Posibles reacciones adversas
«Podrías volver a ser padre de nuevo». Éstas han sido las enigmáticas palabras de Lucía cuando me ha telefoneado durante la fiesta. Nada más (ni menos, son doce sílabas, un verso dodecasílabo). Presumo que la prueba de embarazo ha sido positiva y ha decidido abortar. Por eso ha conjugado el verbo en modo potencial, porque lo que realmente ha querido decirme era: «Podrías volver a ser padre, pero no lo vas a ser». (Dieciséis sílabas).
¿Qué puedo decir? ¿Que deseo arruinarle la vida a otra mujer y aparecer en el Libro Guinness de los Récords? Supongo que no, menos aún después de saber que también se la estoy arruinando a Carles, a quien me gustaría poder ayudar de alguna manera, aunque no sé cómo. No entiendo lo que le está sucediendo, seguramente porque ignoro lo que se siente cuando la persona amada no sólo te rechaza personal sino también genérica, sexualmente, cuando te deja tirado en la calle y además se cambia de acera.
¿Y Pablo? ¿Y Dumbo? Valiente pareja de seres superpuestos, dos clones antagónicos, como Clark Kent y Superman, Carmen y Sandra o el imbécil del espejo y yo. Creo que se le ha ido la pinza. No sé si logro definir lo que le ha sucedido esta noche con esta expresión que tan a menudo oigo pronunciar a mis hijos, pero sospecho que nada podría explicarlo mejor. Mis hijos usan un vocabulario reducido pero muy expresivo. Pobre payaso. Lo único que ha conseguido con su actuación es que Cris se niegue a verlo, que era precisa y paradójicamente lo que él trataba de evitar pretendiendo ser quien no es. Le ha salido todo al revés. No sólo ha perdido a la mujer de la que se había enamorado, la que contaminaba su sangre con drogas anímicas, sino que además ha comprometido su identidad y su dignidad delante de mí y ha acabado convertido en una piltrafa humana, la coleta medio suelta, la nariz postiza en el bolsillo, el alma en la palma de la mano, pidiéndome ayuda.
No he podido negársela, entre otros motivos porque a cambio me ha prometido un regalo muy especial, y además sorpresa, una experiencia reservada para unos pocos elegidos, según ha dicho textualmente. Veremos de qué se trata. Quizá sea portada de la revista Playboy o puede que represente a mi país en el próximo certamen de Eurovisión (igual te regala su nariz de gomaespuma y sus zapatones para que te realices como ser humano).
Obviando este incidente a medio camino entre la comedia y la actuación circense, la fiesta ha transcurrido según lo previsto, incluyendo la consabida preguntita de Everest, que está empeñado en averiguar la diferencia que hay entre el pelo corto y cortado, una peliaguda cuestión en la que no pienso ahondar. El único de mis hijos que no se ha presentado a la cita, pese al expreso requerimiento de su hermana, ha sido Álex. Anda muy ocupado tramando algo en compañía de sus colegas, cualquiera sabe qué. Sólo espero que sea un asunto de naturaleza legal. No obstante, ha tenido el detalle de enviarme un mensaje al móvil que decía literalmente: punto y coma, guión, cerrar paréntesis.
A Carmen la he encontrado mucho menos enérgica que de costumbre, una insólita actitud que podría servir como noticia para abrir los telediarios locales. Ni siquiera parecía molesta por cederme el protagonismo en una reunión social, lo que me ha obligado a preguntarle por los resultados de sus análisis médicos. No hay que olvidar que las contadas ocasiones en que su potencial energético se ha debilitado un poco han coincidido con dolencias orgánicas. Sin embargo su respuesta ha dejado abiertas todas las puertas de la incertidumbre. «Ya hablaremos». Dos palabras muy significativas y al mismo tiempo carentes de todo significado. Quizá le ha llegado esa hora de la infertilidad a la que osé referirme el otro día durante mi discusión con Sandra. Eso significaría que puede hacer el amor sin usar ningún método anticonceptivo, una perspectiva muy sugestiva para afrontar la segunda edad antes de entrar en la tercera. Dudo mucho que el cenutrio de mi primo sea consciente de su suerte.
Mi correo electrónico no traía noticias de mis proveedores de pirulas y además Sandra, una vez que ha terminado de clasificar por colores la montaña de basura que se ha generado durante la fiesta, se ha puesto el camisón que le regalé por nuestro aniversario, así que no tengo nada que añadir a esta crónica de lo íntimo que guardo en lo más inaccesible de mi armario ropero, esa obra de ebanistería fina desde cuya luna frontal me está mirando ese imbécil. Otra vez.
—Buenos días. Everest, he pensado que ya es hora de arreglarte la unidad terminator.
Luis entra en la cocina de muy buen humor. El sexo practicado con Sandra le ha concedido una tregua bioquímica a su atribulado cerebro. Sin duda ha sido su mejor regalo de cumpleaños. Besa a Valle y se dirige a Everest.
—¿Qué es lo que se le ha roto exactamente? —le pregunta buscando al engendro imaginario a su lado.
—El condensador electrolítico de neutrinos —contesta el pequeño.
Luis eleva una ceja y traga saliva. Es evidente que esperaba una avería un poco más asequible.
—Ah, ya entiendo —dice.
—Y también el procesador de red neuronal TX-3050.
—¿El TX-3050? ¿Estás seguro?
—Míralo tú si no me crees —propone Everest señalando a su izquierda.
—Te creo, te creo —a Luis le aterra la idea de enfrentarse a lo invisible—. ¿Has probado a darle un par de manotazos en los laterales a ver si se arregla? Nunca falla.
—¿Cómo?
Por suerte para Luis, Sandra aparece en ese momento con una paleta de infusiones en la mano.
—¿Quieres té verde, blanco, rojo o negro?
Luis se pregunta cuándo inventarán el té amarillo, azul y magenta para conseguir que la paleta de colores sea más completa.
—No. Hoy tomaré café —replica—. Lo siento, ya sé que me destrozará el estómago y no contribuirá a antioxidarme, pero es lo que me apetece.
