7

Contraindicaciones

Mi padre debió haberme enseñado cuál es el término contrario a equilicuá, la forma de reprobar a quien habla sin reflexionar sobre lo que dice, el insulto que merece alguien con una incontenible e inoportuna verborrea como la mía. No puedo creerlo pero es cierto: Carles es homosexual. Estoy sorprendido, afectado, casi consternado. Y no acabo de comprender por qué. La identidad sexual de una persona no es equivalente a su género, lo que significa que, independientemente de su homosexualidad, Carles sigue siendo un hombre para mí, pero pese a mis intentos por encajar la noticia no logro hacerlo (¿por qué no pruebas con el sesudo ejercicio de razonamiento que te ayudó a aceptar la vida sexual de Cris?).

Mi mejor amigo, mi confidente y confesor… Me siento traicionado, como si hubiera sido víctima de un perverso fraude. ¿Cómo es que nunca me lo ha contado? ¿Acaso no confía en mí? ¿Qué cojones creía que iba a hacer si me enteraba? ¿Prepararle una fiesta sorpresa con una pancarta que dijera Feliz Salida del Armario? ¿Cómo ha podido vivir con ese secreto tanto tiempo al lado de mi propia casa?

He sido tan inoportuno que Carles me ha pedido que lo dejara solo, que ha sido tanto como admitir que estaba mal acompañado. Hecho una mierda, he vuelto a entrar en casa, donde he sido obsequiado con un sonoro bufido de Sandra a modo de saludo. Creo que el ficus benjamina que hay en el recibidor se ha alegrado más que ella al verme. He subido al dormitorio y me he dado una ducha con la esperanza de que el gel y el agua caliente pudieran limpiar mis remordimientos y aclarar mis prejuicios.

Unos minutos después, mientras me secaba, mis ojos se han encontrado de nuevo con los suyos. Frente a frente.

Y esta vez no he podido sostener su insolente mirada, ni comprobar si su picha estaba tan sonrosada por el sol y dolorida por el sexo como la mía. Es una entidad con vida propia y, aunque sólo me mira cuando yo lo miro, imprime en sus gestos intenciones que no me corresponden. Por eso cada vez que cambio de espejo para comprobar si hay un rastro de insolencia en mis ojos, vuelvo a encontrarme con él y observo que donde está ese rastro es en los suyos.

Luego me he acercado al cuarto de Everest en busca de calor humano y, como casi siempre, lo he encontrado charlando con esa morgana de diez años que tiene por hermana. Hablaban del amor propio y el amor hacia los demás. Valle decía que quien no se quiere a sí mismo es incapaz de amar a los demás. Y que la prueba para saber si uno se quiere o no es mirarse al espejo sin avergonzarse de lo que ve, porque nuestro reflejo no es más que la imagen del amor propio.

He tenido que reprimir un grito de angustia, casi de terror. No era posible que el destino fuera tan rencoroso. Quizá Sandra estuviera practicando vudú con un muñeco de mirada insolente y picha sonrosada. Los malos rollos han comenzado a zumbar en mis oídos, como las moscas que van de la mierda a tu cara y de tu cara a la mierda, y no he tenido más remedio que huir de este mundo y refugiarme en mi identidad electrónica.

En la bandeja de entrada de mi correo había tres nuevos mensajes. Los he abierto con cierta avidez, como si estuviera enganchado a una droga altamente adictiva relacionada con los sucesos cotidianos y el día no me hubiera proporcionado todavía suficientes peripecias. Los dos primeros eran ofertas de viagra (pero si tienes erecciones de acero inoxidable) y valium de 5 y 10 miligramos (eso sí). El tercero decía lo siguiente: «Mensaje recibido. Pedido mínimo treinta unidades. Confirmar por email y esperar instrucciones. Pago por anticipado».

Y luego un atisbo de amenaza, supongo que para evitar cualquier tentación de acudir a las autoridades. «Tu mensaje está codificado, pero sabemos decodificarlo, localizarlo e identificarte».

—Lo siento —dice muy serio el payaso—. Tengo que amputarte el brazo.

Varios niños enfermos aguardan su turno en la sala de espera del hospital, obedientemente sentados junto a sus padres. Dumbo está con uno de ellos que solloza sin soltar la mano de su madre.

—Pero si sólo me he roto un dedo —protesta el niño.

—Ya, pero si no se toman medidas drásticas a tiempo puede corromperse la mano, la muñeca, el brazo, después el tórax, el vientre, las piernas y los pies. Así que lo mejor será usar la sierra eléctrica y cortarte el brazo. Déjame hacer a mí. Tú relájate. Toma, bebe.

El payaso saca una petaca imaginaria del bolsillo, bebe un trago y se la ofrece a su paciente. Luego derrama parte de su contenido sobre el hombro para insensibilizarlo. Toma la sierra eléctrica, hace como que la conecta a la corriente, la prueba en el aire, inmoviliza el hombro con una mano y comienza a pasar la sierra con la otra, haciendo que el timbre del chirrido suene más grave cuando el supuesto filo le corta el brazo. A continuación lo dispone sobre una bandeja invisible, lo salpimenta y lo mete al horno mientras tararea despreocupadamente una canción. Pretende estar esperando unos minutos hasta que él mismo hace sonar el timbre del horno, saca la bandeja y empieza a comer con avaricia mientras mira al niño.

—Venga, va —le dice con cómica generosidad—, coge un trozo y cómetelo. No, ése no —añade cuando el niño decide acompañarlo—. Te recomiendo el dedo roto, estará más tierno…

En ese momento aparece un celador, sienta al pequeño en una silla de ruedas y se lo lleva hacia el fondo del pasillo. Dumbo se despide de él y se dirige a la máquina de café. Allí se encuentra con Luis, que ha estado observando toda la escena.

—Has estado brillante.

—Mirad a quién tenemos aquí —exclama el payaso con los brazos abiertos—, si es el petulante y vanidoso ingeniero industrial experto en energías limpias, uno de los más excelsos investigadores en el ahorro energético del mundo mundial, una auténtica lumbrera andante. Demos la bienvenida, queridos amiguitos, a superingeniero…

Y le aplaude.

—Supongo que me lo merezco —dice Luis.

—Supones bien.

