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Posología

Mientras conducía hacia el parque eólico no he podido evitar que mis manos estrangulasen el volante y mi boca mascullara unos cuantos insultos en voz baja, alguno de los cuales tenía que ver con la hermana de mi madre. Óscar se niega a enseñar las instalaciones de la fundación por la sencilla razón de que no sabe nada de energía eólica, de generadores eléctricos ni de inyecciones a la red. No sabe nada de nada. Oculta su incompetencia detrás del poder que le confiere su cargo en la junta y me usa de comodín para que lo sustituya en las ocasiones delicadas. Y además duerme cada día con Carmen y puede que hasta se considere el padre de mis hijos. Maldita sea mi suerte.

Los aerogeneradores me han recibido con su acostumbrada efusividad, sin dejar de girar sus esbeltas aspas, dos saetas y un segundero encarados al viento del oeste, señalando la hora de poniente. El día era claro y ventoso como acostumbra en el lugar. He detenido el coche en una curva de la carretera, apenas un par de kilómetros antes de llegar, y los he contemplado. Es lo que hago siempre que voy por allí. Me gusta imaginar el movimiento de los rotores en el interior de sus carcasas. Me siento poderoso, invencible, como un superhéroe, un dios o un chamán capaz de convertir el viento en luz y calor. Son cuarenta y cinco torres de dos megavatios girando al compás de cada soplo, una gigantesca orquesta de cámara interpretando una partitura para instrumentos de viento. Supongo que desde la distancia yo mismo debía de parecer el director de la orquesta, un quijote frente a sus molinos manchegos, un patán de tres al cuarto contra unos gigantes acechantes de fieras miradas y largos brazos.

He abierto la guantera del coche y me he tomado dos comprimidos de paracetamol. Hacía ya un rato que me dolía la cabeza. Era un dolor tan persistente que por la tarde he tenido que tomar otro más. Si se entera Carles me ganaré una buena (y merecida) reprimenda. Llevo años enganchado a este popular analgésico. No recuerdo haber pasado un solo día de mi vida adulta sin tomar uno, por eso tanto en los bolsillos de mis americanas y mis pantalones, como en los cajones de mi mesa de trabajo o en mi mesilla de noche es fácil encontrar pastillitas blancas, moradas o bicolores de paracetamol solo o potenciado con codeína. Es el único remedio que conozco para cuando se me tuerce el día, lo que ocurre casi diariamente, y un dolor punzante me taladra el cráneo, arriba, un poco a la izquierda, más o menos a la altura de la raya del pelo. Allí percibo el latido cardiaco con una intensidad que crece hasta hacerse insoportable. Es tan fuerte que cualquiera que estuviera a mi lado podría contar las pulsaciones de mi corazón sin necesidad de tocarme una vena. Ochenta, noventa en estado de reposo. Más que la media ponderada de mi madre en el último trimestre del año.

Carles me acusa de ser un drogodependiente. Y Sandra me aconseja relajarme y tomarme las cosas con calma pero no puedo hacerlo, seguramente porque, como diría Valle, la relajación también depende del reverso de la voluntad. Es más fácil relajarse impartiendo los cursos de dietética de Sandra que soportando el peso financiero de una fundación energética. Es mucho más fácil juzgar las acciones ajenas desde un cómodo puesto de médico en la Seguridad Social que desengancharse del paracetamol cuando cuatro bocas juveniles y dos adultas dependen de tu nómina, cuando un primo tuyo, campeón del mundo de idiocia, te roba el trabajo y la esposa y es encima el ejemplo de hijo que siempre tiene en la boca tu señora madre. Es muchísimo más fácil relajarse poniendo multas que tratando de que no te las pongan, más fácil hacerlo cuando se puede que cuando se quiere.

—¿Qué ha pasado? —pregunta Sandra.

Luis entra en casa con el rostro tenso, el cuerpo encorvado y la corbata desanudada. Parece un jugador de rugby después de haber disputado un partido en ropa de calle.

—¿Por qué llegas tan tarde? —continúa preguntando ella.

Luis emite un hondo suspiro antes de contestar.

—He ido al parque eólico, he comido con unos políticos, he vuelto a la oficina, he acabado unos presupuestos, se ha caído la red informática, los he perdido y he tenido que repetirlos a mano. Después de cenar los pasaré a limpio en el ordenador de la buhardilla y me los enviaré a la oficina por correo electrónico.

Sandra aprieta los labios y afirma una sola vez con la cabeza, señal de que ha entendido la complejidad de la situación.

—Están tus hijos —le anuncia señalando con su mirada hacia las escaleras—, precisamente usando tu ordenador.

Luis deja el maletín en el suelo, se quita la americana y sube a la buhardilla. Cris y Álex están sentados frente a la pantalla del ordenador.