—Por lo menos tómalo cortado —sugiere Sandra—. Es más digestivo.
—¿Es lo mismo un café cortado que uno corto?
Con esta pregunta Everest demuestra ser un oportunista lingüístico, pero Luis se siente aliviado porque el pequeño parece haberse olvidado de su unidad terminator. Además esta vez se cree capacitado para darle una respuesta coherente.
—No, hijo —dice con una sonrisa—. Un café cortado es un café con leche en vaso pequeño, mientras que un café corto es un café expreso, corto de agua y por tanto fuerte, ¿comprendes?
—Sí.
—Cuánto me alegro.
Luis cree ver una luz al final del túnel.
—Pero no comprendo cuál es la diferencia que hay entre el pelo corto y cortado.
—Ni yo comprendo por qué está prohibido detener un momento el vehículo a la puerta de un colegio para que unos niños lleguen puntuales a clase —argumenta Luis con su acostumbrada vehemencia.
Su coche se halla estacionado en la zona de carga y descarga que hay frente al colegio de sus hijos. Su guardia favorito está junto a él con su talonario de multas en la mano y su cara de pocos amigos.
—Todos los días hace usted lo mismo —señala el guardia.
—Es que mis hijos acuden a clase todos los días, ¿sabe? —replica Luis—. La enseñanza primaria es obligatoria.
Más que de pocos amigos, el guardia pone cara de no tener ninguno.
—Como se pase usted de listo, le voy a sancionar por partida doble.
Luis agacha la cabeza y coloca las manos en el volante. Suspira profundamente y dirige una sonrisa a su rival. Quizá esté realizando alguno de los ejercicios de relajación que le ha enseñado Sandra.
—Está bien —dice casi susurrando—, le pido disculpas, pero me gustaría que se pusiera en mi lugar.
—¿Cree usted que es el único padre que lleva a sus hijos al colegio?
—No, pero estoy seguro de que usted no ha dejado embarazada a la profesora de su hijo, ¿a que no? Y, aunque lo hubiera hecho, seguro que ella le consultaría si se propusiera abortar, ¿a que sí? Por no hablarle del papelón que debo hacer delante de mi hija mayor, a quien tengo que convencer de que el payaso del hospital infantil, que lleva semanas haciéndose pasar por residente de pediatría, es en realidad una persona íntegra temerosa de no ganar su afecto. Por cierto, ¿tiene usted amigos homosexuales? ¿Ha visto Vive como quieras de Capra? Se la recomiendo. En el videoclub de ahí al lado le alquilarán tres películas por el precio de dos y en el supermercado de la esquina le ofertarán igualmente tres tetrabriks de tomate frito por el precio de dos y le regalarán una estupenda gorra de visera, nada comparable con la que usted lleva, tan marcial y ostentosa, cubriendo su pelo corto o cortado, que no sé si son términos sinónimos o no. ¿Qué le parece?
—No se mueva —ordena el guardia—. Voy a proceder a someterle a un control de alcoholemia.
—¿No me digas…?
Luis ha reemprendido la marcha y conduce rumbo a su trabajo mientras habla por su teléfono móvil.
—… Me alegro de que lo pasaras tan bien en la fiesta, mamá —responde con mal disimulada jovialidad—. Sí, estoy muy contento, no sé por qué. Bueno, tal vez sea porque acabo de dar cero punto cero en un control de alcoholemia y le he largado al guardia una lista de pecados y sanciones por los que no podía multarme —se ríe con ganas—. ¿Qué? No, no —su risa se congela—. ¿Por qué dices eso? Claro que no me he drogado. No, tampoco estoy tomando ninguna medicación, ¿y tú? Dime: dieciocho, nueve y medio. Es un poco alta, sí, bastante por encima de tu media mensual y muy por encima de tu media trimestral. ¿Qué más te pasa? —hace una pausa para suspirar—. ¿En el pecho?, ¿dolores en el pecho? ¿Otra vez, mamá? No es nada, ya lo sabes, son síntomas psicosomáticos, falsas alarmas del cuerpo. Lo mejor será que te relajes y te pongas una de esas películas de Jean-Claude Van Damme que tanto te gustan, ¿de acuerdo? —de pronto una sombra se cierne sobre el coche—. Perdona, mamá, pero tengo que colgar. No, no soy ningún maleducado: es que el guardia ha vuelto.
Luis detiene el coche junto a la acera y baja la ventanilla.
—¿Desconoce usted que la reincidencia es una circunstancia agravante de la falta o el delito cometidos? —pregunta el guardia sacándose el bolígrafo del bolsillo.
—¿Qué es usted —contraataca Luis—, un policía o un cura?
—Eso depende de la diferencia que encuentre usted entre un delito y un pecado.
Luis mira detrás del guardia, convencido de que —esta vez sí— está siendo grabado por una cámara oculta para un programa de bromas en directo.
—¿Sabe lo que no soporto de usted? —añade.
—No es necesario que me lo diga —responde el guardia con impecable indolencia—. Bastará con que me deje ver su carnet de conducir y los documentos del vehículo.
—¿Para qué los quiere? Son los mismos que la última vez que me multó. Busque en su talonario y copie los datos.
—No me diga lo que tengo que hacer.
Luis emite una agria pedorreta de risa.
—¿Por qué no? —dice ocultando el cuello entre los hombros—. Si eso es precisamente lo que hace usted todo el tiempo: decir a los demás lo que tienen o no tienen que hacer. ¿Por qué no puedo hacerlo yo, aunque sólo sea una vez?
—Es muy sencillo —replica el guardia señalándose la cabeza—: yo llevo una marcial y ostentosa gorra de la policía local y usted una simple visera con propaganda de tomate frito.
—Lo que no soporto de usted es que está en todas partes, como el clon del espejo.
—¿Cómo dice?
—Atrévase a negar que me ha estado siguiendo.
—Más bien te estaba esperando —dice Óscar.
Está sentado en el despacho de Luis, tamborileando con los dedos de una mano sobre la otra.
—Tengo que hablarte —añade.
