Composición cualitativa
Esta mañana, sobre las doce, he recibido un escueto mensaje de Sandra para que acudiera de inmediato al colegio de Everest. Era una hora muy inoportuna, el presagio de que algo grave había sucedido. Treinta minutos después estaba en el despacho de la directora, donde he encontrado a Everest con un aspecto pavoroso, el labio inferior partido, la frente abombada por un chichón, el ojo amoratado y la nariz sangrante. Tras reprimir mi primer impulso —que ha sido desmayarme—, me he dirigido a él y lo he abrazado con mucho cuidado. No quería causarle más dolor que consuelo.
La directora del colegio me ha presentado a Su profesora, la señorita Lucía, una hermosa muchacha llena de frescura que no necesita maquillarse ni vestir otra prenda que unos vaqueros y una camiseta para estar sexy (¿como Carmen o más sexy aún?). La directora es en cambio una monja gorda y aparentemente risueña que, no obstante, sabe guardarse la sonrisa cuando debe. Después de los saludos protocolarios ha mandado a Lucía y Everest a la habitación contigua para poder hablar conmigo a solas.
Según me ha contado, Everest ha aprovechado el recreo para buscar a los niños que ayer se rieron de él con idea de lanzarles patadas y puñetazos mientras los insultaba usando un lenguaje impropio de su edad. Los otros se han revuelto en su contra y en apenas unos segundos lo han dejado como acababa de ver. Dicho lo cual, me ha señalado con el dedo índice extendido, como si fuera la mirilla de un rifle que tuviera su mirada por gatillo, y me ha hablado de lo imprudente que resulta transmitir los traumas adultos a los niños. Y ha terminado diciéndome que no, que no iba a permitir que sus alumnos fueran pervertidos en sus casas, ni que el patio de su colegio se llenara de camorristas en busca de venganza. De ninguna manera. Así que, o cambiaba de actitud o muy a su pesar se vería obligada a rescindir nuestro contrato y expulsaría al niño del colegio, dado que era burocráticamente imposible expulsarme a mí, que según ella sería lo procedente.
Ha sido una bronca parecida a las que me echaba Carmen, contundente y bien argumentada, con un toque de mal genio y una pizca de ironía. Quizá por eso he estado a punto de sincerarme con aquella gorda maternal contándole la patética relación que mantengo con mi primo y lo mucho que me preocupa que Everest siga mis pasos y se convierta en otro pringado, pero no he podido hacerlo porque justo entonces Lucía ha entrado en el despacho diciendo que el niño se había desmayado.
Las siguientes cuatro horas las he pasado en la sala de espera del hospital universitario, que es adonde Lucía y yo hemos llevado a Everest. He elegido ese hospital porque es donde trabaja Carles y sabía que su sola presencia iba a tranquilizarme, más aún cuando ha emitido un primer y algo improvisado diagnóstico. No parecía nada grave, aunque había que hacer un completo reconocimiento médico para descartar lesiones ocultas.
Lucía ha expresado su deseo de quedarse conmigo, siempre y cuando no fuera una molestia para mí. Lo ha dicho con la mirada franca y el gesto llano de quien está dispuesto a admitir sin rencor que pudiera serlo. Me ha sorprendido tanto su actitud que he debido de poner una cara a medio camino entre la incomprensión y la ternura (cara de gilipollas, vamos). Supongo que me he acordado de mi madre y su eterna sensación de resultar una molestia para los demás. Y entonces me ha dado un inoportuno ataque de risa floja.
—Tranquilízate. No será nada.
—Lo sé —Luis deja de reírse—, no es eso. Es que todo ha sucedido por mi culpa. ¿Sabes a qué me refiero?
Lucía asiente con una sonrisa de simpatía, pero no puede mostrarse comprensiva.
—No entiendo cómo pudiste darle ese consejo a un niño tan pequeño.
—Yo tampoco.
—¿De verdad crees en la venganza?
Luis se queda pensativo durante unos segundos, puede que hechizado por la melena de Lucía, que se cambia de hombro en ese instante.
—Disculpa por responderte con otra pregunta —dice—, pero ¿cuántos años tienes?
—Veintiséis.
—Tal vez dentro de veinte años me entiendas.
—¿Es que la venganza es cosa de la edad?
—Así es. Los años te van dando bofetadas, una tras otra, y al final reaccionas. Puedes tardar más o menos, pero reaccionas.
—Quizá tengas razón —admite ella—, aunque Everest tiene sólo cinco años.
—No me lo recuerdes.
Luis hunde el rostro entre las manos. Puede ser un gesto provocado por los remordimientos o la vergüenza. O por ambas cosas.
—¿Quieres un café? —sugiere Lucía señalando una máquina expendedora que hay en la sala.
—Gracias —responde él sin dejar claro si lo acepta o no—. No hace falta que te quedes si no quieres.
—Lo sé y quiero quedarme. No creo que te convenga estar solo.
—Yo tampoco lo creo.
—¿Y la madre de Everest…?
—Es probable que tenga otra opinión.
—… ¿No deberías contarle lo que ha pasado? ¿Quieres que te deje solo y la llamas?
—La llamo, pero no me dejes solo.