—Hola, papá.

Cris le besa, Álex levanta una mano a modo de saludo. Ninguno de los dos aparta la mirada de la pantalla.

—¿Qué hacéis aquí? —se extraña Luis—. No es sábado.

—La wifi de mamá está rota y tenemos trabajo.

—¿Seguro? ¿No habréis venido a chatear con vuestros amigos virtuales?

—Eso también, pero después de consultar un par de cosas en la Wikipedia y otros sitios.

—Espero que no sea para mucho rato —dice Luis mirando su reloj—. Tengo que pasar a limpio una hoja de cálculo.

—Sí, no hay problema —contesta Álex invitándolo a marcharse—. Te esperas una media hora y te dejamos, ¿vale?

Luis inspira el aire de la estancia y baja las escaleras soltándolo poco a poco, como un globo en plena maniobra de descenso, quién sabe si poniendo en práctica uno de los remedios que Sandra le ha enseñado para calmarse. Sale al porche con intención de descansar un rato, pero una voz lo reclama desde el jardín vecino.

—¿Qué tal el día?

Al otro lado del seto Carles yace tumbado en su mecedora, dejándose acunar sobre dos ejes, como un barco amarrado por dos anclas, mientras lee un libro a la luz de una lámpara de pie.

—Horrible —contesta Luis asomándose—. ¿Y tú?

—Exactamente a las quince horas treinta y cinco minutos estaba leyendo en el jardín.

Luis mira hacia el cielo en busca de comprensión. Tenía que haber supuesto que iba a recibir esa respuesta.

—No me toques los cojones, Carles —replica—. Tú te puedes permitir ese lujo porque vives solo, sin familia. Yo en tu lugar también trabajaría menos y leería más, pero no te puedes imaginar la cantidad de facturas y cargos bancarios que llegan a esta casa —se detiene viendo que Carles no le hace ningún caso—. En fin, para qué seguir. Ojalá algún día pueda ganarme la vida con mis guiones. Así trabajaría al menos en algo que me gusta.

—Te deseo mucha suerte.

—No te burles.

—No me burlo pero deberías abandonar esa trinchera, Luis —Carles se levanta y se acerca a él—. Sólo se vive una vez, dos si eres James Bond. La gente normal suele combatir en dos o tres frentes de batalla, como el trabajo, la pareja y los hijos, pero tú libras tantos combates que parece que estás en guerra con todo el mundo. Trabajas mucho, tienes dos esposas, cuatro hijos, una vida social llena de compromisos y, encima, te empeñas en escribir, ¿cómo lo llamas?, comedias de situación. Sería demasiado incluso para James Bond.

—Ya lo sé. Y además he empezado a escribir un diario.

—¿Un diario? ¿Y por qué no los Episodios Nacionales desde donde los dejó Benito Pérez Galdós?

—Baja la voz —le pide Luis con un dedo en los labios—, Sandra no sabe nada. Empecé ayer y la pobre no ha salido muy bien parada.

Carles frunce el ceño, eleva los pómulos y arruga la boca. Parece estar a punto de echarse a llorar.

—Hazme caso y abandona alguna de tus ocupaciones —dice—. Te lo digo por tu bien. No puedes eliminar a tus hijos o tus mujeres de tu vida, no sé si puedes trabajar menos porque necesitas un buen sueldo para mantenerlos, pero sí puedes olvidarte de ese sueño inalcanzable de escritor frustrado.

—Gracias por los ánimos.

—Soy neurólogo, ¿recuerdas? —se toca la cabeza con los nudillos—. Deberías ver en qué estado queda la gente después de vivir experiencias traumáticas. Parecen vegetales.

—¿Tienes algo en contra de los vegetales?

—Sí, si además de hacer la fotosíntesis, se dedican a venir a mi consulta.

—Eres un exagerado.

—¿Lo soy? —repite Carles cruzándose de brazos—. Veamos, ¿cuántos paracetamoles te has tomado hoy?

Luis compone el gesto de quien se sabe descubierto, el de los mofletes hinchados.

—Tres.

—Un gramo y medio, más o menos una sexta parte de la dosis que clínicamente se considera mortal.

—Calla, que como se entere Sandra necesitaré tomar otros tres más.

Carles niega con la cabeza y con la mano que no sostiene el libro.

—No puedes funcionar a base de paracetamoles —insiste—, especialmente si los tomas mezclados con psicotrópicos.

—Otra vez exageras —repone Luis—. El paracetamol se vende en la farmacia sin receta médica.

—Pero los ansiolíticos que yo te receto, no. De modo que tú decides: o cambias de actitud o pronto tendrás que pasar por mi consulta.

—Al menos aprenderé a hacer la fotosíntesis.

—Puedes tomártelo a broma si quieres.

