Interacción con otros medicamentos
El piso donde Carmen vive con su mascota Óscar y mis hijos mayores está en la granvía de la ciudad y fue mi hogar durante más de quince años. Una década y media. La quinta parte de la vida de un hombre. Cada vez que entro allí percibo el agrio sabor de la angustia y tengo que hacer un esfuerzo para recomponerme por el siempre efectivo procedimiento de observar a Carmen, dejando que su energía me reponga del trauma de volver al hogar expropiado, mientras la cercanía de su cuerpo eriza mi vello y engorda mi pene (y afila tus cuernos).
Poco antes del mediodía Sandra, Valle, Everest y yo llamábamos a la puerta, al otro lado de la cual nos esperaban Carmen, Óscar, Álex, Cris y su novio Pablo, acompañados por la abuela Pura, mi madre. Después de besarnos todos recíproca y sucesivamente, le hemos dado la mano a Pablo, el chico que sale con mi hija mayor. El hombre con quien se acuesta. El tipo que se la tira (ya, ya, comprendido). Es difícil permanecer impasible ante un ser humano capaz de follarse a una criatura como Cris, a la que hace apenas unos años yo mismo cambiaba los pañales. Muy difícil.
Supongo que todo se debe a algún prejuicio grabado a fuego en mi primitivo cerebro de padre, como si no quisiera que un material genético desconocido se mezclase con el de mi hija, que es el mío. O quizá no sea más que un problema de celos. No sé. El único remedio que conozco para superar esta dificultad es un ejercicio de razonamiento (nada menos). No hay otra alternativa que me permita aceptar que un semejante del género masculino vaya a tocar, lamer y penetrar el sexo de mi hija. Sólo la razón puede ayudarme a comprender que ese acto no es una violación o un ultraje sino la expresión corporal de un sentimiento, la respuesta a una llamada de la naturaleza y, sobre todo, un camino hacia la satisfacción personal de esa hija que uno desea proteger hasta más allá de lo posible.
Me pregunto si ese atlético melenudo con quien he compartido la comida y su correspondiente sobremesa es capaz de hacerla feliz o no. Tengo mis reservas. Y mis prejuicios. No en vano pesa sobre él la inquietante sospecha de incitarla a consumir éxtasis e incluso es posible que sea su proveedor habitual.
—Me han dicho que eres residente de pediatría.
Luis se dirige a Pablo procurando no transmitir ningún signo de ansiedad en su entonación.
—Así es —afirma el aludido—. Estoy destinado en el ala infantil del hospital universitario.
—Allí nos conocimos —apunta Cris.
—¿Desde cuándo dejan llevar a los médicos el pelo tan largo?
La madre de Luis califica y ordena a los hombres según la longitud de sus cabellos y sus barbas.
—Pura —le riñe Carmen.
—Sólo era curiosidad, lo siento.
—No se disculpe, señora —Pablo le hace la pelota sin ningún disimulo—. Cuando estoy en el hospital me recojo el pelo en una coleta. Es más higiénico.
—Sería mucho más higiénico que te lo cortaras.
—Álex, por favor.
Carmen coloca una sopera de porcelana sobre la mesa.
—Debes tener paciencia —añade dirigiéndose a Pablo—. Hoy vas a ser el centro de todas las miradas y todos los comentarios.
—No importa.
Su suficiencia resulta un poco forzada, lo cual explica la reacción de Luis.
—¿Cómo que no importa? —no puede contenerse—. Claro que sí. Esta comida es muy importante para ti. Aún recuerdo la primera vez que entré en casa de los padres de Carmen. ¿Te acuerdas, Carmen?
—Recuerdo mejor el día que te fuiste.
Luis sonríe. Parece disfrutar con los arranques de bríos de su exmujer, quizá porque demuestran que sigue siendo una purasangre.
—Sandra, te encuentro muy delgada —Pura trata de cambiar de tema—. ¿No estarás alimentándote a base de pastillas?
—No, Pura, tranquila —responde Sandra—. Mi alimentación está tan equilibrada como mi mente.
—Amén.
—Luis, no te burles.
—Sandra, hablas de la comida como si fuera una religión.
—Es que es una religión.
Pura es muy estricta en cuestiones espirituales y no permite que nadie bromee sobre temas sagrados.
—Blasfemias, no, hijos míos —les riñe con cariño—, que yo he venido a esta casa en son de paz.
—No, Pura, no blasfemo —aclara Sandra—. Una religión es un conjunto de creencias que tratan de justificar nuestra vida en la Tierra y el futuro de nuestro espíritu. La alimentación naturista es una religión con mayúsculas y sus seguidores sanan del cuerpo o del espíritu con la misma eficacia que, por ejemplo, haciendo uso de la doctrina cristiana.
—Eso es muy interesante —apunta Pablo.
—No hace falta que le hagas la pelota a Sandra —le corta Luis, nuevamente molesto—. No es la verdadera madre de Cris. A quien tienes que impresionar es a Carmen.
—Luis, por favor —protesta esta última—, deja en paz al muchacho.
—Sólo era una broma.
—¿Qué es lo que te parece tan interesante? —pregunta Sandra.
La pobre no está acostumbrada a despertar el interés de su familia cuando habla de la vida sana.
—Lo que has dicho —contesta Pablo—: considerar que los hábitos cotidianos en general y los alimentarios en particular son parte de una religión. Tal vez una religión humana, un credo sin ídolos que adorar, sin santos ni mártires a quienes rezar.
