5

Precauciones de uso

Me estoy tomando una taza de caldo que ha debido de preparar Sandra. Hay que ver qué sabor tan extraño tiene. No sé cómo puedo soportar estos alimentos dietéticos. Seguramente llevará copos de germen de trigo, levadura de cerveza en polvo y perlas de aceite graso omega tres (sí, y épsilon catorce). Qué asco. Pero, en fin, al menos está caliente y me ahorra el esfuerzo de andar cocinando a estas horas de la noche.

Hablando con Carles me ha venido a la cabeza una escena de la película Abril, de Nanni Moretti. Es su cumpleaños, un amigo suyo tiene una cinta métrica entre las manos y le pregunta: «Nanni, ¿cuántos años piensas vivir?, ¿setenta, setenta y cinco?». Nanni responde con despecho: «Ochenta», dice. Su amigo muestra ochenta centímetros en la cinta métrica. «Hoy cumples cuarenta y cuatro, ¿no?». Nanni asiente. Su amigo enrolla cuarenta y cuatro centímetros, deja al descubierto la siniestra diferencia y se la entrega a modo de regalo: «Felicidades».

Supongo que estoy afectado por la nostalgia del futuro, esa amable promesa que durante toda mi vida ha sido más larga que el recuerdo del pasado y que ahora —indefectible, cruelmente— comienza a ser más corta. ¿Cuál es la esperanza de vida de un hombre de mi tiempo? ¿Setenta y ocho años? Dentro de poco cumpliré cuarenta y cuatro, como Nanni, lo que arroja un saldo a mi favor de tan sólo treinta y cuatro centímetros de vida. Y eso si todo va bien y no me da el patatús antes de hora (tranquilo, que para eso tomas el épsilon catorce).

Siempre creí que un hombre de cuarenta años era una persona en la cumbre de su vida, un profesional de éxito y un padre paciente y virtuoso, pero desde hace tiempo sospecho que estoy muy lejos de alcanzar ninguna cumbre. O peor todavía, quizá ya estoy en ella y, a juzgar por la total ausencia de vértigo que me provoca, no es tan elevada como yo esperaba. Puede decirse que he tocado techo como persona, profesional, padre y amante. He culminado mi carrera ascendente. Los centímetros que me restan de vida han de ser un inevitable y prolongado descenso que, considerando lo que ha pasado esta misma tarde, es probable que haya comenzado ya.

Nada menos que he desaprovechado la ocasión de acostarme con un bombón de veintiséis años. No comprendo lo que me ha sucedido, pero sospecho que buena parte de la culpa la tiene el clon del espejo (seguro, los clones de los espejos son lo peor). Nuestras miradas se han cruzado un segundo en el espejo del dormitorio de Lucía, el tiempo suficiente para consumar la mutua delación. Si tú te acuestas con Lucía yo me acuesto con su clon. Un chantaje reflejado de derecha a izquierda. O quizá no, quizá lo que ha pasado es que me he sentido utilizado por ella, como si su invitación al sexo no hubiera sido un acto de amor libre y sincero, sino el fruto del despecho que le produjo ser rechazada por el abogado homosexual.

Mañana la llamaré para desagraviarla, aunque no sé cómo hacerlo. Tal vez le confiese que sufro alguna clase de enfermedad contagiosa o que yo también soy homosexual (o impotente). No, no. ¿Qué cojones estoy diciendo? ¿Cómo voy a mentirle después de lo ocurrido? Debo decirle la verdad y admitir que es demasiado joven para mí, que su juventud me abruma, me paraliza, que su cinta métrica tiene casi sesenta centímetros por delante, que su futuro es dos veces y media superior a su pasado, que su nostalgia del futuro es por tanto implanteable, e incluso que podría ser mi hija Cris, con la que apenas se lleva unos años de diferencia. ¿Cómo iba a acostarme con ella? ¿Y cómo no hacerlo, si somos dos adultos heterosexuales deseosos de expresar la vida a través del sexo?

Hace un rato he visto el bolso de Cris en la cocina. Se lo ha debido de dejar olvidado esta tarde, cuando ha venido a hacer el trabajo de anatomía. Sin poder contener mi ansiosa curiosidad, he hurgado en su interior en busca de alguna pastilla o algún otro rastro sospechoso que la delatara, pero sólo he hallado una caja de píldoras anticonceptivas y dos condones. Me he cabreado. Y mucho. No me ha quedado otro remedio que recurrir a ese ejercicio de razonamiento al que me referí el otro día para comprender que tanto las píldoras como los condones son medios de protección de mi hija, seguros de vida y accidentes para evitar que su futuro se comprometa por culpa de un inoportuno embarazo.

Mi ejercicio de razonamiento ha comenzado hablando en voz alta: «Es por su bien, es por su bien, es por su bien». Así cinco minutos. Luego me he liado a puñetazos con los cojines del sofá, he hecho tres tandas de veinte flexiones en el suelo, me he lavado la cara con agua fría doce veces, he dicho la palabra «mierda» en varios tonos —e idiomas— y he blasfemado contra todos los santos que me sé —y son unos cuantos, herencia de mi educación en un colegio de curas—. Por fin me he calmado (los ejercicios de razonamiento van fenomenal para calmarse), aunque no lo suficiente como para irme a dormir con garantías de conciliar el sueño. Así que, sin otra cosa mejor que hacer, me he conectado a internet con el propósito de seguir la pista que Cris dejó abierta el otro día.

He estado navegando sin rumbo fijo de una web a otra hasta que en una de ellas, quizá en la menos colorida y la más parca en recursos gráficos, se ha desplegado una ventana solicitando mi nombre de usuario y una contraseña. He tecleado mi nombre en el primer campo y el de Lucía en el segundo, pero el sistema no me ha admitido. Tenía que introducir la contraseña de Cris. He tratado de adivinarla usando todas las armas que tenía a mi alcance, esto es, mi conocimiento de sus hábitos y gustos, mi intuición casi femenina, mi inteligencia analítica y hasta un poco de la ingenuidad adolescente que todavía conservo (¿y por qué con tanto arsenal deductivo no se te ha ocurrido registrarte como un nuevo usuario?).

Usuario Cris y contraseña Pablo. Incorrecto. Cris y Álex, tampoco, Cris y Ruiz, Cris y Carmen, Cris y Luis (ésta fue a la desesperada, reconócelo), Cris y éxtasis, Cris y Brad Pitt, Cris y Lady Gaga, Cris y Cristiano Ronaldo, Cris y su número de móvil, Cris y tina. No he tenido suerte (¿a pesar de tu intuición casi femenina?). Las combinaciones eran infinitas por aleatorias e inconexas. Se trataba de una misión imposible. Justo cuando estaba al borde de tirar la toalla he visto una pelotita intermitente que decía regístrate ahora y he procedido (¿ves?). Nombre de usuario Luis contraseña imbécil. Y adentro.

El calmoso océano de internet se ha convertido entonces en un mar embravecido de pantallas que salpicaban con violencia ante mis ojos para acumularse después en la barra del navegador. Un espectáculo colorista que ha terminado recalando en una discreta página que sólo contenía un texto escrito en inglés. Alguien solicitaba mi correo electrónico desde el anonimato, no sin antes advertirme de que tanto mi dirección como la suya iban a ser convenientemente codificadas y decodificadas para que nadie pudiera rastrear nuestras verdaderas identidades. Pese a que yo deseaba seguir profundizando en la materia, la página ha mostrado otro mensaje prometiendo noticias en pocos días y me ha expulsado de la red.