—No me agobies, que bastante me agobia Sandra con el rollo de las embolias, los infartos y las anginas de pecho.

—Te agobia, pero tiene razón. Y yo también.

Luis lo mira fijamente y sonríe.

—Te equivocas cuando dices que tengo dos esposas —dice—. Tengo tres: Carmen, Sandra y tú.

En ese momento Cris y Álex salen apresuradamente al porche, atraviesan el jardín y se marchan por la puerta que da a la calle.

—Nos vamos, papá —dicen sin detenerse siquiera a darle un beso de despedida—. Hasta el sábado.

El ordenador de la buhardilla seguía encendido. Antes de ponerme a trabajar me he tomado la licencia de seguir el dictado de mi instinto, una compulsiva y desconfiada actitud que solemos desarrollar los padres de hijos adolescentes. Me he conectado a internet y he consultado el historial del navegador. Mis hijos no han tenido la precaución de borrar el rastro de las páginas que han visitado, un total de seis, ninguna de contenido pornográfico. Las he examinado una a una cambiando gradualmente el gesto de la intriga por el de la seria preocupación, pasando por la decepción y el desconcierto. Eran páginas secretas, clandestinas, sitios prohibidos donde se enumeraban los ingredientes de una receta macabra y perversa, un alimento del espíritu que el cuerpo no puede soportar. Éxtasis, la anfetamina de la felicidad, una droga que puede sintetizarse con cierta facilidad si se dispone de los ingredientes necesarios.

Al principio no he podido ni querido creerlo. Cris y Álex no responden al perfil de jóvenes drogadictos enganchados a las pastillas. No frecuentan macrodiscotecas ni rutas del bacalao, no pasan noches sin dormir ni días sin aparecer por casa. No presentan desórdenes alimentarios ni de conducta. No sé. Supongo que nadie espera que sus hijos se conviertan en unos drogadictos ni en unos pervertidos. Los hijos nunca dejan de ser niños que formulan preguntas sin respuesta, voces implorantes en el silencio de la noche, pompis cagados y narices mocosas que hay que limpiar y sonar respectivamente. Y es difícil creer que unos seres así puedan acabar convertidos en monstruos.

He estado un rato documentándome sobre el MDMA o éxtasis, leyendo sobre sus riesgos y sus múltiples efectos secundarios, pero he tenido que dejarlo. Me estaba poniendo enfermo. Y además debía acabar los malditos presupuestos. Ahora siento la urgente necesidad de hablar con Sandra para contarle lo que he descubierto, aunque debo admitir que ni ellos son sus hijos ni éste su problema. Y ni siquiera está despierta.

Además de la esperanza de que responda a un malentendido, lo único que me reconforta de esta siniestra sospecha es que voy a tener la oportunidad de hablar con Carmen sin la siempre molesta presencia de su actual marido, mi execrable primo. Es probable que ésta sea una confesión egoísta (sí), además de cobarde (mucho) y tal vez miserable (también), pero supongo que tengo derecho a plasmarla en este diario en el que transcribo lo que no puedo contarle a nadie.

Antes de acostarme voy a acercarme al cuarto de Everest. Me gustaría abrazarlo aunque se haya dormido, sobre todo si ya se ha dormido, así hay menos posibilidades de que abra la boca. Puede ser que Valle esté con él. Duerme en el cuarto de al lado y es quien acude a su lado cuando el niño necesita algo. Juntos forman una pareja perfecta, un yin-yang en plena armonía, como diría su madre. Las palabras de Valle me conmueven, quizá porque a menudo expresan la nostalgia de su verdadero padre. No puedo evitarlo. El recuerdo de ese fantasma del pasado con el cabello largo, las uñas negras y el canuto entre los dedos me hace desear que algún día ella deje de llamarme Luis.

—¿Y un lagarto? —pregunta Everest.

—Un dinosaurio pequeño que no se ha extinguido —contesta Valle.

—¿Y una tortuga?

—Un lagarto con caparazón.

—¿Y un saltamontes?

—Un insecto olímpico.

—¿Y una maricona?

—Querrás decir una mariquita.

—Sí, eso.

—Un escarabajo vestido de payaso.

—¿Y una mariposa?

—Una flor que vuela.

—¿Y una flor?

—Una mariposa que huele bien.

—¿Y la luna?

—Un espejo que refleja la luz del sol.

—¿Y el sol?

—Una estrella que está demasiado cerca.

—¿Y las demás estrellas?

—Los soles de otros niños como tú.

El pequeño se relaja y se deja arropar. Su curiosidad ha sido satisfecha, al menos de momento, aunque no es recomendable confiarse en exceso.

—Gracias, Valle —dice muy serio—. Tú eres la única persona que sabe explicarme lo que no entiendo.

