Riesgos del síndrome de abstinencia
—¿Seguro que quieres hacerlo?
Dumbo y Luis se están disfrazando respectivamente de Melchor y Gaspar, sentados en un banco público.
—Sí.
—Después de lo ocurrido no tienes que considerarlo una obligación —insiste el payaso—. No hay ningún compromiso. Puedes dejarlo, si quieres.
—Prefiero continuar.
—En ese caso —añade con su dedo índice extendido—, es esencial que sepas unas cuantas cosas.
—Tú dirás.
Dumbo mira hacia un lado y otro, como quien necesita un grado supremo de intimidad para seguir hablando. Da la impresión de que va a revelarle el lugar exacto donde se encuentra el santo grial.
—Las calles estarán abarrotadas de gente en ambas aceras —explica muy serio—. La cabalgata circulará por el medio de la calzada, así que es fundamental que mires y saludes a ambos lados, ¿comprendes?
Luis apoya la cabeza en su mano izquierda, lo que provoca que se le caiga la corona al suelo.
—Oye —protesta—, estoy destrozado anímicamente pero no soy idiota.
—No —dice Dumbo mientras le ayuda a recolocarse la corona—, insisto, Luis. Debo hacerlo. Un fallo podría ser fatal. Si un solo niño se queda sin tu saludo habremos fracasado por completo.
Luis arruga el entrecejo.
—No exageres —dice—. Desde donde los niños miran apenas se nos verá.
—Te equivocas —Dumbo es tajante—, se ve perfectamente. Los niños se fijan en todos tus gestos. La cabalgata avanza despacio y eso facilita la observación. Es primordial que dividas la calle en pequeños tramos y vayas girándote a derecha e izquierda continuamente, barriendo las aceras con tu mirada, sin dejarte ni un centímetro. ¿Está claro?
Gaspar se pone en pie y abre los brazos.
—Está clarísimo —dice—, pero no comprendo por qué te preocupas tanto.
—Luis —replica Melchor—, ¿tú ibas a la cabalgata cuando eras pequeño?
—Yo vivía en un pueblo y allí no había cabalgatas.
Melchor asiente con la cabeza, como quien encaja la última pieza de un puzle.
—Yo iba siempre —confiesa—, hasta que un año ninguno de los tres Reyes Magos me devolvió el saludo. Grité y agité mis brazos como un loco tratando de llamar su atención, pero ninguno me miró. Nunca más volví.
Gaspar se levanta y posa su mano derecha en el hombro izquierdo de su amigo.
—Entonces mi primera mirada será para ti.
—Gracias.
—No me lo agradezcas y hazme un favor —le pide negando con la cabeza—. Necesito que después de la cabalgata me acompañes a una cita.
—Cuenta con ello.
El disfraz me ha ayudado a ocultar la falta de sueño y el dolor que sentía. Llevaba corona, melena y barbas, túnica, cinto, babuchas y capa. Iba ataviado como un magnífico monarca del llanto ahogado, rey de la soledad genética, mago del cercano poniente. En las manos sostenía un precioso cofrecillo con incrustaciones de pedrería y adornos de marfil, un continente idóneo para albergar el más puro de los inciensos, en el que sin embargo guardaba una ofrenda menos bíblica, y puede que menos regia, pero mucho más valiosa (déjame adivinarlo, ¿una caja de paracetamoles?).
La cabalgata se ha puesto en marcha a la hora prevista. Estaba compuesta por todos los elementos del aparato municipal: bomberos, carteros, basureros, guardias a caballo e intolerantes policías en moto, junto a quienes desfilaban distintos grupos de variaciones y pasacalles como Payasos del Planeta. Los niños y sus acompañantes nos saludaban con un entusiasmo rayano en la histeria, los ojos expectantes, las bocas abiertas, las manitas ondeando los colores de los guantes que las cubrían. Los globos de helio ascendían al cielo nocturno, las serpentinas se desenrollaban como si fueran líquidas, llovía el confeti, tronaban las cornetas, bufaban los caballos y sonreían los monarcas.
Siguiendo las indicaciones de Dumbo, he ido acotando visualmente las calles en pequeños tramos de cuatro o cinco metros de longitud, mientras saludaba a diestro y siniestro con estudiada meticulosidad, preocupado, casi obsesionado por no dejar un solo centímetro de acera sin obsequiar con mi sonrisa, mi mirada y el aleteo de mi mano derecha. La izquierda permanecía inmóvil sujetando el cofre, acariciando su tapa repujada y comprobando de vez en cuando su cierre de seguridad.