—Quien no considera la vida de un modo religioso —prosigue Sandra— no es capaz de seguir un ritmo de vida naturista y sano. El cuerpo peca de gula y pide alimentarse a lo grande con grasas, azúcares y multitud de aditivos alimentarios. El medio para estar y sentirse verdaderamente sano es la religión interior, el dogma de uno mismo, la disciplina ideológica que domine nuestros impulsos terrenales y nos lleve a una vida más longeva y fértil.
—Virgen del Pilar, Virgen de los Desamparados y de la Candelaria, lo que hay que oír —exclama Pura aterrada.
—Se te ha olvidado la Macarena, abuela, que es la más marchosa.
—Cállate, Álex —le ordena Óscar.
Luis lanza una mirada mortal a su primo. Odia que trate a sus hijos como si fueran suyos.
—No hemos venido aquí a discutir, mamá —dice—. Ya conoces a Sandra y sus rollos macabeos sobre la salud y la alimentación. Será mejor que no te metas con ella, de lo contrario te arriesgas a que su discurso no termine nunca.
—No son rollos macabeos, Pura —insiste Sandra, obviando el comentario de Luis—. Deberías venir conmigo a la consulta de un médico naturista y dejar de tomar todo ese arsenal de pastillas, jarabes, ampollas y supositorios que adornan el taquillón de la entrada de tu casa.
Pura la mira con un hilo de suspicacia, como quien se siente atacado por un flanco desprotegido.
—Si crees que están ahí para servir de adorno, te equivocas —responde con resolución—. Estoy enferma del corazón, mucho más enferma de lo que podéis imaginar.
—Mamá, no exageres.
—Esos medicamentos están a la vista porque los tomo a diario —prosigue—, y de ese modo no me olvido de ninguno. Lo que me recuerda que hoy no he tomado mi aspirina de por las mañanas. Me sirve para prevenir la trombosis y además me alivia los dolores musculares.
Sandra resopla y niega con la cabeza, como quien decide rendirse.
—Debes de ser la mejor clienta de la farmacia de tu barrio —exclama Luis—. Seguro que hasta te hacen ofertas especiales. Llévese dos frascos de pastillas para la tensión y de regalo unos supositorios para provocar endorfinas por vía rectal.
Su ocurrencia no provoca otra reacción entre los presentes que el silencio. Ya se sabe que en cuestión de chistes nadie es profeta en su tierra. Y mucho menos en su casa.
—Pablo —dice Carmen rompiendo el silencio—. Te ruego que disculpes a Luis, últimamente está un poco delirante.
—Luis —es Everest.
—Dime, hijo.
—¿Cómo es el tiempo?
—Otra vez…
—¿Se puede ver?
Luis se afloja el nudo de la corbata y mira sucesivamente a Sandra, Carmen, Cris, Pablo e incluso a su madre en busca de ayuda. Está pensando. Una vez más trata de hallar un buen ejemplo para responder adecuadamente a su hijo delante de aquel comprometido auditorio. Justo entonces un reloj de pulsera vuela por encima de la mesa.
—Cógelo y mira las saetas —dice Óscar sonriendo—. ¿Ves cómo giran? Pues ése es el movimiento del tiempo.
No es un mal ejemplo pero Luis no puede consentir que Óscar trate también a Everest como si fuera hijo suyo.
—No, señor, no es así —replica devolviéndole el reloj—. Esto no es el tiempo sino la medida del tiempo, que no es lo mismo. Es tan erróneo como si considerásemos que el calor es un termómetro o la electricidad un amperímetro, cuando sólo son aparatos que sirven para medir esas formas de energía.
—Luis —le regaña Sandra—, era una explicación muy gráfica y el niño lo había entendido perfectamente. ¿Por qué has tenido que estropearla?
—Por favor, no discutáis —solicita Valle—. Las discusiones sólo tienen sentido si encierran argumentos dialécticos o pretensiones ideológicas. En caso contrario son un mero reflejo del egoísmo de quienes discuten.
El silencio se adueña nuevamente de la estancia. La sabiduría de la niña ha tenido un inesperado efecto balsámico entre los presentes, como unos supositorios para provocar endorfinas por vía rectal. Carmen aprovecha para servir el segundo plato con la ayuda de Álex.
—Carmen —dice Luis, a quien siempre le han incomodado los prolongados silencios—, este asado está buenísimo.
—Gracias, Luis.
—Si das tus clases la mitad de bien que cocinas —parafrasea Óscar—, debes de ser la mejor profesora de la universidad.
Luis mira a su primo con ojos de fatalidad, como si estuviera a punto de presenciar un inevitable accidente. Óscar no es consciente de lo que acaba de decir. Lo ha dicho sin pensar, como siempre. Y además no conoce el entrecejo de Carmen. En esos momentos está tan arrugado que sus ojos parecen haberse desplazado al comienzo de su nariz. Da miedo.
—¿Qué dices?
—¿Cómo te atreves?
—¿Pero tú en qué año te crees que vives?
Todo lo pregunta ella.
—Perdona, no me he expresado bien —responde Óscar—. Lo decía en sentido positivo.
Luis debería ayudar a su primo cambiando de conversación o introduciendo una cuña en forma de divertido comentario, como haría un buen torero por otro, pero logra dominarse a tiempo.