—He visto Vive como quieras.

—Bravo —vuelve a aplaudir Dumbo, esta vez con una mirada de aprobación—. ¿Sabías que luego la historia se adaptó y se convirtió en una sitcom para la televisión?

Luis se sorprende de no saber algo así.

—No tenía ni idea —reconoce.

—¿Qué te ha parecido?

—Me ha encantado el estilo de vida de los Vanderhof.

—¿No estarás haciéndome la pelota?

—No —Luis sonríe con serenidad—. Esa película es un himno a unos valores vitales que están en peligro de extinción.

—¿Como el urogallo pirenaico?

—No te burles. A veces olvidamos que sólo somos unos pobres mortales con fecha de caducidad, igual que los alimentos envasados al vacío.

Dumbo entorna la mirada. Quizá hay poca luz en la sala y tiene dificultades para ver a Luis. O tal vez está valorando la situación antes de responder.

—¿Te he dicho alguna vez que soy licenciado en medicina? —dice.

—No.

—Pues así es. Acabé la carrera y hasta comencé a prepararme para ser pediatra, pero entonces sucedió algo…

—¿Qué?

—Que vi esa película. Vi cómo Vanderhof le propone al señor Poppins que deje su trabajo de contable y se dedique a fabricar sus pequeños autómatas. Entonces comprendí que no quería ser un médico, ni siquiera un pediatra. Lo único que deseaba era hacer reír a los niños —se calla con una mueca de contrariedad—. El problema fue volver a casa y comunicar a mis padres que, en lugar de un respetable pediatra, prefería ser un simple payaso. Resulta cómico.

Luis ladea la cabeza. Hay algo que no entiende.

—¿Y por qué no podías ser pediatra y payaso al mismo tiempo?

—Sí, y ayudante del cuerpo de bomberos en mis ratos libres.

—No, en serio, ¿por qué no? —Luis se está tomando la conversación muy en serio—. Podías haber sido un pediatra simpático y divertido.

Dumbo niega con firmeza.

—Prefiero ser un payaso sanitario que un sanitario payaso, que no es lo mismo —dice con un giro de muñeca como si pudiera cambiar el orden de las palabras—. De todos modos, no espero que lo entiendas. La mayoría de la gente no me entiende.

—Creo que exageras —sentencia Luis.

—¿Eso crees? —Dumbo lo mira con ojos traviesos—. Voy a hacerte una confesión: salgo con una chica que no sabe realmente quién soy.

—¿Le has mentido?

—Le he ocultado la verdad, que tampoco es lo mismo.

—¿Por qué?

—Porque es una niña malcriada, una de esas chicas que nunca saldrían con un payaso, por eso. ¿Todavía crees que exagero?

Luis ignora la pregunta. Su ceño y sus labios se han fruncido a la vez.

—¿Y tú crees que una chica así merece la pena?

—Estoy loco por ella.

El ceño de Luis rebota como un muelle.

—Así, sin paliativos…

—Sin ningún paliativo —prosigue Dumbo—. Es una novata, estudia primero. La vi haciendo prácticas de anatomía y me enamoré de ella. Tendrías que haber visto con qué dulzura movía los miembros del cadáver que manipulaba. Parecía que iba a devolverle la vida —suspira y cierra los ojos un segundo—. Fui víctima de un sortilegio, igual que si hubiera bebido un elixir de amor.

—¿Entonces ella cree que sale con un pediatra?

—Exacto. A veces incluso viene por aquí. Si voy vestido de payaso no me reconoce y, si ya me he cambiado, cree que estoy pasando consulta.

Luis se lleva una mano a la nuca, como si le dolieran las cervicales. Tiene dificultades para encajar las piezas del puzle.

—Pues me temo que, si tan enamorado estás de esa chica —dice convencido—, vas a tener que decírselo algún día.

—Lo sé —acepta Dumbo—, pero necesito ayuda.

—¿Qué clase de ayuda?

—La tuya.

—¿Cómo podría ayudarte un humilde superingeniero como yo?

—Hablando con ella.

—Dumbo, por favor. ¿Cómo voy a hablar con una persona que no conozco? ¿Por quién me tomas?

—Por su padre. Se trata de Cris, Luis. Lo siento.

Entonces se ha quitado la nariz postiza, se ha soltado la coleta y como por arte de magia ha aparecido Pablo. Hay que joderse. Pablo y Dumbo son la misma persona, igual que Bart y Art, los protagonistas de Two much. Es increíble. Ha sido un espectáculo de transfiguración demasiado perverso para una sala de hospital, pero muy clarificador, entre otras cosas porque ha puesto de manifiesto lo mucho que puede cambiar un rostro humano con una simple goma para recogerse el pelo y una nariz postiza. Es como lo que les sucede a Clark Kent y Superman. Su principal diferencia son unas simples gafas, pero sirven para convertir a Clark Kent en un gafotas y a Superman en el paradigma de la energía cinética y potencial. Dumbo igual. Nadie creería que un tipo con la nariz de gomaespuma pudiera ser un médico, aunque se tratara del mejor especialista del mundo. Las narices de gomaespuma son como las gafas de Clark Kent, un prejuicio social incapaz de asociarse con el campo semántico de la sanidad, aunque sean un valioso recurso para administrar endorfinas a los niños enfermos.

Mi primera y única reacción ha sido la inmovilidad y la inexpresión, como si de pronto me hubiera convertido en un vegetal. O un mineral. No sabía qué decir ni hacer, pero era consciente de que si permanecía al lado de Dumbo debía responder a su sinceridad interesándome por los detalles de su relación con Cris y, por supuesto, brindándole mi ayuda. Todo lo que sentía era un miedo irracional a las palabras y un desbocado deseo de salir huyendo (lo que se conoce como una reacción adulta, vamos). Son los efectos secundarios de la verdad, a veces devastadores, casi siempre crueles. El tiempo destinado a mi primera reacción se estaba terminando cuando, por suerte, he visto a Carmen salir de uno de los ascensores rumbo hacia la calle y, sin siquiera despedirme de Dumbo, he corrido tras ella reclamando su atención.

—Carmen, Carmen…

Entre un glaciar de gente entrando y saliendo lentamente del hospital, Luis se dirige hacia su exesposa.

