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Indicaciones terapéuticas

De regreso en casa, no he dejado de darle vueltas. Hacía muchos años que no escuchaba esa palabra mágica, tantos que ya casi la había olvidado. Es una voz extraña. Ni siquiera aparece en el diccionario de la Real Academia. Equilicuá. ¿De dónde demonios provendrá? ¿Será un galicismo? ¿Habrá una etimología singular detrás de ella? ¿Habrán subido ya una entrada con su definición en la Wikipedia? No importa. El caso es que Valle la pronunció la otra noche y la devolvió a mi memoria, de donde temporalmente se había esfumado.

Mi padre la usaba muy a menudo. La decía cuando yo acertaba una adivinanza o respondía a una pregunta correctamente, cuando sacaba buenas notas en el colegio o simplemente cuando me portaba como un hombrecito. La usaba para hacerme saber que estaba orgulloso de mí, para darme su aprobación (los psicólogos y los criadores de perros lo llaman «refuerzo positivo»). Por eso forma parte de mi patrimonio anímico y es un estímulo para que mi cerebro produzca endorfinas. No logro comprender cómo he podido vivir tantos años sin recordarla, indolente a su embrujo, sordo a su eco, ajeno a su exótica musicalidad y a la sensación de complacencia que me produce.

Ignoro si mi padre también la pronunciaba para agasajar a mi madre. O para seducirla. Tengo que preguntárselo y, de paso, aprovechar para visitarla más a menudo. Durante el fin de semana he acabado de confirmar que es una indigente vital. No tiene vida propia y se ve obligada a matar el tiempo parasitando vidas ajenas. Salvando los juegos de cartas y alguna que otra visita a un bingo que hay cerca de su casa, tiene pocas aficiones, posiblemente porque su afición preferida es cuidar de los demás, cuidar de nosotros, pero ninguno estamos dispuestos a sacrificarnos por la abuela. No disponemos del tiempo necesario para dejarnos atender, y mucho menos para devolverle las atenciones. Así que mi madre vive en la indigencia y se ve obligada a alimentarse de las migajas de nuestra existencia.

Su cardiólogo y su farmacéutica son su otra familia. Ella misma los denomina así. Cada semana visita a uno de los dos. A veces a los dos. Y se pasa media mañana en el consultorio médico, o media tarde en la farmacia charlando con las dependientas, comentando los efectos secundarios de las medicinas que toma o hablando de sus nietos y sus nueras, una de ellas ex. Y de mí. De ese modo llena buena parte de su tiempo libre, le da forma y lo delimita en las hojas de un dietario hasta completar su semana, como si estuviera sujeta a un horario laboral o escolar, evitando que su existencia sea un desierto sin más horizonte que una línea recta para separar la tierra del cielo, la vida de la muerte.

El problema es que con tanta visita médica de cortesía y tanto relleno de calendario, no hay forma de distinguir lo que es realmente una enfermedad de lo que es un simple entretenimiento. Así que nunca estoy seguro de si sus síntomas responden a dolencias reales o ficticias. Y temo que algún día confunda una cosa por la otra y tenga que lamentarlo después. Quizá debería enseñarle a jugar al juego de Valle, el del porqué y el para qué.

Hace un rato he salido al porche del jardín para compartirlo con Carles, pero no ha querido jugar conmigo. Lo he encontrado cansado, ojeroso y abatido. Hasta diría que sus ojeras procedían de los cauces que las lágrimas excavan en el rostro, como hace la lluvia sobre la tierra cuando cae a raudales. No sé exactamente qué le ocurre pero sospecho que es algo relacionado con su amigo abogado. Quizá se llevan entre manos algún siniestro asunto legal que desconozco.

