Rephaim
El sonido del tambor era como el latido de un inmortal: interminable, opresor, abrumador. Resonó en el alma de Rephaim al ritmo de los latidos de su sangre. Entonces, con el compás del tambor, las palabras antiguas tomaron forma. Envolvieron su cuerpo de tal manera que incluso mientras dormía, su pulso se alió en armonía con la melodía eterna. En su sueño, las voces de las mujeres cantaban.
Resurgir quiere aquel que desde antaño dormita.
El poder de la tierra deberá sangrar de un rojo sagrado,
para que la marca se haga realidad, tal y como la reina tsi sgili imagina
cuando él de su lecho de ultratumba sea izado.
La canción era seductora y, como un laberinto, daba vueltas interminablemente.
Él será libre a través de las manos de los fallecidos.
Terrible belleza, monstruoso panorama.
De nuevo serán regidos,
y ante este oscuro poder se arrodillarán las damas.
La música era como un encantamiento murmurado. Una promesa. Una bendición. Una maldición. El recuerdo de la premonición hizo que el cuerpo dormido de Rephaim se agitara, incómodo. Se retorció y, como un niño abandonado, susurró solo una palabra:
—¿Padre?
Dulce suena la canción de Kalona
mientras masacramos con gélido calor.
—Mientras masacremos con gélido calor…
A pesar de estar dormido, Rephaim respondió a las palabras. No se despertó, pero el ritmo de su corazón aumentó y, con los puños apretados, su cuerpo se tensó. En el límite entre el sueño y la vigilia, el sonido del tambor se paró, indeciso, y las suaves voces de las mujeres fueron reemplazadas por una sola, profunda y demasiado familiar.
—¡Traidor… cobarde… desleal… mentiroso!
La voz masculina sonó como una condena. Aquella letanía cargada de ira invadió el sueño de Rephaim y lo hizo volver al mundo consciente de una brusca sacudida.
—¡Padre!
Rephaim se puso de pie, tirando los papeles viejos y los pedacitos de cartón que había usado para crear un nido a su alrededor.
—Padre, ¿estás aquí?
Captó el destello de un movimiento por el rabillo del ojo y saltó hacia delante, sacudiendo su ala rota mientras buscaba con la mirada en las profundidades del armario oscuro de paneles de cedro.
—¿Padre?
Su corazón sabía que Kalona no estaba allí antes incluso de que una neblina de luz y movimiento tomase forma para revelar una niña.
—¿Qué eres?
Rephaim clavó en ella su mirada ardiente.
—Un fantasma, una aparición.
En lugar de desvanecerse, como debería haber hecho, la niña entrecerró los ojos para estudiarlo, intrigada.
—No eres un pájaro, pero tienes alas. Y no eres un chico, pero tienes brazos y piernas. Y tus ojos son como los de un muchacho, también, aunque rojos. ¿Qué eres?
Rephaim sintió crecer su ira. Con un movimiento rápido que hizo que punzadas de dolor traspasaran su cuerpo, saltó desde el armario, aterrizando a tan solo a unos centímetros del fantasma; depredador, peligroso, a la defensiva.
—¡Soy una pesadilla hecha realidad, espíritu! Márchate y déjame en paz antes de que aprendas que hay que temer cosas mucho peores que la muerte.
Por culpa de su abrupto movimiento, la niña fantasma había dado un pequeño paso hacia atrás, por lo que su hombro rozaba ahora la parte baja del cristal de la ventana. Pero se quedó allí, quieta, mirándolo todavía con ojos curiosos e inteligentes.
—Llamaste a tu padre en sueños. Te oí. No puedes engañarme. Soy lista y me acuerdo de las cosas. Además, no me asustas porque lo que te pasa es que estás herido y solo.
Entonces el espíritu de la niña cruzó los brazos de mal humor delante de su delgado pecho, sacudió hacia atrás su largo pelo rubio y desapareció, dejando a Rephaim tal y como ella había dicho: herido y solo.
Rephaim aflojó los puños. Sus latidos se ralentizaron. Se dejó caer pesadamente en su improvisado nido y apoyó la cabeza contra el lateral del armario que estaba tras él.
—Patético —murmuró—. El hijo favorito de un antiguo inmortal reducido a esconderse entre basura y a hablar con el fantasma de una niña humana.
Trató de reírse pero no pudo. Seguía oyendo el eco de la música de su sueño, de su pasado, a su alrededor. Igual que la otra voz… la que habría jurado que pertenecía a su padre.
