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Caducidad

Creo que ahora que he recuperado la capacidad de llorar ya no necesito escribir un diario. Es posible que las lágrimas sean también drogas naturales del cuerpo, aunque con una función estrictamente excretora. No funcionan cuando se consumen sino cuando se eliminan. O quizá llorar no sea más que una forma de expresión tan eficaz como el lenguaje, ya sea susurrado al amable oído de un confidente o escrito sin pudor en la intimidad de un diario. Las lágrimas pueden ser las palabras de una lengua universal que no requiere traducción, como el esperanto o la bioquímica, porque es inherente a todos los seres humanos. Nadie es ajeno a su comprensión.

Sin embargo no pude llorar hasta que no me enfrenté al clon de los espejos, cara a cara, liberando un llanto ajeno a la lírica y la épica, una prosa de lágrimas que discurrió con fluidez por mis mejillas, quién sabe si formando un nuevo género literario a medio camino entre una confidencia y una comedia. Era en todo caso un llanto del pasado, la liberación de las endorfinas de la memoria. No lloraba porque mi mujer hubiera leído mi diario, ni por la muerte de Carmen o la de mi madre. Lloraba porque el clon había desaparecido, lo que significa que su presencia coartaba mis lágrimas, seguramente porque si yo lloraba él lloraría conmigo, dejando al descubierto el reflejo de la autocompasión, ese deplorable sentimiento. El lamento más indigno del hombre.

Sandra no ha vuelto a dirigirme la palabra desde entonces. Tampoco me ha enviado ningún mensaje a través de los niños. Ni una misiva formal de sus abogados. Nada. Algo me dice que esta vez su silencio va a perpetuarse en el tiempo. Si por una absurda discusión doméstica estaba tres o cuatro días sin hablarme, después de lo ocurrido es posible que tarde tres o cuatro años en hacerlo. O tres o cuatro lustros. Sus últimas palabras las dejó escritas en mi diario, entre (crueles) paréntesis cargados de rabia mal contenida, a veces encauzada a través de un perverso sentido del humor que quizá ella misma desconocía poseer.

Ya no tomo farmanutrientes ni fitoquímicos, no bebo infusiones antioxidantes ni caldo de calavera humana. Como toda la carne que quiero y sólo bebo agua cuando tengo sed. Creo que por primera vez desde hace años daría negativo en un control antidoping. He liberado mi organismo de las ataduras de Sandra, pero debo confesar que echo de menos la suavidad de su piel, su olor a hierbas aromáticas, el seseo de su voz y esa irreverente coherencia personal que tienen los fanáticos cuando se saben rodeados de escepticismo.

Dumbo también pertenece a ese selecto grupo de antiescépticos. Tal como me anunció se ha marchado a las cruzadas, en pos de la sonrisa y la carcajada infantil, enarbolando una bandera compuesta por una nariz de gomaespuma, unas gafas con luces intermitentes y unos zapatones. Al menos tiene la decencia de enviarme un correo electrónico de vez en cuando incluyendo alguna foto de los territorios que va conquistando para su bandera y de los niños que va convirtiendo a su religión. Espero que algún día regrese y podamos volver a actuar juntos en el ala infantil del hospital. Ya tengo anotadas algunas ideas para unos cuantos números cómicos, como el del guardia de tráfico y el conductor con la gorra de propaganda de tomate frito, el del vendedor de pomada contra las quemaduras en una playa nudista o el del Rey Mago persiguiendo a sus camellos con las vestiduras remangadas.

Cris, mientras tanto, sale con un auténtico facultativo de la medicina, un tipo alto y bien parecido que tose incómodamente en cuanto me tiene delante, provocando el desconcierto de mi hija, que es incapaz de imaginar todo cuanto el pobre diablo sabe sobre mí (y sabe lo suficiente como para toser hasta reventarse los bronquios). Esta vez el paréntesis es mío.

Desde hace un tiempo vivo en el centro de la ciudad. He alquilado un piso junto al de Carles, en el mismo portal, en el mismo rellano, restaurando así nuestro régimen vecinal, que parece más inseparable y duradero que nunca. Y además, según el consejo que me dio Dumbo antes de partir, he decidido vivir con un hombre, aunque quizá debería decir un proyecto de hombre, pues se trata de mi hijo Álex. Este ejercicio de paternidad ha contribuido a restaurar mi equilibro bioquímico, quizá porque sirve para compensar el forzoso desinterés que debo mostrar por el hijo que espera Lucía, un ser humano que portará la mitad de mis cromosomas pero no tendrá ninguna memoria mía. Un clon que difundirá mi material genético sin otorgarme el más nimio carácter inmortal, porque la inmortalidad se gana con la convivencia y el recuerdo, no con los genes.