Me sentía bien. Después de haber asistido por la mañana al funeral de Carmen, me encontraba inesperadamente entero, satisfecho de ser el centro de tantas ilusiones y la causa de tanto fasto. Era como si todo el entusiasmo reinante sirviera para conmemorar el recuerdo de Carmen, un espontáneo homenaje a su enérgica vitalidad. Poco a poco me he ido soltando y he comenzado a actuar con más naturalidad y menos protocolo, guiñando un ojo de vez en cuando, moviendo la cabeza con cuidado de no perder la corona y agitando la mano con más energía. Tenía las mismas sensaciones que cuando actué junto a Dumbo en el hospital, quizá porque igual que entonces estaba liberando al payaso que llevo dentro, ese ser sincero y real cuya presencia he abortado tantas veces, incluso en las ocasiones más propicias.
La cabalgata ha finalizado con una apoteosis de fuegos artificiales en la plaza mayor de la ciudad, frente al ayuntamiento. Las carrozas han quedado aparcadas en el patio interior del edificio, donde se respiraba un festivo ambiente de euforia y cansancio. Dumbo ha descendido de su trono y me ha saludado con el pulgar de su mano derecha levantado. Justo cuando iba a devolverle el gesto, me he tropezado con dos niños.
—Gaspar, Gaspar —uno de ellos le increpa con insistencia tirando de su capa.
Luis no sabe si detenerse a responder o hacerse el monarca sueco.
—Majestad —insiste el pequeño—, mi hermana no se cree que eres mi padre.
Valle y Everest lo miran desde sus respectivas estaturas, con los ojos muy abiertos, como dos búhos. Luis se agacha. Carraspea y se atusa la barba. Duda entre impostar la voz o usar la suya.
—¿Es eso cierto? —dice impostándola.
—Lo siento, pero así es —Valle pronuncia las palabras con mucha prudencia, consciente de que pueden ofenderle—. Se lo llevo diciendo a mi hermano todo el día y no me hace caso, así que hemos decidido venir a comprobarlo personalmente. Supongo que usted sabrá mejor que nadie el peligro que entraña confundir la mente de un niño de cinco años, justo cuando su personalidad se está formando, sus neuronas desarrollan sus múltiples conexiones y su memoria comienza a registrar sus primeros recuerdos.
Luis vacila una vez más. No sabe si hacer caso a su sentido del deber y descubrirse ante sus hijos o seguir el dictado de su instinto y salirse por la tangente.
—Vaya, vaya —logra decir—. Qué tenemos aquí: una escéptica.
—No es que no crea en los Reyes Magos —se excusa Valle—. No me malinterprete. El problema es que mi hermano cree que usted es su padre, bueno, su padre y mi padrastro, ¿sabe?
—Lo sé, Valle.
La niña da un paso hacia atrás y se lleva una mano a la boca.
—¿Cómo sabe mi nombre?
—Cómo no voy a saberlo, si soy el Rey Gaspar —Luis se siente en plenitud, como si de pronto hubiera descubierto que tiene poderes sobrenaturales—. También sé que este año has pedido un estuche de pinceles y óleos, un juego de ajedrez para tu consola, tres libros y unas zapatillas de deporte.
—Es increíble.
Valle está asombrada, casi sin habla, pero no lo suficiente para ignorar que los postizos del disfraz real están comenzando a ceder.
—¿Puedo quitarle las barbas? —pregunta acercando una mano temblorosa al rostro de Gaspar.
—Adelante —concede éste.
Y procede a desenmascararlo.
—Papá —exclama.
—Ya te lo dije —dice entonces Everest exultante de felicidad.
—Ya te lo dije, ya te lo dije —repite con fastidio el muchacho a uno de sus dos secuaces, los tres camuflados tras unos atestados contenedores de basuras—. ¿Eso es todo lo que sabes decir?
—No va a venir.
—Sí va a hacerlo. No olvides que hemos cobrado por anticipado.
—No viene ni de coña.
—Ten paciencia. No es la primera vez que hacemos esto.
En ese momento se oye el eco de unos pasos.
—Callad —dice uno de ellos—. Viene alguien.
—Es él.
Luis hace acto de presencia por la primera bocacalle. Se detiene para comprobar a qué altura de la calle se encuentra y se dirige hacia los contenedores.
—Pero ¿de qué coño va vestido?
—Joder, tíos, si es un Rey Mago.
Luis sigue aproximándose.
—Eh, tú —el cabecilla se dirige a él sin ninguna reverencia—. Quédate donde estás.