Luis interpreta su actitud como el signo de debilidad que caracteriza a quienes hacen dejación de sus funciones y delegan toda la responsabilidad en sus subalternos, de modo que coloca los brazos en jarras y suspira con rabiosa violencia.
—¿Cuándo es la rueda de prensa? —pregunta.
—Pronto —contesta Óscar—, ¿estás preparado?
—Qué remedio. Me toca los cojones pero estoy acostumbrado a bailar con la más fea. Puedes irte tranquilo y dejarme trabajar.
Óscar no tiene intención de marcharse.
—No venía a hablarte sólo de la rueda de prensa —confiesa—. También quería mencionarte la videoconferencia con Copenhague.
Luis mira al techo con la esperanza de ver el cielo. Quizá le convendría tener visión de rayos X como Clark Kent.
—Pero cómo te atreves… —se muerde la lengua—. ¿Qué videoconferencia?
—La que estaba programada entre los consejeros españoles y los ingenieros daneses. Iba a presidirla yo pero no puedo.
—¿No puedes? —Luis lo reta apuntándolo con los dos dedos índices extendidos, como un pistolero armado hasta los dientes—. Óscar, por tu santa madre, la hermana de la mía. ¿No puedes sentarte entre unos consejeros, mirar a una webcam, afirmar cuando todos afirman, negar cuando todos niegan y no perder en ningún momento tu arrebatadora sonrisa?
—Pues no —contesta el aludido—, tengo otros compromisos. Además tu inglés es mejor que el mío y no tengo la cabeza para eso…
Hace un gesto de pretendido misterio que Luis conoce perfectamente. Es el que ha usado toda su vida para ocultarse detrás de una excusa.
—¿Qué ocurre? —Luis se rinde.
—Es Carmen. Me tiene preocupado.
—¿Por qué?
—Por esos análisis de su trabajo, ¿recuerdas?
Luis se siente culpable por haber creído que su primo estaba sobreactuando.
—¿Algo va mal? —pregunta.
—Me temo que sí.
—¿Qué le pasa?
—No lo sé —Óscar muestra una sinceridad hasta entonces inédita—. Ése es el problema. Lo lleva todo tan en secreto que no me cuenta nada. Y eso es lo que más me preocupa.
—¿Quieres que hable con Carles?
—No, quiero que hables con ella.
—Te manda Óscar, ¿no?
Carmen está sentada en su mesa de trabajo corrigiendo unos exámenes. Luis se acerca a ella mostrándole las palmas de las manos en señal de paz. Si tuviera una bandera blanca se la enseñaría.
—Claro que no —protesta—. Pasaba por aquí y he pensado que podríamos tomar un café.
Carmen se mira el reloj de muñeca y sonríe.
—En primer lugar no es hora de tomar café, en segundo por aquí no se va a ninguna parte y en tercer lugar te esperaba.
—¿Ah, sí?
—Sí, tú siempre has sido la boca de tu primo, su muñeco de ventrílocuo, su portavoz oficial. Hace días que lo veo acecharme y sabía que recurriría a ti.
Luis pone cara de culpable. Lo han pillado.
—Es por lo de mis análisis —añade Carmen—. Me los han repetido tres veces.
Con un simple movimiento de cejas, la cara de culpabilidad se convierte en otra de preocupación.
—¿Qué te ocurre?
Carmen traga saliva y toma aire. Parece estar a punto de sumergirse en las profundidades de un océano.
—No se sabe aún con seguridad —dice juntando las manos y cruzando los dedos—, pero es posible que tenga un tumor en alguna parte de mi vientre.
Luis siente un frío implacable que le recorre la espina dorsal de arriba abajo, como si le hubieran dado un latigazo, le hubieran arrojado un cubo de agua helada o le hubiera alcanzado la descarga de un rayo.
—Carmen —dice emitiendo un gallo—, ¿qué dices?
—Lo que oyes —confirma ella—. No hay que dramatizar. Puede que todo se quede en nada. La prueba definitiva será una tomografía que me hacen esta semana. Entonces se sabrá exactamente lo que tengo.
Luis da unos pasos errabundos por el despacho de su exmujer.
—No puedo creerlo —dice—. ¿De verdad que Óscar no sabe nada?
—Luis, Óscar tiene la edad mental de un adolescente. No se le pueden dar estos sustos. Se traumatizaría.
—Entonces, ¿no lo sabe nadie?
—Mi médico, tú y yo. Nadie más —se encoge de hombros—. Comprenderás que no es una noticia para dar por megafonía, sobre todo sin estar confirmada.
—Ya, pero ¿y tú?, ¿tú…?
Luis no sabe hasta dónde puede seguir preguntando. Por un momento echa de menos al guardia de tráfico. Él conocería los límites legales de las preguntas.
—… ¿te, te notas… algo?
—Desde que lo sé me noto de todo —contesta Carmen.
—Claro, son los síntomas psicosomáticos. Como mi madre, que está empeñada en que le va a dar un infarto.
—Seguramente.
—¿Y no pensabas decírselo a nadie?
—Pensaba decírtelo a ti.
—¿A mí? —Luis se toca el esternón con los dedos que antes han actuado de pistolas—. ¿Por qué a mí?
—¿Y por qué no? —replica ella—. Eres el padre de mis hijos.
—Ya, pero soy tu exmarido. Estas cosas no se le cuentan a un exmarido.
—Es que hay algo más.
—¿Qué?
—Por el momento nada, pero quizá tenga que contar contigo más adelante.
—¿Para qué?
Carmen consulta de nuevo su reloj.
—Se hace tarde —alega—. Dentro de cinco minutos doy una clase. Siento haberte preocupado.
—Al contrario —dice Luis—, me alegro de haber venido. Así has podido contárselo a alguien, aunque sea al emisario de tu marido, un primo como yo.
—Vete ya.
—Entra, Luis. —Lucía lo recibe descalza, con ojeras y sin peinar—. ¿Qué hemos hecho? ¿Qué vamos a hacer? Ya había decidido abortar, pero esta noche he tenido un sueño y ahora todo es distinto.