Tras pronunciar estas palabras he sufrido una descarga eléctrica en alguna parte de mi organismo. Han debido de ser las célebres endorfinas. Es probable que alguna de mis glándulas (quizá tus testículos) haya vertido un buen chorro de endorfinas a mi caudal sanguíneo, lo cual me ha proporcionado un inesperado chute de energía. No me dejes solo. Son solamente una, dos, tres, cuatro simples palabras, pero pronunciadas por un tipo de cuarenta y tres años ante una joven de veintiséis cobran un sentido indescriptible, perverso, casi obsceno. Afortunadamente Sandra no ha respondido a mi llamada, así que me he limitado a dejar un escueto mensaje en su buzón de voz informándole sobre la situación. Luego me he sentado junto a Lucía y, sin otra cosa decente que hacer, nos hemos convertido en biógrafos de nosotros mismos.
La historia de mi familia le ha divertido mucho. Óscar, Carmen, Sandra, mi madre, mis guiones de sitcom, la unidad terminator, todos los personajes y elementos han ido ocupando su lugar en la comedia de mi vida y así los ha recibido Lucía, riendo los gags de cada nuevo episodio. Ella me ha hablado de sus alumnos y de las compañeras con las que comparte un piso en el centro de la ciudad, no lejos de donde yo trabajo. La conversación ha terminado cuando Carles ha vuelto para recitarnos el parte médico con gran sentido del deber profesional. Aparentemente nada, golpes y contusiones, a los que había que sumar un shock nervioso que se pasaría pronto, un par de puntos en una ceja y seis o siete chupa-chups que el niño había ido recogiendo por las diferentes plantas del hospital. Mañana por la mañana tendría que repetirle alguna de las pruebas para quedarse más tranquilo.
Mientras Lucía le daba un envidiable abrazo a Everest, Carles se ha acercado a mí para prevenirme. Por un momento he creído que se refería a la juventud de Lucía, al volumen de sus tetas, la largura de sus muslos o el diámetro de su cintura (¿y qué pasa con sus nalgas?), cuando en realidad me estaba hablando de Sandra, con quien había hablado varias veces por teléfono para informarle de la evolución de Everest. Al llegar a casa ella ha recibido a su hijo con un surtido de mimos difícil de igualar, como si se hubiera ido a la guerra y fuera el único superviviente de una cruenta batalla. Valle le ha dado un beso en la frente y se lo ha llevado a la cocina.
—¿Por qué no has venido al hospital?
Luis trata de comportarse ante su esposa con una naturalidad que resulta forzada, sin darse cuenta de que puede parecer más tonto de lo que ya es.
—Carles me ha dicho que ha hablado contigo —añade.
—No he ido al hospital porque a partir de ahora vamos a encargarnos del cuidado de los niños a medias —responde Sandra.
Los párpados de Luis manifiestan duda, quizá sorpresa. No sabe si le conviene seguir hablando. No está acostumbrado a que el silencio del enfado marital dure tan poco tiempo.
—Siempre ha sido así, ¿no? —se aventura a decir, no sin asumir que está corriendo un riesgo innecesario.
—¿Siempre? —replica ella—. Yo diría más bien nunca. Yo soy quien les da de comer, los baña por la noche, les prepara la mochila del colegio, va a las reuniones de padres y les ayuda a hacer los deberes.
—Eso no es justo, Sandra.
—¿Quieres decirme qué haces tú por ellos?
—Pues no sé, de todo, supongo —se encoge tanto de hombros que llega a tocarse las orejas—. Los llevo al colegio por la mañana, los acuesto, los… No sé, los entretengo.
—Los llevas al colegio porque te cae de camino al trabajo, los acuestas si yo estoy ocupada en la cocina y los entretienes el poco tiempo libre que te dejan tus hilarantes guiones de televisión.
Luis traga saliva con cierta dificultad. Sabe que camina sobre arenas movedizas. En cualquier momento puede pisar mal y desaparecer.
—Te olvidas de mi trabajo, Sandra —añade—. Si no estoy más con ellos es porque trabajo mucho. Cada día llego más tarde a casa.
—Eso debe cambiar. Yo también trabajo y procuro estar en casa pronto.
—¿No irás a comparar tu trabajo con el mío? —exclama Luis con los ojos desorbitados por la evidencia.
Inmediatamente se muerde la lengua. Una vez más ha dejado que sus pensamientos se conviertan en palabras sin pasar ninguna censura. Un ejercicio siempre arriesgado, en ocasiones temerario. Las arenas movedizas van a tragárselo.
—¿Cómo te atreves? —inquiere ella con un gesto de asco—. Ingeniero pomposo, ególatra y creído.
—No quería decir eso —se disculpa Luis.
—Pues es justo lo que has dicho. Mis clases de dietética son tan importantes como tus altísimas responsabilidades profesionales. No te atrevas a ponerlo en duda o de lo contrario yo también te diré un par de cosas sobre tu trayectoria laboral en la fundación.
—Sandra, no me provoques. Tú has empezado esta discusión.
—Y voy a terminarla. Estoy harta de que no valores mi trabajo y, por contra, me obligues a valorar tu faceta de escritor de guiones frustrado.
—No te pases.
—Lo que oyes. Llegas a casa y, en lugar de estar con los niños y conmigo, te encierras en tu despacho.