—¿Qué hay de malo en que una persona pueda cocinar mejor que dar clases? —insiste el incauto.
—No soy una persona, Óscar —replica Carmen—. Soy una mujer.
El aludido sonríe con suficiencia. Cree tener la situación controlada.
—¿Y eso te hace más humana?
—Eso me hace opuesta genérica y sexualmente a un hombre. Y nunca le habrías dicho algo así a uno, por muy buen o mal cocinero que fuera.
El silencio es esta vez expectante. Óscar se dispone a contraatacar.
—Lo haces todo muy complicado, Carmen —dice.
—Es complicado por sí mismo —contesta ella—. ¿Quieres que te lo explique?
—No, por favor.
—El papel del hombre no ha cambiado a lo largo de la historia. Sois y siempre habéis sido los cazadores de la tribu, pero el de la mujer se reescribe cada día, en cada tribu, en cada hogar. Seguimos amamantando a la prole pero además nos hemos unido a la partida de caza. ¿Sabes lo que eso significa?
—¿Que la partida de caza no sabe volver al campamento?
—Muy gracioso.
—Que las mujeres realizamos nuestra labor y la vuestra —esta puntilla es de Sandra.
Luis las mira alternativamente como quien sigue un partido de tenis desde la tribuna lateral. Su ex y su actual mujer unidas en una misma discusión forman un equipo invencible. Y, sin embargo, guiado por un temerario instinto de corporativismo sexual, se aventura a salir en defensa del arrinconado Óscar.
—No hay que generalizar —dice escuetamente.
—¿No? —le responden al unísono su ex y su actual mujer.
—Y, además —añade él—, hay que desmitificar lo que significa amamantar a la prole.
—¿Qué quieres decir?
Sandra sabe muy bien lo que quiere decir, pero no ha podido evitar preguntarlo.
—Que hay infinidad de labores domésticas que son totalmente innecesarias.
—Hijo —exclama Pura—, ¿es eso lo que te enseñaron en el colegio? ¿Tú sabes la de dinero que tu padre y yo invertimos en tu educación?
—Abuela —interviene Álex—, en el colegio no enseñan esas cosas.
—Eso se aprende en el servicio militar —apunta Óscar—, y Luis no lo hizo porque fue declarado inútil.
—Todos tenemos alguna tara, Óscar —responde Luis—. Yo tengo los pies planos y tú el encefalograma.
Pura se levanta de la mesa y se lleva las yemas de los dedos a las sienes.
—No habléis tan alto, por favor —dice—. Me estáis provocando un terrible dolor de cabeza.
—Eso es porque esta mañana no has tomado tu aspirina.
—¿Tenéis una, por favor?
—Creo que se me han terminado —responde Carmen.
—Sois todos unos drogatas.
—Álex.
—Mira en los bolsillos de mi americana —sugiere Luis—. Debe de haber algún paracetamol.
—Luis —es Sandra—, me prometiste que no tomarías más paracetamoles.
—Son, son viejos —se excusa él tartamudeando—. Están ahí desde hace meses. O años. Comprueba la fecha de caducidad, madre.
Óscar retoma el hilo de la conversación dándole a su primo una agradable sorpresa.
—Luis tiene razón —afirma con convicción—. Hay tareas domésticas innecesarias. El hecho de que las mujeres las realicéis no las justifica. Debería haber una institución oficial que determinara cuáles son las tareas imprescindibles y cuáles las inventadas por la portentosa imaginación de una mujer.
—¿Qué pretendes? —pregunta Carmen—. ¿Que haya una comisión de la ONU para las labores del hogar? ¿Que se debata en el Congreso de los Diputados si hay que lavar la ropa con un detergente del presente o del futuro? ¿Que se opine en los foros de internet si hay que poner los cuchillos en el lavavajillas con la punta hacia arriba o hacia abajo? No puedo creer lo que estoy oyendo.
—Esta conversación es una pérdida de tiempo —sentencia Sandra.
—Estoy de acuerdo —añade Cris dolida—. Estáis dando un penoso espectáculo delante de Pablo.
—No, no, al contrario —responde éste—. Valoro mucho que discutáis en mi presencia. Eso me hace sentir más integrado y mejor admitido. No sé si me explico.
—Te explicas perfectamente —concluye Pura dándole un abrazo y unos arrobados besos en las mejillas.
—Mamá.
—Pura, ¿qué hace?
—No hago nada. Le doy un abrazo a este chico tan guapo. ¿Es que acaso no puedo? Es el novio de mi nieta. Puede que incluso algún día sea su futuro marido, quién sabe, mi primer nieto político. Por eso lo beso, porque ya empiezo a quererlo. Pero no os pongáis celosos, tengo besos para todos.
Pura se acerca a Óscar y le besa las manos. Luego abraza a Sandra, cubre de besos a Valle y Everest y acaricia el cabello de Carmen.
—Hay, Carmencita, hija mía —le dice—, no sabes cuánto sentí lo que pasó entre mi hijo y tú. Con lo buena chica que has sido siempre.
Luis comienza a inquietarse.
—Mamá —dice—, ¿te encuentras bien?
—Claro que sí. Lo que pasa es que me ha entrado un ataque de melancolía y he recordado aquellos inolvidables meses que pasamos juntos. ¿Os acordáis?
—¿Cuándo fue eso, abuela? —pregunta Cris.