He estado pestañeando durante unos segundos sin acabar de creer lo que había visto. Y sin haberlo entendido, lo cual ha dejado mi estado de ánimo tan agitado como el oleaje que han levantado las pantallas de internet. No tengo sueño. De buena gana despertaría ahora mismo a Sandra y le haría el amor. Sé que no sería un polvo honesto, entre otras razones porque el calentón que llevo encima me lo ha causado otra mujer, pero ella también es culpable de que no me haya acostado con Lucía (claro, es lo que se conoce como responsable subsidiaria del calentón). Sin embargo no puedo ni debo hacerlo. Lo más probable es que Sandra sospechara algo raro y puede que todo acabara en un triste gatillazo. Los remordimientos y las erecciones no hacen buena pareja.

—Estos cereales no me gustan —dice Everest mientras desayuna—. Saben a ácido fólico, hierro, manganeso y vitaminas B29 y B52.

Luis entra en la cocina recién duchado, el cabello aún húmedo, la corbata sin anudar, la camisa al vuelo. Por este orden, alborota el pelo de Everest, besa a Sandra y acaricia la mejilla de Valle.

—Everest —le reprende su madre—, deja de mezclar los aviones con las vitaminas y termina de desayunar. ¿De qué color quieres el té, Luis? ¿Blanco, verde, rojo o negro?

—No quiero té, gracias. Tengo el estómago algo revuelto. Quizá me sentó mal el caldo que tomé anoche.

—¿Dónde cenaste?

—Aquí —Luis señala hacia la vitrocerámica—. Tomé un tazón del caldo que hay en esa olla.

Sandra no puede evitar una mueca de pavor.

—¿Qué dices Luis? —exclama o quizá interroga—. ¿Tú sabes lo que hay ahí dentro?

—Pues un hueso de jamón o de pollo, supongo —responde él—, qué sé yo.

Con idea de comprobarlo personalmente se dirige hacia la olla, levanta su tapa e introduce un cazo.

—Dios, ¿qué es esto? —esta vez la mueca de pavor es suya—, ¿pero qué cojones es esto?

—Tranquilízate, Luis, te lo ruego.

—Pero si parece, si parece…

No se atreve a decirlo.

—Es una calavera —le informa Sandra.

—¿Una qué? ¿Una calavera? ¿Pero qué hace una calavera en el caldo, Sandra? No pretenderás hacerme creer que tiene mucho fósforo, ¿o sí? ¿Qué clase de receta es ésta?

—No es ninguna receta, Luis. Cris vino a cocerla ayer. Es del osario común del cementerio. La necesita para sus clases de anatomía.

—¿Entonces no es un caldo?

—Me temo que no —Sandra le pone una mano en el hombro—. ¿Cómo no te diste cuenta?

—Estaba oscuro, era tarde… —responde él—. No sé, la verdad es que en esta casa se comen cosas tan raras que no me sorprendí.

—¿Tomaste mucho?

—¿Por qué lo preguntas? —Luis retrocede dos pasos—. ¿Es venenoso?

—No, tranquilo, no es venenoso.

—Es como si te hubieras bebido el agua de fregar el váter —sintetiza Valle con uno de sus gráficos ejemplos.

—Gracias, Valle, eres muy amable —Sandra la mira con una ceja más alta que otra. Luego se vuelve hacia su marido—. ¿Estás bien?

—No —confiesa éste—. Me siento como un caníbal, un antropófago, un náufrago que se hubiera zampado a otro miembro de la tripulación. Será mejor que me tome un poco de sal de frutas.

—¿Sal de frutas ahora, para qué?

—Para hacer la digestión.

—Hace horas que has hecho la digestión —Sandra sonríe tratando de contagiar a Luis—. Desayuna tranquilo y no le des vueltas a la cabeza.

Luis vuelve a arrugarse.

—¿No podías haberlo dicho de otro modo? —protesta.

—¿Qué te apetece comer? —pregunta ella dirigiéndose hacia el frigorífico.

—Me tomaría una pierna asada de señor gordo, calvo y con bigote, no te digo —responde Luis y luego suspira—. No creo que sea capaz de volver a comer nada en toda mi vida.

—Hazte vegetariano.

Es lo que propone Dumbo, tras escuchar el ridículo episodio que le acaba de contar Luis en la sala de espera del hospital.

—No es mala idea —acepta éste—. Así no correría riesgos innecesarios.

—Entonces, ¿te has puesto enfermo? —pregunta el payaso, aproximándose a él para mirarlo a los ojos y comprobar su aspecto.

—No, no —se aparta Luis—. He venido a recoger unos informes médicos.

—Ya, por lo de Kilimanjaro, ¿no?

—Es Everest.

—Lo sé, sólo estaba bromeando.

Luis ladea la cabeza. Parece estar a punto de emitir un ladrido de sorpresa.

—Te pones muy serio cuando bromeas —dice.

—Es que el humor es una cosa muy seria.

Resulta evidente que Luis se muere de ganas de ver su actuación otra vez.

—Dumbo, verás —sólo le falta desplegar una rosada lengua y mover la cola—, me gustaría… ¿Puedo verte actuar como el otro día?

El payaso sonríe entre halagado y divertido. Se acerca al mostrador, coge un listado de una bandeja en la que pone su nombre, lo repasa por encima y se dirige hacia la primera puerta del pasillo. Luis lo sigue en silencio. Dentro de la habitación yace un niño ojeroso y pálido que lloriquea junto a su madre. Dumbo se aproxima a la cama.

—¿Qué te pasa? —le pregunta.

—El médico acaba de decirle que tiene que pasar otras dos semanas en el hospital.

La voz de la madre suena quebradiza. Sus ojos saltones están húmedos. Sus manos juntas.

—¿Y por eso lloras? —Dumbo se vuelve hacia Luis con insólita resolución—. Luis, ¿tú has oído?

El aludido trata de seguirle la corriente pero no puede evitar que su rostro se congestione. Parece un payaso con la cara maquillada de rojo sangre.

—Es increíble —acierta a decir.

—¿A que sí? —continúa Dumbo—. Pues no dice el desagradecido que no quiere estar en el hospital…

—Con lo bien que se come aquí —exclama Luis viendo una bandeja con los restos del desayuno encima de la mesilla.

—Eso, y los pocos deberes que mandamos… ¿Es que prefieres ir al colegio y tener que aguantar a esa profesora tuya tan insoportable? ¿Cómo se llama? Sí, hombre, si lo tengo en la punta de la lengua, mira.

Y le saca la lengua.

—Isabel —responde el niño.

—¿Isabel? —Dumbo hace un exagerado aspaviento—. Tú conoces a Isabel, ¿no, Luis?

—¡Isabel! —repite Luis negando con la cabeza—. No puedo creerlo.

—¿Te refieres a la Isabel que pone exámenes sorpresa, castiga, grita, manda montañas de deberes y llama por teléfono a tus padres cuando te portas mal?