Es evidente que ha estado llorando. Luis la sigue hasta el salón y ambos se sientan en el sofá.
—A ver, cuéntame. —Luis imprime a sus palabras una serenidad tan poco creíble que parece ajena—. ¿Qué has soñado?
—He soñado con mi hijo, con el niño —no sabe cómo llamarlo—, con el feto.
Lucía entierra la cara en las palmas de las manos.
—No te preocupes —la consuela él—. Sólo ha sido un sueño.
—Me ha hablado.
Luis no sabe qué actitud adoptar. Podría mostrarse comprensivo y tolerante con las paranoias de los sueños ajenos o, por el contrario, ser un firme defensor de la realidad. Opta por esto último.
—Lucía —dice—, los fetos no hablan.
—Ya sé que los fetos no hablan, pero éste me ha hablado.
—¿Y qué te ha dicho?
Ella parece retarlo con la mirada acuosa y las pestañas rizadas de humedad.
—Me ha suplicado que le ayudara a morir —confiesa—. No desea vivir. ¿Sabes lo que eso significa?
Luis le pone una mano en el hombro más cercano tratando de insuflarle un poco de cordura.
—Lucía —insiste—. No es posible que desee la muerte quien todavía no ha nacido.
—Te equivocas —replica ella retirando el hombro con violencia—. El feto desea morir porque nosotros estamos dispuestos a abortar. No lo soporto. Nunca me había sentido así.
No puede contener un sollozo entrecortado por el hipo que le obliga a sonarse la nariz con un pañuelo de papel.
—¿Y el abogado civilista qué dice? —a Luis le cuesta mantener la calma cuando se refiere a ese sujeto.
Lucía lo mira con una mezcla de sorpresa y desprecio.
—¿Qué quieres que diga? —responde—. No sabe nada del asunto. ¿Cómo iba a contarle que me he quedado embarazada justo antes de volver con él? No sé qué voy a hacer.
—Yo me contentaría con poder llorar como tú.
—No me cierres. —Luis está a un lado del umbral de la puerta.
—¿Qué quieres? —Carles al otro.
—Necesito ayuda médica.
Carles le franquea el paso y cierra la puerta.
—¿Qué te pasa?
—No puedo llorar.
—¿Qué?
—No puedo, Carles. Me están pasando cosas que harían llorar a cualquiera, pero es inútil.
Carles se rasca la cabeza. No sabe si invitarle a sentarse, ofrecerle una cerveza o darle un par de bofetadas.
—¿Y para eso has venido? —dice—. ¿Quieres que te cuente mis penas para ver si hay suerte y echas un par de lagrimitas?
Luis se sostiene la cabeza con las dos manos, como si temiera que se le fuera a caer al suelo.
—No consiento que te burles de mí —dice—. Esta vez va en serio. El asunto es grave, mucho, pero no, no me preguntes. No voy a caer en mi acostumbrado egoísmo. Hablemos de ti, sólo de ti. No pienso contarte nada de lo que me sucede y te aseguro que me está sucediendo de todo —hace una pausa—. ¿De verdad vas a irte del barrio?
—Ya he puesto la casa en venta —confirma Carles—. ¿No has visto el cartel de la inmobiliaria?
Luis extiende las manos como si quisiera apresar lo que no entiende.
—No jodas —exclama—, pero así, de repente. ¿Y qué pasa con el rollo de trabajar menos y la vida aparentemente feliz que llevabas?
—Mi vida laboral no tiene nada que ver con esto —responde Carles—. Pienso seguir trabajando igual que antes cuando viva en el centro.
—¿Entonces qué ocurre? ¿Es la crisis de los cuarenta?
—No. Se trata del amor.
—Ya, el civilista de los cojones, ¿no?
—Yo creía que sí, pero no.
—Pues tú dirás…
—No hay nada que decir —Carles agacha la cabeza y se mira durante unos segundos los pies—. De verdad, déjalo, es inútil.
Luis se cruza de brazos.
—No pienso irme de aquí hasta que no me lo cuentes —dice muy seguro de sí mismo.
—No te va a gustar.
—Me da igual.
—Muy bien —concede Carles—. ¿Tú sabes lo que es un amor imposible?
—No, pero me lo imagino.
—No es posible imaginarlo. O lo has sufrido y sabes cómo es o no hay modo de entenderlo. Un amor imposible representa la imposibilidad de vivir. Es como una enfermedad, un cáncer que te mina los órganos vitales y te va convirtiendo en un cadáver…
—¿No podías haber elegido otro ejemplo?
—¿Qué hay de malo en ése? Es absolutamente certero porque un amor imposible se traduce en algo orgánico, visceral y completamente destructivo, como un cáncer.
Luis se impacienta y comienza a pensar que no ha sido una buena idea visitar a su vecino.
—Pero algo se podrá hacer al respecto, ¿no? —pregunta.
—¿Algo como qué?
—Tratar de conseguir ese amor, pelear por él, luchar…
—Luis —le interrumpe Carles—, es un amor imposible. ¿Es que no me has oído? No puedo hacer nada. Estoy enamorado de un hombre. Y no me refiero a Andrés.
Luis no se inmuta. Su capacidad para encajar nuevas noticias se ha colapsado.
—¿No te sorprende? —pregunta Carles.
—Hombre, llegados a este punto me habría sorprendido más que te gustara Catherine Zeta Jones.
Carles comprende que ha llegado la hora de ser más explícito.
—No me entiendes —dice—. Quiero decir que estoy enamorado de un hombre que no es homosexual, un hombre al que le gustan las mujeres, un heterosexual. Por eso el mío es el amor más inviable que pueda imaginarse, un auténtico amor imposible.
—¿Y quién es ese tipo?
Carles lo mira y emite un largo suspiro de impaciencia.
