos pagos. El señor Delapole es la riqueza personificada, y por esa razón lleva siempre a la mitad de la ciudad pegada a sus talones. La semana pasada estuvo de visita en nuestra casa y se dejó el sombrero en el salón. Yo salí corriendo tras él con la esperanza de alcanzarle y vi que uno de esos rufianes gondoleros lo llevaba a casa en su embarcación. Cuando ya sin aliento e incapaz de articular palabra llegué junto a él, me preguntó riendo:
—¿Por qué me persigues, muchacho? ¿Es que soy el único hombre que queda en Venecia que lleva dinero en el bolsillo?
Los ducados son la llave que abre todas las puertas de la ciudad, y el señor Delapole es generoso con ellos. Se dice y no me extraña que es tan pródigo con ellos que los prestamistas tienen que cubrir el tiempo que tarda en recibir nuevos fondos de Inglaterra. Y no es que yo me queje ni mucho menos, como comprenderás. Con un poco de suerte, la Editorial Scacchi sacará a la luz varios trabajos de autores y compositores nuevos costeados por él. De hecho ya ha dado varias muestras de su generosidad al señor Vivaldi, el famoso sacerdote músico de La Pietà, que es una destartalada iglesia que queda también al borde del agua, pero un poco alejada de la ceremonia de hoy. Tampoco Canale, el artista local al que todos llaman Canaletto para diferenciarlo de su padre que se dedica a lo mismo que él, ha sido ajeno a su prodigalidad. Parece ser que es un artista que detecta el olor de la plata a varias millas de distancia. Mientras te escribo estas letras, está sentado frente a nosotros, encaramado a una gran plataforma de madera, dando pinceladas en un lienzo destinado a la colección del señor Delapole.
Canaletto es un tipo bastante raro, polémico y hay quien dice que un timador también. Emplea para su trabajo lo que el llama una camera ottica, un aparato que dice ser de su invención. Lo lleva oculto en una especie de tienda de tela negra bajo la que trabaja y desde la que se asoma de vez en cuando para asegurarse de que el mundo real sigue donde lo dejó. Al parecer capta una imagen de la escena que quiere pintar a través de una especie de lente de cristal y la proyecta sobre una pantalla interior que le sirve de base sobre la que trabajar después. Un día y por pura curiosidad, trepé por el andamio para examinar el exterior de ese trasto, lo que me valió una mirada desabrida y un montón de insultos venecianos cuando sacó la cabeza de aquella manga negra para ver qué estaba pasando.
—Si un solo burro más se atreve a decir que esto es un engaño, juro que le quito el sentido de un mandoble —me advirtió a mí, aunque en realidad el mensaje era para todos.
Pero yo, sin amilanarme, seguí examinando el mecanismo a través de la abertura que quedaba en la tela al tener él dentro la mano.
—¿Cómo se puede llamar engaño a la ciencia puesta al servicio del arte, señor? —le pregunté con sinceridad—. Por esa regla de tres, se le acusaría de fraude si no empleara las mismas pinturas que usaban los romanos en sus frescos.
Eso me valió lo que yo andaba buscando, que fue una especie de asentimiento de aprobación por parte de Canaletto.
—Lo que necesitaría ahora —añadí—, sería un lienzo químico que reconociera la imagen y que la copiara con los pigmentos necesarios. ¡Entonces no haría falta ni pincel!