La madre del pequeño está a punto de decir algo, seguramente un alegato en favor de la malparada maestra, pero Dumbo se lo impide con un tajante gesto de la mano y una rápida mirada.

—Si pudiera —prosigue volviendo a dirigirse al niño—, la cocería a fuego lento y me tomaría una taza del caldo resultante, ¿tú no, Luis?

—¿Qué? ¿Yo? —los ojos de Luis parecen ahora más saltones que los de la madre del pequeño—. Ah, pues claro. A mí me encanta comer esqueletos humanos. Precisamente esta mañana he desayunado caldo de un señor que tenía tres dioptrías en cada ojo…

—¿Cómo lo sabes?

—Porque me he atragantado con sus gafas. Compruébalo tú mismo —añade quitándose las suyas—: tres dioptrías en cada lente, ni una más ni una menos.

Hace ya unas frases que el niño ha esbozado una tímida sonrisa, pero es justo al escuchar las palabras de Luis cuando rompe a reír de forma intermitente, como en un sollozo de risa. La madre no sabe si mudar la severidad de su rostro, echarse a reír, aplaudir o pedir el libro de reclamaciones. Sin darle tiempo a decidir una cosa u otra, Luis y Dumbo se despiden apresuradamente de ella y salen al pasillo. Luis también está aturdido.

—¿No nos hemos pasado un poco? —pregunta con la sensación de que en realidad se han pasado mucho más que poco.

—Sí, lo hemos hecho —acepta Dumbo muy serio—. Pero era la única manera de arrancar una carcajada a ese niño.

—¿Cómo puedes estar tan seguro?

—Llevo años en este oficio. A estas alturas sé perfectamente lo que hace falta para provocar una carcajada infantil. Puedes creerme. Normalmente basta con un simple tropiezo, una mueca o un juego de palabras, pero a veces hay que rozar los límites de lo permisible, incluso sobrepasarlos si es necesario, como acabamos de hacer. Ese niño lleva aquí más de un mes y siempre está muy abatido. En realidad, es la primera vez que lo oigo reírse de verdad.

—¿Tan importante es conseguir que se rían?

Dumbo se mira a sí mismo, empezando por el pecho, continuando por el vientre, las piernas y los pies, como si quisiera comprobar que sigue entero.

—Soy un payaso —dice.

—Tal vez bastaría con que sonrieran y se entretuvieran un rato.

—No, lo importante es que se rían, que sus cuerpos se agiten y sus músculos se contraigan. Sólo así se benefician de las virtudes de la risa. ¿Tú sabes lo que son las endorfinas?

Luis espira violentamente por la nariz, como un toro a punto de embestir.

—Me temo que sí —masculla.

—Pues en ese caso no tengo que darte más explicaciones. Igual que los médicos y los enfermeros administran sus medicinas, yo receto endorfinas. Y tú también, porque ese niño se ha reído gracias a ti.

Luis se queda pensativo, puede que recordando los cientos de chistes fáciles y situaciones cómicas que ha escrito en sus guiones televisivos con la intención de provocar amables carcajadas.

—Tienes madera de payaso —añade Dumbo.

—Lo tomaré como un cumplido.

—Deberías dedicarte a esto de manera profesional, como yo, aunque en cierto modo ya formas parte del mundo de la farándula, ¿no?

—No.

—¿No me dijiste que eras escritor de comedias?

—Eso es otra cosa —matiza Luis—. Soy ingeniero industrial y trabajo en una fundación dedicada al desarrollo de las energías alternativas.

—Ah, vaya, ya salió esa vieja conocida —exclama Dumbo decepcionado—. Hacía tiempo que no la escuchaba.

Luis mira a derecha e izquierda buscando a la vieja conocida de Dumbo.

—¿De quién hablas? —pregunta.

—De la vanidad, ¿de quién va a ser?

—No me malinterpretes.

Dumbo estira la boca como si sonriera, pero no sonríe.

—Déjalo —dice con un rápido movimiento de su mano derecha—, ¿te gusta el cine?

—Claro.

—Ve a un videoclub y alquila Vive como quieras de Frank Capra, luego vuelve por aquí y hablaremos de la vanidad.

—¿Pero…? —Luis se siente confuso.

En ese momento suena su teléfono móvil.

—¿Qué es ese ruido? —pregunta Dumbo.

—Es mi móvil.

—Suena como una jaula de grillos.

—Eso es exactamente lo que es.

—Contesta, por favor —sugiere el payaso dispuesto a marcharse—, yo tengo que continuar mis visitas.

Luis saca la jaula de grillos del bolsillo.

—Hola, Sandra —dice comenzando a caminar hacia la sala de espera—. La compra, ¿qué pasa con la compra? Ah, que tengo que hacerla, sí, perdona. No, no, claro que no lo había olvidado —su gesto de desconcierto contradice sus palabras—. Ya, para el fin de semana, por supuesto. ¿En la playa? ¿Con mi madre? —el desconcierto se convierte en aturdimiento—. No, no me sorprendo, claro que me acuerdo, ¿por quién me tomas? Que sí, mujer, cómo se me iba a olvidar la lista de la compra, qué cosas dices —Sandra añade algo más—. ¿El estómago? Bien, no sé, ¿por qué lo preguntas? Ah, la calavera, casi lo había olvidado. Gracias por recordármelo, ahora se me acaba de revolver otra vez. Hasta luego.

Al infierno con la memoria selectiva y los cursos de reglas nemotécnicas que he recibido a lo largo de mi vida profesional. Había olvidado por completo que íbamos a pasar el largo fin de semana en nuestro apartamento de la playa, contando además con la siempre inquietante compañía de mi madre. Y tenía que hacer la compra sin ningún criterio determinado, pues también había olvidado la maldita lista de la compra. Si al menos le hubiera echado un vistazo antes de salir de casa habría recordado el diez por ciento de lo que había apuntado, pero no lo hice. Mierda. No había escapatoria posible, así que he deslizado el coche en el inmenso buche de una gran superficie y me he dispuesto a realizar un enorme (y pésimo) ejercicio de improvisación, tratando de evitar los alimentos que están prohibidos en casa por contener cantidades excesivas de sal, perversas grasas saturadas, malignos azúcares u otros nocivos aditivos alimentarios.

Las grandes superficies me hacen sentir miembro de un ente superior en lugar de un verdadero ente individual. Decididamente no me gustan. Carles tiene una teoría para explicarlo. Dice que en el instante en que colocamos las manos sobre el manillar del carro de la compra perdemos nuestros atributos personales y pasamos a formar parte del rebaño de consumidores, un colectivo uniforme —y casi uniformado— en el que no hay diferencias de edad, profesión, estado civil ni condición social. Así se lo he hecho saber a la señora que estaba a mi lado introduciendo una moneda para tomar un carro metálico. «Le advierto que en este preciso momento ha perdido usted sus atributos personales», le he dicho. Pero ella ha ignorado mi reflexión y me ha preguntado si sabía dónde podía encontrar el tomate frito en tetrabrik. Estaba de oferta —tres unidades por el precio de dos— y si comprabas una docena te regalaban además una gorra de visera.