—Hola, Luis.

—¿Qué haces aquí?

Ella se detiene y lanza un suspiro de impaciencia.

—Pretendía hacer la compra de la semana —dice—, pero sólo tienen vísceras y fiambres, ¿y tú?

—He venido a ver a un amigo —responde él, y se calla un momento para recuperar el aliento—. ¿Hay alguien enfermo en el hospital?

—Varios cientos de personas, pero si te refieres a algún pariente o amigo, ninguno. Sólo he venido a hacerme unas pruebas de rutina.

—¿Qué te sucede?

—No es nada. En los análisis del reconocimiento médico del trabajo me salió algo raro y he tenido que hacerme otros. Puro trámite.

Luis no acaba de creerse ese discurso aparentemente desenfadado, aunque no sabría explicar por qué. Quizá se trate de su intuición femenina.

—¿Qué tal por la playa? —pregunta Carmen.

—Bien.

—Álex trajo el pito en carne viva.

—No me hables.

Luis eleva las cejas y niega con la cabeza.

—¿Qué pasó? —dice ella.

—Hizo un calor inusual y además fuimos a la playa nudista.

—A ti no te gustan las playas nudistas.

—Ahora me gustan mucho menos.

—¿Por qué no os pusisteis crema de protección solar? —pregunta Carmen alzando los hombros.

—Bueno, a decir verdad nos pusimos una crema aftersun.

—La próxima vez prueba una before sun —replica ella—. Son mucho más eficaces si lo que pretendes es no quemarte.

En ese momento algo reclama su atención desde el exterior.

—Tengo que irme ya —añade.

—¿Quieres que te lleve a alguna parte? —se ofrece Luis.

—Ese autobús lo hará, gracias —dice señalándolo con la mirada.

—¿De dónde vienes a estas horas…?

Luis entra en su despacho pero no tiene tiempo ni de cerrar la puerta. Detrás de él aparece Óscar.

—¿… del parque eólico?

—No, vengo del hospital —responde Luis con voz de fastidio—. Tenía que ver a un amigo. Y acabo de encontrarme allí con Carmen.

—Sí, ha ido a hacerse unos análisis de no sé qué.

Habitualmente Óscar sólo está bien informado sobre sí mismo. La salud de quienes le rodean no entra dentro de sus preocupaciones.

—¿Querías algo? —Luis comienza a inquietarse.

—En realidad sí —Óscar toma asiento—. Ya sabes que dentro de poco editamos el libro sobre las energías limpias. También sabes que después de la presentación hay una rueda de prensa con los medios de comunicación.

Luis percibe que su discurso se está tiñendo peligrosa e inevitablemente de un color marrón muy poco atractivo.

—Sí, sí —dice apremiándolo—, y luego un vino español con patatas fritas, canapés y hojaldres. ¿Qué pasa?

—Había pensado que fueras tú quien atendiera a los medios en la rueda de prensa.

—¿Yo? —Luis se señala el pecho con un dedo—. Cuánto honor. Ni hablar.

—No puedes negarte.

—Claro que puedo —Luis también se sienta—. Los miembros del consejo van a presentar la obra e incluso van a cobrar derechos por ella. ¿No pretenderás que alguien que no pertenece al consejo salga a dar la cara ante toda esa manada de fieras salvajes? Ni lo sueñes.

—He dicho que no puedes negarte —repite Óscar con una nauseabunda sonrisa de hiena africana pintada en el rostro—. No es una frase hecha.

Se levanta de la silla y se encamina hacia la puerta con mal disimulado sigilo.

—Óscar, por favor te lo pido —suplica Luis, tratando de no lanzarle el pisapapeles a la cabeza—. ¿Es que no hay nadie mejor que yo para echar a los leones?

La hiena se detiene un momento y lo mira con sus ojos furtivos.

—A ver, deja que lo piense un momento —los cierra—. No.

Y los abre.

—Mierda. Óscar, espera…

Suena un inoportuno pero ya conocido trino melodioso. Es el móvil de Luis, que vibra una vez más en su bolsillo.

—Hola, Lucía. ¿Cómo estás? ¿Qué? ¿Quién? Ah, el abogado, ya, sí, espera. Espera un minuto. Vas muy deprisa. No te entiendo. ¿No prefieres que nos veamos un momento y me lo cuentas? De acuerdo, voy para allí.

—Estoy aquí.

Lucía levanta un brazo en cuanto ve a Luis. El llega a su mesa a la vez que un camarero.

—Un café solo con hielo, por favor —se sienta frente a Lucía y la mira—. Vengo de muy mala leche.

—¿Leche? —se extraña el camarero mientras limpia la mesa—. ¿No me ha pedido un café solo?

—Sí, solo, por favor.

—¿Ya no lo quiere con hielo?

—El hielo era para echármelo por encima —responde Luis—. Perdona —añade dirigiéndose a Lucía—, llevo un día muy ajetreado y me acaba de caer un marrón en el trabajo. Nada menos que atender una rueda de prensa. ¡Qué hijoputa! —niega con la cabeza y aprieta los puños—. ¿Qué querías decirme? Soy todo oídos.

—Andrés y yo hemos vuelto.

—¿Os habíais ido a alguna parte?

—Luis, no es momento para bromas.

—Ya lo sé. Si yo te contara…

—¿Qué pasa?

—Nada.

El camarero deja una taza de café y un vaso con cubitos de hielo en la mesa. Luis sopla tan enérgicamente que es imposible saber si pretende relajarse o está tratando de enfriar el café sin usar los cubitos.

—De modo que Andrés ha dejado a su novio y ha vuelto contigo —dice demostrando que, en efecto, está de muy mala leche—. Debes de sentirte toda una mujer, ¿no?

Lucía le reprende con la mirada pero no muestra ninguna sorpresa, posiblemente porque esperaba una reacción así, propia del pundonor masculino. Quizá por esa razón le habla sin ninguna energía, como atribulada por un problema de más envergadura.

—No te burles, Luis —dice—. No te he llamado por eso. Bueno sí, también iba a contarte lo de Andrés, porque quiero que comprendas que lo de la otra tarde fue muy sensual y muy estimulante pero no va a poder repetirse.

—Ya.

