No había olvidado ponerse de negro. Tenía un traje de ese color, barato pero ligero que se había comprado en Standa, y llevaba zapatos negros y unas Ray-Ban Predator que le había robado a un japonés en el autobús de la Piazzale Roma.
Rizzo encendió un cigarrillo mientras esperaba junto a la verja de San Michele. Era el primer domingo de julio, y la presencia inminente del verano se dejaba sentir en el griterío de las golondrinas que sobrevolaban la laguna y en el bochorno húmedo que ascendía del agua. La brisa arqueaba los cipreses que salpicaban el cementerio como gigantescos y verdes signos de admiración. A su derecha y discretamente escondidas en una hornacina, había una ordenada pila de ataúdes de madera vacíos, y en ella creyó ver moverse algo a la luz de un rayo de sol. Una pequeña lagartija con dos hileras paralelas de motas recorriéndole el lomo se detuvo un instante en círculo de luz dorada y volvió a desaparecer en una grieta de la pared.
«Menudo trabajo», pensó Rizzo. «Que le paguen a uno por asegurarse de que un cadáver esté donde debe estar».
El supervisor del cementerio salió de su despacho y miró significativamente el cigarrillo de Rizzo hasta que este lo tiró y lo aplastó con el pie. El tipo era bajito y gordo, y llevaba una camisa de algodón blanco empapada de sudor. Debía rondar los cuarenta, tenía una pelambrera grasienta y densa y su bigote era como un manojo de hierba o un peine que hubieran partido por la mitad y le hubieran pegado sobre su boca carnosa.
—¿Trae los papeles?
Rizzo asintió e intentó sonreír, pero el supervisor lo miró como con desconfianza, como si sospechara algo. Tenía veinticinco años, pero podía pasar por treinta vestido de ese modo. Aun así, debía dar la impresión de ser un poco joven para andar reclamando un cadáver a medio comer por los gusanos como si fuera el equipaje olvidado en la consigna de una estación.
Sacó los documentos que le había dado el inglés aquella misma mañana en el enorme apartamento que tenía alquilado detrás de la galería Guggenheim. Massiter había dicho que servirían. Que para eso habían costado una pasta.
—¿Es usted familiar? —preguntó el supervisor sin dejar de leer.
—Primo.
—¿No tiene más familia?
—Todos han fallecido ya.
—Ah —dobló los documentos y se los guardó en el bolsillo trasero del pantalón—. Podría haber esperado otras cuatro semanas, ¿sabe? No están aquí más que diez años, y en general la gente llega más tarde que pronto.
—Estaba ocupado.
El supervisor compuso un gesto agrio.
—Ya. Los muertos tienen que encajar en la agenda de los vivos, y no al revés. En fin… —miró a Rizzo con lo que podría ser un ápice de comprensión—. Al menos usted ha venido. Le sorprendería saber la cantidad de desgraciados a los que nadie reclama. Se pasan sus diez años en la tierra y luego nos vemos obligados a llevarlos al osario público. No hay otra opción, ¿sabe? Es que no tenemos sitio.
Cualquier veneciano estaba al tanto de ello. Si querías ser enterrado en San Michele, había que acomodarse a sus reglas. La pequeña isla que se asentaba entre Murano y la orilla norte de la ciudad estaba ya llena. Los nombres famosos que servían de reclamo a los turistas podían descansar tranquilos porque todos los demás muertos sólo podían conseguir un permiso temporal de residencia que duraba precisamente diez años y concluido este, la responsabilidad del traslado de los restos recaía en los familiares, o bien la ciudad se ocupaba de enviarlos al osario público.
El inglés lo sabía bien, y por razones que Rizzo no quería conocer, había preparado con tiempo los papeles para la exhumación y ser así el primero en ver lo que había dentro del ataúd. A lo mejor es que había alguien más interesado en aquel cadáver putrefacto, alguien dispuesto a esperar a que expirase el plazo de los diez años. O a lo mejor no. Quizás lo que quería Massiter era asegurarse de que de verdad había un cuerpo dentro del féretro. Era lo más probable, aunque a él, lo mismo le daba. Si aquel tipo estaba dispuesto a pagar dos millones de liras para que con aquellos documentos falsos desenterraran un ataúd, estupendo. Para él aquel trabajo era un descanso, un cambio en la rutina de robar carteras a los turistas que se paseaban por San Marcos.