Luis abre los brazos y los deja caer pesadamente sobre sus pantalones. No sabe qué decir.
—A partir de mañana vamos a compartir al cincuenta por ciento la educación de los niños —añade Sandra—. Me da igual que tengas mucho trabajo en la fundación o que algún día te encarguen los guiones de un culebrón de cien capítulos, ¿entiendes? Y no se te ocurra sobreactuar como la última vez que discutimos sobre asuntos domésticos.
—No sé a qué te refieres.
—Lo sabes muy bien. Fue aquel sábado que pasaste el aspirador por toda la casa, incluyendo el interior de los armarios, las camas y los electrodomésticos. Sacaste las alfombras al patio y las sacudiste a la vez que rompías el farol de la pared y cuatro macetas. Pusiste una lavadora, tendiste la colada sin esperar al centrifugado y las cuerdas del tendedor se rompieron por el peso de la ropa. Preparaste unos libritos de lomo rellenos de jamón y queso sin quitar el plástico que lleva el queso en lonchas. Ordenaste la nevera colocando los alimentos por orden alfabético y limpiaste a conciencia el rodapié de toda la casa con las toallitas que uso para desmaquillarme. No quiero alardes domésticos. Me conformo con que me ayudes día a día. ¿Me estás escuchando? ¿Adónde vas?
Luis sale al porche del jardín, saca un paquete de tabaco del bolsillo y se enciende un cigarrillo. Le da una profunda calada y espira el humo hacia el cielo nocturno.
—¿No habías dejado de fumar? —le pregunta Carles asomándose por el seto.
—¿Y tú no habías dejado de espiarme?
—No puedo evitarlo. Tienes una vida tan fascinante…
—Exacto —replica Luis lanzando otra bocanada de humo—, tanta fascinación me impide dejar de fumar.
Carles se pone de puntillas y mira hacia el interior del salón de Luis.
—He escuchado tu discusión con Sandra —dice bajando la voz.
—Eres un cotilla.
—Se oía a varios kilómetros de distancia.
Luis da otra larga calada al cigarrillo.
—¿Cabrearse genera endorfinas? —pregunta.
—¿Qué?
—Ya me has oído.
—Pues no sé —Carles medita un momento—. Si el cabreo va acompañado de estrés no, ¿por qué?
Luis se comporta como si sufriera una especie de síndrome de abstinencia.
—Las necesito, Carles —dice—, necesito endorfinas. Supongo que no se podrán comprar en la farmacia, ¿verdad?
—Me temo que no, por eso se llaman endorfinas, porque se generan dentro del organismo. Si quieres algo parecido puedes tomar codeína, morfina o incluso heroína, pero si lo que quieres es segregar endorfinas tendrás que sudártelo.
—¡Qué lástima! —suspira Luis—. Hace un momento he estado a punto de ponerme a lavar, fregar, tender, aspirar y cocinar.
—¿Y por qué ibas a hacer todo eso?
—Por Sandra. Me acusa de que no colaboro lo suficiente en casa. Y encima me pide que no sobreactúe. Se va a enterar —añade mirando hacia su jardín—. Ahora mismo voy a limpiar el tronco de esos árboles con un reparador de muebles, ¿no son acaso de madera? Pues así se quedarán limpios y protegidos contra los arañazos. Luego lavaré las flores del arriate con detergente para colores delicados. Y puede que pase la aspiradora por el césped, ¿no es acaso una alfombra como las que hay en el salón?
—Vale —acepta Carles muy serio—, pero no se te ocurra pasar el cortacésped por las alfombras del salón.
—Estoy hasta los cojones.
—Cálmate.
—No puedo —protesta Luis—. También me acusa de no usar correctamente las bolsas de basura. ¿Tú has visto la cantidad de bolsas de colores que hay en mi casa? Hay un color para cada tipo de residuo. Parecemos el vertedero de los Teletubbies. Maldita sea, odio las bolsas de basura de colores. ¿De qué te ríes?
—Luis —Carles apenas puede hablar—, ¿tú sabes la cantidad de idioteces que has dicho en menos de un minuto? ¿Quieres que te haga un resumen?
—No, deja.
—Has dicho cosas muy serias, como que odias las bolsas de basura de colores.
—No me hagas reír.
—Pues deberías hacerlo. También genera endorfinas.
El teléfono de Carles nos ha interrumpido. He entrado en casa con la intención de leer un rato en mi sillón favorito, a sabiendas de que apenas iba a retener el diez por ciento de lo que leyera. O menos aún, porque tenía la cabeza en otra parte. Pensaba en Lucía. Revivía la euforia que he sentido al verla sonreír, tratando de generar endorfinas por la vía del recuerdo. Aun así, me he puesto las gafas y he abierto el libro. Cuando apenas había leído un par de párrafos, he apoyado la cabeza en una de las orejas del sillón, he cerrado los ojos y me he dejado llevar por el sueño. No he tardado en despertarme en un estado anímico muy diferente. Estaba irritado, quizá porque he tenido una de esas pesadillas que sobrevienen durante una cabezada de diez minutos. He soñado que mi hija Cris abría la guantera de mi coche y se tomaba dos pastillas de éxtasis, mientras reía a carcajadas con el rostro amoratado y magullado como el de Everest, lo que demuestra la mala leche que es capaz de tener el subconsciente.