Era mediodía. El hipermercado estaba casi vacío. Una colmena de alimentos de múltiples aspectos y procedencias coloreaba las estanterías de los anchos pasillos como un arco iris agroalimentario. Me sentía perdido y desamparado. Un par de muchachas circulaban sobre las ruedas de sus patines, de aquí para allá, con un rótulo a su espalda que decía: estoy aquí para ayudarle. Parecían mensajeras de un poderoso demiurgo, guardianas de la secta de las marcas blancas y las ofertas de la semana. Una de ellas se ha detenido ante mí y me ha mostrado el rótulo.

Buenas tardes, señorita. ¿Podría decirme cuál es la actitud que debo adoptar para superar esta crisis existencial que me impide trabajar como es debido, me impele a los brazos de una jovencita que podría ser mi hija, me disuade de disfrutar de la vida marital, me incapacita para contestar las preguntas de mi hijo pequeño y me hace temer que mis hijos mayores se droguen, además de invitarme a probar el caldo que se obtiene al hervir el cráneo de un semejante?

—Veamos, leche ecológica, pan de centeno, margarina, mermelada de arándanos, cereales integrales, bebida de soja, zumo de naranja —Sandra lanza una primera mirada de desconcierto a su marido—, doce tetrabriks de tomate frito, ¿doce tetrabriks de tomate frito? Luis, ¿por qué has comprado esto?

La mesa de la cocina está llena de bolsas de plástico con los alimentos que Luis ha traído del hipermercado.

—Estaba de oferta —dice él sacándose algo del bolsillo y poniéndoselo en la cabeza—. Regalaban esta gorra de visera.

—Valiente chorrada —exclama ella suspirando—. A ver, déjame esas bolsas de ahí. Dos paquetes de bayas de goji, nueces, almendras, compotas de fruta, yogures griegos, yogures líquidos, cuajadas, flanes, plátanos, manzanas, kiwis… Luis, ¿te has vuelto loco? —esta vez la mirada pasa del desconcierto a la indignación—. ¿Qué clase de compra es ésta? Sólo has comprado postres y bebidas. ¿Qué se supone que vamos a comer? ¿Te has llevado la lista de la compra?

—Ya te he dicho antes que sí.

—Entonces —dice Sandra mirando y señalando hacia su izquierda—, ¿quieres decirme por qué razón continúa pegada en la puerta de la nevera?

—Pues por qué va a ser, mujer —contesta Luis con una forzada sonrisa—, porque está sujeta con un imán y como la puerta de la nevera es metálica…

—Luis —le interrumpe ella—, te estoy hablando en serio.

—Está bien, no la he cogido —acepta él con fastidio—, pero la he memorizado antes de salir de casa.

—Pues tienes muy mala memoria. Tendremos que hacer la compra en la playa y ya sabes que no me gusta. Todo está caro y es de mala calidad —sigue hurgando en la última bolsa—. ¿Y qué hay aquí? ¿Unos deuvedés?

—Sí, también he pasado por un videoclub.

—¿Y qué has elegido? —pregunta extrayendo las cajas de los deuvedés—. Vive y deja morir, Vive como quieras y Sólo se vive dos veces —inspira el aire de la cocina en busca de un poco de paciencia—. ¿Qué pretendes?

Luis esboza lo que podría ser una divertida mueca de disculpa.

—Tenía ganas de ver algo, digamos… —parece dudar— vital.

—Ya —dice ella dejando las películas sobre la mesa—. ¿Sigues tomando el complejo vitamínico por las mañanas?

—Claro.

—Pues deja de hacerlo.

Luis comprende que ha llegado el momento de batirse en retirada. Con una nueva sonrisa —esta vez claramente de cortesía— abandona la cocina en dirección a la planta superior con intención de darse una ducha y ponerse uno de sus pijamas de rayas, quizá para recordarse a sí mismo que no es más que un reo de sus propias circunstancias.

Media hora después baja las escaleras, coge las películas y se dirige al mueble que hay bajo la televisión del salón. Justo cuando introduce una de ellas en el lector de deuvedé una voz lo sobresalta.

—Buenas noches.

Luis mira al aparato con cejas de incredulidad. Le disgusta que las máquinas sean cada vez más inteligentes y educadas. Si ya son capaces de dar las buenas noches o los buenos días, no le sorprendería que pronto aprendieran a felicitar los cumpleaños y decir piropos. Echa de menos los tiempos en que los engendros electrónicos funcionaban a base de manotazos en los laterales. Se da la vuelta para sentarse en el sofá y se encuentra a Pablo, el novio de Cris.

—¡Coño! —exclama Luis—, qué susto me has dado.

—Le ruego que me disculpe —dice Pablo levantándose—. Soy yo, ¿me recuerda?

Luis le clava la mirada en las pupilas con mal disimulada violencia, como si quisiera sacarle los ojos por el cogote. ¿Cómo iba a olvidar al hombre que se dedica a jugar con su muñeca?

—Sí, claro, eres Pablo. ¿O era Pedro?

—Pablo, Pablo.

—Qué lío de apóstoles, perdona —rectifica Luis con una malvada sonrisa entre los dientes—. ¿Qué haces aquí?

—Estoy esperando a Cris.

—Cris no vive aquí —replica Luis—. Será mejor que vayas a buscarla a casa de su madre.

—Sé muy bien dónde vive Cris. Sólo hemos venido a recoger la calavera.

—Ya veo.

Se produce un tenso pero breve silencio.

—Cris no sabía cómo proceder y he tenido que ayudarla —explica Pablo—. Es una labor muy ardua.

—¿No me digas?

—Sí. Primero hay que seleccionar una pieza en buen estado, después hay que aspirarla bien, luego hay que hervirla durante un buen rato, añadiendo al agua detergente, insecticida, fungicida, salfumán…

Luis va respondiendo a cada nuevo ingrediente con una inclinación de cabeza a uno y otro lado, de izquierda a derecha, tan rítmicamente como si fuera un metrónomo enloquecido.

—No hace falta que sigas —le interrumpe con un ademán de asco—. Me lo imagino. ¿Ha quedado bien?

—Creo que sí. Ahora lo veremos.

El silencio vuelve a interponerse entre ellos. Pablo mira al suelo. Luis al techo.

—Esta mañana he estado en el ala infantil del hospital —dice Luis.

Pablo asiente y tose a la vez. Parece encontrarse incómodo.

—No te he visto —continúa su interlocutor, quizá en este momento interrogador—. ¿Dónde trabajas?

—En los laboratorios.

—Comprendo —Luis sonríe: no es más que una rata de laboratorio—. A quien he visto es al payaso del hospital, ¿lo conoces?

—Me temo que sí. Dumbo.

—Exacto, Dumbo —su sonrisa deja de ser maliciosa y se convierte en un gesto de admiración—. Tiene una vis cómica impresionante. Deberías haber visto cómo ha logrado extraer una difícil carcajada de uno de los niños enfermos.

—Lo he visto actuar muchas veces.

—¿Y qué te parece?

Pablo mueve la cabeza y las manos antes de articular palabra, señal de que no sabe qué debe decir: si lo que en realidad piensa o lo que su interlocutor desea escuchar.

—Es bueno —admite—, de eso no cabe duda, pero no todos los médicos del hospital aprueban su labor.

—¿Cómo que no?