Si algo me faltaba por escuchar era la declaración amorosa de Carles. Inaudito. No sólo he tenido que encajar la sorpresa de que mi mejor amigo fuera homosexual, es que ahora me queda por delante la ardua tarea de asumir que yo soy el objeto de sus ensueños amorosos. No sé si reírme o llorar y poco importa, porque ambos extremos de la expresión se me niegan desde hace tiempo. Resulta que Carles no iba al gimnasio como todo el mundo para hacer abdominales y flexiones entre sudorosas y estimulantes compañeras, sino para estar cerca de mí. Mientras yo iba reclamando su atención para que se fijara en estas nalgas, esas caderas o aquel par de tetas, él en realidad no perdía detalle de mi propio cuerpo (quizá tú también posees unas rotundas nalgas). Me deseaba, me desea sexualmente. Se fija en cómo visto, le gusta escuchar mi discurso atropellado y vehemente, le encanta mi franqueza, mi idealismo adolescente, adora mi mirar estrábico y nervioso y, por encima de todo, se muere por abrazarme, sentirme cerca, junto a él, y acariciarme, dormir a mi lado, respirar mi aliento, despeinar mi cabello, cruzar sus dedos entre los míos… Éstas son las prendas de afecto que he tenido que escuchar de mi mejor amigo, mi hasta ahora cómplice y camarada, que se ha convertido por arte de magia en otra de mis víctimas sentimentales.
No sé cómo reaccionar. Ningún hombre me había mirado antes con el arrobamiento del desamor y nunca pensé que pudiera ser el objeto de deseo de un homosexual. Ahora que lo he descubierto me considero un poco menos burdo que antes. He ganado cierto grado de sofisticación, un aire de belleza masculina hasta hoy inédito que me hace ser más indulgente con mis múltiples defectos e imperfecciones. Si otro hombre me ama, tal vez yo mismo pueda restaurar mi amor propio, ese sentimiento cuyo exceso nos hace vanagloriarnos de lo ordinario y su defecto avergonzarnos de lo extraordinario, como oí decir a Valle en cierta ocasión.
Esa misma declaración pronunciada por alguien del sexo contrario es halagadora e igualmente reconfortante pero también previsible. El caso es distinto tratándose de alguien del mismo sexo porque, si uno no es homosexual, no espera despertar pasiones entre los homosexuales, del mismo modo que si uno no tiene carnet de conducir no es probable que reciba muchas multas de tráfico. Así que el amor de un homosexual, por inesperado e inmerecido, me parece aún más estimulante que el de una mujer.
Me perturba pensar que ahora mismo, mientras transcribo estas primeras y volubles reacciones de mi mente, podría pasar a casa de Carles y desnudarlo, acariciarlo a conciencia y hacerle el amor, sabiendo que él no opondría ninguna resistencia. Ignoro si éste es un pensamiento homosexual. Quizá los efectos psicosomáticos se manifiestan en forma de sensaciones eróticas, como si fueran síntomas clínicos. O puede que yo también tenga una vena en cierto modo homosexual, aunque proceda del exceso de ego que surge cuando alguien se sabe amado, lo que no significa que de pronto vaya a cambiarme de acera. Me gustan las mujeres, sus cuerpos, su aroma, la insondabilidad de sus bolsos y su malicioso sentido del humor, pero me pregunto si eso me obliga forzosamente a despreciar el amor de un hombre.
¿Cómo sería el sexo sin el erotismo femenino, esto es, la excitación estrictamente funcional que un hombre puede provocar en otro que no sea homosexual? Supongo que resultaría una especie de masturbación ajena, un virtuoso masaje del miembro viril, una erección conseguida por pura fricción, sin más aditivos que los ejercicios manuales, nada que ver con las feromonas y la sensualidad. Quizá de ese modo el pene aguante más tiempo erecto, reciba más caricias y se colme por tanto de mayor excitación. Quién sabe si una eyaculación frente a un hombre puede ser más intensa que dentro de una mujer, por ser más orgánica y menos cerebral, menos cultural y más viril (procura no decirle esto a nadie, por favor).
Por desgracia las palabras de Carles no han sido la única novedad del día. Carmen me ha confesado la terrible posibilidad de que tenga un tumor y Lucía me ha hecho saber que el hijo que espera quiere morir. Dos caras de la misma fúnebre moneda, dos vientres conteniendo muerte en potencia, una coincidencia macabra y curiosa si consideramos que el vientre femenino es precisamente la cuna de la vida, ese sacro lugar donde se produce el bigbang de la existencia humana.
Ojalá el aborto estuviera prohibido o fuera obligatorio (sería el holocausto, animal), así no habría que tomar decisiones. No quiero que Lucía aborte ni que una maternidad inoportuna le arruine el porvenir. No quiero tomar esa decisión. Detesto ser cómplice del destino. Sólo aspiro a vivir con la misma arbitrariedad que el feto de Lucía, un proyecto de ser humano que ha sido fecundado sin la participación de ninguna voluntad. Sencillamente es el número premiado de la lotería de la que procedemos todos. Da igual si el condón se cae y los espermatozoides sobreviven o perecen, uno de ellos tropieza con una trompa de Falopio y se queda grogui, otro resbala y se queda cojo (sí, o tuerto) o un tercero es más afortunado y logra su objetivo, la cuestión es que la reproducción humana no debería depender de nuestra voluntad ni de nuestro control.
Y ojalá los tumores estuvieran igualmente prohibidos (muy bien dicho, y también los dolores de muelas). Sólo el hecho de pensar en la posibilidad de que Carmen esté enferma me produce un insoportable dolor en el estómago, como si hubiera comido alimentos podridos o me hubiera emborrachado mezclando todos los licores que existen. Siento ganas de vomitar con violencia en todas las direcciones, dando vueltas sobre mí mismo como si fuera un aerogenerador enloquecido por el viento. O por el diablo.
Ignoro si mis proveedores de pastillas podrían conseguirme alguna droga milagrosa para curar el mal de Carmen en el caso de que finalmente se confirmase su existencia. Tengo entendido que circulan por la red todo tipo de remedios alternativos destinados a combatir tumores y aliviar procesos irreversibles, aunque es probable que no sean más que un montón de clavos ardiendo donde sujetar temporalmente la fe. De momento acabo de recibir un nuevo correo electrónico suyo. Me entregarán la mercancía en un lugar poco transitado del que seré informado más adelante, siempre y cuando les facilite los dígitos de mi tarjeta de crédito, los cuales naturalmente van a ser codificados y decodificados varias veces antes de llegar a su cuenta de correo para eliminar cualquier rastro que pueda relacionarnos.