A todo este equilibrio interior contribuye, y no poco, nuestra pacífica existencia cotidiana. Ni Álex ni yo nos chantajeamos emocionalmente por cuestiones domésticas, usamos una sola bolsa de basura y no batallamos por ampliar o defender nuestra parcela de poder. Tan sólo nos limitamos a compartir nuestro tiempo libre, sabiendo además que tiene fecha de caducidad. Algún día, y no falta mucho, él abandonará el nido y me dejará con la única compañía de Carles.

Gracias a nuestra recobrada vecindad continúo disfrutando de sus consejos de médico y amigo, así como de sus burlas, su sarcasmo y su camaradería, aunque a veces me parece percibir en sus ojos un brillo de lujuria mal disimulado. En esos momentos suelo excusarme con cualquier pretexto y vuelvo a mi apartamento o, si es ahí donde nos encontramos, recurro a Álex o a mi hija Cris, que viene a vernos de vez en cuando, a veces sola, a veces con su siempre azorado novio. No quiero que Carles sufra, pero tampoco puedo permitir que se haga ilusiones conmigo. Yo soy su amigo y él mi enamorado. Él mi confidente y yo el objeto de sus confidencias, una caprichosa simetría que no se resolvería ni con el más impactante de los puñetazos, porque entre nosotros no hay una simple luna de espejo sino una contundente barrera de hormonas capaz de convertir los deseos en sueños imposibles.

Everest y Valle siguen viviendo con su silenciosa madre pero tengo la fortuna de verlos cada dos fines de semana, como si nuestra separación fuera un verdadero divorcio con un régimen de visitas. Everest todavía cree que soy el rey Gaspar y me mira con los ojos entornados de admiración, observando el mismo silencio que su madre, sin hacerme preguntas imposibles. Y Valle continúa llamándome papá, tal como hizo la noche de la cabalgata. Sabe que no soy un rey, pero me trata como si lo fuera.

He de ir terminando. Tengo que escribir el artículo para el suplemento dominical del periódico. Ahora me dedico a divulgar cuestiones relacionadas con la energía, una consecuencia casi lógica de mi esperpéntica actuación en aquella célebre rueda de prensa donde conocí a Juan Arnedillo. Tan pronto como se enteraron de mi destitución, varios medios de comunicación me propusieron escribir artículos para sus periódicos, acudir a tertulias radiofónicas o participar en foros de internet. Supongo que el amarillismo que demostré aquel día me ha procurado la fama necesaria para ejercer de periodista. Así que, de momento, puedo ir tirando gracias a lo que escribo, aunque no se trate de guiones de sitcom, sino de artículos sobre las ventajas e inconvenientes de las energías limpias en los que critico ferozmente la política energética internacional, los planes de futuro de la fundación en la que antes trabajaba y la labor de su junta rectora, en especial la del responsable de energía eólica, don Óscar Sánchez Puy, cuya proverbial incompetencia es uno de mis temas favoritos. Ni Harold Lloyd habría imaginado un final más apropiado para nuestra relación.

Hace tiempo que los guiones de las sitcom acabaron carbonizados en la chimenea del salón de Carles, no sin antes ofrecer un colorido espectáculo de llamas y sombras crepitantes. Han seguido así el destino de los sueños de juventud, que no es otro que cumplirse o quemarse. Porque si no se cumplen y no se queman a tiempo son capaces de provocarnos una delirante confusión temporal y hacernos sentir nostalgia del futuro, convirtiendo el porvenir en una hipótesis de sueños realizables. Y si algo he aprendido desde que comencé a escribir este diario es que lo natural, lo legal desde la jurisprudencia de la vida, es sentir nostalgia del pasado.

Lo que no estoy dispuesto a perder de nuevo es la palabra mágica de mi padre, aquella que regresó a mí como un verbo pródigo a su diccionario y se convirtió en la dulce venganza de Sandra cuando me informó sobre su procedencia. Ahora no es mi padre (ni el políglota de los canutos) quien la pronuncia: soy yo el que se la digo a mis hijos, especialmente a Álex, que es quien más la necesita. Y además procuro hacerlo como a él le gusta: enviándole un mensaje a su teléfono móvil que dice «ekiliqa». De ese modo contamino su organismo con las endorfinas de mi padre, le administro seguridad y lo relaciono con la genealogía familiar por medio de una simple palabra, un conjuro de felicidad más potente que muchos gestos (que muchas lágrimas) y más eficaz que aquellas malditas drogas de síntesis que antes vendía.

La vida es para vivirla, no para escribirla, aunque eso diezme el porcentaje de su recuerdo o incluso lo anule o lo adultere según el capricho de la memoria, que es siempre subjetiva e injusta. Voy a concluir este diario para quemarlo en la chimenea de Carles. No quiero que nadie lea estas confidencias que no revelaría jamás, por nada del mundo (ni siquiera por saber qué demonios ha sido de la unidad terminator).