—No es cierto —replica ella negando con un dedo—. Luis sabe mucho más que yo. Lo que pasa es que se pone nervioso y no encuentra las palabras adecuadas para explicarse, pero es tu papá y debes quererlo más que a nadie.

—¿Más que a la unidad terminator?

—Everest, las unidades terminator no tienen sentimientos. Sólo sirven para vigilar los cuartos de los niños por las noches. Así que cierra los ojitos y duerme sin temor.

—Buenas noches.

—Buenos días.

Carmen aparece en la cafetería envuelta en un halo de prisa. Se acerca a la mesa que ocupa Luis y pide al camarero un café con leche. Luis se levanta y la besa en las mejillas.

—¿Cómo estás? —le dice.

—Ya lo ves —responde ella alzando los hombros—. Algún día van a ponerme una multa por caminar demasiado deprisa. ¿Y tú?

—A mí es probable que me la pongan por estar mal estacionado —Luis esboza una sonrisa de resignación—. ¿Qué tal por la facultad?

Carmen es catedrática de literatura inglesa en la universidad. Su despacho está dos plantas por encima del local en el que se encuentran.

—Bien —se quita la chaqueta y la deja junto a sus libros sobre una silla vacía—, hay gente nueva.

—Qué suerte. ¿Y tus proyectos?

Carmen se sienta y manifiesta su impaciencia.

—¿Pretendes hacerme una entrevista para algún medio de comunicación en concreto?

Luis le enseña las palmas de las manos en señal de concordia.

—Sólo estaba tratando de ser cordial.

Carmen parece rendirse. Mira al suelo durante unos segundos, luego a la mesa y por fin a Luis.

—Perdona —dice carraspeando—, tienes razón. Me paso el día yendo de aquí para allá y a veces olvido relajarme delante de una taza de café.

—No te preocupes.

Suspira y se apoya en el respaldo de la silla.

—Estamos preparando un seminario sobre mi querido amigo Lodge.

Carmen se enorgullece de mantener una amistad personal con David Lodge, a quien conoció en un simposio de literatura en Rummidge y por quien siente una especial admiración.

—Estoy releyendo una de sus últimas novelas —añade como si Luis estuviera al tanto de la literatura inglesa contemporánea—. No sé si la conoces, se titula Thinks

—Muy evocador.

—Y ahora, dime —concluye ella calculando que ya ha compensado la descortesía de su comportamiento inicial—. ¿De qué querías hablarme?

Luis adopta un tono de voz distinto, en cierto modo ajeno y algo impostado, posiblemente para disimular la ansiedad que le provoca hablar de lo que va a hablar.

—¿Has notado algo raro en los niños durante estos últimos días?

—¿A qué te refieres exactamente: a que fuman a escondidas, a que Cris no es virgen o a que Álex lee revistas pornográficas?

Luis recupera su tono de voz habitual.

—No, Carmen, estoy hablando en serio —dice—. Ayer vinieron a casa y se conectaron a internet.

—Lo sé, los mandé yo. En casa tenemos problemas de conexión.

—Ya. Pues has de saber que estuvieron consultando sitios de la red que enseñan a fabricar pastillas.

—¿Y dónde es eso? ¿En bayer punto com?

—Éxtasis, Carmen. Los chicos están aprendiendo a fabricar éxtasis.

El rostro de la aludida se tensa y sus ojos negros se achinan como si trataran de ver entre una espesa niebla. No esperaba escuchar una palabra tan rotunda fonética y semánticamente hablando. Apoya la barbilla en las dos manos y parece meditar unos segundos con los ojos cerrados.

—Debe de ser cosa de Cris —dice abriéndolos—. Álex es demasiado inmaduro, aunque también podría ser…

Se queda nuevamente pensativa, guardando un incómodo silencio.

—¿Qué? —a Luis le cuesta mantener la calma.

—… podría ser ese chico con el que sale desde hace unos días.

—¿Un chico?, ¿qué chico? A mí no me ha dicho nada.

—A ti nunca te dice nada, Luis. Es un chico simpático pero un poco extraño.

—¿Cómo de extraño?

—Pues no sabría decirte —Carmen se pasa la mano por el cabello, como si buscara entre sus mechones las palabras precisas—. Es una de esas personas que no parecen lo que son, ¿me sigues?

—No.

—Está haciendo la residencia de pediatría pero no tiene aspecto de médico.

—¿Un médico residente? —Luis hace un rápido e inevitable cálculo mental—. Tendrá por lo menos veinticinco o veintiséis años. Es mucho mayor que Cris.

—Eso no importa. La cuestión es que parece un tipo diferente, alguien con ideas propias, muy original… No sé cómo explicarte.