Debo admitir que, en otras circunstancias, la sola idea de verme relacionado con traficantes de drogas me haría temblar de miedo, pero en mi estado actual el asunto me parece anecdótico, casi irrisorio. Pienso acudir donde y cuando me digan en actitud tranquila y dialogante, con la única intención de hilar un vínculo entre las páginas que consultaron mis hijos y los vendedores de esa siniestra felicidad tan propiamente nombrada.
Tengo sueño. Me voy a la cama. Acabo de asomarme al cuarto de Everest para comprobar si se ha dormido y, como viene siendo costumbre, Valle me ha iluminado con su sabiduría. «Everest», ha dicho en voz baja, apenas audible desde donde yo estaba, «el pelo corto es el que permanece en tu cabeza, mientras que el pelo cortado es el que cae al suelo de la peluquería».
—Supongo que no has venido a verme actuar.
Dumbo y Luis se encuentran junto a la máquina de café del hospital.
—No —responde este último—. Estoy esperando a Carmen. Hoy le daban los resultados de unas pruebas médicas y quiero asegurarme de que todo ha ido bien.
—Ah. Por un momento he pensado que me traías noticias de Cris.
Luis asiente sin pestañear, como quien esperaba un comentario parecido.
—Dumbo —dice—, no puedo ayudarte. Debes creerme.
Apenas me queda algún poder de influencia sobre mis hijos. Lo único que puedo decirte es que Cris está muy decepcionada.
Dumbo se sienta en una de las sillas de la sala.
—Eso es precisamente lo que trataba de evitar cuando me hice pasar por un pediatra.
—Lo sé —admite Luis sentándose a su lado—, pero la has engañado. No has tenido el valor necesario para ser quien eres.
Dumbo deja de mirar el movimiento angular de su café y levanta la cabeza.
—Por lo que veo tú también estás decepcionado.
—Al contrario —niega Luis convencido—, me alivia conocer los defectos de los demás. No soporto a las personas perfectas.
—¿Crees que puedo recuperarla?
—¿Tanto te importa?
—No puedes imaginarlo —dice Dumbo apurando su café—. O lo has sufrido y sabes cómo es o no hay modo de entenderlo. El amor insatisfecho representa la imposibilidad de vivir. Es como una enfermedad, un cáncer que te mina los órganos vitales y te va convirtiendo en un cadáver.
Luis pestañea sorprendido por la coincidencia de los discursos duplicados. Reflejados. Mira a su alrededor, sospechando que alguien le ha dictado esa línea de guión a Dumbo.
—Sólo tienes una oportunidad —dice después de comprobar que están solos.
—¿Cuál? —Dumbo despliega las orejas.
—Decidir qué versión de ti mismo quieres ser y esperar.
—Buff…
La resignación eleva las cejas del payaso al tiempo que cierra sus párpados, lo que permite que transcurran unos segundos de silenciosa introspección.
—¿Recuerdas que te prometí un regalo? —dice Dumbo mientras Luis asiente—. Pues ya estoy en disposición de ofrecértelo, pero te advierto que se trata de algo muy especial. Algo que tienes que madurar muy detenidamente.
Luis frunce el ceño y se pone en guardia. Después de haber convivido tantos años a la sombra de su primo Óscar, ha desarrollado un inevitable protocolo defensivo cuando alguien le habla en esos términos.
—Tú dirás —dice con nulo convencimiento.
—¿Quieres hacer de Gaspar en la cabalgata de Reyes?
—¿Cómo?
—Payasos del Planeta se encarga de organizar la cabalgata municipal este año. Mis colegas están buscando colaboradores. Yo seré Melchor, el jefe de la oficina de inmigración, Baltasar, pero nos falta Gaspar.
Luis se rasca el colodrillo.
—No sé qué decir —confiesa—. Creo que quedaría mejor de camello.
—Luis —Dumbo lo anima—, te he visto en acción, has actuado conmigo, ¿ya no te acuerdas? Es innegable que tienes vis cómica, afinidad y don de gentes con los niños. Eres perfecto para el papel. El papel es perfecto para ti.
—Pero habrá muchos otros candidatos…
—Claro, pero yo quiero que seas tú.
—¿Por qué?
—Porque así tú también podrás ser la mejor versión de ti mismo.
—¿Para qué?
—Para que seas feliz.
Se oye el abrir y cerrar de una puerta al fondo del pasillo, un hondo suspiro rematado por una tos seca y los pasos de al menos dos personas acercándose. El corazón de Luis emprende una alocada carrera hacia la taquicardia. Carmen y Carles aparecen en la sala de espera. Luis se levanta y se acerca a ellos. Carmen no muestra ningún signo de sorpresa al verlo.
—No tenías que haberte molestado en venir, Luis —le dice—. ¿O es que te manda Óscar?
—Carmen, por favor —se defiende él—. Óscar cree que voy camino de la presentación del libro sobre las energías limpias. ¿Qué ha pasado? ¿Se sabe algo ya?
—Así es —Carles interviene—, pero será mejor que se lo cuentes tú, Carmen. Yo tengo que subir a mi planta. Nos vemos luego.
Carles se va sin despedirse de Luis. Dumbo lo acompaña. Luis se queda con Carmen y le busca los ojos sin fortuna.
—¿Tomamos algo? —propone—. El café de la máquina no está mal.
—Sácame un cortado —accede ella—. Tengo que ir al lavabo.
Luis se queda solo frente a la cafetera. Se siente torpe. No atina con las monedas, ni con los botones, ni con el vaso de plástico, ni con la paletina para disolver el azúcar, ni con el cambio que le ofrece la máquina. Los cinco minutos que tarda Carmen en volver le parecen cinco largos siglos de inacción, una cinta métrica de quinientos centímetros.
—Ya estoy, gracias —dice Carmen aceptando el café que le ofrece Luis—. ¿Nos sentamos?