De inmediato he sentido la necesidad de subir al cuarto del pequeño para comprobar si dormía. Quería abrazarlo sin reservas en la intimidad de la noche, casi a hurtadillas, como un ladrón de cariño, pero la luz que se filtraba por la rendija de la puerta me ha paralizado. Valle estaba sentada junto a él, las manos tomadas, las cabecitas juntas. Era difícil saber cuál de los dos necesitaba con más urgencia el calor de un padre. Tal vez por eso mismo no he entrado en la habitación.
He cogido casi hurtándolo un pijama de mi armario y me he acostado en el diván del salón, seguro de que Sandra no me iba a dar la bienvenida en el lecho conyugal. La última vez que ocurrió algo parecido no dejó de darme patadas en toda la noche. Luego, al despertar, se disculpó diciendo que había soñado que ganaba la final de la Recopa de Europa con la camiseta del Betis. Argumento nada convincente considerando que Sandra era y es incapaz de distinguir un balón de fútbol de un cubo de Rubik, que ignora si el Betis viste camiseta verdiblanca a rayas o rojinegra a topos y que ya hace unos años que la Recopa de Europa no se juega.
—¿Qué hago entonces? —pregunta el pequeño.
Valle habla con su habitual tono calmoso, haciendo sonar las consonantes más que las vocales, como si su voz fuera una corriente de agua.
—Tienes que unirte a otros niños —dice subrayando la importancia del verbo con una inflexión de voz—. No puedes enfrentarte a tus enemigos tú solo. Tu única alternativa es aliarte con más niños, sentir la fortaleza del grupo, formar parte de un cuerpo compuesto por múltiples miembros, una masa de músculos fuerte por numerosa. ¿Comprendes?
—¿Y la unidad terminator?
—La unidad terminator es útil en los momentos de soledad, cuando el grupo se disgrega, como por ejemplo ahora, por la noche. Pero durante el día, en la jungla del colegio, la fuerza más poderosa es la suma de las fuerzas, el potencial del grupo. Tú tienes un montón de amigos. Hazte fuerte junto a ellos.
—Vale.
El niño asiente pero tiene el ceño fruncido, como quien no acaba de estar convencido del todo.
—¿Y entonces tú —dice mirando a Valle—, por qué no tienes amigos?
Ella se levanta sin contestar. Besa a su hermanastro, conecta la unidad terminator al enchufe de la pared, apaga la luz de la mesilla y sale de la estancia sin hacer ruido. Seguramente se ha hecho la misma pregunta muchas veces.
A primera hora de la mañana he vuelto a llevar a Everest al hospital para que le repitieran las pruebas que había ordenado Carles. Hemos salido de casa los tres a la vez, cada uno en su coche, Everest conmigo. Ignoro si también venía la unidad terminator (comprueba el consumo del vehículo, estos engendros futuristas se beben el combustible como si fuera agua). Durante el trayecto nos hemos saludado varias veces usando las ráfagas de luz o los intermitentes de avería, hemos tocado el claxon y nos hemos hecho muecas en los semáforos.
Mi intención era minimizar el trauma de Everest haciendo el payaso. Y aparentemente lo estaba consiguiendo, hasta que a mitad de camino el niño se ha quedado mirando el reloj del salpicadero del coche, pensativo y ausente, y ha querido saber cómo era el tiempo. Otra de sus preguntas sin respuesta que me ha obligado a inspirar profundamente el aire que entraba por la ventanilla en busca de concentración. No podía volver a fallarle. Tenía que encontrar un buen ejemplo para ser divulgativo sin caer en el tecnicismo ni la metáfora, a la vez que evitaba todo tipo de abstracciones, pero no he sido capaz de hacerlo, quizá porque no era una pregunta concreta, sino el tema para una charla coloquio de varias horas de duración. Por suerte no hemos tardado en llegar al hospital y Carles se ha llevado a Everest.
El tiempo es la magnitud que mide la vida, hijo, aunque eso no significa que la vida sea una contrarreloj o una carrera de velocidad como las que vemos por televisión. La vida es más bien una cuenta atrás, un temporizador como el que tiene mamá en la cocina para avisarle de que los huevos ya están cocidos. Sólo que, algunas veces, los huevos están todavía crudos cuando el temporizador suena. ¿Me explico?
No sé si tratando de evadirme de la realidad o, por el contrario, intentando sumergirme en sus crueles detalles, he comprado el periódico y me he sentado en la sala de espera con intención de hojearlo. Dos o tres veces he levantado la vista de sus titulares y sus columnas para ver quién entraba o salía de la estancia. Una de ellas he visto a un payaso.
—Me llamo Dumbo.
El payaso se acerca a Luis y le tiende la mano.
—Luis —responde éste estrechándosela.
—Encantado. ¿A quién esperas?
Dumbo tiene las orejas de soplillo, lo que quizá explica el origen de su nombre artístico, y habla con voz entonada de actor.
—A mi… a mi hijo —Luis habla a trompicones, como si tartamudeara—. Ayer se golpeó la cabeza y están haciéndole unas pruebas.
—Espero que no sea nada serio —dice Dumbo sonriendo—. Luego iré a verlo.