—Hay algunos que lo acusan de ser agresivo en exceso. A veces obtiene las carcajadas forzando mucho la situación. Y, según dicen, sus efectos son perjudiciales para la salud de los pequeños.

El joven habla evitando todo contacto visual con Luis, mirando a su alrededor, como si estuviera dirigiéndose a un invisible auditorio repartido por todo el salón.

—¿Y tú qué crees?

—No sé —duda de nuevo. Se siente arrinconado—. Por un lado admiro su labor y por otro me pregunto si no tendrán razón sus críticos y no estará yendo demasiado lejos con sus bromas, su lengua a veces grosera y sus ensordecedoras onomatopeyas de herramientas y cachivaches.

—Veo que lo conoces bien.

—Mejor de lo que me conviene.

—Pues yo hacía tiempo que no disfrutaba tanto —concluye Luis. Y a continuación le muestra las películas que lleva en la mano—. Precisamente ha sido él quien me ha recomendado una de estas películas, no consigo recordar cuál. ¿Quieres verlas conmigo?

En ese momento Cris entra en el salón dispuesta para marcharse.

—Pablo, tenemos que irnos —dice con la calavera en la mano—, ¿vienes o no?

—No es así, Cris —le corrige su padre—. Siempre que lleves una calavera en la mano, la pregunta correcta es: ¿ser o no ser?

Y se van sin apreciar el chiste de Luis.

He sido incapaz de recordar el título exacto de la película de Dumbo. Por suerte, la dependienta del videoclub estaba de buen humor y ha tenido la suficiente paciencia para buscar en su base de datos todos los títulos de películas que contuvieran la palabra «vive». Incluso me ha hecho una oferta especial y me he llevado las tres películas que ha encontrado por el precio de dos, como si se tratara de los tetrabriks de tomate frito del supermercado (¿y la gorra de visera?).

Ahora que ya las he visto comprendo que Dumbo se refería a Vive como quieras, el retrato de una familia muy singular compuesta por unos extravagantes miembros que viven por y para sus aficiones, sin someterse a las normas laborales y sociales del sistema. Más bien al contrario, tratan de alcanzar sus sueños sin preocuparse de si son lo suficientemente prácticos para proporcionarles un medio de vida. Muy en la línea de Dumbo y hasta en la de Carles y su rollo de trabajar menos. Ahora bien, si la película tratara sobre mi familia debería titularse Vive como puedas, porque la voluntad de vivir es inversamente proporcional al número de bocas que dependen de tu sueldo. Y del mío dependen demasiadas como para que la voluntad prevalezca sobre la potencia.

Es una película estrafalaria y deliciosa. El final ha llegado a emocionarme, contagiándome una dosis de fugaz optimismo que por desgracia no he podido compartir con nadie. Supongo que mi organismo me ha proporcionado un chute de endorfinas que ha equilibrado temporalmente mi estado anímico. Según Carles, la felicidad es una relación de equilibrio entre las sustancias que regulan el coco, una fórmula mágica y secreta, como la de la Coca-cola, que se alimenta de nuestros recuerdos, vivencias y esperanzas. Es probable que ese equilibrio sea parametrizable y pueda analizarse en un laboratorio, igual que se analiza el número de hematíes, leucocitos o el tipo de colesterol que recorre nuestra sangre. Quién sabe. Tal vez fuera un próspero negocio que podría llevarse a cabo en las farmacias. Bastaría con recoger una pequeña muestra de sangre y esperar unos minutos para procesar los datos. Tiene usted el nivel de serotonina algo bajo y la adrenalina demasiado alta. Haga más ejercicio, tómese unas cápsulas de neurotransmisores de la risa, vea una comedia de Capra y no se olvide de llorar de vez en cuando.

Hay que llorar más, como hacen los niños. Por algo son los seres más felices de la creación, siempre y cuando estén sanos y bien alimentados. No hace falta ningún análisis para saber que los niños apenas sufren enfermedades psiquiátricas. No arrastran traumas del pasado (quizá porque apenas tienen pasado). No padecen insomnio ni depresiones ni desórdenes de la personalidad. No toman ansiolíticos, hipnóticos, ni relajantes naturales como la valeriana o la passiflora. Y sin embargo se pasan el día llorando, a veces a lágrima viva y moco tendido, y otras con mohines de disgusto, hipando, tosiendo o haciendo pucheros. Y son felices. Lo que significa que todo ser vivo que aspire a la felicidad debe aprender a llorar (yo no incluiría a los vegetales en esta intrépida sentencia).

Los adultos lloramos poco, especialmente los hombres. Yo, por ejemplo, hace años que no derramo una sola lágrima. Ni siquiera recuerdo la última vez que lo hice. Quizá por eso no encuentro el camino hacia la satisfacción personal, porque le estoy negando a mi cerebro la posibilidad de desahogarse y eliminar las toxinas del espíritu. Pero ¿cómo se hace?, ¿cómo se llora? Tal vez necesite recibir clases de llanto. Concéntrese, encoja la frente, cierre los ojos, aspire por la nariz un par de veces, espire entrecortadamente, tápese el rostro con las manos, diga que no con la cabeza, coloque los dedos pulgar e índice entre las cejas, agache la cabeza, sorba los mocos, otra vez, diga «ay», más despacio, añada «dios mío», no, no tan alto, dígalo mientras suspira, así, tiéndase sobre la cama en posición decúbito prono, autocompadézcase, vamos, más, sienta cómo se le humedecen los lagrimales, siéntalo, apriete los ojos, deje que las lágrimas resbalen por las mejillas, continúe, un dos, un dos…

Voy a acostarme, creo que ya he transcrito bastantes gilipolleces por hoy. Mañana me voy a la playa con Sandra, alguno de mis hijos —ignoro cuántos y cuáles— y mi madre. Es una prueba de fuego para la supervivencia. Los marines deberían olvidarse de tanta pista americana y tanta resistencia en la selva e ir a la playa con mi familia de vez en cuando.

—Léeme este cuento, léeme este cuento —exige Everest con un libro entre las manos.

Luis conduce. Su madre ocupa el asiento del copiloto. Detrás de ellos viajan Valle y Everest, sentados a ambos lados de Sandra. En la última fila del monovolumen, junto al equipaje, va Álex.

—Everest, cariño —le responde Sandra con una sonrisa—. Esto no es un cuento, es un mapa de carreteras.

—Que me lo leas, que me lo leas —salta a la vista que el niño tiene dificultades para dar su brazo a torcer—. He dicho que me lo leas.

—Everest —brama Luis desde el volante—. ¿No has oído a tu madre? ¿Estás mal de la cabeza? ¿Cómo va a leerte un mapa de carreteras?

—Hijo, no te sofoques y atiende a la carretera —le pide su madre ejerciendo su papel de copiloto.

—Y no vuelvas a hablarle así al niño —añade Sandra con incontestable firmeza.

Luis se contiene y se calla. Sandra se dirige al pequeño.

—Bien, veamos —dice mirando el mapa—, elegimos un lugar al azar, por ejemplo Avilés, ¿lo ves? Seguimos por esta carretera hasta que llegamos a Sama de Abajo, luego nos dirigimos hacia Sama de Arriba…

Luis observa con incredulidad la escena a través del espejo retrovisor, venciendo la repulsión que le produce encontrarse con los ojos del clon reflejados en aquel siniestro rectángulo.

