9

Medidas en caso de sobredosis

Cualquier suceso habría servido para rematar este aciago día de mierda. Podría haber recibido una llamada de Lucía para comunicarme que iba a abortar o que ya había abortado, podría haber encontrado en el buzón la factura de la ligadura de trompas de Sandra o un presupuesto de mi próxima vasectomía, podría haber visto a Cris y Dumbo unidos tras su crisis sentimental, o a Carmen acudiendo a otro centro médico para corroborar su diagnóstico, o haber recibido un email de mis camellos internautas ofreciéndome un lote de éxtasis para repartir entre los niños, ahora que voy a ser un Rey Mago, o haber ganado el premio limón por mi comportamiento en la rueda de prensa de esta tarde. Cualquier suceso, menos el que ha ocurrido.

Siempre creí que llegado este momento sería al menos capaz de llorar, pero tampoco. La noticia me ha conmocionado y me ha hecho sentir culpable, ha arrojado mi rostro sobre mis manos, me ha obligado a sentarme, me ha forzado a inhalar el aire a rachas intermitentes y a escupir al hablar la saliva rabiosa de quien no acepta lo que oye, pero no ha logrado hacerme destilar una sola gota de dolor en forma de llanto.

Mi madre ha muerto y ni siquiera puedo velar su cadáver con un simple sollozo que me ayude a soportar la angustia que me ha provocado la noticia. Ha sido a última hora del día, casi a medianoche, una llamada al móvil. «Luis, Luis…», una voz con sobrealiento al otro lado de las ondas. «Ven rápido, tu madre, tu madre…». A toda prisa he avisado a Sandra, hemos dejado a Valle al cuidado de su hermano y hemos acudido a casa de mi madre. Junto al portal una ambulancia, en el rellano un grupo de vecinos, en el piso unos médicos de urgencias tratando inútilmente de reanimar su cadáver. «¿Son ustedes familia? Lo siento mucho, su madre ha fallecido. Ha sido un infarto de miocardio fulminante. No hemos podido hacer nada. Les acompaño en el sentimiento».

Sandra ha entrado en el dormitorio, se ha sentado al lado de mi madre, sobre la cama, y con toda naturalidad le ha cogido una mano y ha llorado sobre ella. Lo mismo han hecho dos vecinas. Yo en cambio me he quedado de pie junto a la cabecera y he atusado sus canas tratando de peinarla, como si el cabello no pudiera morir dado que nace prácticamente muerto, mientras en mis oídos resonaba una sola palabra. Me sentía incapaz de emitir sonido alguno, ni de escuchar lo que decían Sandra y las dos vecinas. Sólo alcanzaba a percibir un eco insistente y cruel: infarto.

No había pasado ni media hora cuando han llegado unos operarios silenciosos portando un ataúd, un crucifijo con pie de bronce y unos atriles donde colocar el ataúd. No sé quién los ha llamado ni de dónde han salido, pero en apenas unos minutos se han encargado de vestir a mi madre, maquillarla y acostarla en su lecho de madera. «Ya pueden pasar». Con estas palabras han abandonado la habitación y nos han permitido volver a entrar. Parecía un siniestro número de magia. Hacía menos de una hora que el médico de urgencias había certificado su defunción, y mi madre ya se encontraba de cuerpo presente en su caja de muerta, asomada al mundo de los vivos por un siniestro ventanuco en forma de triángulo que deliberadamente he evitado mirar durante un buen rato, hasta que mi curiosidad ha sido más fuerte que mi temor.

¿Cómo es posible que una vida entera termine así, tan rápida y diligentemente en cincuenta putos minutos? ¿Cómo somos capaces de convivir con la muerte sin apenas mencionarla, viéndola siempre como algo ajeno y lejano, si en menos de una hora podemos pasar de estar caminando tranquilamente por la calle a yacer de cuerpo presente en un ataúd? Es absurdo y disparatado. Y jodidamente desproporcionado. Y tan ridículo como si pretendiéramos comprender el funcionamiento del cosmos usando un microscopio o estudiar la vida microscópica de las células con la ayuda de un telescopio.

Me siento solo, muy solo, y tengo tres hijos, cuatro contando a Valle, puede que algún día cinco si Lucía no aborta. No sé. Tal vez pueda concebir alguno más si no me hago la vasectomía. Tampoco lo sé. La cuestión es que no debería sentirme así, pero me encuentro más solo que nunca, seguramente porque ahora soy el fruto que pende de más altura en mi árbol genealógico. Mis progenitores me han dado el testigo de la mortalidad, el público reconocimiento de que según la legalidad vigente yo debo ser el próximo en caer. Ese es el signo de mi soledad. Ya no está mamaíta, ni por supuesto papaíto, para cargar con el sambenito del patriarcado familiar, el ancestro genético que justifique y vele por mi existencia. Soy huérfano y voy a morir.