—Hay ciertos protocolos que cumplir en esto casos —decía el hombre—. Nos gusta hacer las cosas como es debido.
Echó a andar y Rizzo le siguió, dejando atrás la sombra y la ordenada y brillante colección de ataúdes sin estrenar. Atravesaron el primer cuartel del cementerio en el que los muertos tenían sepultura perpetua y llegaron a la zona exterior que se utilizaba para el ciclo inacabable de enterramientos temporales. Unas lonas verdes delimitaban las zonas en las que se estaban cosechando los cuerpos. Cada pequeña lápida llevaba una foto y en ellas jóvenes y viejos, congelados en un instante de sus vidas, miraban a la cámara como si creyeran que nunca iban a morir. Se detuvieron en el cuartel 1, calle b, en mitad de un océano fragante de flores. El supervisor señaló una lápida. En ella aparecía primero el apellido y después el nombre, como en todas las demás de aquel cementerio: Gianni, Susanna. Acababa de cumplir los dieciocho cuando murió. La sepultura estaba vacía y la tierra parecía recién removida.
Su fotografía estaba en un marco oval pegado al mármol de la lápida y Rizzo no podía apartar la mirada de ella. Susanna Gianni era una chica preciosa, más que cualquier otra que hubiera conocido. Sonreía. La fotografía debía haberse tomado en el exterior, un día soleado próximo quizás al de su muerte. No parecía estar enferma. Llevaba una camiseta morada y suelta la melena de cabello largo y oscuro. Tenía el rostro y el cuello bronceados, y la boca en una amplia sonrisa. Parecía una cría a punto de graduarse en la universidad, inocente pero con un brillo en la mirada que parecía traslucir algunos secretos. Era una locura, pero sintió que la visión de aquella joven desconocida que había fallecido diez años atrás le excitaba.
—¿Quiere llevarse la lápida? —le preguntó de pronto el supervisor, arrancándole de aquella ensoñación deliciosa y terrible a un tiempo—. Si la quiere, podrá llevársela junto con el ataúd. Supongo que habrá reservado una barca para el traslado, ¿no?
Rizzo no contestó, y guardándose las manos en los bolsillos de su chaqueta barata, se preguntó si el tipo se habría dado cuenta de su incomodidad.
—¿Dónde está? —le preguntó.
—Dígale al barquero que venga. Ellos ya saben dónde tienen que ir.
—¿Dónde está ella? —insistió. El inglés le había dado instrucciones muy precisas.
—Tenemos un lugar especial para eso —contestó el supervisor con un suspiro, como si supiera lo que se le avecinaba.
—Enséñemelo.
Sin decir esta boca es mía, el tipo dio media vuelta y se encaminó a un rincón desierto en la parte norte del cementerio. Uno de los grandes barcos con destino a Burano y Torcello pasó por la derecha, flanqueado por un sinnúmero de gaviotas que parecían estar suspendidas en el aire húmedo. Unas cuantas figuras se movían entre las lápidas, algunas con ramos de flores en la mano. Era la segunda vez que estaba allí. La primera había ido con una antigua novia suya que iba a visitar la sepultura de su abuela, y aquel lugar le producía escalofríos. Cuando muriera, no quería que le enterrasen. Prefería quedar reducido a un montón de cenizas en el crematorio municipal de Mestre, en la ciudad, y no que lo metieran bajo aquella tierra reseca para que diez años después tuvieran que desenterrarlo.
Llegaron a una construcción de una sola planta y una sola ventana y el supervisor, deteniéndose ante la puerta sacó del bolsillo una cadena con un juego de llaves. Rizzo se quitó las gafas de sol y entraron. Esperó a que encendiera la luz y a que los ojos se le acostumbraran primero a la oscuridad y después a la iluminación descarnada del fluorescente solitario que colgaba del techo.
El ataúd de madera gris, vieja y sin brillo, estaba sobre un soporte colocado en el centro de la estancia. La tierra de San Michele debía ser muy seca, porque daba la sensación de que tanto el féretro como su contenido habían perdido por completo la humedad durante la decena de años que habían estado bajo su superficie.
—Como le decía antes —continuó el supervisor—, envíe aquí al barquero, que él sabrá lo que tiene que hacer. Mejor que no lo vea usted, créame.
Pero el inglés le había dado instrucciones exactas al respecto.
—Ábralo.