—Papá.

—Dime, Álex.

—¿Me dejas conducir un rato?

—¿Qué?

Luis se vuelve hacia él un segundo, quizá para comprobar si le está gastando una broma.

—Que si me dejas conducir un rato —insiste Álex—, me aburro aquí detrás.

—¿Pero es que estáis todos locos? —Luis comprende que no se trata de ninguna broma—. Álex, tienes quince años, no puedes conducir, no estás capacitado, no al menos hasta que cumplas los dieciocho y te saques el carnet.

—Pues Óscar me deja conducir.

—¿Que Óscar hace qué? —no puede creerlo—. ¿Y tu madre? ¿Lo sabe tu madre?

—No sé, yo no se lo he dicho nunca.

—Pues en cuanto volvamos lo sabrá —resopla de impotencia—. Hace falta estar completamente loco para dejar un coche en manos de un niño. Te prohíbo que vuelvas a conducir, ¿me has oído?

—Hijo —Pura le habla sin dejar de mirar hacia la carretera—, te va a subir la tensión.

—La tensión hace rato que me ha subido, así que pierde cuidado.

La madre de Luis saca algo de su bolso y se lo coloca en el brazo.

—¿Qué es eso? —protesta él—. ¿Qué haces con mi brazo?

—Es mi tensiómetro a pilas —explica ella con toda naturalidad—, lo llevo siempre conmigo.

—No se te ocurra ponérmelo —dice Luis soltando el volante un segundo.

—Está bien, como quieras, me lo pondré yo.

—Pónmelo a mí, abuela.

—No, a mí, a mí.

—Callaos, por favor —tercia Sandra dejando de mirar el mapa de carreteras—, vuestro padre está conduciendo y le estáis molestando.

Transcurre un pacífico aunque inevitablemente breve silencio.

—Mira, Luis —exclama Everest con un papel entre las manos—. Ayer te hice un dibujo.

—Muchas gracias, hijo.

Luis lo contempla por el espejo retrovisor con una generosa sonrisa, pero inmediatamente siente la parálisis que caracteriza al pánico. Se nota que no tiene ni la más remota idea de qué demonios representa. Parece un cuadrado con uno de sus lados curvos. Mira al niño con la esperanza de que no le pregunte lo que es.

—¿Sabes qué es?

Luis duda entre algún tipo de vehículo o uno de esos monstruitos de colores con los que siempre juega el niño.

—Es un coche —se aventura a decir—, ¿no?

Se vuelve hacia Pura en busca de ayuda, pero ella no advierte su mirada. Está ocupada tomándose la tensión. Sandra tampoco da señales de vida inteligente.

—Si no es un coche —se rinde al fin—, ¿qué es?

—Es un cuadrado —responde Everest—, pero con un lado redondo.

Luis arruga el rostro y compone un gesto de intenso dolor, como si hubiera recibido un puñetazo en el estómago.

—Te ha salido muy bien —dice con un entusiasmo muy poco convincente.

Sólo pretende recompensarlo por no haber adivinado lo que era. No quiere reiniciar otra contienda dialéctica.

—¿Por qué?

—¿Cómo? —la tos nerviosa delata nuevamente su estado.

—¿Por qué me ha salido muy bien? —pregunta el niño.

—Pues, porque dibujas de maravilla. Por eso.

—¿Y por qué dibujo de maravilla?

—Porque te han enseñado en el colegio, ¿por qué va a ser? Everest, te lo ruego, no sigas por ahí.

—¿Y para qué me han enseñado?

—Para que aprendas. Hijo, por dios santo, esto no puede ser.

—¿Y para qué tengo que aprender?

—Everest, déjame en paz. No puedo hablar y conducir a la vez.

—Luis, contrólate —le pide la siempre oportuna Sandra—, sólo es un niño tratando de satisfacer su curiosidad.

—¿Falta mucho?

—Quince con siete, nueve con uno. Setenta y cinco.

Hemos llegado a la costa un poco antes del mediodía, más o menos según el horario previsto. Teníamos los ceños arrugados, los estómagos revueltos y los nervios a flor de piel, también según el programa previsto. El apartamento olía a estancia clausurada, ese inconfundible aroma a medio camino entre la humedad y el olvido. Lo primero que hemos hecho ha sido repartirnos las camas. Álex, Valle y Everest dormirían en la habitación de las literas, la abuela en la contigua y Sandra y yo no hemos tenido más remedio que volver a dormir juntos. Cris no ha querido venir. Hace ya unos años que no viene con nosotros a ninguna parte. Es el síndrome de Occidente: los hijos sólo viajan con los padres mientras son lo suficientemente inmaduros como para convertir el viaje en una tortura oriental. Una vez que aprenden a viajar sin protestas ni molestias lo hacen ellos solos, aunque siguen recurriendo a los padres para el asunto de la financiación.

Mi madre y Sandra han deshecho las maletas, mientras yo ventilaba las habitaciones y los niños salían a la terraza para desplegar las hamacas. El mar se veía al frente, parcialmente oculto por un espantoso bloque de apartamentos que se construyó un año después de que compráramos el nuestro, devaluando al tiempo que la vista el valor de la vivienda. En cuanto me ha sido posible, he salido a la terraza y me he dejado mecer por la brisa del mar, un aire fresco y reconfortante que tiene la virtud de resetear mis constantes vitales y hacerme sentir como un recién nacido al que todavía no le han cortado el cordón umbilical (bonita frase, entre la lírica y la obstetricia).

La playa siempre ha ejercido ese poderoso influjo sobre mí, especialmente en otoño. Es como un bálsamo, un ansiolítico de la naturaleza, una tisana de passiflora con aromas marinos. Ignoro si esa influencia proviene de un recuerdo olfativo de la infancia, como yo creo, o, por el contrario y como predica Sandra, es debido a los millones de iones negativos que penetran en mis pulmones y se reparten por todo mi cuerpo a la caza y captura de los malvados radicales libres, esos átomos inestables a los que les falta un electrón y son tan peligrosos como asesinos a los que les faltara un tornillo.

No mucho después hemos tomado un almuerzo frío a base de embutidos, quesos y ensaladilla rusa que ha traído mi madre en una fiambrera. Ha sido en la terraza, escuchando la cadencia de las olas, el murmullo del aire y el griterío de las gaviotas. Y los chismes de mi madre. Y los eructos de Álex. Y las quejas de Everest, a quien no le gusta la comida de países ajenos a la Unión Europea, según he tenido que escuchar pretendiendo no haberlo hecho, naturalmente. Luego, mientras la abuela, Sandra y Valle descabezaban un sueño ligero, mis dos hijos y yo hemos bajado a la playa para dar un tranquilo paseo sin más rumbo que el marcado en la arena, siguiendo el rastro de las olas, dejando en su lisura las huellas de los pies y el peso de los cuerpos. El sol nos acompañaba. Caminábamos en silencio, Everest sin dejar de correr hacia delante y hacia atrás y Álex pulsando las teclas de su teléfono móvil. Hacía tiempo que él y yo no estábamos tan cerca. Y tan solos.

—Álex, hijo. —Luis le pasa el brazo por los hombros—. Deja el móvil y disfruta del mar. ¿No sabes que la playa es uno de los lugares más privilegiados del mundo?