—No creo que sea una buena idea —discrepa Luis—. Unos niños le pegaron por ir disfrazado de payaso. Precisamente.
Dumbo viste un mono de mecánico, una enorme pajarita y unos botines de charol de dos colores. Lleva el pelo recogido en una coleta, unas gafas con luces intermitentes y una nariz postiza. Se aproxima a la máquina de café. Saca unas monedas del bolsillo y hace mención de invitar a Luis.
—No, gracias —declina éste.
Dumbo se sirve un café y se sienta junto a Luis.
—¿Te dedicas a esto de forma profesional?
No es fácil determinar si Luis pregunta guiado por la cortesía o la curiosidad.
—¿A esto, a qué te refieres?
—Quiero decir si eres un verdadero payaso —Luis carraspea incómodo—. Bueno, no pretendo insultarte, me pregunto si haces el payaso todo el día… No, espera, eso tampoco suena muy bien. En realidad quiero saber si…
—¿Si soy un payaso profesional?
—Eso es.
—Lo soy.
—He venido otras veces por aquí y nunca te había visto.
—No hace mucho que he regresado de Palestina.
—¿Eres de Payasos sin Fronteras?
—Algo parecido, nos llamamos Payasos del Planeta.
—Suena bien, parece una sesión plenaria de la ONU —Luis ríe, Dumbo no—. Perdona, no quería ofenderte.
El payaso observa a su interlocutor con curiosidad.
—No, tranquilo, ha tenido su gracia —reconoce—. ¿Eres humorista o algo así?
La risa de Luis se congela, como si fuera a quebrarse y caer en pedacitos al suelo.
—Vaya, ¿tanto se nota? —exclama aturdido.
—Ese chiste es típico de un monólogo o una comedia de situación.
Luis se siente inmediatamente halagado por la certera perspicacia de Dumbo.
—Pues has acertado —dice en un arranque de orgullo—, escribo comedias para la televisión. Justamente llevo unos guiones en el coche para que los lea una persona con la que he quedado más tarde.
—¿Un productor?
—No, la profesora de Everest.
—¿La profesora de qué?
—De Everest, de mi hijo, de mi hijo Everest —Luis suspira—. Se llama Everest.
—¿Everest, como la montaña?
—Sí, eso es, como la montaña.
—No te preguntaré por qué.
—Te lo agradezco.
—¿Y en qué series de televisión has participado?
—No, verás, en realidad no me dedico a escribir de forma profesional. He presentado pruebas en varias productoras pero nunca he sido contratado.
—Bueno —exclama el payaso apurando su café—. Estoy seguro de que cualquier día cambiará tu suerte.
Luis niega enérgicamente con la cabeza mientras responde.
—Tengo cientos de razones para dudar de mi suerte.
Dumbo se levanta. Parece abrumado. Quizá cree que Luis va a enumerarlas.
—Ahora debo irme a ver a los niños —dice encestando el vaso de plástico en la papelera.
—¿Te importa si te veo actuar un rato?
Dumbo ha ido entrando en las habitaciones de los pequeños enfermos con su aire de Charlot contemporáneo, provocándome un ambiguo sentimiento a medio camino entre el escepticismo y la ilusión de una inminente carcajada. Su repertorio parecía no tener límites, al menos durante los cuarenta y cinco minutos que he compartido con él, tiempo más que suficiente para comprobar cómo iba cambiando el tono de sus guiños, mimos y bromas dependiendo de las condiciones físicas de los enfermos, como un médico que administra con sabiduría una poderosa medicina no exenta de incómodos efectos secundarios.
En una de las habitaciones ha pretendido cortar con una sierra mecánica la pierna escayolada de un niño y la ha reemplazado por una rueda de automóvil, todo acompañado por un rico surtido de onomatopeyas que correspondían a las distintas herramientas que supuestamente iba usando. En otra ha sustituido las gafas del paciente por sendos telescopios capaces de ver los confines del universo. En la siguiente le ha cambiado a una niña ojerosa el sistema digestivo por un motor de ocho cilindros en uve y le ha dicho que a partir de ese momento dejara de comer alimentos y tomara sólo gasolina sin plomo de noventa y ocho octanos. Más tarde se ha convertido en un vendedor a domicilio y ha tratado de venderle un apéndice de fibra de carbono a un niño recién operado de apendicitis, incluyendo en el paquete un corazón, un riñón y dos vejigas urinarias de repuesto. Y por último ha vuelto a ser un mimo en la habitación de dos hermanos contagiados por la misma infección, ante quienes ha representado un pasaje de la vida cotidiana de una bacteria, convirtiendo su cara en un amasijo de arrugas mientras pretendía comerse un pie, una mano o la cabeza de los pequeños entre divertidos lamentos pronunciados con voz de falsete. «Estoy harto de ser una bacteria», decía, «yo lo que quiero ser es un virus informático y dar la vuelta al mundo por internet».
También sabe interpretar tropezones, golpes y resbalones dignos del propio Chaplin o de Harold Lloyd, pero está claro que su especialidad son las reparaciones mecánicas (tal vez por eso va vestido con un mono de mecánico, ¿no crees?). Al finalizar el pasillo ha entrado en la sala de médicos y ha estado reunido con ellos durante unos minutos, después de los cuales ha vuelto a la sala de espera para despedirse de mí. Justo en ese momento han llegado también Carles y Everest.