—En realidad te he llamado para decirte que se te cayó el condón.

Luis levanta una ceja mientras afirma con la cabeza. Se nota que está haciendo un esfuerzo para conservar intacta su dignidad.

—Sí, lo sé —reconoce con la voz un poco engolada—. Lo eché de menos cuando terminamos. Supongo que debió de resbalar con tanta crema hidratante como llevaba en la…, en el…

—El problema es que no cayó en ningún sitio —le interrumpe Lucía—. Se me quedó dentro.

—No.

—Me di cuenta cuando te fuiste. Notaba algo extraño, pero como estuvimos un buen rato en el asunto pensé que era una molestia normal. Luego fui al baño, se movió en mi interior y lo saqué. Estaba hecho una pena con tanta baba y tanta crema.

—¿No te habrá causado ningún daño?

—No, no es eso. El problema es que no estoy tomando nada. El condón era el único método anticonceptivo que usamos.

Luis abre los ojos y las manos mientras eleva las cejas y los hombros. Y todo ello sin perder el equilibrio.

—Mujer, no estarás pensando…

—Todavía no —vuelve a interrumpirle ella—, pero sería estúpido descartar esa posibilidad. Y más ahora que he decidido reemprender en serio una relación sentimental. Por no hablar de ti, claro, que eres un hombre casado y con familia.

—Bueno, no creo que tengamos motivos para preocuparnos.

Lucía se aproxima a él tanto como se lo permite la mesa que los separa.

—Luis —le dice con el aplomo de quien conoce las intimidades de su interlocutor—, te corriste dos veces.

Y, mientras habla, hace el signo de la victoria con los dedos índice y corazón.

—Baja la voz —le reprende él—. Y no señales.

—Dejaste dos dosis de tu esperma dentro de mí.

—Vale, pero eso no es nada definitivo. —Luis se queda pensativo un instante—. A ver, perdona que sea tan indiscreto, ¿cuándo tuviste tu última regla?

—Hace tres semanas.

—Coño —se rasca la nuca—. Perdona, ¿tres semanas? Cojones —de nuevo el gesto—. Perdona otra vez. No he querido decir eso.

—No te preocupes, es justo lo que yo dije cuando me di cuenta.

Luis se arregla el cuello de la camisa y se recompone la corbata. O tal vez se está recomponiendo a sí mismo, como si se hubiera roto en pedacitos.

—En cualquier caso no hay que precipitarse —dice carraspeando—. Dentro de unos días volverás a menstruar y todo se quedará en una simple anécdota.

—No puedo esperar tanto —Lucía imprime a su cuello el movimiento de una negación que se refleja en el temblor de su voz—. Falta otra semana, es demasiado tiempo. No tengo más remedio que ir al ginecólogo y hacerme un test de embarazo.

—Lucía, por favor —replica Luis dando un respingo de sorpresa—, eso es imposible.

—¿Por qué?

—Pues no sé —divaga él—. Supongo que hay que esperar un tiempo prudencial para que el cuerpo sufra los cambios necesarios y el resultado del test sea fiable.

—Creo que el test es fiable enseguida.

—Como quieras —claudica Luis sospechando que ella ya está embarazada al menos psicológicamente—. Si vas a quedarte más tranquila, vamos al ginecólogo.

—No hace falta que vengas conmigo.

—Faltaría más —Luis saca pecho, como haría cualquier ridículo caballero en su situación—. No voy a dejarte sola en este trance.

Lucía no puede creer lo que oye.

—¿Cómo que no? —dice visiblemente nerviosa—. Eso es exactamente lo que vas a hacer. Por nada del mundo querría que nos vieran juntos en la consulta de mi ginecólogo. Te lo ruego, Luis.

Él se arruga.

—Tienes razón —dice percibiendo cómo se le encoge el pecho—. Será mejor que no intervenga.

Ella se peina los cabellos hacia atrás con las dos manos.

—¿Y qué pasaría si…? —añade con la voz entrecortada por la duda.

—No, no te hagas ahora esa clase de preguntas —la interrumpe él—. Relájate y procura olvidarte. Yo que tú no me haría la prueba hasta mañana o pasado mañana. En frío.

—¿Y si Andrés me propone relaciones esta noche?

—A mí qué me cuentas.

—Si Andrés y yo nos acostamos esta noche y pasa algo parecido no sabría cuál de los dos me ha dejado embarazada. No voy a arriesgarme. Necesito saberlo.

—Adelante.

—Pasa.

Carles mantiene la puerta de su casa abierta. Luis está frente a él, en la calle, mirando fijamente su felpudo.

—Hola —dice levantando la vista—. Vengo a disculparme.

—No es necesario —responde Carles.

—¿Cómo estás?

—Mejor, supongo, no lo sé.

Carles se echa a un lado y Luis entra.

—Me he comportado como un gilipollas —declara este último avanzando hacia el salón—, pero tienes que entenderlo. Nos conocemos desde hace muchos años y no podía creerte.

Carles le señala el sofá para que se ponga cómodo. Luis se sienta tímidamente sobre el brazo de un sillón próximo.

—¿No sabes lo que dicen las estadísticas? —pregunta Carles—. El cinco por ciento de la población es homosexual. ¿Tú conoces a algún homosexual?

—Pues la verdad es que hasta ahora no.

—¿A cuántas personas conoces?

—No sé.

—Di un número.

—¿Valen los amigos de Facebook?

—No.

—Entonces unas cien o ciento cincuenta.

—Bien —concluye Carles—, pues entre ellas hay de cinco a siete homosexuales. Así que la próxima vez lo encajarás mejor.

—Eso espero —Luis se rasca la cabeza—. Lo que no entiendo es por qué no me lo habías dicho antes.

—Tú tampoco me has contado nunca cómo fornicas con Sandra.

—Carles.

—Es lo mismo. Si yo tengo que hablarte de mi vida sexual, creo que merezco saber algo sobre la tuya. ¿Te gusta ponerte encima o debajo?

—No es lo mismo —replica Luis—. Puede que no sepas cómo lo hago exactamente, pero al menos sabes con quién lo hago.

Carles se deja caer en el sofá.