Tampoco he podido llorar más tarde, cuando he recibido el pésame de los familiares y amigos que han acudido al piso de mi madre para velar su cadáver. O tal vez lo estoy haciendo ya sin darme cuenta. Quizá después de haber sabido que Carmen se está muriendo, mi capacidad de sufrimiento se ha desbordado por completo y ha anegado ya todo mi ser. Puede que mis lágrimas hayan ido a parar al inmenso pantanal en el que habito y por eso no consigo distinguirlas, porque no soy más que una enorme lágrima andante, un llanto incapaz de humedecer los lagrimales y resbalar por las mejillas, como supongo que les sucederá a los peces cuando lloran y el océano diluye su minúsculo llanto.

Sí, Carmen se muere, poco importa que sea en cincuenta minutos, como mi madre, o en unos meses. La muerte es otro parámetro que puede medirse con una cinta métrica. Hay muertes cortas y largas, algunas miden milímetros y otras centímetros. Dentro de poco su cuerpo femenino y maternal yacerá entre rasos blancos sobre el lecho mortuorio, asomando sus pómulos por el ventanuco del adiós, mientras recibe la despedida de sus familiares y amigos, tal y como ella misma ha hecho esta noche ante el cadáver de mi madre.

No deseo nada, sólo el llanto. No pretendo que el destino cambie sus siniestros planes por mí. No aspiro a reordenar el calendario de la naturaleza, ni a dictar pena de vida o ley de muerte en ningún tribunal, pero sí al derecho de achicar el humedal en que se ha convertido mi alma, sí al ejercicio de mis facultades humanas, entre las que no aparece ese acto natural y honesto, sencillo y pueril, que es verter las penas por el desagüe del alivio.

—Ya sé que Carles se ha marchado del barrio.

Carmen y Luis pasean por el cementerio. Unos minutos antes han asistido al entierro de la madre de Luis, la exsuegra de ella. Una vez concluido el ceremonial, ambos se han desembarazado de sus actuales esposos y han logrado acceder a su exintimidad matrimonial, hoy mutua compañía.

—… me lo ha contado antes —dice Carmen mientras se enciende un cigarrillo.

—Así es.

—¿No estaba a gusto allí?

—Es largo de explicar —responde Luis—. Creo que está pasando la crisis de los cuarenta con un poco de retraso.

—Ha alquilado un apartamento en el centro de la ciudad.

—Eso es lo que menos me sorprende. Yo haría lo mismo. Si alguna vez decidiera mudarme, volvería a vivir en el centro. Cambiaría los árboles y los jardines por los cafés y las tiendas.

Carmen asiente mientras espira el humo del cigarrillo por la boca. Ella adora la vida de ciudad.

—¿Y por qué razón ha venido el novio de Cris vestido de payaso? —continúa comentando—. La gente no hablaba de otra cosa. No es serio asistir a un entierro disfrazado así.

—Está tratando de compensar todo el tiempo que se hizo pasar por un pediatra —Luis niega con la cabeza—. Se viste y actúa como un payaso para que Cris le perdone.

Carmen se detiene pensativa.

—Ya entiendo —dice—. ¿Tú te acuerdas de la primera vez que nos vimos?

—¿Cómo iba a olvidarlo? —responde Luis—. Tú ibas en tu coche y yo en el mío.

—Exacto. Yo iba en mi coche y tú en el tuyo. Hace días que no puedo quitarme esa tarde de la cabeza y todo lo que sucedió en apenas unas horas.

—¿Te refieres a cómo me salté el stop y te abollé la puerta y el alerón del coche?

Ella afirma convencida.

—Hasta ese momento —dice—, nadie había estrellado su coche contra el mío con el único objetivo de acercarse a mí.

Ambos ríen. Y continúan su lento paseo entre las sombras de los cipreses.

—No pude más —confiesa Luis—, eso es todo. Cada tarde te veía pasar conduciendo esa chatarra de coche. Era un espectáculo digno de admiración: una chica guapa en un coche viejo. Así me enamoré de ti. Resulta cómico, ¿verdad?

—Más bien patético.

—También, porque sólo accedía a verte unos segundos al día. Y el problema era que cada día me gustabas más. Por eso decidí apretar el acelerador y chocar frontalmente contra el lateral de tu coche, para poder hablar contigo…

—… y escuchar mis lamentos y hasta los insultos que te dediqué.

—Eso fue lo que más me gustó.

Carmen lo mira con amable incredulidad. Puede que Luis haya tergiversado en su recuerdo lo que realmente ocurrió aquella tarde.

—Lo más decepcionante que hay en las relaciones humanas es la indiferencia —se explica él—. Tú adoptaste desde el principio una clara actitud negativa hacia mí, y eso ya era mucho dadas las circunstancias. Significaba que potencialmente podías llegar a quererme, puesto que a esas alturas ya me odiabas. Y algo así sucedió, porque enseguida cambiaste de actitud y pasamos el resto del día juntos.

Ella cierra los ojos y sonríe.

