Recomendaciones de conservación
Esta mañana tengo que recoger mis objetos personales del despacho que he ocupado durante más de doce años en la fundación. No serán muchos. Los objetos, quiero decir. Fotos de mis hijos, una pluma de marca, una agenda de piel, mi título de ingeniero y un pisapapeles con forma de ratón Mickey que me regaló Everest por mi cumpleaños. Aprovecharé para despedirme de mis compañeros tratando de no protagonizar ningún melodrama, con una sonrisa indefinible a medio camino entre la sorna que sirve para enmascarar la tristeza y la audacia que anticipa la esperanza. Por desgracia no creo que tenga la oportunidad de decirle cuatro cosas a Óscar, que lamentable, sorpresiva y urgentemente deberá acudir al parque eólico para resolver algún asunto de última hora. Seguro. Pero le dejaré algún regalo en su despacho, por ejemplo unas pastillas de éxtasis en el azucarero de su juego de café.
No es momento para el rencor. No todavía. El futuro ha vuelto a presentarse ante mí, como si fuera un adolescente con la cara llena de granos y la sangre infestada de hormonas. Me han despedido, ésa es la verdad, pero al mismo tiempo me han liberado de mi mayor opresión y me han dado una segunda oportunidad para rehacer mi vida laboral. Mi currículum es bueno y mi edad razonable. Todavía estoy a tiempo de buscar otro trabajo. Otra vida. Quizá ha llegado el momento de pulir mis guiones y trabajar por fin para alguna productora.
Sé que estoy viviendo un punto de inflexión que dividirá mi existencia en un antes y un después. Me siento el dueño de mi tiempo, el rey de mi vida. Los rayos del sol perforan la persiana de mi dormitorio. Quieren entrar. Una paloma se posa en el alféizar de la ventana, me mira un segundo y eleva su característico vuelo bajo. Algo me dice que es un presagio de buena suerte, lo contrario de un gato negro. Me voy al despacho.
(Oigo cómo me llamas. Acabas de llegar a casa y vas a descubrirme. No pienso fingir que no he leído tus palabras. Sólo quiero añadir una cosa más, la última: equilicuá procede del italiano eccolo qua y es la palabra que escuchaba Valle cada vez que hacía algo bien. Se la decía su difunto padre (sí, ese mismo). Ya estás aquí).
—¿Sandra?
Luis entra en casa cargado con una caja de cartón llena de trastos de oficina, la deposita en la entrada, junto a la puerta, y busca a Sandra en el salón. No está. Tampoco en la cocina. Quizá está tomando un baño de sol en el jardín. Abre la nevera, se sirve una cerveza y se dirige a la planta de arriba subiendo las escaleras de dos en dos, víctima de una energía desbordante.
—¿Quién está ahí? —pregunta al escuchar un ruido procedente del dormitorio—. ¿Eres tú?
Sandra se encuentra sentada ante el escritorio que hay junto a la cama. Tiene los ojos llorosos y el mentón trémulo. Sobre la mesa yace un diario abierto. A Luis se le borra la expresión del rostro, como si de pronto hubiera sufrido un colapso energético.
—Mierda —dice.
Los ojos de Sandra están a punto de saltar de sus órbitas e impactar furiosamente contra él.
—Escucha, Sandra —le pide Luis cruzando sus manos como si estuviera rezando—. Te ruego que dejes ese cuaderno donde estaba y te olvides de su existencia.
—Ya es tarde para eso —replica ella—. Lo he leído desde el principio hasta el final. Dos veces.
—No tenías ningún derecho —se defiende él—, y no pienso escuchar nada de lo que me digas.
—No lo he buscado, Luis. Lo he encontrado por casualidad. No era mi intención leerlo.
—Pero lo has hecho.
—Claro que lo he hecho. Gracias a ello he sabido quién eres en realidad y cuáles son tus verdaderos sentimientos.
Luis repara entonces en el clon de la luna del armario. Se encuentra de pie, frente a él, escuchando al clon de su mujer, que le habla de espaldas a la realidad, sentada ante el escritorio reflejado.
—Nunca me has querido —añade Sandra—. Siempre has estado enamorado de Carmen. No es necesario que digas nada. Has sido muy explícito. Yo sólo soy una mujer de orgasmo fácil.
—Sandra, no creas todo lo que he escrito.