El eco de los pasos enmudece.
—¿Tenéis la mercancía? —pregunta Luis.
—¿Has venido solo?
—¿No lo veis? —responde abriendo los brazos—. ¿Y la mercancía? Yo he pagado religiosamente.
—Ahí va.
Le lanzan una bolsa de plástico. Luis la coge al vuelo y sopesa su contenido en la oscuridad, debatiéndose entre la incredulidad y la decepción.
—¿Éstas son las célebres pirulas?
—¿De qué vas? —le increpa uno de los jóvenes—. ¿Es la primera vez que las compras?
—Por internet sí, debo admitirlo —confiesa Luis, tratando de relajar la tensión del encuentro—. Necesito saber una cosa.
—Éste es de la pasma. Larguémonos.
El monarca abre los brazos de nuevo, esta vez en señal de franqueza.
—No soy un poli —dice—. Soy un Rey Mago.
El único eco que se oye ahora es el del silencio.
—¿Qué quieres saber?
—Sólo me preguntaba por qué demonios me habéis citado en una noche como ésta.
Uno de los traficantes no puede evitar una pedorreta de risa. Es evidente que se encuentran ante un inofensivo pringado.
—Para que no haya pasma por aquí —contesta el cabecilla—. Te recuerdo que esta transacción es un delito. Las noches de celebraciones, conciertos o acontecimientos deportivos son las mejores. La pasma está muy ocupada controlando a la peña.
El monarca coloca sus brazos en jarras y da un augusto paso al frente.
—Lo tenéis todo muy bien pensado, ¿no?
—Oye, tío, si quieres hacernos una entrevista, primero páganos los derechos de la exclusiva. Tenemos que irnos.
Se dan la vuelta e inician la retirada caminando altivamente por la calzada, como toreros adornándose de espaldas al toro. Luis siente el indómito deseo de seguirlos y darles un par de azotes, o pincharles con los cuernos, pero en ese momento uno de ellos recibe una llamada. El sonido de su móvil provoca el desconcierto de Luis.
—No es posible —se lamenta—. ¿Eres tú?
—Mierda.
Inmediatamente los tres han echado a correr a toda velocidad hacia el final de la calle. No había tiempo que perder. Me he remangado la túnica y la capa de mi atuendo con ambas manos y he comenzado a perseguirlos. Debía de parecer un atleta de la familia de las avutardas o los pavos reales. Me movía con tanta torpeza que no he tardado en comprender que no iba a darles alcance, menos aún cuando los he visto montarse en un coche que ha arrancado bruscamente. Justo entonces he percibido un frenazo no menos brusco detrás de mí. Era Dumbo al volante de mi coche, esperándome con la puerta del copiloto abierta y el pie en el acelerador. Apenas he dispuesto del tiempo necesario para entrar en el vehículo, cerrar la puerta y dejar una parte de mi capa ondeando fuera del habitáculo, como si se tratara de la bandera de mi reino.
Por fin una persecución al estilo de las películas de Harold Lloyd. Sólo faltaban unos cuantos policías corriendo tras los malhechores con la porra en la mano y el silbato en la boca. En nuestra persecución los camellos conducían con temeridad, trazando diagonales en vez de ángulos, atropellando contenedores de basura y arañando los costados del coche sin ningún cuidado. Dumbo y yo, todavía clones de Melchor y Gaspar, arreábamos a nuestra montura con el mismo brío, aunque seguramente con mucho más temor que ellos. No sólo temíamos la posibilidad de provocar un atropello o un accidente, sino que además empezábamos a comprender la seriedad del lío en que nos habíamos metido, mucho mayor de lo que parecía en un principio, especialmente cuando una pareja de policías motorizados se ha colocado detrás de nosotros con sus sirenas activadas.
Los camellos también los han visto y han acelerado más todavía dejando claro que no estaban dispuestos a dejarse atrapar. Dumbo me ha mirado con cara de interrogación. «¿Y nosotros?», parecía querer decirme, «¿estamos o no estamos dispuestos a dejarnos atrapar?». No sabía qué hacer, pero justo en ese momento me he tropezado con el miedo reflejado en los ojos del clon, delante de mí, en el espejo de cortesía del copiloto. Entonces he comprendido que, lejos de desistir, debía azuzar a Dumbo. «Se dirigen hacia el río», he dicho señalando al frente. «Ve tras ellos, probablemente se detendrán debajo del puente».