—Nunca me había divertido tanto rellenando los papeles del seguro —dice—, o llevando el coche a un taller de chapa y pintura. Siempre has sido un maestro en el arte de idealizar lo mundano.

Él también sonríe.

—Tuve una buena actuación —contesta—, lo admito. Estaba tocado por las musas, o por las endorfinas, o por alguna otra sustancia estimulante que tu presencia provocó en mi organismo.

Carmen trata de mirarlo a los ojos, pero las gafas de sol se lo impiden. Luis espera unos segundos antes de seguir hablando.

—¿Y qué pasó después, Carmen? —su mente es como una catapulta cargada con una enorme piedra—. ¿Por qué tuvimos que estropearlo todo?

—No quiero hablar más que de ese día —le interrumpe ella—, por favor. Lo que pasó después ya no importa, pero aquel día me dijiste algo que no he podido olvidar.

—Te dije tantas cosas…

—Sí, es cierto. No callaste ni un momento, pero hubo algo especial.

—¿Qué?

—Dijiste que nadie me querría nunca como tú y que algún día tendrías la oportunidad de demostrármelo.

Luis levanta una ceja.

—¿Eso dije?

—Eso mismo —prosigue ella—. La primera sorprendida, como puedes suponer, fui yo. No hace falta que te diga que no te creí, pero luego, con el paso del tiempo, tus palabras han vuelto a mi memoria y a veces, cuando las cosas no van bien, me gusta recordarlas. Son como un seguro de vida o una creencia religiosa: algo tangible, real, un salvoconducto que puedo mostrar si estoy en peligro. ¿Te imaginas?

—Desgraciadamente no tengo ni idea.

—Cómo que no —Carmen exclama y pregunta a la vez.

—A mí nadie me ha querido así, empezando por ti…

—¿Y Sandra?

—… y siguiendo por Sandra. Lo más parecido que he tenido ha sido el cariño de mi madre, que en paz descanse.

—Eso no cuenta —Carmen niega con rotundidad—. El cariño de una madre es incondicional.

—En ese caso, nunca he tenido tal privilegio.

—Entonces tú crees que yo no te quise —de nuevo la exclamación interrogativa.

—No como yo a ti.

—Tal vez no, pero eso no significa que no estuviera enamorada de ti.

Luis emite un corto pero sonoro suspiro.

—No te esfuerces —dice—. Soy consciente de que estaba muy lejos de ser un buen amante. Ya sabes a qué me refiero.

Carmen lo mira con sincera preocupación antes de continuar.

—¿Al sexo?

—Claro que al sexo —dice él abriendo los brazos y las manos—. No irás a negarme ahora que más de una vez quedabas insatisfecha por culpa de mis prisas e incluso que esas prisas influyeron para que me sustituyeras por Óscar.

—No quiero hablar de Óscar —replica ella—. Y estás muy equivocado en lo que respecta al sexo. Nadie me ha dado nunca lo que tú me diste.

Esta vez es Luis quien mira a su ex con preocupación.

—¿Me estás tomando el pelo?

—¿En un cementerio, el día del entierro de tu madre y ahora que sé que me estoy muriendo?

—Perdóname, pero me cuesta mucho creerte.

—Tienes un grave complejo y estás confundido. —Carmen chasquea la lengua y continúa—: Hay hombres menos ansiosos que tú, es cierto, pero nadie me ha amado nunca con tu arrobamiento y tu entrega. Nadie me ha cubierto el cuerpo de besos, me ha abrazado antes, durante y después del acto sexual, me ha regalado frases tan elocuentes y esquizofrénicas durante el orgasmo, ni ha sabido nunca ofrecerme tales dosis de ternura y diversión como tú, Luis.

Se detienen ante la tumba que buscaban y guardan unos minutos de silencio, mientras ella reescribe los nombres de sus padres con un pañuelo de papel tratando de limpiar su caligrafía.

—Te agradezco tus palabras —dice él con una sonrisa.

Luis cree que la única intención de Carmen ha sido compensar su recién adquirida orfandad recurriendo a la amabilidad de la memoria.

—Hay algo más —añade ella.

Sin saber por qué ni para qué, el instinto de supervivencia de Luis se pone en guardia.

—¿Has leído ya Thinks… de David Lodge?

—Todavía no —responde él.

El tono de voz de Carmen se hace más grave.

—Hay un personaje que cree tener un tumor.

—Ah.

—Se llama Ralph y le pide a su amante que, si se confirma su enfermedad, le ayude a morir.

—No.

—Sí. Ella está aterrada. Comprende los motivos de Ralph pero le asusta la idea de perderlo, más aún si es ella quien tiene que ayudarle a morir.

—¿A qué viene todo esto? —Luis no soporta el suspense.

Carmen se coloca frente a él y adopta su misma postura, las piernas ligeramente abiertas, los brazos cruzados, la cabeza ladeada y los ojos entornados, igual que si un espejo los separase.