Lo hacen en los mismos asientos que han ocupado antes Luis y Dumbo.
—No me tengas en ascuas, te lo ruego —suplica él—. ¿Qué ha pasado?
—Positivo.
Luis se pone en pie esperanzado.
—¿Positivo? —repite.
—Es positivo —matiza ella sujetándolo del brazo—, y por ello mismo muy negativo.
—Seré imbécil —Luis vuelve a sentarse—. No puedo creerlo, no es posible. Tendremos que contrastar las pruebas y pedir la opinión de otros médicos. Vamos —esta vez es él quien sujeta con firmeza el brazo de Carmen—, vámonos de aquí. Déjame llevarte a una clínica privada donde te repitan todos los análisis.
—Es inútil, Luis —ella se libera del apresamiento—. Las pruebas han sido concluyentes. El mal está muy extendido, más de lo que Carles y los oncólogos pensaban.
—Pero algo se podrá hacer, ¿no?
—Sí, hay un tratamiento de radioterapia pero no sirve de mucho.
—¿Cómo que no?
—En el mejor de los casos me alargará la vida un par de meses.
Luis se levanta de nuevo, esta vez de un salto, como si se hubiera activado la alarma de incendios del hospital. Está fuera de sí.
—¿Un par de meses? —replica—. ¿Quién ha dicho eso?
—Cálmate, Luis, te lo ruego —le pide ella—. Lo último que necesito ahora mismo es estar con alguien más asustado que yo.
—Perdona, tienes razón —admite él sentándose de nuevo—. Pero debemos hacer algo, buscar tratamientos alternativos, salir fuera del país, acudir a los mejores especialistas, tratar de ganarle tiempo al tiempo.
—Me quedan entre tres y seis meses de vida.
Las palabras ralentizan el tiempo. El planeta Tierra deja de rotar durante unos segundos y las sombras de los árboles detienen su movimiento alrededor de sus troncos. Luis tiene dificultades para comprender el significado de las palabras y por un momento cree estar en mitad de un mal sueño.
—No —balbucea.
—Lo que oyes —recalca Carmen—. Ahora tengo que irme. Necesito estar sola y pensar un poco.
He tenido que tomarme más pastillas. Mal invierno me espera. No creo que haya nada más macabro y cruel que una condena a muerte. Y no me refiero al hecho de que el reo acabe muriendo, sino más concretamente a que conoce el día y la hora en que va a hacerlo, una fecha que el resto de los mortales desconocemos. La incertidumbre del tiempo que nos queda de vida es una de las claves de la supervivencia, lo cual resulta paradójico, y puede que cómico, porque el tiempo es la magnitud física más medida y registrada por el hombre a lo largo de la historia, tanto en años como en centímetros. Pero es así, hay que admitir que no podríamos vivir conociendo la fecha de nuestra muerte. Nos volveríamos temerarios y peligrosos, perderíamos el miedo a morir, nos creeríamos inmortales al menos durante un tiempo, y esa inmortalidad nos conduciría a la locura. La incertidumbre es la garantía del miedo y el miedo es la garantía de la vida. Carmen acaba de conocer la fecha de su muerte, así que la incertidumbre ha desaparecido de su vida. Y el miedo se ha convertido en un temporizador como el que tenemos en la cocina para avisar de que los huevos ya se han cocido, sólo que ésta será una de esas veces en que los huevos estarán crudos cuando suene.
—Señor Ruiz Puy…
Luis se enfrenta a un auditorio de periodistas, fotógrafos y operadores de cámara de televisión. Junto a él hay una pila de ejemplares del libro sobre energías limpias que ha editado la fundación.
—Señor Ruiz Puy, por favor —reclama una periodista desde la segunda fila—. ¿Por qué sale el libro precisamente ahora?
—Nos encontramos a las puertas de la Navidad —responde él—. ¿Qué mejor momento para el lanzamiento de un libro? ¿No es eso lo que hacen las editoriales con los bestsellers? Somos una sociedad de consumo. Todo lo que hacemos está destinado a ganar dinero.
Se produce un tenso y oscuro silencio, sólo interrumpido por los chasquidos de las cámaras fotográficas y los relámpagos de los flashes.
—¿Cómo dice?
Luis se lava la cara con el aire de la sala, carraspea un par de veces y cambia el tono.
—Perdone —dice—, no me he expresado bien. Como sucede en cualquier proyecto, ha habido que superar mil y un obstáculos y el libro ha salido tan pronto como ha sido posible.
—Lo imagino —continúa la periodista—, pero yo me refería a cuál era la necesidad de concienciar a la opinión pública sobre los beneficios de las energías alternativas precisamente ahora que parece más concienciada que nunca.
—Eso es lo que usted cree, señorita —Luis vuelve a crisparse—. La opinión pública no está bien concienciada porque está mal informada. Lo mismo que la clase política. Estoy harto de oír hablar de las energías renovables. Todo el mundo habla de sus bondades y sus ventajas, pero la energía que verdaderamente cuenta es la que procede de fuentes fósiles y nucleares. ¿Usted sabe cómo se administra la energía eléctrica? ¿Lo sabe?
La periodista niega con la cabeza y mira a su alrededor.
—Es una especie de subasta en la que se asignan los megavatios del mercado a las distintas fuentes de energía —explica Luis—, una asignación que se hace siguiendo criterios cuantitativos y que por tanto deja en último lugar a las renovables.
Luis subraya sus palabras con una cínica sonrisa.
—¿Y no cree usted que por eso mismo, porque conviene cambiar las reglas del mercado, hay que seguir luchando?
—¿A qué reglas se refiere? —niega él—. Tanto las centrales nucleares como las térmicas son difíciles de regular. Una vez que comienzan a producir kilovatios no hay quien las detenga, así que el reparto de la energía está otorgado de antemano. El mercado es una farsa.
—¿Es eso lo que se dice en el libro?
—Pues claro que no —Luis está rabioso—. ¿Por quién nos toma? ¿Cree que somos idiotas? El libro es una apuesta decidida para impulsar las energías renovables a costa de recortar las fósiles y las nucleares, pero ni nosotros mismos nos creemos semejante cosa. Ambas son hoy por hoy intocables.