Los camellos han cruzado el puente y han girado ciento ochenta grados a su derecha para bajar hasta sus cimientos. Dumbo y yo hemos girado por la izquierda para cortarles la retirada. Nos hemos encontrado unos frente a otros, como si estuviéramos ante otro espejo, esta vez de descortesía. Fin del trayecto. Los perseguidos se han apeado del vehículo. Nosotros también.
—¿Qué haces aquí?
Luis se encara con uno de los muchachos.
—Nos está siguiendo la pasma, tenemos que escapar.
—¿Te he preguntado que qué haces aquí? —insiste.
—Oye, Majestad —interviene otro señalando la bolsa que lleva Luis en una mano—. Será mejor que te desprendas de la mercancía. Viene la pasma.
—Mierda y más mierda.
Luis se lamenta porque no sabe si hacer lo legal o lo moralmente correcto, ni si ambas alternativas son compatibles en esta situación.
—Luis —le advierte Dumbo—, creo que el chaval tiene razón.
—De acuerdo.
Gaspar abre el cofre que lleva en la otra mano y esconde las pastillas en su interior, mezcladas con su tesoro.
—¿Lleváis más? —les pregunta.
—Sí.
—Pues metedlas aquí, rápido.
Los dos policías motorizados aparecen en escena, desmontan y se dirigen hacia ellos con sus armas en la mano. En el río rielan las sirenas de dos o tres coches patrulla que se aproximan al lugar, señal de que los motoristas han pedido refuerzos. Luis descubre con horror que uno de ellos es su viejo conocido de la zona de carga y descarga del colegio. Esta vez le va a caer algo más que una simple multa. Los cinco presuntos delincuentes son cacheados y esposados y no tardan en yacer en el suelo, junto al río. Un oficial de rango superior desciende de uno de los vehículos que acaba de llegar.
—¿Qué hay? —pregunta a sus subordinados.
—Parecen traficantes.
Da un par de pasos y observa a los detenidos.
—Pero si son los Reyes Magos de Oriente —exclama mirando con incredulidad al subordinado que le ha respondido.
—Los Reyes Magos y sus correspondientes camellos —matiza éste.
—Lo que hay que ver —se lamenta mirando al cielo—. ¿Qué llevaban?
—Nada. Aparentemente están limpios. El único que llevaba algo era ése de ahí.
—¿Gaspar?
—Sí, bueno, el que va vestido de Gaspar —vuelve a matizar el policía—. Llevaba este cofre. Lo tengo fichado desde hace tiempo. Tiene siete denuncias pendientes, todas ellas por usar el teléfono móvil al volante y aparcar en zona de carga y descarga.
—¿Y qué hay dentro del cofre?
—Cenizas.
—¿Cenizas? ¿Lo ha examinado bien?
—No ha hecho falta, también llevaba esto.
Le entrega un documento.
—¿Y qué demonios es esto?
—Un certificado de incineración, señor.
El oficial se acerca a Luis y se agacha a su lado.
—A ver, usted, Gaspar, dígame, ¿qué hay dentro del cofre?
—Las cenizas de mi difunta exesposa, mi sargento.
Nunca había pasado el día de Reyes en unas dependencias policiales. Y debo reconocer que es una experiencia irrepetible, especialmente si uno va disfrazado de Rey Mago y porta entre sus manos un cofre con las cenizas de la persona amada. Hemos permanecido encerrados en una celda comunitaria, una sala de espera parecida a la del hospital pero con rejas y guardias. Y sin máquina de café. En su interior había chorizos, proxenetas, camellos e indigentes, entre otros especímenes, la mayoría de los cuales nos ha brindado una calurosa bienvenida entonando a coro un conocido villancico.
Dumbo ha respondido a la provocación retomando el papel que proclamaba su disfraz. Se ha dejado llevar por su instinto cómico y no ha tardado en revolucionar el calabozo entero, lo cual no ha sido nada difícil porque los detenidos se han entregado a él como los niños en la cabalgata, buscando juerga para evadir el tedio de la noche. Los guardias por su parte han hecho la vista gorda.
Yo en cambio estaba para pocas bromas. ¿Qué cojones significaba aquello? ¿Desde cuándo vendían drogas? ¿Es que no eran conscientes de que podían arruinar sus vidas? ¿No se daban cuenta del alcance de su delito? ¿Estaban locos, eran idiotas o simplemente tenían la cabeza hueca? Álex ha aguantado el chaparrón sin pronunciar palabra, en apariencia sereno y atento, recogiéndome la corona cada vez que la vehemencia de mis palabras la arrojaba al suelo. Sus dos colegas estaban más asustados que él, probablemente porque intuían que después de mi impetuoso discurso llegaría el de sus respectivos padres.