Luis deja durante unos segundos que sus manos aleteen delante de su rostro para poder mostrar su confusión. Parece un sordomudo expresándose en su lengua de señas.

—Lo mejor será conocerlo en persona —dice al fin.

—¿Qué pretendes?

—Si ese chico ha influido en nuestra hija para que tome drogas de síntesis lo va a pagar muy caro.

—Será mejor que no juzguemos a nadie antes de hora.

—Tienes razón —acepta él—, pero quiero conocerlo.

Carmen lo observa fijamente tratando de averiguar si su preocupación es real o parte de una estrategia al servicio de otros fines.

—De acuerdo —acepta ella también—. No sé decirte cómo pero me las ingeniaré para que coincidáis algún día.

—Gracias.

Mis sentimientos se parecían a esos batidos de frutas que prepara Sandra, una mezcla de acidez y dulzura difícil de distinguir porque a veces tienen el color de la zanahoria pero saben a plátano y otras son del color del plátano y saben a sandía de origen ecológico. La preocupación de que mis hijos se hubieran, dejado seducir por la química del placer instantáneo se mezclaba en mi cabeza con el deseo de acariciar la redondez de las nalgas que Carmen me ha mostrado con incauta generosidad cuando ha dejado la chaqueta sobre la silla y con la curiosidad de conocer al licenciado en medicina que corteja a mi hija mayor. Todo junto tenía la consistencia de un batido de frutas pero sabía agrio (y probablemente olía muy mal).

No puedo estar cerca de Carmen sin desear acostarme con ella, lo que no sé si me convierte en un rendido admirador de sus encantos o en alguna clase de cuadrúpedo semental con los testículos como sandías de origen ecológico. A veces he pensado que no es ella quien me atrae sino la idea de vengarme cruelmente de Óscar. Puede que Carmen no sea una mujer tan sexy como creo. Quizá incremento su atractivo sin darme cuenta para convertirla en el objeto de mi venganza. No sé. Es difícil diseccionar los sentimientos con tanta precisión, pero pocas mujeres me producen unas erecciones tan completas y duraderas.

Y por eso mismo tan incómodas. En un momento determinado de nuestra charla he tenido que disculparme para ir al baño y tratar de colocar cada cosa en su sitio, labor que ha resultado más complicada de lo esperado porque mientras manipulaba los ingredientes seguía estimulándolos. Un consistente batido compuesto por un plátano y dos sandías maduras (un pimiento y dos cerezas).

—¿Qué ha pasado?

Luis entra en el cuarto de Everest con la respiración agitada. Todavía lleva su maletín del trabajo en la mano. El pequeño está sentado en la cama vestido de arlequín con un enorme moratón en el pómulo derecho y el labio superior partido. Valle está junto a él.

—¿De qué vas vestido? —se sorprende Luis.

—No lo sé.

El pobre articula con dificultad. Su voz suena gangosa y trémula. Valle comprende que la falta de información está desorientando a su padrastro.

—Hoy ha habido una fiesta de disfraces en el colegio —le explica—. Everest se ha disfrazado de arlequín y los niños de su clase se han reído de él.

Everest solloza. Luis se sienta a su lado y lo abraza con cuidado para no hacerle daño en la mejilla. La herida parece causada por los dientes de un congénere sin escrúpulos.

—¡Qué salvajes, dios, qué manada de salvajes! —Luis deja abiertos los micrófonos de su mente—. Cómo no va a haber criminales y asesinos en este mundo si hay niños capaces de hacer esto…

—Luis —le interrumpe Valle—, la edad infantil se caracteriza por su infinita crueldad.

—No, señorita —replica él airadamente levantándose de la cama—. Tú no eres así, Everest no es así y yo tampoco fui así cuando era niño. Ese es el argumento que esgrimen los que son así, los crueles, los padres de los niños crueles. Tratan de hacernos a todos iguales cuando les conviene, pero la realidad es que los niños son como son: unos delicados y sensibles, otros algo más brutos y algunos unos salvajes y unos indeseables.

Valle y Everest lo miran sin decir nada. Luis se agacha frente a su hijo y le pone las manos sobre los hombros.

—¿Te duele?

—Un poco.

—¿Quieres contarme lo que ha sucedido?

—No me acuerdo.

Valle vuelve a tomar la palabra.

—En cuanto ha salido al patio disfrazado de arlequín sus compañeros lo han rodeado y han comenzado a reírse de él.

—¿Por qué?

—Han dicho que parecía un payaso.

—Pues claro —asiente Luis—, un arlequín es un payaso. No entiendo nada.

—No hay nada que entender —prosigue Valle—. Simplemente se han unido contra él y lo han empujado varias veces hasta que ha caído al suelo. Uno de ellos le ha mordido la mejilla y otro le ha dado un puñetazo en el labio.