—¿No cree que está yendo demasiado lejos?
—Ustedes no entienden nada. No saben que un kilovatio producido por fuentes renovables es mucho más caro que uno producido por otros medios. ¿Cómo vamos a ser competitivos si de entrada somos más caros que los demás? ¿Quién de ustedes estaría dispuesto a pagar de su bolsillo el fin del efecto invernadero o el calentamiento global del planeta? ¿Quién? —su mirada desorbitada y sus manos abiertas retan a los presentes—. Si la clase política está a favor de las energías renovables es para seducir a los ecologistas, los que tienen conciencia medioambiental y toda esa panda de idealistas que se creen capaces de cambiar el mundo. Y el mundo, perdonen que les diga, no va a cambiar mientras los programas políticos sigan durando cuatro años, porque en ese tiempo no es posible emprender proyectos eficaces de mejoras energéticas.
—Entonces, ¿cuál sería la solución? ¿Eliminar las cuestiones energéticas de los programas políticos?
—¿Significa eso que la energía debería estar regida por principios no democráticos?
—¿Es ésa una opinión personal o habla usted en nombre de la fundación?
Luis hace la señal de stop con las dos manos. Y los dos ojos.
—No pregunten todos a la vez —dice acercándose a los micrófonos—. Se lo ruego. Lo que he dicho es que no todos los asuntos tendrían que depender de los políticos, especial aunque no exclusivamente porque los políticos cambian y los problemas permanecen. La regulación y administración de la energía es un tema demasiado serio para dejarlo en manos de advenedizos ambiciosos e ignorantes. La energía es cosa de ingenieros, no de políticos.
—Insisto —repite uno de los periodistas—. ¿Es ésa la postura oficial de la fundación o es una opinión personal?
—¿Eso es todo lo que a usted le preocupa? —replica Luis encarándose con él—. Yo estoy hablando del futuro del planeta y a usted lo único que le preocupa es tener un titular lo suficientemente amarillo para que le den media página en su periódico. ¿Quién es usted?
—Soy Juan Arnedillo, de la agencia Intra Press.
Luis asiente, coloca las manos sobre la mesa y vuelve a acercarse a los micrófonos.
—Mire, Juan, en confianza, le voy a decir algo que puede serle de mucha utilidad en el futuro: váyase a tomar por el culo.
A tomar por el culo, tomar por el culo, por el culo, el culo, culo, ulo, lo, o. Las palabras se han difundido por los medios de comunicación tan rápidamente como un virus informático por internet. Yo mismo las he escuchado en la radio del coche cuando volvía a casa, como un perverso eco que me persiguiera. Los locutores calificaban mi actuación de bochornosa, indigna del portavoz de una prestigiosa fundación e impropia de los tiempos de transparencia política en los que cree vivir algún periodista. De nuevo he sentido el anhelo del llanto. Quería llorar y aliviar mi tensión a cualquier precio, como fuera. He probado incluso a cerrar los ojos y adoptar el rictus de un rostro dolorido, concentrándome en el tumor de Carmen y en la incertidumbre perdida del tiempo, pero no he tenido suerte. Mis lagrimales siguen tan secos como si se hubieran necrosado.
En ese momento ha sonado el móvil y he tratado de accionar el dispositivo de manos libres que instalé en el coche después de la última vez que me multaron. Tampoco he tenido suerte, quizá porque la torpeza no tiene nada que ver con la suerte. He sido incapaz de pulsar los botones adecuados o, si lo he hecho, no ha sido en el orden correcto. Y el caso es que tenía prisa por responder la llamada porque podía ser Lucía y quería hablar con ella. Así que no he tenido más remedio que contestar por el método tradicional: el manos ocupadas.
Era mi madre. No me encontraba con el ánimo necesario para hablar con ella, y menos aún cuando he comprendido que se trataba de otro de sus simulacros de infarto. Basta. Ya era suficiente. Me he negado a memorizar las cifras de su tensión arterial y no le he hecho ningún caso. Ni siquiera la he dejado hablar. En vez de eso le he soltado un contundente discurso sobre la ineficacia de sus artimañas y chantajes para reclamar nuestra atención que habría dejado mudo al mismísimo Juan Arnedillo, de la agencia Intra Press. Luego me he disculpado por la crudeza de mi sinceridad, le he recomendado que se tomara dos aspirinas y he colgado.
A continuación he detenido el vehículo y he atendido con agria familiaridad a mi viejo amigo el policía, que me ha vuelto a multar por conducir y hablar por teléfono a la vez, sin prestar atención a mi intento de demostrarle cómo es posible sujetar el móvil con el hombro y el mentón sin hacer uso de las manos: un método de manos libres que el ser humano lleva incorporado de serie en su anatomía. Pero tampoco he tenido éxito.
—Dulces sueños, Everest.
Valle impacta un sonoro beso en la frente de su hermanastro con la intención de marcharse a su dormitorio.
—Espera, Valle —el niño se incorpora en la cama—. Hoy en el colé me han dicho una cosa sobre papá.
—¿De verdad?
La puerta chirría casi imperceptiblemente. Luis permanece inmóvil al otro lado, conteniendo la respiración y el latido de su corazón, que parece amplificado por su caja torácica.
—Hay un niño que dice que los Reyes Magos no vienen de Oriente.
Valle le da un resuelto manotazo al aire de la habitación.
—Qué sabrá él —exclama desautorizándolo.
—También dice que los Reyes son los padres.
—No le hagas caso.
Everest pronuncia una significativa pausa antes de continuar.
—Es que yo creo que tiene razón —dice.
—¿Cómo?
—Valle, los Reyes Magos son nuestros padres.
—No, Everest.
—Que sí —insiste el niño negando con la cabeza en señal de convencimiento—. Luis es un Rey Mago, por eso hace cosas tan raras.
—No te entiendo.
—No es que no sepa responder a mis preguntas. Es que no quiere hacerlo para que no lo descubramos.