—¿Por qué no? Un diario es el paradigma de la intimidad personal, la expresión de la verdad sin tapujos. Admite que todo cuanto he leído es cierto. Atrévete a negar que eres el padre del niño que espera la profesora de Everest.
Luis y su clon suspiran a la vez y colocan los brazos en jarras.
—Eso no puedo negarlo —dice.
—Ahora comprendo por qué no querías hacerte la vasectomía.
—No ha sido un embarazo planeado —matiza él—. Ha sido un accidente.
—Luis, la vida es un accidente. Todos los embarazos lo son.
—No me des una lección sobre la vida, por favor.
—¿La prefieres sobre la muerte?
—Será mejor que me vaya.
Sandra se levanta. No está dispuesta a terminar la discusión sin aclarar algo más.
—¿Cómo has podido ayudar a morir a Carmen sin haber agotado todas sus posibilidades de curación? —pregunta con los dientes apretados.
—¿Qué posibilidades?
—Las que proporcionan las terapias alternativas —prosigue—. Conozco casos parecidos que han logrado sobrevivir unos cuantos años a la enfermedad.
Luis y el clon niegan recíprocamente.
—La vida de Carmen no era una cuestión de cantidad, Sandra —dice—, sino de calidad.
—Ésa es una frase hecha sin ningún fundamento.
—Piensa lo que quieras. Yo tenía una cuenta pendiente con ella y ella acudió a mí para liquidarla. Así de sencillo. Fue un acto de amor.
—No, Luis —sentencia Sandra—. Un acto de amor fue lo que hicisteis unos días antes en la habitación de un hotel.
—Eso también.
Sandra se ha colocado frente a mí, de espaldas a su clon, que estaba frente al mío, mirándome. Ha dado un resuelto paso al frente y me ha soltado una sonora y certera bofetada en la mejilla izquierda. El clon la ha recibido en la derecha. La rabia de su golpe ha sido tan violenta que me ha obligado a dar un paso atrás, a punto de perder el equilibrio. Me he llevado las manos a la mejilla y durante un instante he cerrado los ojos. A mi memoria han acudido unos inesperados recuerdos infantiles, violencia entre rivales, insultos, risas y burlas de niños crueles. Ha sido una secuencia de imágenes fugaces pero nítidas, como si fuera la película de mi vida. Quizá estaba a punto de morir.
He abierto los ojos, he mirado a Sandra, he armado el puño, lo he elevado y retraído con agilidad por detrás del hombro, he concentrado en él toda mi ira y lo he soltado con la violencia de una catapulta. El clon apenas ha tenido tiempo de reaccionar antes de que lo zambullera en la luna del armario, quebrando su reflejo en mil pedazos cortantes. La sangre de mi mano ha salpicado mi rostro —y la alfombra y la mesa y la silla— y ha obrado el milagro de provocar las lágrimas en mis ojos. Por fin. El clon ha muerto. No era la película de mi vida la que ha pasado por delante de mi memoria. Era la suya.
Sandra ha dado un grito aterrador que me ha devuelto a la realidad y ha corrido al baño en busca de una toalla para cortar mi hemorragia, pero la he rechazado con un gesto de desprecio. No quería sus cuidados. Ni que me viese llorar. Tan sólo quería irme de allí cuanto antes con mi allanado diario, dejando en el suelo un rastro rosado de sangre diluida en lágrimas.
—Nunca te había visto llorar —dice Dumbo.
Luis mantiene el brazo extendido sobre una camilla. El payaso está a su lado, ayudando al médico que le está curando la herida de la mano.
—Hacía años que no lloraba —contesta Luis—. No sabía.
—¿Por qué lloras ahora? ¿Es por Carmen?
—No, ni siquiera por ella he podido hacerlo.
—¿Es por el dolor de la herida?
—No, Dumbo, lloro por mí. Me doy pena.
—La autocompasión es un sentimiento deplorable.
—Lo sé. ¿Te he contado cómo me he hecho esta herida?
—¿No ha sido al golpear un espejo?
—No, ha sido al golpear mi reflejo en el espejo.
—¿Perdón?
—Ahora no puedo contártelo.
—Pues si no lo haces ahora, ya no podrás hacerlo. Al menos en una larga temporada. Me voy.
—¿Adónde?
—Al Sahara.
—No me digas que te alistas en el Frente Polisario.