—Es igual —dice en un susurro—. Estoy acostumbrado a esto. Mi propia familia no me entiende. ¿Nunca te has preguntado por qué no voy por mi tierra más a menudo, por qué no vienen a verme mis hermanos o mis sobrinos o por qué simplemente nunca salgo con tías?

Luis trata de ser lo más sincero posible en un momento tan delicado.

—Pues la verdad es que no —dice—. Pensaba que simplemente eras un tipo solitario.

—Un bicho raro, ¿no?

—Algo así. Y lo de las chicas, pues no sé, como nos conocimos en el gimnasio, yo creía que tú hacías lo mismo que yo: mirar culos y tetas.

—Pues te equivocaste —replica Carles chasqueando la lengua—. Yo en realidad miraba paquetes, torsos y culos masculinos.

Luis afirma repetidamente con la cabeza. Parece un perrillo de los que se colocan en la bandeja trasera de los automóviles.

—Entiendo —dice sin ninguna convicción—. En fin, no voy a engañarte, me va a costar un poco acostumbrarme a esta nueva situación. Es la verdad. Si te dijera otra cosa mentiría, pero quiero que sepas que por nada del mundo estoy dispuesto a perder tu amistad.

Carles compone la mueca de una irónica y descreída sonrisa.

—¿Te pongo música de fondo?

—Estoy hablando en serio, macho.

—¿Macho?

Cada vez que suena el móvil me da un vuelco el corazón, como si la función del vibrador estuviera conectada con mi sistema nervioso (¿por tecnología bluetooth?). Lo único que me faltaba es que Lucía se hubiera quedado embarazada. Manda huevos. No quiero imaginar cómo me miraría entonces mi clon reflejado, si desde hace tiempo ya me mira con un infinito aunque puede que merecido desprecio.

No tiene gracia. Mientras Sandra propone que me esterilice, yo estoy pendiente de averiguar si he procreado por cuarta vez. Es como un chiste malo. ¿Cuál es el colmo de un cuarentón a punto de hacerse una vasectomía? Y, sin embargo, aunque parezca una locura, un insulto o una broma, me siento realmente halagado. Lo juro por la sagrada intimidad de este diario, pero lo negaría en cualquier otro foro (a eso lo llamo yo valentía). Cuando Lucía me ha comunicado el percance, mientras removía su café con una mano y se retiraba el pelo de la cara con la otra, he creído estar por un momento en la cima del mundo, en esa atalaya que se alcanza cuando la cinta métrica de la vida enseña tantos centímetros como esconde.

Nadie con menos de cuarenta años y ajeno a mi sexo sería capaz de comprenderme, pero es cierto. Es así. El hecho de que Lucía pueda estar embarazada me insufla una dosis extraordinaria de vitalidad en las venas. Me siento pletórico, poderoso y patriarcal, como el jefe de una tribu, el rey de un castillo, el macho de una manada o el sultán de un harén. Y todo ello sabiendo que, si finalmente llegara a confirmarse la noticia, tendría un serio problema de coordinación familiar, o tal vez debería decir de compatibilidad familiar. Aun así, no puedo evitar esa intensa satisfacción, ese regusto de euforia de orden animal, el triunfo de haber fecundado a una hembra y haberme reproducido otra vez, lo que quizá me convierte en un ser fatuo, puede incluso que un tanto ridículo, pero intensamente vivo (y coleando).

Esa euforia de orden ancestral me hace desear que el test de embarazo sea positivo, aunque en realidad quiero que sea negativo. Tan negativo como pueda ser un test de embarazo. No le convengo. Ni ella a mí. Me atrae con una fuerza electromagnética tan intensa que, si siguiéramos viéndonos, acabaría imantado con ella, polo contra polo, sexo contra sexo, igual que me sucedió con Carmen, con quien comparte muchos encantos tanto físicos como personales, el indescriptible conjunto de virtudes que convierten a una mujer en una musa.

Supongo que estar enamorado es como estar drogado. No hace falta que le pregunte a Carles ni que lo mire en internet. Seguro que las glándulas del amor producen un sinfín de sustancias tóxicas que nos transforman por completo, drogas que nos hacen experimentar euforia y placer, igual que si hubiéramos consumido una raya de coca, un chute de ketamina o una condenada pastilla de éxtasis. Así que el amor no es más que un puto invento de los guionistas, los novelistas y otros profesionales terminados en «istas» (como por ejemplo los floristas). Tan sólo es el síndrome de abstinencia de esas drogas que el organismo nos regala cuando estamos con la persona adecuada. Por eso lo mío con Sandra no funciona, porque nunca estuve enamorado de ella y no se puede sentir abstinencia de lo que nunca se ha experimentado.

Es para echarse a llorar (pero de risa). Lástima que el llanto se niegue a brotar de mis ojos y mis lagrimales sigan siendo desiertos privados de oasis y espejismos. Quizá mañana, que es mi cumpleaños, pueda llorar al fin aunque sólo sea de pena, coraje o rabia por cumplir los mismos años que tenía mi padre cuando murió. Afortunadamente ningún miembro de la familia parece recordar el día que nací y por lo que a mí respecta nadie lo hará.

Silencio y oscuridad. Se escuchan pasos aproximándose, el tintineo de unas llaves y el girar de una cerradura. La puerta se abre. Luis entra y enciende la luz.

—Sorpresa —exclama un coro de voces de distintos timbres, edades y sexos.

Los coristas salen de detrás del sofá, el biombo y las cortinas del salón. Van ataviados con parafernalia festiva —gorritos, matasuegras, confeti, amplia sonrisa—, como si fueran a celebrar una rancia nochevieja. Unas vistosas guirnaldas surcan el techo del salón junto con una pancarta de feliz cumpleaños.

—¿Qué es esto? —quizá Luis no se ha fijado en ella.

Cris se acerca a él y le da un sonoro beso en la mejilla.

—Feliz cumpleaños, papá —le dice al oído.

Los demás invitados la imitan.

—Que cumplas muchos.

—¿Has visto las guirnaldas?

—Chavalote, venga un abrazo.

Everest espera su turno contemplando a su padre desde las profundidades de su estatura. Cuando por fin le toca expresar su felicitación se lleva una mano a la cabeza.

—Mira, Luis, tengo el pelo cortado.

—Se dice corto, Everest.

—¿Corto? ¿Y por qué no cortado?