—Everest…
Luis reclama la atención de su hijo.
—… ven, quiero que conozcas a alguien.
—¿A quién?
El niño se acerca corriendo.
—A Dumbo.
—Prefiero conocer al ratón Mickey —replica el niño frunciendo el entrecejo.
—Es un payaso —exclama su padre.
—Mickey no es un payaso, Mickey no es un payaso.
—No te enfades, Everest. No me refería al ratón Mickey, ni al Dumbo que tú conoces, sino a este Dumbo.
El aludido esboza una exagerada sonrisa y levanta una mano.
—Hola.
Everest mira a su padre con cara de pocos amigos. Le habría gustado más conocer al ratón Mickey o incluso a su inseparable amigo Goofy. No puede evitar un gesto de decepción. En ese momento Carles se suma al grupo.
—Puedes llevarlo al colegio con toda tranquilidad —dice dirigiéndose a Luis.
Éste le da las gracias con la mirada. Carles hace un gesto de falso desprecio y se dirige a Dumbo.
—¿Cómo te ha ido hoy?
—Me preocupa el niño del accidente —responde el payaso.
—Lo sé. Me han dicho que aún no ha salido de peligro.
—Habrá que esperar.
Carles asiente, da una palmada en el hombro de Luis y se va por el fondo del pasillo. Dumbo se agacha y se dirige a Everest.
—De modo que tú eres Everest.
—Sí.
—No resultas muy alto para llamarte así.
Dumbo genera un campo magnético a su alrededor del que es imposible librarse, como si fuera un electroimán con la bobina formada por cables de colores. Me ha animado el día. A mí y a todos los niños del hospital, con la única excepción de Everest, que se ha marchado de allí refunfuñando por no poder quedarse un rato más y al mismo tiempo aliviado por no tener que volver. Una paradoja que explica el grado de complejidad de su mundo interior (se llama simplemente «infancia»). Las pruebas médicas han certificado que no tiene ninguna lesión interna, circunstancia que me ha permitido llamar a Sandra con la ventaja de transmitirle buenas noticias. Además, he recibido la invitación de Carmen para una comida familiar el fin de semana en su casa, supongo que con la intención de presentarnos al chico con el que sale Cris, tal como yo le había sugerido. La mañana me sonreía.
Por la tarde había quedado con Lucía en un café del centro, a medio camino entre su apartamento y las oficinas de la fundación. Llevaba unos guiones y textos cómicos para ella. Ayer se mostró encantada con la idea de leerlos.
Y yo muy halagado. Ha llegado puntual, hermosa y sonrisueña, con el pelo suelto y la mirada traviesa. Ha pedido un cortado. Yo he dudado. Normalmente no tomo café. Sandra me lo tiene prohibido en favor del té verde con menta. Se supone que me sienta mal al estómago, me irrita los nervios y me sube la tensión. El café, me refiero. Así que he cometido la temeridad de pedir un café con hielo, como si mi cita con Lucía fuera algo más que una oportunidad para mostrarle mi catálogo de chistes y escenas graciosas.
—¿Por qué no has logrado vender ninguno? —pregunta Lucía después de echar un vistazo a los textos de Luis.
Él apura su café y carraspea antes de comenzar a hablar. Parece dispuesto a dar una conferencia.
—Soy un guionista freelance —dice—. ¿Sabes a qué me refiero, no? Perdona, claro que lo sabes. A veces olvido que la gente joven sabe más que la madura —su interlocutora le obsequia con una encantadora sonrisa—. No te rías, no me refiero sólo a ti y a mí. Hablo en general. Además no me considero un tipo maduro. Estoy en la edad media. En la edad media escrita con minúsculas, claro, no vayas a creer que soy un señor feudal.
Luis tiene la impresión de que Lucía no se está tomando en serio sus palabras, quizá porque se siente la protagonista de una mala escena de comedia.
—La única productora que ha mostrado interés por mis guiones —prosigue— no acepta freelancers. Quieren guionistas de plantilla, gente que se reúna físicamente para los brainstormings y las mesas italianas, autores que acudan a los ensayos y puedan reescribir una escena que no funciona o un chiste que no tenga gracia. Necesitan personal de nómina.
—¿Y cuál es el problema?
—Pues ése, justamente, que yo ya tengo una nómina y una profesión. Sólo quiero enviarles mis guiones, cobrar mis derechos de autor y punto. Les doy plena libertad para que cambien una línea de diálogo, una escena o un chiste. Me adapto a ellos. Soy flexible, maleable como un trozo de plastilina, pero no hay manera.
Da una palmada sobre la mesa y compone un gesto de derrota, como quien sonríe para no echarse a llorar.
—Tiene gracia —añade suspirando—. Que me suceda esto precisamente en el siglo de las telecomunicaciones y el teletrabajo, cuando es posible comunicarse con cualquier lugar del mundo mediante un ordenador y una conexión a internet.
Lucía se acoda en la mesa y contraataca.
—¿Por qué no dejas tu trabajo y cambias de profesión? —propone.
Luis arruga el entrecejo y achina los ojos. Parece la bacteria que ha estado representando Dumbo en el hospital infantil.