—Justo cuando tus padres se casaron y tu madre estaba embarazada de ti —se vuelve hacia Luis—. ¿Se lo habéis contado ya, no es cierto?
—Pura, se lo ruego —suplica Carmen mirando hacia Pablo—. Tenemos invitados.
—Este chico es como de la familia, no hay nada que ocultar —resuelve la aludida con una sonrisa difícil de definir, quizá simplemente fruto de la diversión—. Luis y Carmen tuvieron que casarse de penalti. No creo que esté descubriendo las Américas. Lo sabe todo el mundo. ¿O tú no lo sabías?
Everest emerge del silencio.
—¿Qué es casarse de penalti? —pregunta—. ¿Os sacaron tarjeta roja y os expulsaron de la iglesia?
—Sí, y les pusieron dos misas de sanción —replica Álex.
Luis se levanta, se dirige a su madre y la sujeta por el antebrazo.
—Mamá, creo que algo te ha sentado mal —le dice mientras trata de mirarle las pupilas—. ¿Has bebido?
—Deberíamos llamar al médico —propone Carmen.
—Por favor, no perdáis los nervios —reclama Pura liberando su antebrazo con habilidad—, ya me callo. Sólo estaba tratando de recordar los viejos tiempos, los tiempos felices, cuando vivíamos los tres bajo el mismo techo compartiendo el embarazo de Carmen y los preparativos para la llegada del bebé. Qué pena que os separarais, con lo buena pareja que habéis hecho siempre. Claro que fue por tu culpa, ¿no, sobrino?
Óscar da un respingo en la silla, como si hubiera recibido una descarga eléctrica en el trasero.
—Tía, ¿qué dices?
—Te pillaron fornicando con Carmen. No lo niegues ahora, pillín.
Pura ha alcanzado la cumbre de su particular in crescendo.
—Mamá, por favor —Luis está furioso—. No alcanzo a comprender lo que te pasa pero ahora mismo te llevo a urgencias.
—Estoy perfectamente.
Luis se dirige al novio de su hija.
—Pablo, te ruego que la perdones. Nunca la había visto así. No sé qué ha podido ocurrirle.
—No os preocupéis por mí —responde éste— y haced lo que consideréis necesario.
—Nadie va a llevarme a ninguna parte —sentencia Pura con mirada vidriosa y el equilibrio visiblemente alterado—. Cientos de veces he acudido al hospital yo sola, sin que ninguno de vosotros me acompañara. Tendría gracia que ahora que me siento tan bien quisierais venir conmigo.
Una vez leí que todo aquello que la lógica no puede creer ni la imaginación crear es forzosamente falso. Así que la visión de mi madre sonriendo sin motivo mientras proclamaba verdades ofensivas que su recatada educación había silenciado hasta ahora me ha parecido eso mismo, forzosamente falsa. Más aún cuando después ha coqueteado con el taxista que nos ha llevado al hospital, bailado en la sala de espera con un par de celadores, tomado un par de cafés de máquina y contado varios chistes verdes. O cuando se ha dejado reconocer por el médico de guardia con la risa contenida de una adolescente. Y todo sin dejar de repetir lo bien que se encontraba, ella, que se vanagloria de ser una enferma del corazón, como si tener una cardiopatía significara pertenecer a una categoría superior del ser humano.
No he sido capaz de sospechar lo que estaba sucediendo hasta que el médico se ha quedado a solas conmigo y me ha confirmado su diagnóstico. Su madre se ha drogado. Por supuesto mi primera reacción ha sido negarme a creer semejante disparate. No podía ser. Además, al médico le faltaba una buena dosis de información, como por ejemplo la lista de los medicamentos que toma a diario, alguno de los cuales podía ser responsable de su comportamiento. Entonces el médico ha pronunciado la palabra maldita. Su madre ha consumido éxtasis.
Y yo he atado todos los cabos: Lucía, la pirula de éxtasis en el bolsillo de la americana, el dolor de cabeza de mi madre y el supuesto paracetamol que ella ha creído tomar. En vano he tratado de explicarle al médico lo que había sucedido, sin mencionar el origen de la droga para no comprometerme en exceso, pero tratando de que comprendiera que todo se había debido a un accidente. Ha sido tal el embrollo de mis palabras y he incurrido en una cantidad tan grande de incongruencias y contradicciones, que el pobre no ha tenido más remedio que extenderme una receta de tranxilium cinco, no sin antes haberme observado de arriba abajo para discernir si estaba ante un típico cuadro de ansiedad o ante un humorista improvisando un ocurrente monólogo.
Afortunadamente para entonces los efectos de la droga ya habían empezado a remitir y la mente de mi madre iba estabilizándose muy poco a poco. Pese a ello no me he atrevido a dejarla sola en su casa. He preferido traerla conmigo y acomodarla en la habitación de invitados, donde no ha permanecido ni cinco minutos. Lleva un buen rato recorriendo toda la casa sin detenerse ante escaleras o puertas cerradas, con independencia de que éstas den acceso a dormitorios, cuartos de baño o armarios roperos. Ahora mismo está en el jardín, hablando animadamente con Carles y un amigo suyo.