—Ella no le ha prometido a Ralph que un día le demostraría la dimensión de sus sentimientos —dice—, pero tú sí lo has hecho, Luis. ¿Puedo hacerte una pregunta importante?

—Demonios, ¿qué pretendes?

—¿Vas a responderme con sinceridad?

Luis se coloca las manos en la cara, sin darse cuenta de que se equivoca de gesto. Debería ponérselas en los oídos, porque lo que en realidad quiere hacer es dejar de escucharla.

—¿Me escuchas, Luis?

—Déjame —contesta él.

Y le da la espalda para dar unos pasos contra el viento, dejando que sus cabellos se despeinen en el mismo sentido que su flujo laminar, como si estuviera tratando de aprovechar la energía eólica para salir huyendo de allí.

—Te he traído hasta aquí para que me contestes delante de la tumba de mis padres —prosigue Carmen—. No te queda más remedio que ser sincero.

Luis comprende que no tiene alternativa. Espira lenta y entrecortadamente un par de veces con intención de calmarse, tal como le ha enseñado Sandra. Se vuelve hacia Carmen y le ofrece los ojos.

—De acuerdo —asiente—, pregunta.

—¿Aún me quieres?

—No puedo responderte.

—Luis, te lo ruego.

—De mi respuesta podrían derivarse efectos colaterales hacia otras personas.

Carmen no tiene más paciencia. Ni más tiempo.

—¿Aún no lo entiendes? —pregunta con una rabia muy mal contenida—, ¿verdad que no, Luis? Estoy hablando de la vida y de la muerte, maldita sea. Solo quiero que me digas si aún me quieres.

—¿Qué quieres que te responda? —la cuerda de la catapulta ha sido cortada—. ¿Que ni un sólo día de mi vida he dejado de hacerlo? ¿Que incluso antes de conocerte ya soñaba contigo? ¿Que siempre supe que te encontraría? ¿Que desde que te perdí me odio tanto que no soporto ni mi propio reflejo en los espejos? ¿Que ni después de muerta podré dejar de amarte? ¿Que mi amor no es orgánico, no depende de endorfinas ni feromonas, no es terrenal ni finito y no tiene límites temporales ni espaciales? ¿Que no pasa un solo día de mi vida sin que eche de menos aquellos fines de semana de caricias y sexo que pasábamos en el balneario?

Carmen lo hace callar dándole un apretado abrazo, aliviada de poder usar al fin el salvoconducto que siempre ha llevado consigo en el viaje de su vida.

Últimamente nadie es lo que aparenta ser. Carles no es el colega y confidente que yo creía. Dumbo no es ese personaje sincero y honesto que encandila a los niños. Carmen no es una mujerona inquebrantable capaz de salir victoriosa de cualquier batalla. Ni yo soy tan mal amante como creía (ni yo tan inocente).

Carmen se ha documentado con todo detalle sobre su enfermedad. Sabe en qué momento comenzará su sufrimiento y cuál será su dimensión. Sabe cuándo no será capaz de levantarse de la cama, cuándo tendrá que recibir las primeras dosis de morfina, cuándo necesitará llevar pañales de adulto y cuándo tendrá dificultades para reconocer a sus seres queridos. Lo sabe todo y, tal como cabría esperar de una mujer de su temperamento, ha tomado la decisión de no emprender ese tortuoso y lúgubre camino. Su memoria la ha llevado entonces al día en que nos conocimos y ha recordado aquella promesa que la fiebre del amor me hizo declamar con más pasión que certeza, con menos literalidad que lirismo. Una frase delirante que demuestra hasta dónde puede llegar la capacidad lingüística si se adultera con la bioquímica del amor.

Y no es que mis sentimientos no fueran sinceros, que lo eran, pero es evidente que tal declamación no procedía de la razón sino de la fe, de la fe en la propia sensación de amar, de ese sentimiento aparentemente eterno que distorsiona la realidad y nos convierte en quijotes idealistas, en espectadores de insólitos espejismos, ilusiones que provocan nuestros adulterados sentidos.

Supongo que lo habitual es que esas vehementes intenciones se acaben olvidando o, en todo caso, se recuerden como una muestra de cariño de vez en cuando. Lo extraordinario es que las palabras vuelvan al cabo de los años con toda su crudeza y literalidad, sin atender al contexto, al tiempo transcurrido o a las nuevas circunstancias del presente. Es entonces cuando la lírica se vuelve prosa y el verso frase y la rima deja de encajar y la métrica no existe.

Carmen lo tenía todo previsto. Antes de convocar las palabras de aquel inolvidable primer día, se ha cerciorado de mis sentimientos. Ni Maquiavelo. Si yo hubiera dejado de quererla, ella no habría podido hacerme una proposición semejante, no al menos en nombre de la palabra dada hace tanto tiempo. Pero si mi amor sigue en pie, mi palabra continúa vigente e igualmente mi compromiso. Así que ahora tengo que cumplir y ayudarla a morir. Morir. Maldito Dios. Santo Diablo. Me tiembla la voz, tengo escalofríos, no puedo dejar de sudar. Matarla. Tengo que matar a la persona que amo, a la madre de mis hijos, a la mujer ante quien me acabo de declarar de nuevo esta tarde y con quien he estado haciendo el amor hasta bien entrada la madrugada.