El supervisor, maldiciendo entre dientes, se cruzó de brazos.
—Eso no se puede hacer. ¿Pero qué pretende usted?
Rizzo sacó del bolsillo dos billetes de cien mil liras. Massiter ya sabía que podían surgir escollos que salvar.
—Mire, señor, los Gianni hemos sido siempre una familia muy unida. Déjeme ver a mi querida prima por última vez y no le molestaré más.
—Mierda —murmuró al tiempo que se guardaba los billetes en el bolsillo. Luego cogió un barra de hierro que había apoyada contra la pared—. ¿Quiere que sea yo quien levante la tapa, o prefiere hacerlo usted mismo?
Rizzo sintió deseos de fumarse un cigarrillo. El aire de la estancia era denso, y del ataúd emanaba un penetrante olor a moho.
—El empleado del cementerio es usted, ¿no? —respondió, señalando el féretro con un gesto de la cabeza.
El supervisor introdujo el extremo plano de la barra bajo la tapa del ataúd. Parecía no prestar atención a lo que estaba haciendo. Debía haber abierto cientos de ataúdes, y aquel trabajo debía ser como el de la morgue, que después de un tiempo se hacía sin pensar.
La palanca fue recorriendo el borde del ataúd despacio, con cuidado, levantando tan sólo unos pocos centímetros cada vez, dejando al descubierto los clavos herrumbrosos que habían mantenido la tapa en su sitio. El hombre terminó de dar una vuelta completa y miró una vez más a Rizzo.
—¿Está seguro de esto? Muchos toman la decisión de hacerlo a la luz del sol, pero cuando entran aquí y llega el momento, deja de parecerles buena idea.
—Hágalo.
El supervisor volvió a meter la palanca y presionó para levantar la tapa del todo. El féretro quedó en dos partes con un repentino crujido que a Rizzo le hizo dar un respingo. Un polvo denso y otras partículas llenaron el aire, acompañados por un olor fétido y penetrante que sin duda tenía origen humano. Sólo tenía que echar un vistazo. Era lo que le había pedido el inglés.
Se acercó y miró. La cabeza quedaba en la sombra que proyectaba la esquina del ataúd. Su cabello largo se había vuelto gris. Quebradizo, seco y gris. Caía a ambos lados del cráneo, sobre el que aún quedaban algunos restos de piel que parecían láminas de cuero viejo. Había algo en las cuencas de los ojos, algo que no quiso examinar detenidamente. Sobre los hombros quedaban los despojos de lo que debió ser un sudario blanco.
Ya no pudo conjurar el hermoso rostro que había contemplado en la fotografía. Su erección incipiente había desaparecido por completo. Sentía frío en aquella habitación y el aire parecía moverse como en ondas. No le sorprendería sentir ganas de vomitar, y no por el horror o el asco, sino por la atmósfera asfixiante e insidiosa del lugar. Era como respirar una nube de polvo humano formado por las partículas de todos los seres que habían pasado por San Michele a lo largo de los siglos.
La joven tenía los brazos cruzados sobre el pecho, unos brazos largos que habían quedado reducidos a una delgadez extrema, y sorprendentemente había algo entre ellos, un objeto grande que le llegaba desde debajo de la barbilla hasta más allá de la ingle. El supervisor también lo miraba sorprendido, y resultaba tan chocante y tan fuera de lugar que tardó un momento en darse cuenta de lo que era: el cadáver de Susanna Gianni, quienquiera que hubiera sido, había sido enterrado con una vieja funda de violín, acurrucada en su seno como si se tratara de un niño.
Massiter no le había hablado de eso. Sólo le había pedido que se asegurara de que los restos estaban dentro, y él lo había hecho, y siempre y cuando no dejase de cumplir con su trabajo, nadie podía culparlo de obtener un beneficio inesperado.
Con cuidado soltó las manos de la muerta y deslizó la caja hasta sacarla.
—No debería hacer eso —le reprendió el supervisor.
Rizzo se detuvo y suspiró. Estaba empezando a cansarse de aquel canijo y de aquel lugar, y del bolsillo sacó la pequeña navaja que llevaba siempre. Apretó el botón y su hoja fina y plateada silbó en el aire. Luego agarró al supervisor por el cuello y vio cómo el terror le desorbitaba los ojos al apoyar la punta de la navaja bajo su párpado izquierdo ejerciendo presión suficiente para levantar una pequeña pirámide de carne y que una burbuja de sangre se concentrara allí.