Cuando me he quedado sin palabras (¿es eso posible?), lo cual ha sucedido antes de lo que creía, he permanecido un rato recogido sobre mí mismo, bajo mi capa de Rey Mago, abrazado a las cenizas de Carmen, buscando un consuelo imposible mientras escuchaba los chistes y monólogos de Dumbo y oía las risas de los demás detenidos. Álex se ha sentado a mi lado, me ha dado dos palmadas de ánimo en la espalda y me ha hablado. Nunca habíamos mantenido una conversación tan larga.
He descubierto que mi hijo no es un aprendiz de criminal, sino un genio del e-business, un avezado vendedor de todo tipo de estupefacientes especializado en la modalidad denominada B2C. O venta al detalle. Creo que me habría resultado más fácil encajar que era homosexual o que por la noche se vestía de drag queen y cantaba en la pasarela de un estriptis o que se había alistado en el Frente Polisario y se marchaba a luchar en nombre de la libertad y la independencia. No sé, cualquier cosa antes que digerir la sarta de siglas y anglicismos que he tenido que tragar sobre nuevas tecnologías y tendencias de consumo. Una clase magistral impartida por un imberbe aunque despierto adolescente ante un padre en estado de shock que no sabía si debía regañarle o felicitarlo, si abrazarlo o darle dos hostias.
Dumbo ha venido a sabotear nuestra intimidad a ritmo de armónica. Llevaba ya un buen rato deleitando a los presentes con sus animados estribillos y, a esas alturas de la fiesta, la celda entera palmeaba sus canciones formando un insólito coro en el que había voces de todos los registros. Álex y yo hemos comenzado a cantar a pleno pulmón con la esperanza de conjurar por igual penas y delitos, remordimientos y condenas, como partícipes de una terapia de grupo entre delincuentes e inocentes. Creo que yo cantaba de pura alegría, feliz por haber recibido mi regalo de Reyes en forma de hijo pródigo, aliviado de haber llegado just in time para salvarlo del delito y poder ejercer las tareas paternas a las que en su día renuncié. Y todo gracias a la ayuda de Carmen, que ha librado una batalla póstuma con su característica bravura (como el Cid Campeador pero sin caballo).
Poco antes del alba ha sonado mi móvil. Era Lucía. Confieso que he tenido que hacer un esfuerzo para recordar su existencia. Y su dilema. Estaba llorando pero hablaba con mucha serenidad. Había decidido tener el niño. Por eso lloraba, porque creía haber salvado la vida de su hijo. Ella también había recuperado al hijo pródigo. «Sólo una cosa más», me ha advertido entre sollozo y sollozo, «le he dicho a Andrés que es suyo, no quiero perderlo». Luego ha escuchado el ruido de fondo del calabozo, me ha preguntado dónde estaba y si tenía algo que objetar. No he sabido qué responder y me ha colgado. Quizá ha creído que me encontraba en un cotillón de Reyes, ausente y bebido, ajeno a todo lo terrenal.
La cuestión legal se ha resuelto como la mayoría de los asuntos terrenales: pagando. Por un lado una suma nada desdeñable por conducir un vehículo de forma temeraria sin carnet ni mayoría de edad, cantidad que pienso recobrar de Óscar, que es quien enseñó a conducir a Álex. Y por otro abonando religiosamente las siete multas que yo mismo debía al erario público, fruto de mi entrañable relación con el cuerpo de policía municipal.
A diferencia del abatimiento que sentía cuando he entrado en la comisaría, me disponía a salir de allí sonriente y animado, casi eufórico. Quizá sólo me encontraba estimulado biológicamente por haber sido capaz de reproducirme por cuarta vez, aunque fuera de forma anónima y siendo eximido de mis deberes paternos, que serán satisfechos por el exnovio de mi enamorado Carles, un sujeto que hasta hace poco no conocía ni el signo de su propio sexo.
Antes de abandonar definitivamente la comisaría y volver al mundo real hemos pedido que nos trajesen nuestra ropa. No queríamos salir de allí vestidos con capas, túnicas y babuchas. Una vez cambiados y devueltos a nuestra apariencia mundana, Dumbo se ha dirigido a los dos indigentes peor ataviados de la celda y les ha regalado los disfraces de Reyes Magos para que se cobijaran del frío. De un plumazo ha convertido a dos pobres diablos en dos elegantes monarcas orientales. Qué grande es su magia.