—Porque no.

—Mamá, mamá —el niño sale corriendo en busca de Sandra—, Luis dice que no se puede decir que tengo el pelo cortado.

—No empecemos, por favor —suspira el homenajeado—, que es mi cumpleaños.

Y, según se lee en su rostro, es lo último que le apetece celebrar.

—A ver, un momento de atención —el coro se convierte en auditorio. Luis habla—. Quiero agradeceros a todos esta magnífica sorpresa. No me la esperaba, en serio. Os debo una. Otro día nos tomamos algo por ahí, ¿vale?

Intento fútil, ingenuo e inmediatamente frustrado.

—Pero como que otro día —protesta Sandra con una sonrisa de suficiencia—, si está todo preparado. Mira.

El comedor luce en todo su esplendor, cualquiera que sea el esplendor que puede lucir un comedor. La mesa principal está llena de bandejas con canapés, fritos, encurtidos, montaditos y otras delicatessen. Todo ha sido obra de Sandra, Cris y Pura, compinchadas para sorprender a Luis con el doble objetivo de relajar su notoria ansiedad y mejorar su relación conyugal.

—No teníais que haberos molestado.

—No seas hipócrita, papá —le reprende Cris—. Te hacía falta algo así, de modo que aprovéchalo. Y todavía falta lo mejor.

—¿El qué?

—Sólo puedo decirte que dentro de un rato vendrá alguien muy especial para ti.

—¿Quién?

Luis se muestra aterrado ante la posibilidad de que Lucía se presente en su propia casa, quién sabe si con un regalo de cumpleaños en la barriga.

—Ya lo verás.

La fiesta comienza oficialmente. Cris y Pablo controlan el equipo de música. La madre de Luis se sienta cerca de los canapés de salmón ahumado, que son sus favoritos, quizá porque su cardiólogo se los ha prohibido. Óscar y Carmen improvisan un baile, Valle y Everest los acompañan. Carles sale al jardín. Sandra trasiega por la cocina con botellas y copas, un grupo de vecinos ríe animadamente y varios miembros de la fundación discuten entre bromas. Cris decide acudir a la cocina para ayudar a su madre. Pablo se queda solo y se acerca a Luis.

—Felicidades —dice ofreciéndole la mano.

—Ah, hola, gracias.

Luis se siente incómodo. No sabe cómo actuar. Su primera reacción es ignorar que se encuentra ante Dumbo. La edad lo está haciendo cada día más cobarde.

—Perdona —ésta es su segunda reacción—, ayer te dejé con la palabra en la boca en el hospital.

—No te preocupes, vi que saludabas a Carmen —la señala con la cabeza y, quizá cohibido por la incomodidad de Luis, decide cambiar de tema—. Están buenos estos canapés.

—¿Y qué piensas hacer?

—No sé, tal vez me coma otro de palito de cangrejo.

—Me refiero a mi hija —protesta Luis—. Tendrás que decírselo, ¿no?

—No creo que le importe si me lo como o no.

—No estoy hablando de comida.

—¿De qué estás hablando, entonces?

—De tu empanada mental.

—¿No decías que no estabas hablando de comida?

—Deja de hacer chistes de sitcom, Dumbo.

—No me llames Dumbo.

—¿Y cómo quieres que te llame? ¿Goofy?

La tensión entre ellos se ha concentrado hasta alcanzar un punto de inestabilidad que explosiona en forma de palabras.

—Está bien, lo reconozco —admite Dumbo—: soy un ser débil. ¿Qué hay de malo en ello? Todo el mundo tiene un punto flaco, o dos, sólo que en ocasiones no está a la vista y parece que no existe. Tú me habías tomado por un héroe, un superhombre de las risas infantiles, y resulta que has descubierto que no soy más que una persona con todos sus defectos y temores. Lo siento.

—No basta con eso —replica Luis en voz baja—. Debes decírselo a Cris. Es mi hija. Yo la conozco, la he educado personalmente. Te aseguro que no te rechazará.

Dumbo le pone una mano en el hombro.

—Luis, los padres como tú no conocen a sus hijos —dice suspirando—, y mucho menos a sus hijas.

—¿Qué insinúas?

—Tú mismo reconoces que no tienes tiempo para vivir como quieres y atender a tus hijos. Así que no puedes saber lo que realmente están dispuestos a aceptar o rechazar. Perdona mi franqueza, pero creo que yo conozco a tu hija mucho mejor que tú.

En ese momento Cris abandona la cocina y se acerca a ellos.

—Me gustaría comprobarlo —dice Luis, viéndola llegar—. Hola, hija.

—Hola, papá, ¿te gusta la fiesta? La abuela, Sandra y yo la hemos estado preparando desde hace semanas. ¿De qué hablabais?

Es una simple y aparentemente inocente pregunta pero da lugar a dos respuestas diferentes pronunciadas al unísono.

—De canapés.

—Del hospital.

Cris arruga el entrecejo y los mira alternativamente sin comprender.

—Si comes muchos canapés puedes acabar en el hospital —razona Luis haciendo unos aspavientos muy poco convincentes con su mano izquierda, que es la que tiene libre.

—Claro —Cris afirma con la cabeza pero su entrecejo sigue arrugado. Se dirige a Pablo—. Hay que poner más música.

Y se lo lleva, no sin antes dedicarle una mirada a la copa que sujeta su padre con la otra mano. Sandra aparece entonces con una botella de cava rellenando copas y vasos de plástico.

—¿Te sirvo un poco más, Luis?

—Sí, por favor —tiende la copa, la levanta hacia Sandra y bebe un sorbo—. Gracias por la fiesta.

—Sé que odias las fiestas.

—Sobre todo si son una sorpresa —dice él sonriendo—. Supongo que por eso me la habéis organizado.

—No sabíamos cómo fastidiarte más, si contratando a una gogó o a un boy.

—En serio, gracias. No me lo esperaba.

—Bueno, últimamente hemos estado muy tensos —le recuerda ella—. Espero que esto arregle algo las cosas.