—El futuro del planeta depende de las energías limpias y todavía queda mucho por hacer —responde solemnemente.
—Yo creía que ya se había hecho mucho.
—No creas todo lo que lees. La energía eólica genera muchos problemas —Luis abre las manos como si estuviera sosteniendo un gran saco de problemas—. Es aleatoria, impredecible y difícil de conectar a la red. Y además, según dicen algunos ecologistas, produce contaminación visual y acústica. Si sobrevive es únicamente porque está primada por ayudas oficiales.
—¿No estás siendo un poco pesimista?
—¿Tú contratarías un servicio eléctrico que te dejara a oscuras de vez en cuando y fuera mucho más caro que el convencional? ¿A que no?
—No lo sé —replica ella resistiéndose al pesimismo.
—Hay mucho interés propagandístico en las energías limpias, pero el día que debamos competir con otras fuentes energéticas sin primas oficiales lo vamos a tener difícil.
Los ojos de Lucía se apagan, como si en efecto se hubiera ocasionado un corte en el suministro eléctrico de su mirada. No imaginaba que un hombre tan lleno de vida pudiera estar tan cerca de la derrota y el sarcasmo.
—Y ahora mándame callar, te lo ruego —le pide Luis—. Hablo demasiado. ¿Quieres un helado?
Reclaman la atención del camarero. Éste se acerca y recoge las tazas del café en su bandeja.
—¿Tiene tarrinas de helado? —pregunta Luis.
—Los únicos sabores que me quedan son vainilla y chocolate y tendría que servirlos en bolas.
—¿En bolas? —repite Luis—. ¿No puede hacerlo vestido?
Lucía rompe a reír como una chiquilla adolescente, que muy a pesar de su acompañante es casi lo que es. El camarero se aleja hacia la barra mientras ella trata de serenarse.
—Me recuerdas a un chico con el que estuve saliendo —dice todavía con restos de risa en la voz.
—Háblame de él.
—Se llama Andrés. Es divertido y ocurrente, como tú.
—Ya veo —afirma Luis tajante—: estaba casado.
—Eso no me habría importado.
Luis enarca las cejas y tuerce la cabeza como un perrillo asombrado. No esperaba ese grado de audaz sinceridad. O sincera audacia. En ese momento aparece el camarero y deposita sobre la mesa dos copas de cristal con una bola de helado de vainilla y otra de chocolate en cada una.
—Bueno, entiéndeme —matiza ella cuando el camarero vuelve a la barra—. Claro que me habría importado, pero no tanto como lo que acabó sucediendo. No creas que soy una rompecorazones, ni mucho menos una rompehogares.
—Entonces, ¿qué pasó?
—Te vas a reír, pero no funcionaba en la cama.
Luis no mueve un músculo de la cara. Es harto improbable que un tipo de edad media, escrita con minúsculas, pueda reírse de algo así.
—Salíamos por ahí y lo pasábamos bien —prosigue Lucía—, pero cuando llegaba el momento de decidir si íbamos a mi piso o al suyo, él se arrugaba, me largaba una excusa o, si no le quedaba otro remedio, se me hacía el dormido, el cansado o el estresado.
—¿A qué se dedica? —pregunta Luis.
Ella lo mira sorprendida.
—¿Por qué lo preguntas?
—No sé, supongo que la profesión de una persona es su huella digital en la sociedad.
—Es abogado —responde Lucía pese a no estar de acuerdo con el aforismo—, uno de los mejores civilistas de la ciudad. El caso es que yo no podía más…
De pronto se detiene, tan bruscamente que algunas sílabas le brotan de la boca por la inercia del discurso, como si se hubiera atragantado. Frunce el ceño con determinación y se levanta haciendo aspavientos.
—No sé qué te estoy contando —exclama horrorizada—, apenas nos conocemos… y te estoy hablando de mi vida sexual.
Luis la mira con una naturalidad que probablemente está muy lejos de sostener.
—Soy la profesora de tu hijo, Luis —continúa ella—. Te ruego que me perdones. Vas a pensar que soy una cualquiera y no quiero darte esa impresión. Acepta mis disculpas. Debo irme.
—No me dejes así —le pide él.
Ella valora la situación durante un instante, inmóvil como si fuera un retrato de sí misma, y se da cuenta de que es demasiado tarde para rectificar. Ha sido tan indiscreta que poco importa ya si calla o sigue hablando. Resopla un par de veces en señal de fastidio y vuelve a sentarse.
—No hay mucho más que decir —añade—. Durante un tiempo continuó poniéndome excusas hasta el punto de que llegué a sentirme mal conmigo misma. Creí que mi cuerpo tenía algún defecto grave, algo repulsivo, no sé.
Luis abre la boca pero no llega a articular palabra. Ella se lo impide.
—No te molestes en decir una galantería, no es necesario. Al final comprendí lo que sucedía. Una noche lo invité a un bar de copas de un amigo. Bebimos, bailamos y reímos. Mucho. Luego subimos a mi apartamento y me desnudé —vuelve a detenerse alarmada por su propia sinceridad—. Creo que los del Ministerio de Educación me van a meter un paquete por contarte esto. Fuimos a la cama y nada.
—¿Nada?