Luis arruga la frente y cierra los ojos. Y aprieta los puños. Y los dientes.

—¿Y tú cómo sabes todo eso? —le pregunta a Valle después de unos segundos de furiosa respiración.

—Porque lo estaba viendo desde la ventana de mi clase.

—¿Lo estabas viendo y no has acudido en su auxilio? —pregunta o quizá exclama—. Valle, no puedo creerlo. Es tu hermano, un niño de cinco años.

—No he podido bajar.

Luis la mira con violenta suspicacia.

—¿No has podido o no has querido?

—¿Por qué no iba a querer?

—No lo sé, dímelo tú. Tal vez porque no lo consideras un verdadero hermano.

En ese momento la puerta del dormitorio se abre y Sandra hace acto de presencia con un botiquín en la mano.

—Luis —dice con la voz severa y la mirada fría—. No tienes ningún derecho para hablarle así a mi hija.

Sus mandíbulas están contraídas y sus pómulos emergen de sus facciones como dos peligrosas armas de fuego listas para disparar.

—Valle —añade dirigiéndose a ella—, ven conmigo.

Y abandona la habitación acompañada de su hija, no sin antes dejar el botiquín en manos de Luis con el ademán de un desplante. Éste maldice en voz baja, pronunciando un joder o un mierda para expresar su disgusto por el oportunismo de Sandra. Siempre llega a tiempo para pillarlo in fraganti. Suspira derrotado y mira al techo en busca de consuelo, pero todo lo que consigue es darse cuenta de que a la lámpara le falta una bombilla.

—¿Y la unidad terminator? —se agacha nuevamente frente a Everest—. ¿Por qué no te ha ayudado?

—Sí lo ha hecho, pero no funciona bien. Y además eran muchos.

Luis se tapa la boca con las manos, como si quisiera callar lo que está a punto de decir. Sabe que luego se arrepentirá de haberlo hecho pero no puede contenerse. La acritud y la rabia han cebado sus entrañas y ya no hay quien detenga el vómito lingüístico. Antes de nada se levanta y se dirige hacia la puerta, la abre y comprueba que nadie está escuchando al otro lado. Luego la cierra y vuelve junto a su hijo.

—Escúchame —le dice en voz baja—, voy a contarte un secreto. No debes decírselo a nadie, ni siquiera a mamá.

—Vale.

—Verás, cuando vuelvas a encontrarte con el desgraciado que te ha hecho esto, le das una bofetada en toda la cara, una patada en la espinilla, un tirón de pelos o le lanzas un escupitajo.

El niño abre los ojos y la boca al unísono. Parece haber visto un soberbio arco iris, un volcán en erupción o algún otro apabullante fenómeno de la naturaleza.

—Ya sé que siempre te hemos dicho que no debes pegar a los demás niños, pero todo tiene un límite, Everest. No estoy dispuesto a consentir que te conviertas en el pelele de tu clase. Tienes que dejar las cosas claras desde el principio. Si contraatacas a tiempo serás una persona respetada entre tus compañeros, pero si te acobardas puedes llegar a ser el hazmerreír de todos. Y eso no va a suceder, ¿de acuerdo?

El niño se encoge de hombros confundido, como si creyera que su padre le está tendiendo una trampa.

—Y otra cosa —continúa Luis—. ¿Tú sabes decir palabrotas?

Everest asiente con la cabeza varias veces.

Nada más salir de la habitación de mi hijo he sabido que me había equivocado (¿tan pronto?). He sido un imprudente y un temerario. La violencia es uno de esos parámetros de orden exponencial difíciles de controlar porque se retroalimenta a sí misma (como la idiotez). Tal vez habría sido mejor aconsejarle que ofreciera la otra mejilla a sus violentos semejantes, como sugieren las enseñanzas evangélicas. Quizá volviera a casa con nuevos moratones y contusiones, pero es probable que se convirtiera en el líder espiritual de su pequeña comunidad escolar.

A mi memoria han acudido varias escenas de las películas de Harold Lloyd. Tengo unas cuantas en mi videoteca en un formato que lamentablemente ya no es visible. En todas ellas se interpreta a sí mismo, un enclenque, cuatro ojos, torpe y tímido, asediado por guaperas, trepas y triunfadores. El argumento se repite. Harold pretende a una chica pero ella no le hace caso. No es de extrañar. Harold no es un tipo popular, ni guapo, ni tiene habilidades atléticas, pero un buen día sucede algo extraordinario y él tiene la oportunidad de demostrar su valor. Una persecución por calles plagadas de tranvías urbanos y polis haciendo sonar sus silbatos, una acrobática pelea, un acontecimiento deportivo, cualquier escenario sirve para que el pusilánime se convierta en héroe y se vengue de quienes antes le han menospreciado.