Apenas sé nada de la vida privada de Carles, lo cual dice muy poco de mí. Le he confesado tantos penosos y ridículos detalles sobre mi existencia que pocas veces he encontrado el momento de interesarme por la suya. Mis problemas han eclipsado los suyos durante los más de diez años que somos amigos. Nos conocimos en un gimnasio haciendo tandas de abdominales y pectorales, en una época de mi vida en que practicaba deporte para mejorar estéticamente a los ojos de Carmen y evitar así que se fijara en otros hombres y me abandonara. O sea, para que no sucediera justamente lo que sucedió, malditas sean esas tandas de ejercicios que no sirvieron más que para provocarme unas insufribles agujetas. Pronto comencé a confiar en Carles y le fui contando mis problemas maritales, mis neuras y temores de perder a la mujer amada, mientras él guardaba un respetuoso silencio o me toreaba con cáusticos comentarios que siempre han tenido la virtud de neutralizar mi angustia, como si Carles se convirtiera por un momento en el clon del espejo, sólo que con voz y sin inversión simétrica (sólo semántica).

Debo prestarle más atención. Es lo mínimo que puedo hacer por quien siempre ha estado a mi lado, tanto en los agotadores bancos de abdominales del gimnasio como en la no más saludable barra del bar de la esquina, paseando conmigo por los laberintos de mi mente o viniendo a vivir junto a mí no sé si en busca de la bonanza de su jardín o de la tormenta de mi hogar.

—Perdona por el retraso.

Luis entra en el comedor del restaurante vegetariano a toda prisa, la camisa por fuera del pantalón, la corbata torcida y el resto de signos que caracterizan a quien todo lo hace corriendo y sin cuidado.

—¿Qué retraso? —responde Sandra—. Llegas puntual.

—¿En serio? —Luis consulta su reloj de pulsera—. Perdona entonces por la muletilla. Creo que, cada vez que llego a un sitio, pido disculpas de oficio, sin comprobar si realmente me he retrasado.

—¿Qué vas a tomar?

El tono de Sandra es aséptico. No deja trascender la razón por la que lo ha invitado a comer. Luis coge la carta que hay sobre la mesa y lee su contenido. La camarera aparece con su libreta para tomar nota.

—No sé si pedir un bistec poco hecho o unas costillas de cordero —dice Luis con cara de niño travieso, pero no provoca ni un asomo de sonrisa en el rostro de Sandra. Y mucho menos en el de la camarera—. Es broma, disculpa, ya veo que no estás para bromas. Tomaré una quiche de puerros y unas berenjenas gratinadas.

—Lo mismo para mí —dice Sandra.

—Póngale lo mismo pero en otro plato —matiza Luis.

La camarera se marcha lanzando un bufido de contrariedad.

—Luis, no trates de hacerte el gracioso. Tengo que hablarte de algo serio.

—Pues tú dirás.

Ella inspira hondo antes de comenzar a hablar.

—Creo que hemos llegado a un punto en que no tiene sentido seguir manteniendo relaciones sexuales usando métodos anticonceptivos.

—Sandra, por dios —se asusta Luis—. ¿Qué quieres: otro niño?

—Déjame terminar. Me refiero a que estoy cansada de tomar píldoras y no me apetece volver a llevar un diu o ponerte un preservativo.

—¿Entonces qué hacemos?

—Uno de los dos debe esterilizarse.

—¡Coño! —exclama Luis justo en el momento en que la camarera deja frente a él su quiche—. No, es que el plato quema una barbaridad, uf…

—¿Qué te parece?

—Bah, no tiene mala cara, pero está poco hecha.

—Luis.

—No sé, qué me va a parecer, que no sé. Eso es lo que me parece.

—Pues es bien sencillo —concluye ella—. O tú te haces una vasectomía o yo una ligadura de trompas.

—No suena muy bien.

—Puede que no, pero no vamos a tener más hijos y estarás conmigo en lo farragoso que resulta estar pendiente de los anticonceptivos, por no hablar de sus efectos secundarios.

—Yo pensaba que los anticonceptivos se usaban precisamente para evitar los efectos secundarios.

Sandra lo mira con mal disimulado desprecio.

—Qué graciosillo has venido —le dice irónica—. No comprendo cómo no has sido capaz de vender uno solo de tus hilarantes guiones de televisión con esa vis cómica que tienes.

El golpe alcanza a Luis a la altura del hígado.

—No es necesario que me ofendas —replica con una mueca de dolor.

—¿Tú estás dispuesto a hacerte una vasectomía? —contraataca ella.