Soy y me siento culpable de lo ocurrido. Debería haber guardado la pastilla en lugar seguro hasta encontrar el momento de probarla o hacerla probar a alguien de mi confianza. No es prudente actuar con tan poco cuidado en un asunto tan serio. Y encima he tenido que convencer a Sandra de que la crisis de mi madre se ha debido a la mezcla del paracetamol con los potentes antiinflamatorios que toma para el reuma, una tesis tan difícil de sostener que seguramente me ha dado la razón para evitar otra bronca conyugal.
Una buena bronca de ese tipo me ganaría si se enterase del beso que le di a Lucía en el bar de copas, incluyendo las sensaciones que me produjo y los recuerdos que me trajo. Sus labios estaban húmedos, al contrario que los de Sandra, que siempre pecan de sequía, y eso que ingiere no menos de tres litros de agua al día (¿qué es?, ¿una fuente?). La lengua de Lucía me pareció chiquita y sabía igual que una golosina, como un chicle recién abierto o un caramelo de fresa ácida. Ese sabor, junto al tacto de su piel exento de perfumes de mujer, me hizo creer durante unos segundos que volvía a ser un adolescente en sus primeros escarceos amorosos.
En otras circunstancias me sentiría culpable. Nunca he tenido vocación de adúltero. Era la primera vez que besaba a una mujer estando casado con otra, pero fue una acción tan inocente que no alcanza la cima de los remordimientos. Otra cosa bien distinta podría decirse de la erección que sufrí bajo los calzoncillos. Eso sí que fue de confesonario de parroquia o de diván de psicoanalista (o de juzgado de guardia), pese a lo cual debo confesar que no querría llegar más lejos con ella. Y no porque no me guste, sino precisamente por todo lo contrario. Me gusta tanto que podría enamorarme de ella y poner en peligro mi matrimonio.
Peco de moralista y puede que de demagogo. Lo sé, pero también sé que cada día al despertar hay alguien esperándome al otro lado del espejo del baño: un sujeto igual que yo, idéntico pero invertido de derecha a izquierda. Mi otro yo, la imagen de mi conciencia, ese clon que cada uno de nosotros encuentra en los espejos donde se mira. Y ese tipo se merece algo más que un alegre fornicador sin principios ni moral (tienes razón, es mucho mejor un alegre fornicador con principios y moral). Se merece un hombre de palabra, fuerza de voluntad y escala de valores. Por nada del mundo querría despertarme una mañana y darme cuenta de que no soy capaz de sostener su insolente mirada. Y supongo que por esa razón no llevé a Lucía a un hotel, no le propuse subir a su apartamento o ir a las oficinas de la fundación, que están muy cerca del garito donde nos encontrábamos.
En fin, no quiero abusar de mi propio diario, entre otras cosas porque no todo lo que escribo es cierto. Cito expresamente estas ideas para autoconvencerme, a sabiendas de que este ejercicio de redacción es en realidad una terapia individual para tratar de olvidar el cuerpo menudo de Lucía, su esbelto cuello, la curva de sus caderas, su aroma de hembra y todos los demás atributos que la hacen parecerse tanto a Carmen, la mujer de mis sueños.
Luis deja a sus hijos pequeños en el colegio, mirando de reojo al policía que hay al otro lado de la calle, que afortunadamente se halla entretenido con otro incauto contribuyente. Luego continúa su camino hacia el trabajo por una transitada avenida, conduciendo sin prisas mientras oye la radio sin escucharla, hasta que suena su teléfono móvil.
—Hola, mamá —responde tratando de ocultar el teléfono entre la oreja y el hombro con el que lo sostiene—. Me alegro de que te encuentres mejor. El sueño es la mejor medicina que existe.
Guarda silencio mientras ella le habla.
—¿Cómo que has dormido seis horas? —se extraña—. No es posible —otro silencio, éste más largo—. ¿Te has acostado a las doce de la noche y te has levantado a las seis de la mañana? No te enfades pero no puede ser. A ver, ¿qué hiciste el domingo, después de que te dejé en casa? ¿Cómo? No, no. Ayer no fuimos a comer a casa de Carmen. Eso fue el sábado, mamá.
De pronto Luis comprende lo que está sucediendo y da un certero manotazo al volante.
—¡Coño! —exclama sin darse cuenta de que está hablando con su madre—. Disculpa, es que ya lo entiendo. Verás, si ayer no recuerdas haber hecho nada es porque estuviste durmiendo todo el día, mamá. No es que hayas dormido seis horas, es que has dormido treinta horas seguidas, ¿me oyes? Esas seis horas más otras veinticuatro. Hoy es martes —afirma con la cabeza varias veces—. Claro, por eso te has orinado en la cama. Nadie aguanta treinta horas sin mear. ¿Qué? No, no se sabe lo que te pasó pero no te hagas ilusiones, no fue un infarto, más bien una simple intoxicación por mezclar medicamentos. No sé cuáles —de pronto un motorista lo adelanta con la sirena activada—. Lo siento, mamá, creo que tengo que colgar. No. No soy un maleducado, es que hay un guardia urbano delante de mí y me está haciendo señas para que me detenga. Seguramente querrá multarme por usar el móvil mientras conduzco. No te preocupes, es un viejo conocido. Sí, luego anotaré los resultados de tu tensión y tus pulsaciones. Adiós.
—Hola, Óscar.
Luis entra en su despacho y contesta el teléfono que hay sobre su mesa. Al mismo tiempo abre uno de los cajones, extrae dos paracetamoles de un frasquito y se los toma.