Adoro ver a Harold venciendo a sus enemigos. Es una sensación pletórica. Me entran ganas de levantarme del sofá, aplaudirle y vitorearle, lo cual he llegado a hacer en alguna ocasión ante el desconcierto de quienes me acompañaban. Mis aplausos y vítores no son sólo para Harold Lloyd sino para todos los enclenques y antihéroes del mundo, para que se levanten en armas contra sus opresores y acaben con ellos.

Nunca le he dado a Óscar las dos hostias que se merece por haberse aprovechado de mí desde que la memoria me alcanza. Jamás he protagonizado una pelea. Ni con él ni con nadie. No sé si soy el ser más pacífico de este mundo, un buen diplomático o sencillamente un cobarde (¿puedo pedir el comodín del público?). Sólo espero que algún día llegue el glorioso momento de la venganza.

El día en que, como Harold, tenga la oportunidad de vencer a Óscar, recuperar a mi chica, ascender en mi trabajo y conseguir que mi madre deje de ponerlo como ejemplo de hijo, marido y sobrino ejemplar.

—¿Duermes?

Luis entra en el dormitorio. Sandra está acostada y aparentemente dormida.

—Sí —responde ella.

—Ya me he disculpado ante Valle. Te pido disculpas a ti también. No he debido decir lo que le he dicho.

Sandra se incorpora en la cama para replicarle.

—Ése es el razonamiento que debes hacer antes de abrir la boca, no después.

Y vuelve a tumbarse de espaldas a Luis.

—Me conoces de sobra, Sandra. Sabes que cuando me caliento me subo como la espuma, pero todo dura un segundo y al momento vuelvo a ser yo.

—¿Y si esa forma de ser tan espumosa hiere los sentimientos de una niña de diez años?

Luis resopla como un cuadrúpedo impaciente.

—Sandra, estoy nervioso, histérico. No me gusta ver a mi hijo pequeño con la cara hecha un cromo.

—Son cosas de niños, Luis. No tiene tanta importancia.

—¿Que no? ¿Tú sabes por qué se han reído de él?

—¿Qué más da?

—Por su disfraz, ¿de dónde lo has sacado?

Ella vuelve a incorporarse, esta vez con la firme intención de permanecer incorporada.

—¿De dónde lo he sacado? —replica airadamente—. ¿Acaso se lo has buscado tú? ¿Has hecho algo por él? ¿Cómo te atreves a preguntarme de dónde lo he sacado si tú ni siquiera sabías que había una fiesta de disfraces en el colegio? —hace una breve pausa, posiblemente para respirar—. Lo he alquilado.

—¿Y no podías haber alquilado un disfraz de mosquetero o del séptimo de caballería en vez de esa payasada de arlequín? ¿No sabes que la edad infantil se caracteriza por su infinita crueldad? Llevar a un niño a una fiesta disfrazado de arlequín es como meterlo en una jaula de fieras hambrientas, como si no tuviera bastante el pobre con llamarse como se llama.

Sandra lo mira con ojos entornados y una mano alrededor de una oreja sin poder dar crédito a lo que oye.

—Ya es suficiente —dice—. Te ruego que abandones esta habitación.

Luis suspira y trata de mirarse las cejas en busca de ayuda.

—Perdona, Sandra —se disculpa—. Es lo que acabo de contarte sobre la espuma, que me subo, me subo y se me calienta la boca, pero enseguida se me pasa, de verdad. No he querido decir eso. Es cierto que su nombre no me hace mucha gracia, para qué vamos a engañarnos, pero di mi consentimiento y no puedo quejarme ahora, olvídalo. Sigamos hablando.

—Te ruego por segunda vez que abandones esta habitación.

Durante los próximos días Sandra no me dirigirá la palabra salvo para darme los buenos días o despedirme cuando me vaya al trabajo. Nada caracteriza más propiamente nuestras broncas maritales que este estricto pero educado silencio. La casa se convierte en un recipiente de sonidos entre los que no se escucha la voz de una conversación, porque incluso los niños se contagian del espíritu de la discordia y sólo hablan entre ellos en la intimidad de sus habitaciones. En el resto de la casa no se oye más que el tintineo de los cubiertos a la hora de cenar, el zumbido de los electrodomésticos, el rumor del agua en las cañerías, el chirrido de las sillas al moverse o el crepitante vocerío de la televisión, sonidos cotidianos que suelen pasar desapercibidos, ocultos tras la viveza de la voz humana, pero que reivindican su presencia cuando esa voz se calla.