—Yo, no sé —Luis se limpia la boca con la servilleta—. No, supongo que no.

—Pues a mí tampoco me hace mucha gracia lo de la ligadura de trompas, así que ya me dirás qué hacemos.

Luis estira la cabeza y abre mucho los ojos, como una tortuga a punto de desovar.

—Nada —dice como si pronunciara una obviedad—, no hacemos nada y en paz.

—Eso no es una solución. Hay que razonar.

Luis no puede ocultar la sombra del miedo en sus ojos. ¿Razonar con su dialéctica y sesuda mujer? Opta por empezar a comer con la esperanza de que Sandra le permita hacerlo como es debido, con la boca cerrada y en silencio, pero no.

—Empieza tú —sugiere ella—. ¿Por qué no estás dispuesto a hacerte una vasectomía?

Luis resopla molesto. Deja el tenedor y el cuchillo sobre la mesa y aletea con las manos como si quisiera salir volando de allí.

—Mujer, pues porque no, vaya gracia, así, de pronto, entrar en un quirófano sin estar enfermo ni nada parecido, además…

—Además, ¿qué?

—No, nada.

Luis retoma con presteza los cubiertos y continúa comiendo.

—Si no hablamos con claridad no llegaremos a ningún acuerdo —dice Sandra.

—Está bien —admite Luis emitiendo un corto suspiro—. No me parece justo que sea yo quien tenga que esterilizarme cuando tú estás mucho más cerca de…, o sea de…, déjalo, en serio, Sandra, no he dicho nada.

Y deposita los cubiertos sobre el plato.

—¿Quieres hacer el favor de terminar?

—No tengo apetito.

—Me refiero a tu discurso, idiota.

—Pues que los hombres, los hombres somos más… duramos más… —tose incómodo y vuelve a limpiarse la boca con la servilleta—. Me refiero a que los hombres somos fértiles hasta el final de nuestras vidas. En cambio las mujeres dejáis de serlo a una determinada edad.

—¿Cómo te atreves?

Sandra le clava los ojos con intenciones criminales. Luis comienza a negar repetidamente con la cabeza.

—Lo sabía, lo sabía —dice como si estuviera hablando consigo mismo—. Mierda, sabía que me estaba metiendo en la boca del lobo y que iba a cagarla.

—¿Tú sabes lo que acabas de decir, pedazo de machista retrógrado, injusto e insolidario? —a Sandra se le escapan las palabras por las comisuras de los labios. Quizá debería usar su servilleta para limpiarse—. ¿Ese es el concepto que tienes tú de una pareja? ¿Que cada uno considere su fertilidad por separado?

Luis cierra los ojos sin abandonar el armónico movimiento negativo de su cabeza. Parece un autómata aquejado de Parkinson.

—No he querido decir eso —replica—, pero es un hecho real, natural —y se crece—. ¿No andas tú predicando todo el día sobre las bondades de la naturaleza? Pues ahí tienes un ejemplo. El cuerpo de un hombre es fértil hasta el final de su vida mientras que el de una mujer no. No son argumentos machistas ni feministas. Es una verdad tan evidente y poco cuestionable como que los hombres tenemos barba y las mujeres no. Ni más ni menos.

Dicho lo cual deja de negar con la cabeza y es Sandra quien comienza a hacerlo.

—La naturaleza no es la selva, Luis —dice—. La civilización también es parte de la naturaleza. Cuando una pareja forma un hogar deja al lado sus individualismos y crea un ente reproductor único. Si yo pierdo mi fertilidad dentro de unos años, ¿para qué quieres tú la tuya?

Luis no puede evitar un gesto de disgusto. No soporta ese tono docente y esa displicencia doctoral que encumbra a su esposa hasta el limbo de los intocables. Seguramente por eso decide proseguir la discusión, sin darse cuenta de que está tratando de tocar lo intocable.

—Ahora la injusta eres tú, Sandra —sostiene con firmeza—. Mi fertilidad es mía, es inherente a mi condición masculina. No puedes reclamarla como tuya por formar parte de ninguna entidad.