—Sí, ya he llegado —dice sin forzar ningún entusiasmo—, de lo contrario no podría responder tu llamada. No, no me has llamado al móvil. Exacto, has usado la línea interna. ¿Qué quieres? —pasan dos segundos—. ¿Una copia del informe? No puede ser. No está terminado. Lo siento —extrae su teléfono móvil del bolsillo, lo hace sonar y lo pone cerca del auricular—. Tengo que colgar, me llaman al móvil. Nos vemos en la reunión.
Cuelga el teléfono y maldice en voz baja mientras hace un sonoro corte de mangas en dirección a la pared de su izquierda, que es la que separa su despacho y el de su primo. En realidad ninguno de los dos necesita una línea interna para comunicarse. Podrían hacerlo a gritos dando unos golpes en la pared a modo de reclamo. Incluso podrían darse los golpes el uno al otro directamente, obviando la pared. Cada vez que Óscar lo llama por esa línea es para pedirle algo comprometido que no se atreve a decirle en persona, en este caso una copia del informe financiero que va a presentar ante la junta rectora.
Luis manipula su móvil. Apaga el sonido con que ha espantado a Óscar y realiza una llamada.
—Lucía, ¿cómo estás? —su sonrisa imprime a su voz un timbre jovial—. Te molesto sólo un segundo. ¿Has leído los textos que te dejé? —murmullos de afirmación—. Me alegro mucho de haberte hecho reír. La risa es el objetivo del escritor de comedias, lo que más alaba su esfuerzo y alimenta su vanidad —mueca de sinceridad—. De acuerdo, ¿dónde quedamos? ¿En tu casa? No sé…
Luis siente cómo la mirada del clon del espejo se cierne sobre él.
—Yo había pensado en invitarte a comer —propone después de unos segundos—. No, espera, ¿qué estoy diciendo? No puedo quedar a comer, tengo una reunión muy importante y debo terminar un informe. Lo más probable es que ni siquiera coma o que lo haga cuando llegue a casa por la noche, lo que significa que mañana tendré que cenar cuando me despierte y desayunar a mediodía. Y esperar a tener mucho apetito para recuperar el ritmo de las comidas haciendo dos a la vez —ella le interrumpe—. Perdona, me estoy liando. Podemos quedar a tomar un café a media tarde —afirma con la cabeza varias veces—. ¿Dónde es? De acuerdo, allí estaré.
Nada más colgar, una pegajosa sonrisa se ha posado en mis labios, fruto de la travesura en cierto modo adolescente que acababa de cometer volviendo a quedar con Lucía. Y sin dejar de sonreír, he dedicado el resto de la mañana a elaborar una presentación gráfica para resumir los costes del nuevo proyecto de la fundación. Un trabajo mecánico y preciso que nada tiene que ver con la estrategia de la risa y que hoy, más que nunca, me ha parecido lo contrario de escribir un guión de comedia.
Lo más chistoso que podría haber intercalado entre las diapositivas de gráficos y datos habría sido la evolución de la tensión arterial de mi madre en el último año. Señoras y señores, el nuevo proyecto incrementa el presupuesto general de gastos en un 6,5 por ciento, lo cual, como pueden ver en la siguiente curva, no es nada significativo comparado con el aumento de la tensión diastólica de doña Purificación Puy durante el presente ejercicio fiscal.
Puede que ése haya sido mi error: no haberlo hecho. Los consejeros y altos cargos de la fundación han asistido a mi presentación entre silencios y carraspeos, moviendo la cabeza de vez en cuando sin decir una sola palabra, mudos como mimos. Lo mismo podían estar de acuerdo que dudando de mis números. O pensando en sus próximos partidos de golf. En cambio, la gráfica de mi madre les habría entretenido y sorprendido, no digamos si ella misma hubiera venido a explicarla debidamente dopada con una pastilla de éxtasis.
Al final han votado mayoritariamente en contra. El parque eólico es un foco constante de problemas con los pueblos vecinos y los grupos ecologistas. Ampliarlo significaría empeorar las cosas, así que de momento el proyecto no es viable. No importa. En realidad me he alegrado mucho por los grupos ecologistas, así podrán cultivar en esos cerros inhóspitos sus propias zarzas rastreras, sus higos chumbos y sus cardos borriqueros con total libertad. Óscar me ha hecho un expresivo gesto elevando los hombros y las cejas, como dando a entender que sentía lo sucedido, pero su voto ha sido tan negativo como el de la mayoría.
Una vez superada mi primera reacción —que era hacerle un nuevo corte de mangas a Óscar y mandar a la mierda a los demás consejeros—, he abandonado la sala de juntas, he vuelto a mi despacho y he atendido una llamada de Sandra. Cris le había pedido permiso para pasar por casa y preparar un trabajo de clase. Aparentemente se trataba de algo inofensivo pero no he podido evitar pensar en internet y las drogas de síntesis. Sandra me ha informado entonces de que el trabajo tenía algo que ver con una calavera, detalle que me ha producido un escalofrío de sorpresa. Las calaveras son tan siniestras que a veces olvidamos que todos llevamos una debajo del cuero cabelludo.
Lo que nadie me ha contado es que Cris pretendía hervir la calavera que acababa de conseguir en el cementerio municipal para desinfectarla y librarla de cualquier resto orgánico que hubiera resistido el paso del tiempo. Ni que Carmen se había negado en redondo a que semejante operación tuviera lugar en su cocina, mucho menos utilizando su batería de ollas. Por eso Cris había recurrido a mí, porque como de costumbre era su última opción.