No puedo. ¿Cómo voy a ejecutarla precisamente ahora que la he recuperado? ¿Cómo, voy a cometer semejante disparate? Tal vez debería morir con ella y protagonizar un inútil pero valiente sacrificio que no dejara indiferente ni al mismo dios. Quizá así nos ganaríamos un buen lugar en el cielo, un sitio ventilado con bonitas vistas, jacuzzi y sauna para disfrutar de la eternidad en régimen de pensión completa.

Esta noche, mientras nos abrazábamos bajo las sábanas de un hotel anónimo, he comprendido que en verdad no he sido un mal amante. Una vez más he eyaculado antes de tiempo (qué obsesión, santo diablo), pero he sido tierno y sensual, atrevido y elegante, apasionado y hasta diría que adolescente. Carmen ha cerrado los ojos y se ha dejado hacer como solía, en actitud pasiva, casi ajena, pero al terminar me ha abrazado con una fuerza inusual. Era un gesto de doble intención. «No te vayas», parecía decirme, cuando en realidad me decía, «ayúdame a irme».

Por suerte Sandra ya estaba dormida cuando he llegado a casa, cerca de las tres de la mañana (las tres menos nueve minutos). Ignoro dónde habrá creído que he pasado toda la tarde y parte de la noche. Tal vez en el apartamento de Carles, en mi despacho de la fundación, en un bar de madrugada ahogando las penas o en casa de mi madre velando su recuerdo. Seguro que ni por un instante ha imaginado que el mismo día del entierro de mi madre la estaba engañando con mi exesposa, mientras recordábamos nuestra primera cita de hace más de veinte años, que es casi un viaje al pasado digno de la más disparatada máquina del tiempo.

Valle y Everest duermen también, juntos en la misma cama, supongo que para ahuyentar el fantasma de la abuela muerta. En la bandeja de entrada de mi correo electrónico había un mensaje de mis camellos de la felicidad. Han recibido mi transacción bancaria y me citan en una calle del casco antiguo de la ciudad, la víspera del día de Reyes. No sé con exactitud qué clase de mercancía van a ofrecerme, pero no me extrañaría que fuera oro, incienso o mirra, a juzgar por lo señalado de la fecha. Parece que en vez de hacer una siniestra compra por internet haya escrito una carta a los Reyes Magos.

Queridos Melchor, Gaspar y Baltasar: quiero un frasco de arsénico, una cuerda resistente, un puñal, una caja de barbitúricos, una sobredosis, un virus letal, un choque de automóviles que abolle algo más que el costado de uno de ellos, un disgusto, un cataclismo, una sierra mecánica, una vía de tren, un acantilado, un estanque, una bombona de gas, un submarino nuclear o un simple pero implacable infarto de miocardio.

Luis está de pie, frente a los aerogeneradores, inmóvil, contemplando cómo el aire mueve sus palas en interminables círculos. Es el caballero de la más triste figura que quepa imaginar. Un coche se aproxima por la carretera y se detiene junto al suyo. Óscar se apea y camina hasta él.

—¿Cómo estás? —le pregunta.

—Mal —responde Luis.

—Lo comprendo. Yo también estoy muy afectado —hace una pausa y escarba la tierra con el zapato izquierdo—. Era mi tía favorita, la única hermana de mi madre.

Luis trata de no desconcentrarse.

—Ya —dice sin mirarlo.

—¿Qué haces aquí?

—Estoy tratando de captar la energía del viento, como hacen los molinos, ¿y tú?

—He venido a hablar contigo. —Óscar se estremece. El viento es gélido—. Vamos a algún lugar más caliente. Tengo frío.

—Yo no pienso moverme de aquí en toda la mañana —sentencia Luis—. Así que si tienes algo que decirme será mejor que lo hagas cuanto antes.

—Como quieras —acepta Óscar suspirando—. Se trata de la rueda de prensa. Ya sé que no es el mejor momento para hablarte de una cosa así, pero debo hacerlo. Cumplo órdenes. Sólo dios sabe lo que estoy pasando.

—No te esfuerces —le interrumpe Luis—. Dime quién te manda y te ahorraré el trabajo.

—Vengo de hablar con Villafranca.

—En ese caso vienes a decirme que estoy despedido.

—Luis, por favor, no seas tan drástico.

—Conozco a Villafranca mucho mejor que tú. Si te ha mandado hasta aquí para hablar conmigo sólo puede ser por eso.

Óscar vuelve a escarbar la tierra. Parece un niño en apuros.

—Él no se ha expresado exactamente así —dice.