—Ni una triste erección. Al día siguiente me pidió disculpas y me confesó que era homosexual. Había discutido con su pareja habitual y trataba de pasarse a la acera de enfrente por puro despecho. Me utilizó y me hizo daño. Supongo que por eso te lo he contado, aunque haya contravenido todas las normas deontológicas del magisterio. No lo sabe nadie, salvo mis amigas más íntimas —hace otra pausa y mira hacia la puerta—. Creo que necesito un trago. Es así como se dice en los guiones, ¿no?
Hemos caminado un par de manzanas en busca de un bar de copas. No hemos tardado en encontrar uno en el que Lucía parecía conocer a los camareros. Ha pedido un ginlemon, yo un martini seco al estilo de James Bond. Eran poco más de las nueve de la noche y no había mucha clientela, pero la música ya atronaba la estancia. Resultaba insoportable. He tenido que acercar mi boca a la oreja de Lucía para seguir hablando y en el trayecto me he topado con los mechones de su pelo, el calor de su cuello y su aroma a piel recién duchada.
De inmediato he sentido una violenta erección. Debía de ser la que le negó su anterior amante. El pulso se me ha acelerado y el martini se me ha subido a la cabeza. La música me ha parecido entonces cadenciosa, el volumen envolvente y el antro un escenario perfecto para embóscarse y pasar desapercibido. Nadie oiría mi voz ni sería capaz de reconocerla, así que podía decir cuanto se me antojara, como si actuara en el más incógnito anonimato. Lucía se movía con sensual lentitud mediante un ligero balanceo que dejaba al descubierto el perfil de sus nalgas embutidas en sus vaqueros (ah, las nalgas). He pedido otro martini, ella otro ginlemon. Al cabo de un rato han comenzado a llegar jóvenes, peña, como ellos mismos se autodefinen. Eso me ha recordado la existencia de mis propios hijos y he tenido una idea.
—Lucía —Luis le habla al oído—, ¿puedo hacerte una pregunta?
—Dime.
—¿Tú sabes lo que es el éxtasis?
—¿Cómo?
—No me refiero en sentido literal, a ver si me entiendes. No te estoy preguntando si levitas o si tienes experiencias místicas, sino que si conoces la droga de síntesis que se llama éxtasis.
—¿Por quién me tomas? —replica ella—. Claro que la conozco.
Luis apura su copa antes de seguir hablando.
—Confesión por confesión —dice con el aplomo de quien pretende un trato—. Tengo un problema con mis hijos. Creo que toman éxtasis.
—¿Valle y Everest? ¿Has perdido el juicio?
—No, ésos no. Es que tengo más hijos, ¿recuerdas?
—Everest nunca habla de ellos.
—Everest sólo sabe hacer preguntas filosóficas —grita él mientras gesticula.
—No hace falta que me dejes sorda.
—Perdona, es que casi no me oigo a mí mismo.
—Si quieres nos vamos.
—No, no, quiero quedarme. Se trata de esto, de la noche, de los garitos nocturnos, del éxtasis. Sospecho que mi hija mayor lo toma, pero no sé cómo es. Tal vez podrías ayudarme.
—¿Ayudarte a qué?
—Pues no sé, orientarme, explicarme cómo y dónde se compra, cuánto cuesta, qué efectos produce.
Lucía se separa unos centímetros de él.
—Espera un momento —le dice—, vas demasiado deprisa.
—Lo siento —replica Luis—. No debería estar pidiéndole esto a la profesora de mi hijo pequeño. Al final los del ministerio te van a excomulgar.
—Así es, pero puedo ayudarte. ¿Quieres una pirula?
—¿Qué?
—Se llama así, pirula. Viene de píldora. ¿Quieres una o no?
—Pues no sé, sí, supongo que sí, o tal vez no. ¿Cuánto cuesta?
—Voy a averiguarlo.
Lucía se agacha, pasa al otro lado de la barra, dejando que él contemple la simétrica rotundidad de sus nalgas y habla con la camarera. Ésta mira a Luis y niega con la cabeza. Lucía le dice algo más, probablemente que no se trata de un policía ni nada parecido, y las dos abandonan el local por una puerta que hay detrás de la barra.
—Toma —dice ella volviendo junto a él mientras introduce algo en el bolsillo de su americana—. No me preguntes cómo la he conseguido. Me ha costado diez euros. No puedo decirte nada más. Proviene de un amigo de la camarera y la camarera es una amiga mía. Así funciona esto, en el anonimato del amigo del vecino del pariente del colega de alguien, ¿vale?
Luis mete los dedos en el bolsillo y extrae una pastilla blanca con una hendidura en medio, lo más parecido a una aspirina o un paracetamol de los que él suele tomar. Lucía le reprende y le obliga a guardarla de nuevo. Luis parece olvidar que, aunque sea con fines exclusivamente educativos, están cometiendo un delito.
—Me debes una —dice ella.
El cree que ha llegado la hora de ser audaz.
—Este es el garito al que trajiste a tu amigo el marica, ¿no?
—Luis —lo reprende ella.
—Quería decir el homosexual —se modera él—. ¿Es éste verdad?
—Sí.
—Todavía te duele el amor propio, ¿no es así?
—No puedo evitarlo.
—¿Quieres recuperar tu autoestima?
Y la besa en los labios.