Media hora más tarde llegaba al apartamento de Lucía en un estado de tensión inesperado (o sea, que estabas cagado), muy pendiente de la reacción del clon, con quien me he dado de bruces en el espejo del ascensor. Por suerte no he tardado en comprobar que Lucía no estaba sola en casa. Una de sus compañeras se encontraba estudiando en su habitación, lo cual me ha tranquilizado hasta más allá de lo racional (cerca del ridículo). Por nada del mundo me habría gustado enfrentarme en ese momento a una escena de orden sexual.
—Disparas muy deprisa —dice Lucía mientras sirve el café sobre una mesita que hay delante del sofá.
—¿Perdona?
Luis intuye lo que ella quiere decir, pero prefiere oírselo decir.
—En tus guiones, los chistes, ya sabes, hay muchos… Eres muy ingenioso, todo el tiempo haciendo juegos de palabras y produciendo situaciones cómicas. ¿Dónde se aprende algo así?
—En ningún sitio.
—¿No has seguido ningún curso?
—No me ha hecho falta —rechaza él—. Siempre he sido muy intuitivo. Aprendí viendo las comedias de la tele, hace muchos años.
Ella hace un gesto de extrañeza. O puede que se haya quemado con el café. Le parece imposible que alguien sea capaz de aprender algo viendo la televisión.
—No puede ser —exclama.
—Lo es —confirma Luis—. Solía ver las comedias que ponían en televisión con papel y lápiz, anotando todos los gags. No olvides que entonces no había vídeos. Ni internet. Luego pasaba mis notas a limpio y las archivaba. Tampoco olvides que entonces no había procesadores de textos ni bases de datos. Después comencé a escribir mis primeros borradores y desde hace un tiempo me dedico a enviar pruebas a las productoras con la esperanza de que las lean con tan buenos ojos como tú. El resto ya lo sabes.
—Es una pena —dice Lucía sopesando el esfuerzo que hay en los folios—, un trabajo de tantos años…
Luis se siente reconfortado. La compasión de una chica joven y bonita es muy reconfortante.
—… pero, quién sabe —resuelve ella con una generosa sonrisa—, puede que algún día veas cumplido tu sueño.
Luis suspira con rotundidad, como si esa posibilidad fuera la llama de una vela y quisiera apagarla.
—Es posible que a los veinte años puedan cumplirse los sueños —dice—, pero me temo que a mi edad los sueños se troncan. Hay que afrontarlo con valor. Algunos sueños de la adolescencia, quizá todos, están destinados a no cumplirse.
Lucía le pone una mano en el hombro.
—Sí que estás depre… —susurra.
—No debería decirte esto —sonríe él—, te estoy pervirtiendo.
—Creo que me infravaloras por tener veintiséis años.
—Es casi la mitad de los que yo tengo.
—¿Y eso te hace el doble de viejo?
—Creo que sí.
—Te equivocas.
Lucía se levanta, le ofrece su mano y lo conduce a su dormitorio, que está al lado del salón. Una vez allí lo besa en los labios. Al principio Luis deja su voluntad al margen de sus actos y se deja llevar. Responde al beso con otro aún más ardiente y siente el irrefrenable deseo de comenzar a desnudarla, pero en ese momento desvía la mirada hacia el espejo del armario y se separa de ella.
—¿Qué ocurre? —pregunta Lucía mirando igualmente hacia el espejo—. ¿Luis?
Él no es capaz de articular palabra. Por toda explicación muestra las palmas de las manos abiertas, como pidiendo tiempo muerto o alguna clase de perdón, comprensión o tal vez compasión. Y se marcha. Ella se queda repitiendo su nombre, como un eco.
—Luis, Luis —el eco suena de nuevo—. La abuela dice que el tiempo puede verse en su cara, porque cada año que pasa tiene más arrugas y manchas.
Everest parece muy excitado, pero Luis no se deja contagiar por su entusiasmo y compone su característico gesto de mal humor. Le irrita no ser capaz de satisfacer la curiosidad de su hijo.
—No le hagas caso —replica agachándose para estar a su altura—. Las arrugas son el rastro que deja el tiempo, su estela de deshidratación, pero no es posible apreciar el paso del tiempo en la cara de un semejante porque todos envejecemos a la vez y, al hacerlo, perdemos la objetividad necesaria para percibir el paso de los años.
Valle aparece en la sala silenciosamente.
—Luis —dice en cuanto él termina de hablar—. Mamá se ha acostado ya, no se encuentra bien. Dice que te prepares algo de cenar. Nosotros ya hemos cenado.
—Vale.
—Everest tiene sólo cinco años —añade—. No creo que entienda lo que es la objetividad necesaria para percibir el paso de los años.
Luis no tiene hambre ni sueño. Ni ganas de estar solo. Se quita la americana y sale al jardín en busca de Carles.
—Hace dos días que no te veo —le recrimina éste—. ¿Dónde te metes?
—En todos lados y en ninguno —suspira Luis—. Si supieras de dónde vengo…
Carles sostiene su mirada pacientemente, dispuesto a escuchar de dónde viene.
—No puedo decírtelo —se retracta Luis.
—¿Por qué no?