Oí la risa ahogada de Gobbo, el criado del señor Delapole, y estimé oportuno bajarme del andamio lo antes posible…
Espero que tú hayas encontrado alguna amiga, porque yo creo haber encontrado un amigo, o algo parecido. Luigi Gobbo es un muchacho que el inglés conoció en Francia hace ya tiempo, según tengo entendido. Es el hombre más realista que conozco, con una sonrisa picarona y la sugerencia impía siempre dispuesta. En cuanto supo de mi infortunio, me tomó bajo su ala y me prometió que ningún rufián veneciano me aliviaría del peso de mi exigua bolsa. Me gusta el muchacho, pero no tenemos mucho en común, ya que me temo que nuestros padres nos mimaron en exceso educándonos en casa. Pensando que quizás Gobbo, como nosotros, hubiera leído algo de literatura le pregunté si tenía algo que ver con el famoso Lancelot y si había abandonado a un conocido judío para prestar sus servicios al señor Delapole, un hombre tan afable como el propio Bassanio, aunque bastante más adinerado. Él me miró como si hubiera perdido el juicio o, aun peor, como si me estuviera burlando de él, por lo que deduzco que los escritores ingleses no han estado presentes en su educación. En cualquier caso, sé que se toma en serio mi suerte, lo mismo que yo la suya. Me reconforta saber que en esta ciudad también hay sitio para la amistad.
Ahora pasemos a asuntos más graves (que son breves, por lo que te ruego que no bosteces y dejes sobre la mesa esta carta). Ha pasado ya una semana desde que Manzini me escribiera para hablarme del estado de nuestra herencia (sí, estoy de acuerdo contigo en que no está bien que tenga que dirigirse a mí en lugar de hablar contigo, pero la ley es la ley). A ese respecto no albergo grandes esperanzas. Nuestros padres invirtieron una gran suma en la granja y en esa biblioteca que tú y yo tanto adoramos, y de haber vivido más, todos nos habríamos beneficiado de su generosidad, pero puesto que el cólera decidió cruzarse en su camino y cambiar nuestra suerte, debemos sacar el máximo partido de lo que tenemos. Te propongo un trato: seamos sinceros el uno con el otro a la hora de hablar de nuestras faltas, escribamos con justicia sobre los que nos rodean y trabajemos diligentemente para hacernos dignos de llevar el apellido Scacchi hasta que una espada de buen acero español nos desarme.
Yo te adoro, Lucía, hermanita querida, y Dios sabe que cambiaría una eternidad de esta magnificencia por un momento de tu compañía y de la de nuestros queridos padres en la pequeña granja y en las tierras que son nuestro hogar. Pero puesto que eso es imposible, miremos con esperanza hacia el futuro.
Un momento. Veo al afamado Canaletto que mira frunciendo el ceño desde su atalaya una vez más. Un pequeño grupo de holandeses arremolinándose como un rebaño de ocas está intentando echar una ojeada a su preciado trabajo. Pobres incautos…
—Malditos turistas… —masculla el artista, y acompaña una ristra de viejas maldiciones que sólo Cannaregio puede entender—. ¡Que el diablo os lleve, arenques apestosos!
—Sean generosos y ofrézcanle unos cuantos florines, que un hombre con dinero huele siempre a rosas para nuestro amigo —los arenga el señor Delapole.
Molestos y hablando entre ellos, los intrusos se alejan. Supongo que es que nuestro amigo no queda al alcance de sus bolsillos.
Mientras Canaletto se vuelve para blandir un puño amenazador en el aire, ha dejado abierta la puerta de su misterioso palacio de tela negra y yo aprovecho la ocasión para encaramarme con agilidad al andamio de madera y ver cómo ha progresado su lienzo en apenas una hora de trabajo. Este hombre es sorprendente. Mi modesta opinión es que va a llegar a ser un gran pintor. Un día, cuando te hayas instalado a tu gusto en Sevilla y puedas disponer de tiempo y dinero para volver a visitar las tierras que te vieron nacer, espero poder llevarte a ver su trabajo. Podremos medir así cómo nuestros trabajos han disminuido y ha crecido nuestra fortuna en los meses que hayan pasado desde que el Bucintoro fue retratado en este lienzo. Es un talento inigualable el que permite atrapar con los pinceles un momento glorioso en el tiempo para que los siglos venideros puedan presenciarlo, mientras que yo sólo tengo capacidad para ofrecer estas palabras. Nacen libres, eso sí, y manan de un corazón que te adora.