—No has respondido a mi pregunta —insiste ella—. Quiero saber para qué sirve la fertilidad de un miembro de la pareja si el otro ya no es fértil.

—Pues, no sé, para nada, supongo, pero ¿y si a ese otro miembro le sucede algo y muere? ¿Y si la pareja se separa? ¿Qué ocurre entonces? El hombre puede volver a concebir la vida como fruto de otra relación.

—Sí, con una muchachita veinte años más joven que él, ¿no?

—No necesariamente.

—Eres un inmaduro y un machista, ¿lo sabías?

Se ha levantado furiosa, haciendo restallar la servilleta contra la mesa, como si fuera un látigo y quisiera golpearme la espalda con él, y se ha ido dejando tras sus pasos una densa estela de rencor. Entonces he comenzado a notar una creciente picazón en el mismo glande, justo alrededor de la cicatriz que me quedó tras la operación de fimosis, que es un lugar muy especial de mi anatomía, el termómetro de mi estado anímico. Al principio he creído que el picor era causado por las todavía dolorosas quemaduras del sol, pero luego he advertido que no era una cuestión dermatológica, sino el principio de un prometedor estado de excitación. Quizá una simple venganza fisiológica contra los insultos de Sandra.

Al instante he pensado en Lucía y en el gatillazo de la otra tarde, una reacción causa-efecto típicamente masculina (yo diría más bien típicamente cuadrúpeda). Me ha faltado el tiempo para llamarla y quedar con ella, aunque no estaba seguro de si querría verme. Por suerte para mi glande no ha interpuesto ninguna excusa. Estaba sola en casa y no tenía ningún plan. Sus palabras se han acoplado a mi excitación como una ráfaga de viento al perfil de las palas de un aerogenerador, proporcionándome una erección en toda regla. La picazón del glande se ha extendido entonces a todo el pene.

He pagado la cuenta y he entrado en el baño del restaurante para aplicarme una buena dosis de la pomada antiquemaduras que llevaba en el bolsillo. Buscaba un poco de alivio pero inmediatamente he sentido la imperiosa necesidad de masturbarme allí mismo y eyacular de una vez. Si no lo he hecho ha sido para no malgastar mis energías. Soy ingeniero y sé de lo que hablo. La energía no sólo no se crea ni se destruye, sino que además puede almacenarse para ser utilizada en el momento oportuno. En la fundación subvencionamos varios proyectos técnicos destinados a este fin (¿a cuál?, ¿a almacenar la energía de la polla?).

Me he plantado en casa de Lucía en apenas unos minutos, tal vez porque una parte de esa energía se ha transformado en un brioso movimiento de piernas y brazos. Lucía me ha abierto la puerta con una sonrisa de bienvenida y un mechón de cabello dividiéndole la cara en dos mitades idénticas, como si fuera un espejo donde se reflejaran. Llevaba un ceñido vestido de algodón que le llegaba hasta medio muslo y dejaba entrever los perfiles de su ropa interior. El glande estaba a punto de explotar (pum).

—¿De verdad crees que me he portado como un machista?

Luis formula la pregunta después de haberle contado a Lucía su discusión con Sandra. Ella medita su respuesta mientras lo mira con curiosidad. No esperaba que aquel ingeniero-guionista que salió huyendo precipitadamente de su cama volviera por allí tan pronto. Y menos que lo hiciera para confiarle sus discusiones maritales.

—Sí, lo has hecho —dice al fin—. Sandra tiene razón. Las expectativas de reproducción son finitas para la mujer y no es justo mostrarse insolidario.

Luis se encoge de hombros como quien se resigna al dictado de una mayoría, pero se da cuenta de que Lucía no ha terminado de pronunciarse.

—Pero —añade ella sonriendo— tú no eres responsable de cómo funciona la naturaleza, así que no debes sentirte culpable.

Luis resopla como un caballo impaciente.

—Creo que en el Ministerio de Asuntos Exteriores quedan plazas vacantes para diplomáticas —dice—. Puedes ir a apuntarte, lo harías muy bien.

—No bromees. Me pongo en el lugar de Sandra y la comprendo muy bien.