—Carles, estamos en el jardín. Nos oiría todo el vecindario. Invítame a tomar una copa en tu casa.
—No puedo. Tengo un invitado.
—Ah, sí. Lo vi el otro día charlando contigo y con mi madre.
—De eso tenemos que hablar —dice Carles cruzándose de brazos—. No pretenderás hacerme creer que lo que le ocurrió a tu madre fue debido a una mezcla de medicamentos, como me ha contado Sandra.
—No, claro que no, pero de eso tampoco puedo hablarte en la calle. ¿De verdad no podemos entrar? Necesito hablar con alguien.
—Que no, está mi amigo.
—¿Y qué pasa? ¿Es un delincuente ocultándose de la policía?
—No.
—¿Tiene alguna enfermedad contagiosa?
—Tampoco. Es un amigo del colegio.
—¿Del colegio de médicos?
—Del colegio de la infancia.
—¿Entonces no es médico?
—Es abogado, uno de los mejores civilistas de la ciudad. Está pasando una mala racha y no quiere ver a nadie.
Carles habla mirando hacia su casa, como si temiera que su amigo pudiera escucharle.
—Dime —añade volviéndose de nuevo hacia Luis—, ¿qué te sucede?
—No lo sé.
El neurólogo esboza una torcida sonrisa y niega repetidamente con la cabeza, como un sacerdote ante un reincidente aunque arrepentido pecador.
—Me gustaría levantarme por la mañana sin sentir el aleteo de las mariposas en el estómago —continúa Luis—. Ir a trabajar sin sentir asco. Comer sin náuseas. Charlar sin prisas. Vivir más despacio, sentir la vida, no sé cómo explicarlo.
—¿Quieres que te lo vuelva a repetir? Tienes que trabajar menos.
—No puedo hacer eso —responde Luis—, maldita sea. Si dedico menos tiempo al trabajo ganaré menos dinero.
—¿Y qué? —contraataca Carles—. Lo único que tienes que hacer es aprender a reducir tus gastos. Así podrás disponer del bien más preciado que existe para la mayoría de la gente.
—¿Te refieres a las bolsas de basura de colores?
—Me refiero al tiempo libre.
Luis hace un gesto de desprecio con las manos acompañado de una pedorreta.
—¿Y la productividad? —pregunta—. ¿Es así como vamos a prosperar: trabajando menos?
—La productividad no tiene por qué verse afectada. Al contrario, si todos redujéramos nuestra jornada laboral el trabajo podría repartirse entre más personas. Sería como matar dos pájaros de un tiro.
Luis levanta una mano y se la muestra a su vecino.
—No hay nada que podamos hacer al respecto —dice con afectada solemnidad—. El mundo estaba ya inventado cuando llegamos.
—Error —replica Carles emitiendo el zumbido de una respuesta equivocada—. El mundo se reinventa cada día, Luis. Por eso cambia y evoluciona. No se puede vivir de la inercia del pasado. Debemos generar nuestro propio movimiento, sin temer ser diferentes a los demás. Mírame a mí.
—¿Qué te pasa?
—La mayoría de mis colegas del hospital atienden una consulta privada por las tardes y prolongan su jornada laboral durante varias horas. Vuelven a casa muy tarde. Apenas tienen tiempo de ver a sus hijos, hablar con sus esposas o maridos, leer un libro, quedar con sus amigos o simple y llanamente mirar por la ventana mientras escuchan un poco de música. Pero, eso sí, están forrados. Duplican, triplican el sueldo del hospital y lo único que consiguen es habitar en el innecesario mundo del lujo.
—O tener unos ahorros de puta madre.
—Yo, en cambio, cumplo estrictamente mi jornada laboral. Gano menos dinero que ellos pero soy más feliz. Y lo único que he hecho ha sido prescindir de algunos caprichos y sustituirlos por actividades baratas, casi gratuitas, como pasear, disfrutar de un café en una terraza o ir a la biblioteca pública, tomar prestado un libro y salir al jardín a leerlo, como hago todas las tardes desde hace cinco años.
Luis mira a su vecino con ojos de duda. No está seguro de si el discurso ha terminado.
—No sé qué decir.
—No digas nada —contesta Carles mirando de nuevo hacia el interior de su vivienda—, mi amigo me reclama. Piensa en lo que te he dicho y seguimos hablando. Hasta mañana.
Luis espira sostenidamente el aire de la noche, mirando al infinito. Nunca ha sabido si Carles es un iluminado o un chiflado, si es un adelantado o un retrasado a su tiempo. Y sigue sin saberlo. Entra en casa y se dirige al dormitorio de Everest, pero Valle está con él, hablándole en susurros, como siempre.
—El tiempo es visible entre las sombras —le está diciendo—, porque mientras el sol se mueve las sombras de los objetos se mueven con él. Ése es el sentido del tiempo: el movimiento del sol o, lo que es lo mismo, el de la Tierra a su alrededor. De ese movimiento dependen los días y las noches, así como la sucesión de los meses, las estaciones y los años. Cuando quieras ver el tiempo, sal al jardín y observa cómo la luz del sol se mueve entre la naturaleza, cómo la sombra del árbol describe un semicírculo alrededor de su tronco.
Vivamente impresionado, como el testigo de una luminosa aparición mañana, una abducción extraterrestre o un inexplicable número de magia, Luis baja a la cocina en busca de algo para cenar.