—Claro que no —contesta Luis—. Te ha pedido que me dieras un toque de atención para moderar mi lenguaje y mi actitud. Y por supuesto quiere que emita una nota de prensa tratando de arreglar el desaguisado del otro día.

—Algo así.

—Lo que pasa es que yo no voy a moderar mi lenguaje ni mi actitud. Ni pienso emitir ninguna nota de prensa —chasquea la lengua antes de continuar—. O sea que estoy despedido.

—No puedo aceptar tu dimisión, Luis.

—No es una dimisión. Es un despido procedente en toda regla. Y ahora, si eres tan amable, déjame solo.

Óscar se protege el cuello con la solapa de su gabardina.

—También quería hablarte de Carmen —añade sin intención de marcharse.

—¿Qué le pasa?

—Eso es lo que iba a preguntarte. No sé nada de ella desde ayer. Ni siquiera ha dormido en casa. ¿Sabes dónde está?

Luis duda entre decir o callar la verdad.

—Está pasando el día con Cris y Álex —opta por lo primero.

—Pero si hoy es martes… —se extraña su primo—. ¿A qué viene eso?

—Tú no tienes hijos, Óscar. No puedes entenderlo.

—¿Qué es lo que no puedo entender?

—Lo que significa decir adiós y marcharte.

Óscar se ha marchado sin decir adiós. Yo he decidido quedarme un rato más a disfrutar de la violencia del viento, cerrando los ojos para encajar sus envites, abriendo los brazos como si fueran las palas de los aerogeneradores, girando la mente igual que los rotores que hay en su interior. La energía eólica se transformaba dentro de mí en un colorista surtido de imágenes y ensueños del presente y del pasado.

Pensaba en Carmen, en sus inmensos ojos negros, y los comparaba con los de mi madre. Alguien me dijo una vez que los hombres buscan en sus esposas el brillo de los ojos de sus madres. Quienquiera que fuese tenía razón.

Los ojos de Carmen son profundos como los de mi madre: dos, cuatro agujeros negros en el firmamento mil veces admirado del rostro amado, muy diferentes de las rotundas esferas de Sandra, azules nebulosas orbitando dentro de sus cuencas. O de las estelas de lejanos cometas que discurren bajo las cejas de Lucía.

Puede que, cuando sea mayor, Everest busque una mujer que tenga el brillo ocular de Sandra e incluso es posible que el hijo que espera Lucía, si finalmente tiene la oportunidad de hacerlo y es un varón heterosexual, acabe tras unos párpados inflamados como los de su madre, pero quien está llamado a seguir la descendencia ocular de Carmen es Álex. El hijo al que menos veo y con quien menos vivencias he compartido será el único de mis vástagos que perseguirá el embrujo de los ojos de su madre y su abuela, el único que acabará pendiendo del árbol genealógico del amor y no de los genes.

El hilo de mis pensamientos se ha cortado por una virulenta ráfaga de viento que casi me tira al suelo. He despertado de mi éxtasis eólico en un estado de desconcertante lejanía, como si hubiera estado en coma durante un tiempo indefinido y volviera a la conciencia. No sabía qué hacer. Ni adónde ir. He montado en el coche para que su potente calefacción me reconfortara. El frío y el calor son principios antagónicos que calman las heridas de la conciencia. Cualquiera que haya recibido una sesión de duchas frías y calientes en un balneario (o en un manicomio) puede atestiguarlo. Una vez más me he dejado guiar por mi instinto, que me ha conducido directamente al hospital. Iba en busca de respuestas, de certezas, en busca de Carles. Necesitaba la opinión de un médico, aunque no descarto la posibilidad de que estuviera buscando al confidente. Quizá necesitaba antes al amigo que al profesional. No puedo saberlo. A veces somos tan astutos camuflando nuestras intenciones que llegamos a engañarnos a nosotros mismos.

No he tenido suerte. Carles no estaba en el hospital y no había ningún médico disponible, ni tampoco ningún confidente de guardia. El que sí estaba era Dumbo, pero en un estado de desorientación anímica parecido al mío. O peor. Aún no ha conseguido liberarse del recuerdo de mi hija, quizá porque los ojos de Cris tienen el mismo brillo que los de la madre de Dumbo, lo cual explicaría su perseverancia. O tal vez no ha podido superar los remordimientos que producen los embustes, incapaz de admitir que ha perdido a su chica por tratar de ser otra persona.

Hemos tomado un café de máquina rodeados de un silencio impropio, ajeno a aquel lugar de llantos infantiles, ir y venir de celadores y voces de megafonía. Dumbo sólo se ha dirigido a mí para recordarme el lugar y la hora a la que tengo que presentarme para vestir el traje de Rey Mago. Y, sin cambiar de tono, como quien no sabe o no quiere saber la importancia de la información que transmite, me ha facilitado la nueva dirección de Carles.

—¿Te encuentras bien?