—Luis, ¿qué dices? Soy miembro de Payasos del Planeta. Me voy allí para actuar delante de los niños y ayudarles a liberar sus endorfinas.
—Claro, perdona, pero… ¿y Cris? ¿No estabas tan enamorado de ella?
—La he perdido.
—No digas tonterías. Ella te quiere. Sólo está un poco dolida por lo que pasó.
—Te equivocas. De hecho ya se ha buscado otro novio, un verdadero médico y no un simple payaso.
—¿Y quién es ese gilipollas, si puede saberse? Seguro que es uno de esos listos que se aprovecha de las estudiantes de primero y las engatusa con su aura de matasanos. Me gustaría echármelo a la cara y decirle cuatro cosas.
Se calla bruscamente y lanza un aullido de dolor.
—Pues tienes suerte —dice Dumbo—, porque ahora mismo te está cosiendo la mano.
Todavía con el rostro dolorido, Luis levanta un segundo la mirada y se encara con su sastre.
—Ah, hola.
—Hola —responde el aludido—. Apriete la mano un momento, por favor. Y no se mueva si no quiere que le haga daño.
Luis obedece, pero tiene que contenerse para no dejar extendido el dedo corazón.
—¿De modo que tú…? —prosigue dirigiéndose a Dumbo—, ¿… o sea él?
—Así es, pero no pasa nada. Acepto mi derrota y me voy.
—Te envidio…
—Pues yo me siento fatal.
—… y de buena gana me iría contigo al Sahara.
—¿Y tu trabajo en esa fundación tan importante?
—Me han echado.
—¿Y tu familia?
—Acabo de irme de casa.
—¿Qué ha pasado?
—Sandra ha descubierto mi diario y lo ha leído.
—No.
—Me temo que sí.
—¿Y qué vas a hacer?
—No lo sé, por eso digo que me iría contigo.
—Pues tú mismo. Tienes alma de payaso, te lo he dicho varias veces.
—Ya, pero es que voy a ser padre otra vez.
—¿Qué? Luis, me temo que el sedante que te ha puesto aquí el doctor te ha sentado muy mal.
—No le he puesto ningún sedante todavía —informa el aludido.
—¿Entonces Sandra está embarazada? —prosigue Dumbo.
—No, Sandra, no. Se trata de Lucía, la profesora de mi hijo pequeño. No la conoces.
—Joder, macho, no me extraña que te dediques a los guiones de sitcom. No tienes más que escribir un diario.
—Muy gracioso.
—Perdona. ¿Y piensas vivir con esa chica, con la profesora de tu hijo?
—No, no. Ella va a casarse.
—¿Va a casarse?
—Sí, con Andrés. Tampoco lo conoces. Es el exnovio de Carles, de mi amigo Carles, mi vecino, ya sabes, el neurólogo.
El médico se sorprende al escuchar el nombre de un conocido.
—¿Carles Arnau? —pregunta—. ¿El neurólogo Carles Arnau?
—Tú cállate la boca y sigue cosiendo.
—No entiendo nada, Luis —Dumbo le coge la mano buena—. Reconoce que todo esto es un lío.
—Puede ser. La cuestión es que Lucía espera un hijo mío pero va a casarse con Andrés.
—¿Pero Andrés no es homosexual?
—Lo era, pero ya no.
—Ya no.
—No, ahora es heterosexual.
—Ah.
—Sólo sé que me debo a mis hijos, Dumbo. Álex es traficante de drogas.
—Perdona, Luis, pero creo que quien necesita un calmante soy yo.
—Puedes encargárselo a él por internet. Hace B2C, ¿sabes?
—No había oído tantos disparates juntos en toda mi vida.
—Pues todo es verdad, puedes creerme.
—¿Entonces te quedas?
—Sí, tengo cuatro hijos, casi cinco, y mucho que hacer por ellos. En el fondo voy a actuar como tú, voy a tratar de que generen endorfinas, que rían y lo pasen bien. Pueden incluso reírse de mí. Da igual.
—¿Y dónde vas a vivir?
—Tampoco lo sé. Tendré que alquilar un apartamento, aunque nunca me ha gustado vivir solo.
—Puedes volver a enamorarte.
—No, gracias, ya he tenido bastante.
—Entonces sólo te queda una opción.
—¿Cuál?
—Vivir con un hombre.