Luis sonríe para sus adentros, ocultando los labios dentro de la boca y apretando los dientes. La incondicional comprensión que manifiestan por igual hombres y mujeres hacia los problemas de su sexo le parece irrisoria.

—En fin, perdona —concluye cambiando de tercio—. Vengo aquí inesperadamente, después de no haber dado señales de vida durante unos días, y te castigo con este absurdo dilema. ¿Cómo estás?

—No sé qué decirte.

—¿Qué sucede?

—Es mi ex, el supuesto homosexual, Andrés, ¿te acuerdas?

—Claro.

—Me ha pedido que volvamos a tener relaciones.

—¿Pero no era homosexual?

Lucía deja caer pesadamente los brazos sobre los muslos.

—Parece ser que no —responde—. No lo entiendo. Ha pasado unos días con un antiguo novio, tratando de aclarar su cabeza y su cuerpo, con el disparatado propósito de averiguar si es homo o heterosexual.

—¿Y?

—Dice que no es homosexual porque no ha funcionado con su amigo, a quien por cierto ha debido de dejar hecho polvo. También me pongo en su lugar y lo compadezco.

—Joder. ¿Y tú, tú…? —Luis se trastabilla con las palabras. Tiene varias preguntas en la cabeza—. ¿Lo quieres? ¿Lo aceptas? ¿Te da igual que sea bisexual?

—No lo sé. Estoy hecha un lío. La verdad es que me gusta —se detiene, inspira y espira—. Perdona que te hable así, tú también me gustas, no creas que me acuesto con el primero que aparece en mi vida, pero es distinto, ¿sabes?

—Sé.

—No te ofendas, pero contigo no me veo de pareja.

—Ya.

—Tú eres el padre de uno de mis alumnos, un ejecutivo interesante y diferente, la encarnación de una fantasía erótica para pasar un buen rato. En cambio él es un candidato para convertirse en algo más. ¿Seguro que no te estás ofendiendo?

—Por el momento no —replica Luis, que también está hecho un lío—. Si me ofendo más adelante, te lo haré saber.

—Es que no sé si me explico —insiste ella—. Es más joven que tú y más cercano a mi mundo, está soltero y quiere sentar la cabeza. Dice que en su profesión es importante sentar la cabeza al alcanzar una determinada edad. Ya te dije que era abogado, ¿recuerdas?

Luis ya no recuerda nada. No puede más. Ha dejado de prestar atención a las palabras de Lucía y trata de apartar el mechón de cabello que ha vuelto a dividir su rostro en dos mitades. Al hacerlo se aproxima a ella e intenta besarla.

—¿Qué haces? —pregunta ella apartándose.

—Quiero compensarte por lo del otro día.

Ella lo mira entre divertida e intrigada.

—Lo del otro día no tuvo ninguna importancia —sonríe y se encoge de hombros—. No hace falta que me ofrezcas un desagravio sexual, Luis, de verdad.

—No estoy ofreciéndote ningún desagravio —replica él—. Simplemente quiero follar contigo.

Su excitación lo conduce al borde del delirio lingüístico. Si en este instante le hicieran un análisis de sangre le saldría una sobredosis de endorfinas que superaría los límites permitidos por la ley, y el guardia urbano podría ponerle otra multa. Lucía se deja contagiar por su vitalidad. Quizá no se ha dado cuenta de que parte de esa estimulante energía proviene del despecho que siente Luis tras su discusión con Sandra. O quizá sí lo ha hecho y le da igual. En cualquier caso se levanta y, tal como hizo la otra vez, le ofrece la mano para conducirlo a su dormitorio. Luego sólo se escucha el rumor de sus voces.

—Tranquilo, no seas impaciente. No querrás terminar antes de comenzar.

—No.

—Así, ven aquí, trae, ¿qué es esto?

—Pomada.

—¿Pomada? No puedo ni cogerla, ¿qué ha pasado?

—Me quemé en una playa nudista.

—¿En serio? No te creo, a ver, es verdad, pobrecito. ¿Te duele?

Aullido de dolor afirmativo, después del cual Luis añade algo en voz muy baja.