Carles acaba de abrir la puerta y se encuentra con el lamentable aspecto que presenta Luis.

—No —responde éste—, estoy fatal.

—Supongo que Carmen te ha puesto al corriente de todo lo relacionado con su enfermedad.

Luis afirma con un gesto de derrota. Su exvecino se echa a un lado.

—Pasa, por favor.

El nuevo hogar de Carles es un ático con chimenea en el salón y terraza al fondo. En otras circunstancias Luis habría sentido curiosidad por salir a disfrutar de la vista urbana, pero esta noche no.

—¿Quieres beber algo?

—No, gracias —Luis va al grano—. ¿Sabes ya que ha rechazado someterse a cualquier clase de tratamiento médico?

—Lo imaginaba —contesta Carles—. Lleva varios días yendo por el hospital y haciendo preguntas.

—No puedo creer que hoy en día no haya medios eficaces para sanarla.

—Pues desgraciadamente así es, Luis. Si Carmen se somete al tratamiento de radio y quimioterapia podremos alargar su vida unos meses, pero del mismo modo multiplicaremos su agonía. Y también la de todos nosotros.

—Ella no quiere sufrir.

—Eso va a ser difícil.

—No lo va a ser. Me ha pedido que la ayude a morir.

El silencio remata la frase de Luis con una solemnidad no exenta de un inesperado suspense. Carles suspira ruidosamente, mira hacia otro lado y enarca las cejas. No está sorprendido, más bien asustado. Parece reflexionar unos segundos y vuelve su rostro hacia Luis. Es posible que sienta un ataque de ridículos pero justificados celos al verlo tan entregado a otra persona.

—Vengo a pedirte que me ayudes —suplica Luis—. Necesito que me digas cómo debo hacerlo.

—No puedo.

Luis recupera la energía que parecía haber perdido.

—Carles, te lo ruego —dice—. Hazlo por mí, por nuestra amistad, por el amor, el cariño que me tienes… No sé, hazlo en nombre de quien quieras, pero ayúdame. Estoy desesperado. Llevo todo el día vagando por ahí como un zombi.

—Me pides un imposible —concluye Carles—. Soy médico, Luis. He hecho un juramento y mi deber me impide ayudarte. Perdóname.

Luis eleva la mirada al cielo, como si pudiera traspasar con sus rayos X el techo del apartamento, el tejado del edificio y la cúpula del firmamento para acceder a la divinidad de guardia.

—¿Y ahora qué voy a hacer? —parece a punto de echarse a llorar. Por fin—. Me cago en mi puta vida, la cabeza me va a estallar.

—¿Cuántos paracetamoles te has tomado hoy?

Una navidad triste. Hoy he pasado todo el día con Carmen. Hemos ido a las montañas, al balneario donde tantas veces nos refugiamos del estrés cotidiano antes de arruinar nuestra vida en común. Ha sido un viaje en coche de apenas una hora y media de duración, un breve desplazamiento que sin embargo es capaz de transformar por completo el escenario de la vida, convirtiendo lo urbano en un recuerdo de la naturaleza. Nada más llegar hemos desconectado nuestros móviles y hemos contratado un servicio antiestrés de una jornada. Ducha escocesa, baño de barro, hidromasaje de algas, drenaje linfático y sauna, todo en régimen de pensión completa, como si ya estuviéramos en el cielo. Por suerte para nosotros, los primeros días del año se congregan en las montañas más esquiadores que bañistas, así que las instalaciones termales estaban casi vacías y hemos podido compartir todos los tratamientos a excepción de la sauna, que está estrictamente separada por sexos.

Carmen lo había planeado todo con la precisión de un experto estratega en el campo de batalla. Se había despedido de sus seres queridos durante las recientes celebraciones navideñas, levantando su copa para brindar con ellos sin mencionar que era su último brindis. Había dejado preparados los trámites administrativos del curso universitario, había repartido el patrimonio, redactado el mensaje de coraje y dignidad para los hijos, el de consuelo para la familia, el de comprensión para los amigos, el de perdón para el marido, la declaración escrita de su suicidio, la exculpación expresa de Carles y el resto del equipo médico, el dinero para el funeral, el deseo de ser incinerada. Todo lo necesario para desaparecer.

Se había comprado además ropa nueva y había ido a la peluquería. Quería afrontar el tránsito mortal en el más perfecto estado de salud posible, que es como debería morirse todo el mundo. No quería arriesgarse a que la enfermedad comenzase a deformar su cuerpo, aunque sólo fuera mediante una mueca de dolor o un parpadeo de desesperanza. Por esa razón, y por la carga de nostalgia que tiene para nosotros, ha elegido el balneario como escenario para el final de su tragedia. Este monumento a la salud y el placer, donde fueron concebidos Cris y Álex, es el sitio perfecto para morir.