Curiosa y contrariamente las broncas que tenía con Carmen eran un estrépito de palabras y palabrotas digno incluso de transcribirse por escrito y leerse luego con calma y espíritu analítico. Obras maestras del género. Pero Sandra aprendió a lidiar las disputas domésticas cuando vivía con el padre de Valle (¿el fantasma de los canutos?) y en lugar de berrear enérgicamente prefiere callar, lo cual es mucho más intimidatorio. Nada hay más inquietante para un cónyuge que tratar de imaginar lo que se esconde tras el silencio de su pareja.

Calculo que esta situación se prolongará por espacio de tres o cuatro días. Es más o menos el tiempo que Sandra necesita para recuperar el don de la palabra y olvidar lo sucedido. Lo malo es que esta forma de actuar no favorece la reconciliación y sí el recuerdo, de manera que nuestros trapos sucios se van depositando en la cesta de la memoria en lugar de ser convenientemente lavados y centrifugados en la lavadora de la convivencia. Con esta electrodoméstica metáfora en la cabeza he salido al porche del jardín y me he postrado de rodillas ante un macetero lleno de geranios.

—¿Qué demonios estás haciendo?

Carles se asoma a través del seto.

—No te lo vas a creer —responde Luis—. Estoy intentando rezar.

—No me lo creo.

—¿Lo ves? Yo tampoco pude creerlo la primera vez que lo hice.

—¿Pero tú no eras agnóstico?

—Y lo sigo siendo.

—Entonces, ¿qué ha pasado? ¿Se te ha aparecido la Virgen de los Geranios?

—Me relaja rezar —explica Luis incorporándose—. Eso es todo. No pongas esa cara. Tú deberías entenderlo, eres casi un psiquiatra.

—No lo soy.

—Neurólogo o psiquiatra, ¿cuál es la diferencia? Eres un médico del coco y deberías comprenderlo.

Carles agita su cabeza a un lado y a otro haciendo el esfuerzo que se le pide. No quiere defraudar a su amigo.

—¿Hablas en serio? —pregunta con ojos inquietos, quizá debido a la inercia de los movimientos de la cabeza.

—Completamente. Lo descubrí por casualidad un día que me sentía angustiado. Pasé por delante de una iglesia y decidí entrar. Hacía años que no pisaba un lugar de culto religioso. Mientras paseaba por una de las naves laterales vi un confesonario libre y, sin pensarlo dos veces, me arrodillé y me confesé.

—Y el cura, ¿qué te dijo?

—Que rezara dos padrenuestros y tres avemarías.

Carles empieza a comprender.

—Y claro —dice—, tú los rezaste…

—Uno detrás de otro.

—… y entonces sentiste una maravillosa sensación de bienestar.

—Exacto.

—Hasta casi dirías que te entró un poco de sueño.

Luis arruga el entrecejo mientras repasa sus recuerdos.

—Pues ahora que lo dices, sí…, ¿cómo lo sabes?

—Endorfinas —exclama Carles—. Tus glándulas liberaron una buena dosis de endorfinas. Por eso te sentiste tan bien.

—¿Y qué cojones son las endorfinas?

—Drogas naturales del cuerpo.

—No me hables de drogas —dice Luis tapándose los oídos—, te lo ruego.

—Son inofensivas —matiza su vecino—, más aún, son necesarias. El organismo las produce cuando reímos, amamos, hacemos ejercicio o, como en tu caso, cuando recuperamos un recuerdo de la infancia, una sensación de lo que está bien hecho, de lo que te enseñaron que estaba bien. ¿Me explico?

Luis se destapa los oídos y asiente.

—Supongo que sí —admite—. Durante mis años escolares me confesaba todas las semanas. Era obligatorio. A casi todos mis compañeros les fastidiaba arrodillarse en el confesonario y contarle a un cura sus pajas mentales…

—Mentales y corporales, diría yo.

—… pero a mí me gustaba.

—¿Las mentales o las corporales?

—Me gustaba confesarme, Carles, puedes creerme. Me sentía limpio, puro, como quien hace lo que está escrito que debe hacer.

Carles comienza a reírse.

—No te descojones —protesta Luis—, que va en serio.

—Eran las endorfinas.

Luis acompaña las carcajadas de su amigo con una sonrisa de circunstancias.

—Entonces —pregunta con un atisbo de desilusión en la voz—, ¿todos nuestros sentimientos acaban siendo química?

—Así es —afirma Carles con académica rotundidad—, aunque para ser exactos yo lo llamaría más bien bioquímica con una pizca de electricidad.

—En ese caso seguiré rezando —decide Luis resignado—. Es el único medio que conozco de segregar endorfinas.

—También puedes darte un masaje, escuchar música, comer chocolate… o puedes llorar.

—¿Llorar?

—Llorar es un ejercicio cojonudo para liberar el cerebro —explica Carles—. ¿Cuánto hace que no lloras?

—Pues no sabría decirte —Luis se encoge de hombros—, años. ¿Es que tú lloras a menudo?

—Naturalmente.