No podía seguir sentado. Ignorando el dolor de su brazo y el tormento que le producía su ala, Rephaim se puso en pie. Odiaba la debilidad que había invadido su cuerpo. ¿Cuánto tiempo llevaba allí, herido, agotado por su huida desde los túneles, hecho un ovillo en aquella caja de la pared? No podía recordarlo. ¿Había pasado un día? ¿Dos?
¿Dónde está ella? Me había dicho que vendría a verme durante la noche. Y aquí estoy yo, donde Stevie Rae me dijo que viniera. Y ya es de noche y ella no ha venido.
Sintiendo odio hacia sí mismo, soltó un gruñido, abandonó el armario y su nido y pasó caminando airadamente al lado del alféizar ante el que se había materializado la niña, en dirección a la puerta que daba a la terraza. Al llegar allí, justo después del alba, su instinto lo había llevado hasta el segundo piso de la mansión abandonada. Al límite de su enorme reserva de fuerzas, solo había pensado en su seguridad y en dormir.
Pero ahora estaba muy despierto.
Contempló los desiertos terrenos del museo. El granizo que había estado presente durante días había cesado de caer, y había dejado los enormes árboles que rodeaban las onduladas colinas en las que se asentaba el museo Gilcrease y su mansión abandonada con las ramas dobladas por el peso y destrozadas. La visión nocturna de Rephaim era buena, pero no podía detectar ningún movimiento fuera. Las casas que poblaban el área entre el museo y la ciudad de Tulsa estaban casi tan oscuras como durante su viaje hasta allí, tras el amanecer. Solo pequeñas lucecitas salpicaban el paisaje, en lugar de la intensa y resplandeciente electricidad que Rephaim habría esperado ver en una ciudad moderna. Únicamente había velas débiles y parpadeantes, nada comparado con la majestuosidad del poder que este mundo podía reflejar.
No había, por supuesto, ningún misterio en lo que pasaba: las líneas que transportaban la electricidad a las casas de los humanos modernos habían sido cortadas. Eso estaba tan claro como que el hielo se acumulaba en las copas de los árboles. Rephaim sabía que eso era una ventaja para él. Las calles parecían medianamente transitables, excepto por las ramas caídas y otros restos dejados en las calzadas. Si la gran máquina eléctrica no se hubiese estropeado, la gente se habría agolpado en la zona, fuera de sus casas, recuperando su vida cotidiana.
—La falta de electricidad mantiene a los humanos alejados —dijo para sí mismo—. ¿Pero qué es lo que la mantiene a ella alejada?
Con un resoplido de pura frustración, Rephaim abrió de golpe la desvencijada puerta, buscando automáticamente el cielo abierto para calmar sus nervios. El aire era frío y húmedo. La niebla baja sobre la hierba invernal colgaba en capas onduladas, como si la tierra tratase de ocultarse de su mirada.
Rephaim levantó los ojos, dejó escapar un largo suspiro y se estremeció. Inhaló mirando hacia el firmamento, que parecía antinaturalmente brillante en comparación con la ciudad oscura. Las estrellas lo llamaban, al igual que la media luna menguante.
Todo el cuerpo y la esencia de Rephaim se morían por elevarse en el cielo. Quería sentirlo bajo sus alas, traspasando su cuerpo oscuro y plumoso, acariciándolo con el tacto de una madre que nunca había conocido.
Extendió su ala sana, que era más grande que un cuerpo adulto. Su otra ala tembló y el aire nocturno que Rephaim había inhalado salió de él con un gemido desesperado.
¡Tullido! La palabra se quedó grabada en su mente.
—No. No estás seguro.
Rephaim habló en voz alta. Sacudió la cabeza, tratando de expulsar aquella inusual fatiga que lo hacía sentir cada vez más indefenso, cada vez más herido.
—¡Concéntrate! —Rephaim se reprendió a sí mismo—. Es hora de que encuentres a Padre.
La mente de Rephaim todavía no se había recuperado del todo pero, aunque cansada, estaba más clara que nunca desde su caída. Ya debería ser capaz de poder detectar algún rastro de su padre. No importaba la distancia o el tiempo que los separase porque estaban unidos por sangre y espíritu y, especialmente, por el don de la inmortalidad, derecho de nacimiento de Rephaim.