—De acuerdo, me callo —concede ella—, ya me callo, pero antes déjame que te ponga un preservativo. No te preocupes, lo haré con mucho cuidado, así, poco a poco, ya está. ¿Te ha dolido mucho?

Nuevo aullido de dolor, igualmente afirmativo.

Mientras hablaba, Lucía irradiaba calidez y luz, como una lumbre. Sus palabras crepitaban en su boca y sus ojos centelleaban en la penumbra hasta producirme un enorme calentón con su correspondiente erección de cuadrúpedo (¿ves?). Hacía muchos años que no reaccionaba con tanta contundencia a los estímulos de la excitación sexual. El pene parecía de acero inoxidable, pero ardiendo. Con los ojos cerrados he comenzado a acariciar y besar su cuello y sus hombros. Durante un rato he creído estar en un paraíso ultraterrenal. He creído estar muerto. Su cuerpo me ha traído recuerdos de Carmen, lo mismo que mi virilidad, tan oportuna y dispuesta. Sólo que, al contrario de lo que me sucedía entonces, hoy no he sufrido ninguna urgencia por eyacular, seguramente porque no es amor, sino puro deseo lo que me despierta Lucía y no he sido presa de aquel alienante sinvivir que me impedía coordinar los sentidos con la voluntad. En vez de eso me he comportado como el más avezado de los amantes. He sido elegante pero implacable, amoroso pero agresivo, sensible pero viril (y, lo más importante, con un pene de acero inoxidable). Más de quince minutos de penetración en toda regla, disponiendo ahora una postura, luego otra, despacio y deprisa, sensual y frenéticamente he entrado y salido tantas veces de su cuerpo que he acabado corriéndome dos veces. Y, a juzgar por la frecuencia y longitud de sus gemidos, lo mismo puedo decir de Lucía. Ha sido portentoso, casi mágico.

Lo único que no acabo de explicarme es adonde demonios ha ido a parar el preservativo que ella me había puesto. No lo he encontrado ni en el pene ni en sus alrededores. Supongo que, una vez liberado de la erección y ayudado por el exceso de pomada, ha resbalado y caído sobre la cama cuando hemos terminado.

—Carles, Carles.

Luis atisba de puntillas en el jardín de su vecino. Éste se asoma con cara de pocos amigos, como quien está enfermo. O se acaba de despertar de un mal sueño.

—¿Qué pasa? —pregunta por pura cortesía, sin el menor indicio de interés.

A Luis le cuesta trabajo hablar en voz baja. Está muy excitado.

—No te lo vas a creer —dice—, pero creo que tu amigo el abogado es maricón.

—¿Qué?

—Lo que oyes —se pone el dedo en la boca y mira alrededor—. Aquí no puedo hablar, entremos en tu casa.

—No me encuentro bien —alega Carles—. Voy a acostarme.

Y hace ademán de marcharse, como si la noticia no le hubiera impresionado. Luis lo retiene, sujetándolo firmemente por el brazo.

—Espera un momento —le pide—. Es que no quiero que nos escuche Sandra. Hoy hemos tenido una buena. En fin, perdona, te decía que me he acostado con la profesora de Everest.

Carles lo mira con párpados cansados.

—Luis, por favor, ¿qué dices?

—No, bueno, quiero decir, que sí, macho, que me la he tirado —hace una pausa y esboza una ridícula sonrisa—. Así, como suena, un sueño de criatura, dios, lástima de canas, si tuviera unos años menos…

Carles no muestra ningún signo de complicidad.

—¿Eso es lo que querías decirme? —pregunta.

—No, quería hablarte de tu abogado. Se llama Andrés, ¿verdad? —Carles asiente—. Según parece mantenía una relación con Lucía.

—¿Lucía?

—Sí, la profesora de Everest. Luego cortaron porque él quería comprobar si era o no homosexual con la ayuda de un amigo suyo. Y al final ha resultado que no lo es y le ha propuesto a Lucía retomar su relación.

—Ya lo sabía.

—¿Ah, sí?

—Sí. El amigo era yo.

—¿Tú?

—Luis, por favor, déjame solo.