—¿Ah, sí? —responde el aludido sin dejar de pulsar las teclas.

—Es incomparable con el resto de los paisajes. ¿Sabes por qué?

—Ni idea.

—Por los bichos.

—Mira qué bien.

Luis se siente tan entusiasmado como el vendedor de un producto milagroso.

—Como lo oyes —prosigue—. Los bosques, las praderas o las riberas de los ríos son lugares preciosos pero tienen el inconveniente de estar llenos de bichos: mosquitos, abejas, avispas y sobre todo moscas. Odio las moscas, ¿tú no?

—Claro, me dan asco. Van de la mierda a tu cara y de tu cara a la mierda.

—Bueno, sí, supongo que puede decirse así. Pero fíjate —añade Luis extendiendo el brazo y abriendo la mano—, aquí en la playa, a la orilla del mar, no hay bichos. ¿Te das cuenta? Es el paraíso: aire puro, buena temperatura y ausencia total de bicherío. ¿Qué más se puede pedir?

—Un pelín de cobertura, por ejemplo. Apenas hay señal.

—Hombre, Álex, me refería a la naturaleza, no a la civilización.

—Ah.

La indolencia del muchacho resulta de mala educación. Luis comienza a impacientarse.

—Pero hazme un poco de caso —le pide, casi exigiéndoselo—. ¿Se puede saber qué estás haciendo?

—Estoy conectado a internet.

—No me digas que tienes un móvil de ésos…

—Sí, me lo regaló…

—… Óscar, te lo regaló Óscar, ya me lo imagino. ¿Y qué demonios haces conectado a internet en medio de este escenario idealizado por el mar?

—Trato de enviar unos mensajes por correo electrónico.

Luis enarca las cejas sorprendido y no puede reprimir un pensamiento en voz alta.

—Eso es exactamente lo que intento hacer yo desde hace unas noches —dice.

—¿Y qué? —presupone Álex—. ¿No puedes?

—No, bueno, no son mensajes normales, ¿sabes?

—¿Qué son entonces? ¿Mensajes cifrados?

Demonio de indolencia. Luis se sorprende de la asombrosa capacidad que tiene la gente joven para pasar de la más absoluta inacción a la más certera de las acciones.

—Pues sí —admite—. Pensaba que iba a sorprenderte, pero ya veo que no.

—¿Y qué haces tú cifrando mensajes? ¿Estás pirateando algo?

—No, no es eso —contesta Luis sin mucho convencimiento—. En realidad, ni siquiera sé muy bien lo que estoy haciendo.

—Normalmente sólo se cifran y encriptan los mensajes que se cruzan los hackers y sus clientes…

—¿Ah, sí?

—Claro, para que nadie pueda descubrir al emisor o al receptor. No conviene dejar rastros.

Luis muestra su sorpresa riéndose.

—¿Y tú cómo demonios sabes todas esas cosas? —pregunta.

—Eso lo sabe cualquier internauta, papá.

Se detienen y se sientan sobre la arena, enfrentados al mar y su brisa, mientras el pequeño Everest se entretiene lidiando las olas como si fueran vaquillas de fiesta mayor. Han caminado un buen trecho, casi hasta el final de la playa, donde comienzan los acantilados.

—Luis —pregunta Everest—, ¿por qué los hombres llevan la cola fuera?

—¿Qué? —se extraña su padre—. Everest, por favor, no te inventes las cosas…

—No, papá, tiene razón —señala Álex—. Mira.

Un sujeto los observa con evidente desaprobación. Va desnudo como el día que nació, con la diferencia de que entonces no tenía tanto pelo en el cuerpo ni pesaba casi un centenar de kilos. Luis se incorpora y mira a su alrededor.

—Mierda —exclama—. Hemos traspasado el límite de la playa nudista. ¿Cómo no nos hemos dado cuenta? Volvamos, rápido.

—Luis, ¿para qué sirve la cola?

—Everest, por favor, ahora no.

—La cola sirve para mear, enano —responde Álex.

—¿Y el chocho?

—¿El chocho? —Luis se debate entre mostrarse sorprendido o escandalizado—. Pero ¿quién te ha enseñado a ti lo que es el chocho?

—Es eso, mira —contesta el niño señalando a una joven que pasa a su lado.

Luis le da un manotazo en el brazo.

—Niño, no señales, hombre —le dice entre dientes—, que nos vas a poner en un compromiso. ¿No ves que vamos vestidos? A los nudistas no les gusta que haya gente vestida a su alrededor.

Álex sonríe abiertamente. Parece estar disfrutando de la situación.

—Pues nos quitamos la ropa y en paz —propone comenzando a quitarse la camiseta.

—Ni hablar —replica Luis—. Álex, vístete, y tú, Everest, no te quites el bañador, niño, haz el favor de vestirte.

Una pareja de mediana edad se detiene frente a ellos, sus atributos sexuales ondeando al aire, y miran a Luis en actitud desafiante. Van ataviados de forma curiosa, con su gorra de visera, sus gafas de sol, su mochila a la espalda y sus sandalias en los pies.

—¿Por qué no deja que sus hijos se desnuden? —pregunta el hombre—. Se supone que esto es una playa nudista. No aceptamos gente vestida por aquí, especialmente si son mirones como usted.

—¿Cómo se atreve? —replica Luis indignado—. Usted mismo lleva sandalias y gorra, así que también va vestido.

—Ser nudista no me impide protegerme del sol con una gorra.

—Ya veo —prosigue Luis señalándolo con el dedo—. Lo que verdaderamente tiene que estar a la vista es la zona genital, ¿no? Por lo demás pueden ustedes llevar gorras, chancletas y hasta calcetines si me apuran, pero, eso sí, las cositas al aire.

Unos cuantos nudistas se acercan a ellos como moscas al reclamo del olor a bronca. Luis no tiene más remedio que rendirse dialécticamente, desabrocharse la camisa y quitarse las bermudas. Vuelve a tener la sensación de ser un recién nacido al que le acaban de cortar el cordón umbilical. Álex, que ya se ha desnudado y observa a su padre sin ningún pudor, le palmea la espalda en señal de aprobación. Quizá pretende provocarle el llanto, igual que haría el obstetra con el recién nacido. En cualquier caso el espectáculo ha terminado y el grupo de curiosos se disgrega.

Everest se acerca a su padre visiblemente intrigado.

—Luis —le dice—, ¿qué te pasa en la cola?

—Nada.

—La tienes morada —insiste el niño.

—Eso es porque está operado de fimosis y tiene el glande al descubierto —responde su hermanastro.

—Álex, por favor —le riñe Luis—, no le digas eso a tu hermano.

—¿Y por qué no? Es la verdad.

—¿Por qué te han operado? —continúa Everest—. ¿Estabas malito?

—Algo así —Luis comienza a andar—. Y ahora será mejor que nos demos prisa. Tenemos un buen trecho hasta el apartamento.

—Espera —solicita Everest—, faltan Bulbasaur y Quagsire.

Y se detiene como si esperase a alguien.

—¿Quiénes?

—Se refiere a sus mascotas imaginarias, papá —le aclara Álex—. Ya sabes, las de la serie de dibujos animados.