A media tarde nuestro programa de terapias había terminado y el sol comenzaba ya su puntual declinar, rumbo al ocaso. Carmen ha inhalado un par de veces el aire frío de la tarde, se ha levantado del velador donde tomábamos café y me ha cogido de la mano como solía hacer durante nuestra vida en común. Igual que entonces me ha conducido hasta la habitación, se ha tumbado sobre la cama y me ha hecho un hueco a su lado. Pero a diferencia de aquellos días pasados, hoy nos hemos abrazado sostenidamente, calmosos y serenos, sin buscarnos las ansias ni los humores, templando nuestros cuerpos por el mutuo contacto, siendo prosaicos sin hablarnos, expresando mejor que nunca nuestra congoja, nuestro dolor, diciéndonos adiós.

El silencio se ha prolongado después, cuando ha llegado el momento de la verdad, circunstancia que ha hecho más fácil lo imposible, más amable lo espantoso. Carmen se ha separado de mí un momento, me ha rozado la mejilla con el dorso de la mano y me ha besado. Ha sido el último beso, el que en los cuentos que Valle lee en voz alta para Everest despierta a los durmientes de sus correspondientes hechizos.

Sin una sola lágrima que derramar ni ningún otro signo de debilidad visible, me he dispuesto a cumplir fielmente mi promesa, demostrando así que, aun con el torrente sanguíneo intoxicado de endorfinas y otras drogas del éxtasis amatorio, hay que ser consecuente con lo que se dice, sobre todo si lo que se dice es lo que se siente. He procedido según estaba previsto con piadosa perversión. Los comprimidos de esa curiosa medicina capaz de aliviar y provocar el dolor, el vaso de agua, uno, dos, tres, hasta veinte veces, la caja entera, diez gramos de sosiego. Y luego los labios mojados, el vaso vacío, los ojos cerrados y la calma chicha, ambos tumbados boca arriba, en la cama, muriendo juntos.

De madrugada todo había terminado y ahora mismo, de vuelta en casa, mientras escribo estas palabras de resaca y soledad, calculo que ya habrán descubierto su cuerpo en el balneario y las montañas habrán comenzado a velarlo con su enorme presencia a la espera de que llegue el juez de guardia. No tengo que hacer nada más, sólo seguir escribiendo mi diario, dormitar junto a Sandra o fumar en el porche del jardín esperando una llamada sorpresiva y esperada, difícil de creer pero creíble, cruel y compasiva a la vez. La llamada del crimen exculpado, el cumplimiento de una alevosa pero sincera promesa de juventud.

En menos de un mes he cerrado los ojos de mi madre y de mi primera esposa. Lo he hecho con mis propias manos, literalmente, he cerrado esos ojos concatenados, buscados, exentos de casualidades y carambolas, brillos oculares destinados a evitar el naufragio de la memoria, como faros de costa o estrellas mostrando el norte de la noche. Y ni aun así merezco el alivio del llanto, quién sabe si influido por los efectos secundarios del tratamiento que he recibido en el balneario. Quizá la relajación del cuerpo lleve consigo la insensibilidad del alma, como si ambos reaccionaran al unísono, laso el uno e impasible la otra. O puede que la acumulación de penas no conduzca a la intensidad de los sentimientos sino a su extensión, ordenados unos junto a otros en lugar de unos encima de otros. Qué sé yo.

La felicidad es una aparición fantasmagórica, tétrica, como el espectro de un ente muerto. Debería asustarnos. Aterrarnos. Sobreviene siempre en forma de recuerdo, cuando ha dejado de existir y ya es demasiado tarde para revivirla. Es incompatible con el presente, inviable, imposible. Ahora mismo me condenaría a los infiernos por regresar al pasado para discutir de nuevo con Carmen y sentir el peso de su enfado, la violencia expresa de su vocabulario o el fulgor de la ira en su gesto. Me sometería a su dictadura doméstica y me convertiría en su esclavo. Haría lo que fuera por recuperarla y devolvérsela a Cris y Álex.

No sé con qué entereza encajarán la noticia que está a punto de anunciarse, ellos que ni siquiera conocían el alcance de su enfermedad. Ni su deseo de morir sin dolor ni desesperanza. Nunca deben saber lo que ha ocurrido. Se lo he prometido a Carmen, así que debo desprenderme de este cada vez más comprometido diario en cuanto tenga oportunidad (demasiado tarde). No lo digo pensando sólo en Cris y Álex sino también en mis otros hijos, hasta en los ilegítimos, e incluso en el mismísimo Óscar, que hoy, considerando lo que hay, me parece menos borrego y más humano que nunca. Un viudo que todavía no sabe que su mujer acaba de morir, un hombre solo sin hijos que lo eleven a la categoría de inmortal. Un pobre imbécil mucho más imbécil de lo que él siempre me ha considerado a mí.

El sol que se marchó ayer tras las montañas reaparece hoy por encima de los edificios. La ciudad despierta de un mal sueño en el que la naturaleza era un recuerdo de lo urbano. El móvil suena por fin. Carmen ha muerto.