—Seguro. Dame un beso —se besan justo cuando se escucha el piar del pájaro—. Vaya, me suena el móvil. Será alguien del trabajo. Dígame. ¿Qué? Espere, no oigo nada, salgo un momento al exterior. Perdona, Sandra —sale al porche del jardín—. Ya estoy, ahora te escucho mucho mejor. Sí, estoy solo. Es que me han organizado una fiesta de cumpleaños sorp…, Sí, sí, Lucía, dime —se calla y escucha durante unos segundos con el rostro impasible, un ojo cerrado y otro abierto—. Ya veo, de acuerdo. Adiós.

—¿Qué sucede? —Sandra lo ha seguido—. ¿Quién es Lucía?

Luis apura su copa. El cava le contagia una dosis extra de intrepidez.

—Una compañera de la fundación que aún no conoces —dice con una fugaz sonrisa—. Está en prácticas y es un mar de dudas.

Inmediatamente él se siente como un océano de mentiras, pero Sandra le muestra las palmas de las manos y encoge el cuello. Está claro que no pretendía ser una chismosa.

—Ajá —dice escueta y prudentemente—. Yo en realidad venía para hablarte de Carles. Lleva toda la semana fatal. Míralo —lo señala con la barbilla—, está ahí sentado. No sé qué le ocurre. No me ha querido contar nada. Ve y dile algo, anda. Sé buen chico.

Luis afirma comprensivo y se acerca a Carles, que está sentado en el columpio que hay al fondo del jardín.

—Hola, Carles.

—Hola.

—¿Quieres uno de éstos? —le ofrece una bandeja que alguien ha olvidado junto al columpio—. Qué aspecto tan raro tienen, parecen piedras. Seguro que es algún invento naturista de Sandra.

—No, gracias.

—Yo tomaré uno —se introduce uno en la boca y se escucha un crujir de dientes—. Joder, si son piedras de verdad.

La broma no surte efecto. Luis deja la bandeja en el suelo, se apoya en el columpio y se queda mirando a su amigo.

—¿Estás mejor? —le pregunta.

—Sí, no te preocupes.

—Yo en cambio estoy hecho una mierda.

—Al menos tienes una fiesta de cumpleaños.

Luis emite un corto bufido, casi una pedorreta. La fiesta de cumpleaños no soluciona ninguno de sus problemas.

—Lucía acaba de llamarme.

—No me hables de esa mujer, ¿quieres?

—Perdona —Luis remueve las piedras del suelo con su pie derecho—. Había olvidado que ella es tu rival.

—Por partida doble.

El pie se detiene y las cejas se contraen en un inconfundible signo de interrogación.

—¿Por qué dices eso?

—Porque primero me arrebata a Andrés y luego se te lleva a la cama.

—Calla, insensato —replica Luis mirando a su alrededor—. Alguien podría oírnos. Y además, ¿a ti qué te importa si se me lleva a la cama o no?

—Tienes razón. Perdona.

Carles se baja del columpio y comienza a caminar hacia la casa.

—Pero no te vayas, hombre —Luis lo retiene sujetándolo de un brazo—. Pues sí que estamos sensibles. No se te puede decir nada.

—En ese caso no me digas nada.

Luis le busca los ojos.

—Carles —le dice—, es mi cumpleaños. No me jodas. Eres mi mejor amigo, me da igual si homo o heterosexual. Tienes que estar a mi lado. Necesito contarle a alguien lo que me está pasando.

—Para eso escribes tu diario.

—No es lo mismo.

—¿Qué quieres contarme?

—Lo que te había empezado a decir, que hace un momento me ha llamado Lucía para…

Carles hace el amago de empujar a su amigo.

—Basta —le dice con violencia—. Te lo he advertido. No quiero que me hables de esa mujer. No me interesa tu vida extraconyugal. En realidad, no me interesa tu vida. Estoy harto de oírte, llevo años escuchando tus pajas mentales, tus neuras y tus frustraciones. Se acabó.

Luis da dos pasos hacia atrás, como quien necesita más distancia para enfocar la perspectiva que tiene delante.

—Pero, Carles, hombre…

—Me voy.

—No te marches así.

—No me refiero a esta fiesta. Me refiero a este barrio. Voy a mudarme. Ya estoy buscando un piso en el centro.

Luis se acuerda entonces del juego del porqué y el para qué que aprendió en la playa.

—¿Por qué? —dice.

—Porque quiero vivir mi propia vida —contesta Carles.

—¿Es que aquí no vives tu propia vida?

—No, aquí vivo mi vida y parte de la tuya.

Valle sale al jardín y corre hacia ellos.

—Luis, Luis —le reclama muy excitada—. Entra en casa. Hay alguien que ha venido a verte.

Luis inspira el aire de la noche. Sospecha que ha llegado el momento de enfrentarse a la sorpresa que le ha anunciado Cris. Mira a Carles, se disculpa con un gesto de impotencia y entra en casa siguiendo a su hijastra.

Los invitados forman un círculo en torno a un portentoso imitador de personajes famosos, un soberbio animador de fiestas, el auténtico y genuino, el inconfundible payaso Dumbo. Las palmas suceden a las carcajadas, las sonrisas a los silbidos de admiración, los murmullos a las alabanzas. Dumbo triunfa desde el centro del círculo como evidencia la ovación que recibe al finalizar su actuación.

Luis se dirige a su hija Cris mientras aplauden.

—¿Quién os dijo que conocía a este tipo? —le pregunta.

—Fue Carles —responde ella—, y también Pablo —se pone de puntillas para otear alrededor—. Por cierto, hace un rato que no lo veo. Voy a buscarlo.

Y se marcha. Dumbo se acerca a Luis y le da un apretón de manos.

—Felicidades, ingeniero —le dice con su engolada voz de comediante.

—Muchísimas gracias por venir, Pab…, Pa…, Payaso Dumbo —barbotea Luis—. De verdad, no sabes lo mucho que esto significa para mí.

—No exageres.

—No sabía que también hacías humor para adultos.

—No lo hago. Sólo hago humor para niños, pero los adultos también se ríen.

—Será porque también somos niños.

Dumbo compone una mueca de pavor.

—No lo sé —dice con prisas—. Ahora tengo que irme.

—Pero tú también —protesta Luis—. Vaya noche llevo, primero Carles…

—No, en serio, es por Cris, se está mosqueando porque…

La aludida se acerca a ellos con el ceño muy arrugado.