—¿Qué es lo que no debería hacer? A lo mejor vuelvo y le obligo a enterrarse. ¿Qué le parecería eso?
La mirada del supervisor se había vuelto vidriosa presa del pánico y Rizzo le soltó para volver a ocuparse de la caja del violín. Con la manga de su traje barato le limpió el polvo y vio el nombre de la muchacha en un ajado cuadradillo de papel. La cogió por el asa y la caja cayó pesadamente contra su costado. Había algo dentro, sin duda. Podían ser sólo piedras. Ni siquiera los locos enterraban a sus muertos con un tesoro en las manos.
El supervisor se refugió en un rincón. Debía haberse orinado encima y seguro que ansiaba estar en su casa, con su mujer que seguro que estaba tan gorda como él y que debía estar preparándole la comida. Rizzo sacó otros dos billetes de cien mil liras y se las metió al hombre en el bolsillo de la camisa.
—Hoy es su día de suerte, amigo. Esto es cosa de familia, ¿sabe?
El hombre se sacó los billetes del bolsillo y los arrugó en el puño. El dinero consiguió que le guardase el respeto que le había perdido, ya que, de alguna manera, los igualaba. Ay, el respeto. Se había perdido en el mundo en que vivían. Se colocó sus Predator y dio media vuelta para salir.
—¡Eh! —le gritó el funcionario—, ¿dónde están los hombres de la barca? Son ellos quienes tienen que ocuparse de esto ahora.
Rizzo se volvió a mirar desde la puerta el ataúd y al hombre que seguía junto a él.
—¿Qué hombres?
—¡Por amor de Dios! ¿No iba a ocuparse usted de todo?
—Yo nunca he dicho tal cosa.
—¡Dios bendito! ¿Y qué hago yo ahora con esto?
Rizzo se encogió de hombros. La americana le quedaba un poco estrecha. Era un asco tener que llevar aquella ropa barata cuando en realidad lo que le gustaba era lo que se vendía en San Marcos: Moschino, Valentino y Armani.
—Haga lo que quiera —contestó. Quizás estaba presionando demasiado al gordo. Parecía a punto de echarse a llorar o de tirarse a su cuello, aunque seguro que se imaginaba que en ese caso utilizaría sin dudar la navaja que llevaba en el bolsillo. Era un error permitir que personas como él trabajasen en un cementerio, pero también cabía la posibilidad de que sólo personas como él se interesasen por esa clase de trabajo.
—Haga el favor de calmarse y de mantener la boca cerrada, que con esa mirada de loco podría asustar a alguien.
Y sin más salió a la luz del sol. Anduvo sobre sus pasos para volver al cuartel B y pasar por delante de la que había sido su tumba; eso sí, sin mirarla, ya que algo le decía que no sería buena idea hacerlo.
El vaporetto de Murano iba medio lleno y se acomodó en el centro, en la zona abierta, pero aun así la gente se apartaba de él porque aquella dichosa caja apestaba, a pesar de estar al aire libre y de que la brisa dispersara el tufo. El barco aminoró la marcha y se detuvo. Delante de Fondamente Nuove, que era donde atracaría el vaporetto, se estaba celebrando lo que debía ser una regata. Varios barcos se perseguían unos a otros empujados por las voces de ánimo de los espectadores acomodados en las terrazas de los bares del muelle. Rizzo se acordó de las madres de todos ellos. El violín pesaba mucho, y el hedor crecía por momentos mientras el vaporetto se mecía torpemente y como borracho en las aguas turbias y grises que empujaban las olas.
Rizzo cerró los ojos y cuando volvió a abrirlos estaba frente a la isla y tres lanchas de la policía con las sirenas encendidas avanzaban directas hacia el barco. Era increíble. ¿Cómo podía ser tan estúpido aquel enterrador?
Con la funda del violín bien agarrada, corrió hacia la barra de metal que bloqueaba la salida y vomitó por encima de ella y sobre las aguas grasientas y caldosas. Las gaviotas que parecían suspendidas del cielo azul lo observaban con avidez. San Michele flotaba en la distancia como si fuera un borrón verde y blanco entre la ciudad y la línea sólida y baja que era Murano. Miró la iglesia tan blanca erigida en la plataforma en la que atracaban los barcos y juró no volver jamás a traspasar su umbral.