—¿Mascotas? ¿Y qué ha pasado con la unidad terminator?

—Está rota —dice el niño mirando al suelo—. Y como no me la quieres arreglar…

—Everest, no se puede arreglar algo que no existe.

Tan pronto como Luis pronuncia estas palabras se arrepiente de haberlo hecho.

—No quería decir eso exactamente —añade sin poder evitar que Everest comience a sollozar—. No llores, por dios te lo pido, no me llores ahora en mitad de toda esta gente en bolas. Me he expresado mal, eso es todo. Claro que existe la unidad terminator y también existen Burberry y Cruesli, estas criaturas tan simpáticas que nos acompañan.

—Se llaman Bulbasaur y Quagsire.

Y probablemente también van en bolas.

Hemos desandado el camino, los torsos y los culos desnudos, hasta alejarnos de los demás nudistas, y nos hemos tumbado en la arena para recuperar la paz del mar. No recuerdo cuánto tiempo hemos pasado así porque me he dormido. Al volver a vestirnos nos hemos dado cuenta del estado en que estaban nuestros respectivos penes. Sus respectivas pieles lucían con un ardoroso tono rojizo que ha provocado el posterior lamento de Sandra cuando ha visto el de Everest. Parecía un pimiento morrón. Inmediatamente ha bajado a la farmacia y ha comprado una pomada en forma de espuma para las quemaduras. Ella misma ha embadurnado la piel chamuscada de Everest y ha dejado el frasco en el baño para que Álex y yo hiciéramos lo mismo.

Cuando ha llegado mi turno he descubierto con sorpresa que la sensación de hacer resbalar la espuma a lo largo de la envergadura de mi hortaliza era más que agradable. El pimiento ha crecido hasta convertirse en un calabacín, pero igualmente rojo. He seguido aplicándome espuma mientras pensaba en Lucía. Trataba de imaginármela desnuda, caminando junto a mí por la playa nudista, sus pechos siguiendo rítmicamente la alternancia de sus pasos, su pelo enredado por la brisa, su mano revoloteando a mi lado como una temeraria mariposa esperando a ser atrapada. Y no he tardado en sentir un agudo dolor en el pene, seguramente porque apenas quedaba espuma. Me estaba frotando sin rodamientos ni lubricantes y de un momento a otro iban a saltar chispas de mi mano, pero ya era demasiado tarde: había traspasado el punto de no retorno. No podía detenerme. La esperanza del placer se imponía sobre la implacable realidad del dolor. He cerrado los ojos para concentrarme en la visión del cuerpo de Lucía, sus perturbadoras nalgas (culo, se dice culo), sus piernas torneadas, su cintura de pasarela, y no ha habido necesidad de recurrir a ninguna otra parte de su anatomía porque mi organismo ha reaccionado al fin a los estímulos emitiendo unos ambiguos gorjeos medio afónicos que lo mismo podían ser de dolor que de placer.

Luego he tenido que aplicarme más pomada y he abandonado el baño con el rostro desencajado por la antitética mezcla de sensaciones que he experimentado a la vez. Me sentía como un audaz aventurero que se hubiera adentrado por una tierra todavía inexplorada, aunque dudo que la experiencia de encontrar nuevas formas de masturbación a mis años pueda ser considerada una audaz aventura. Así que he terminado como el incauto aventurero que, tras mucho caminar, reconoce una señal en el terreno y se da cuenta de que hace rato que está caminando en círculos.

Después de cenar comida procedente de la Unión Europea por expreso deseo de Everest, me he arrellanado en una de las hamacas de la terraza dispuesto a sentir nuevamente la cadencia del mar, una respiración fatigosa y profunda entre cuyos silencios he escuchado la conversación de mis hijos a través de la ventana de su habitación.

—Luis no cree que exista la unidad terminator —dice Everest con voz lastimosa—. Y además no quiere responderme cuando le hago preguntas.

—No es cierto, sí que te responde —replica Valle con su acostumbrada diplomacia—. Lo que ocurre es que él no tiene todas las respuestas. Nadie las tiene.

—Yo sólo pregunto lo que no sé.

—Claro, pero como eres pequeño todavía sabes muy poco y haces muchas preguntas, ¿comprendes?

Everest tarda un par de segundos en responder.

—Yo sí —dice—, pero Bulbasaur no.

Se produce un prolongado silencio. Luis vuelve el rostro hacia la ventana como si quisiera ordenar a sus hijos que continúen hablando. Su conversación lo relaja tanto como la respiración del mar. O más.

—¿Te cuento un secreto? —propone Valle.

—Vale.

—Voy a revelarte la última respuesta que existe para todos los porqués y para qué que puedas imaginar. Así no tendrás que preguntarlo todo. Verás qué divertido. ¿Quieres?

—Sí.

—Pues empieza preguntándome algo.

—¿Por qué debo preguntarte algo?

—Eso es —lo alienta Valle—. Debes preguntar para saber. Continúa.

—¿Para qué sirve saber?

—Muy bien, Everest —aplaude ella—. Saber sirve para comprender. Sigue.

—¿Y para qué sirve comprender?

—Para actuar correctamente.

—¿Y por qué hay que actuar así?

—Para ser más justos.

—¿Y para qué hay que ser más justos?

—Para que el mundo sea mejor.

—¿Para qué?

—Para ser más felices —concluye Valle. Y luego añade—. ¡Equilicuá!

En ese momento el corazón de Luis da un salto mortal en su caja torácica y el sosiego marino lo abandona por completo. Es como si el mar hubiera dejado de respirar. Se incorpora en la hamaca y pone cara de haber visto o escuchado a un fantasma. O tal vez es que el dolor que le produce su calabacín le impide continuar en la misma postura.

—Ésa es la última respuesta para todos los interrogantes que puedas imaginar —prosigue la niña—. No falla nunca. Siempre se acaba en el mismo punto, el objetivo de cualquier ser humano, el sueño imposible de la vida: la felicidad.

—Ah.

—Probemos otra vez —insiste ella—. Pregúntame cualquier cosa. Vamos, no te lo pienses…

—¿Por qué esta habitación está pintada de blanco?

—Porque es pequeña y así parece más grande.

—¿Y por qué tiene que parecer más grande?

—Para que no sintamos claustrofobia y durmamos sin agobios.

—¿Y por qué hay que dormir sin agobios?

—Porque así nos levantaremos descansados por la mañana.

—¿Para qué?

—Para tener la mente despejada y disfrutar de lo que hacemos.

—¿Para qué?

—Para divertirnos y ser más felices —Valle es una virtuosa de la dialéctica—. ¿Los ves? Siempre se termina aquí.

—¿Siempre?

—Prueba de nuevo y lo verás.

—Está bien… ¿Por qué hay hombres que tienen la cola morada?

He escuchado y sonreído, luego cierta humedad ha velado mis ojos y me quedado pensativo. ¿Por qué razón no soy feliz si tengo todo lo necesario para serlo? Porque no lo tienes. ¿Y por qué no lo tengo? Porque cada ser humano tiene necesidades diferentes. ¿Y entonces para qué perder el tiempo con esta gilipollez? Pues para averiguar cuáles son tus verdaderas necesidades y hacer todo lo posible para satisfacerlas. ¿Para qué? Para que seas feliz.