—… no encuentro a Pablo por ninguna parte —dice—. Dumbo, ¿tú lo has visto?

Sin decir una sola palabra el payaso se da a la fuga por las escaleras que conducen a los dormitorios.

—¿Adónde vas? —pregunta ella haciendo el gesto de seguirlo—. Oye, no corras, ¿qué le pasa, papá?

Luis pone cara de póquer.

—Tendrá una actuación en otra parte —dice negando con la cabeza—. Estos artistas hacen bolos en todo tipo de fiestas y convenciones. Llevan muy mala vida.

Cris lo mira con cara de mal disimulado desprecio. Cree que su padre ha bebido demasiado y no dice más que tonterías. Incluso es posible que las tonterías no tengan nada que ver con el alcohol. Lo deja plantado y se dirige hacia las escaleras. Luis duda. No sabe si subir o desentenderse del asunto. Su instinto de supervivencia le aconseja esto último, pero sus piernas lo traicionan y se encamina al piso superior, no sin antes maldecir en voz baja un par de veces. Alcanza a Cris en el rellano y juntos entran en la habitación de invitados, cuya puerta se ha cerrado de golpe un segundo antes.

—Pablo, ¿qué haces aquí? —Cris mira a derecha e izquierda con desconcertante curiosidad—. ¿Dónde está Dumbo?

Pablo tiene la misma cara que el tipo que posó para que Munch pintara su famoso cuadro.

—¿Dumbo? —repite extrañado—. ¿Quién? ¿El elefante?

Cris ladea la cabeza. Quizá necesita una perspectiva vertical para tratar de comprender lo que está sucediendo.

—Acaba de entrar en esta habitación —sentencia dirigiéndose a Luis en busca de un poco de cordura—. Papá, tú lo has visto, ¿no?

Luis mira a Pablo con las cejas muy pero que muy elevadas y los ojos tan desorbitados como puede.

—Mujer, yo, yo cada vez tengo peor la vista —dice tartamudeando mientras descarta la posibilidad de negarlo—, pero diría que sí, que ha entrado aquí.

Pablo también comprende que no puede negar la evidencia.

—Ah, vale —exclama dando una palmada en el aire—, os referís al payaso del hospital…

—Claro.

—Se ha ido…

Transcurren unos segundos de silenciosa expectación. Cris abre las manos pidiendo una explicación más convincente.

—… se ha ido por la ventana —añade Pablo.

—¿Por la ventana? —repite Cris—. Pero si estamos en un primer piso, se habrá hecho daño.

Luis vislumbra la oportunidad de intervenir.

—Vamos al jardín, rápido, hija —le dice despachándola de la habitación—. Puede estar herido y necesitar ayuda —a continuación se vuelve hacia Pablo—. ¿Estás loco?

—Dame un par de minutos —suplica éste.

Luis y Cris desaparecen. Pablo se recoge de nuevo la melena en una coleta, se coloca la nariz postiza y, con movimientos más propios de un intrépido funambulista que de un payaso, sale de la habitación por la ventana.

—Ay, ay…

Dumbo yace tumbado decúbito prono sobre el césped del jardín. Luis y Cris salen por la puerta del salón que da al porche.

—Dumbo, Dumbo —Cris parece muy asustada—. Papá, está aquí, dios mío, ¿qué ha pasado?

Afortunadamente no hay nadie por allí cerca. Los invitados siguen agrupados entre el salón y la cocina. Incluso es posible que, a estas alturas de la fiesta, haya alguno en el baño.

—No sé, he debido de resbalar…

Cris no se atreve a tocarlo. Teme que se haya podido romper algún hueso.

—¿Estás herido? —le pregunta—. ¿Puedes moverte? Iré a avisar a un médico.

—No, déjalo, estoy bien.

Cris está llegando al colmo de la credulidad. Incluso es posible que lo haya rebasado ya y actúe siguiendo la inercia de los acontecimientos.

—Te acabas de caer desde un primer piso —dice colocándose las yemas de los dedos en las sienes, donde percibe la furia de su latido cardiaco—. Lo menos que podemos hacer por ti es avisar a un médico. ¿Dónde está Carles?

—Se ha marchado.

—Entonces iré a buscar a Pablo. No os mováis.

Entra apresuradamente en la casa. Transcurre un segundo, tal vez dos. Sin mediar palabra, Dumbo se levanta del suelo y Luis le ayuda a alcanzar el tejadillo del porche, desde donde puede acceder sin dificultades a la ventana de la habitación de invitados. Por este orden, se quita la nariz postiza, se suelta el pelo, abre la ventana y entra.

—Pablo…

En ese mismo instante Cris abre la puerta de la habitación.

—… Pablo —repite—, te necesitamos abajo. Es una emergencia.

Se calla bruscamente y lo observa con detenimiento, reparando en el deplorable aspecto que presenta.

—¿Qué te ha pasado? —añade—. Estás sin resuello…

—No es nada —contesta Pablo.

—¿Cómo nada? Si estás sudando…

—Sí, es que tengo mucho calor —de nuevo la silenciosa expectación, en medio de la cual Luis entra en la habitación—. Creo que tengo fiebre.

—¿Te duele algo?

—No sé. Quizá estoy empezando a ponerme enfermo.

—Yo creo que hace ya un buen rato que estás enfermo —opina Luis tocándose la cabeza con un dedo.

—¿Por qué dices eso? —pregunta Cris.

—¿No ves la mala cara que tiene? —replica Luis señalándolo con ese mismo dedo.

Pablo se lleva una mano a la frente y compone una mueca de dolor. Cris lo da por imposible. Tal vez más tarde pueda analizar todo lo que está ocurriendo y consiga encontrarle un sentido. De momento tiene que actuar con la máxima eficacia.

—Haz un esfuerzo, venga, deprisa —lo apremia—. Se trata de Dumbo. Se ha caído por la ventana.

—No.

—Vamos, rápido, puede estar herido —se calla de golpe y procesa la respuesta de su novio—. ¿Cómo que no?

—Que no —niega él—. No se ha caído, lo he empujado yo.

—Pablo, ¿qué estás diciendo?

—Lo que oyes. Estaba hasta las narices de ese tío y de su ridícula voz de chiste.