Este miró hacia arriba, al cielo, pensando en las corrientes de aire sobre las que estaba tan acostumbrado a planear. Respiró profundamente, levantó su brazo sano y extendió la mano, tratando de tocar aquellas escurridizas corrientes y los vestigios de la magia oscura del Otro Mundo que allí languidecían.
—¡Muéstrame algún rastro de él! —le rogó con urgencia a la noche.
Durante un momento pensó que había notado un destello como respuesta, lejos, muy lejos, hacia el este. Pero después solo pudo sentir agotamiento.
—¿Por qué no te puedo sentir, Padre?
Frustrado e inusualmente extenuado, dejó que su mano cayese flácidamente a su lado.
Fatiga inusual…
—¡Por todos los dioses!
Rephaim de repente se dio cuenta de qué era lo que le había minado las fuerzas y dejado como un burdo reflejo de sí mismo. Supo qué era lo que le impedía que sintiese el camino que su padre había tomado.
—Ha sido ella.
Su voz sonó dura y tenía los ojos de un carmesí abrasador.
Sí, lo habían herido terriblemente; pero como hijo de un inmortal que era, su cuerpo tendría que haber comenzado ya a recuperarse. Había dormido… dos veces desde que el guerrero lo había disparado mientras volaba. Su mente se había aclarado. El sueño tendría que haber seguido reparándolo. Aunque su ala, como sospechaba, tuviese daños permanentes, el resto de su cuerpo debería estar notablemente mejor. Sus poderes deberían haber vuelto a él.
Pero la Roja había bebido de su sangre, se había conectado con él. Y, al hacerlo, había alterado el equilibro del poder inmortal de su interior.
Su ira aumentó para unirse a la frustración que ya sentía.
Ella lo había usado y después lo había abandonado.
Igual que Padre.
—¡No! —se corrigió inmediatamente.
Su padre se había alejado de él por culpa de la iniciada alta sacerdotisa. Volvería cuando pudiese y Rephaim volvería a estar a su lado una vez más. Era la Roja quien lo había usado y después lo había dejado tirado.
¿Por qué aquella simple idea le causaba ese curioso dolor en su interior? Ignorando aquel sentimiento, elevó la cara hacia el cielo familiar. Él no había pedido esa conexión. Solo la había salvado porque le debía la vida y sabía demasiado bien que uno de los verdaderos peligros de este mundo, así como del siguiente, era el poder de una deuda de vida impagada.
Bueno, ella lo había rescatado; lo había encontrado, escondido y después liberado. Pero en el tejado de aquel edificio él le había devuelto el favor ayudándola a esquivar una muerte segura. Su deuda de vida estaba ahora pagada. Rephaim era el hijo de un inmortal, no un débil hombrecillo humano. Casi no albergaba dudas de que podía romper esa conexión, aquella ridícula consecuencia de salvarle la vida. Usaría lo que le quedaba de sus fuerzas para desear que desapareciese y después comenzaría a sanarse de verdad.
Inspiró en la noche de nuevo. Ignorando la debilidad de su cuerpo, Rephaim se concentró con fuerza en su deseo.
—Convoco al poder del espíritu de los antiguos inmortales, mío por derecho de nacimiento, para romper…
Una ola de desesperación lo golpeó y Rephaim se tambaleó contra la barandilla del balcón. La tristeza invadió su cuerpo con tal fuerza que lo arrojó sobre sus rodillas. Así se quedó, jadeando entre el dolor y la sorpresa.
¿Qué me está sucediendo?
Después lo inundó un extraño miedo y Rephaim empezó a entender lo que ocurría.
—Estos no son mis sentimientos —se dijo a sí mismo, intentando encontrar la calma entre aquella vorágine de angustia—. Son los suyos.
Rephaim respiró entrecortadamente mientras el miedo se iba convirtiendo en desesperanza. Armándose de valor para enfrentarse a aquella constante arremetida de sentimientos, trató de permanecer de pie, luchando contra las ondas que le enviaban las emociones de Stevie Rae. Con firmeza, se obligó a concentrarse y traspasar los ataques y el cansancio, que tiraba constantemente de él, para tratar de llegar a aquel lugar lleno de poder que permanecía cerrado e inactivo para la mayoría de la humanidad… al lugar que solo su sangre abriría.
Rephaim empezó de nuevo la invocación. Esta vez con otro objetivo.
Más tarde se diría a sí mismo que su respuesta había sido automática, que había actuado bajo la influencia de su conexión; sencillamente, ese vínculo había sido más poderoso de lo que esperaba. Había sido esa detestable conexión la que le había hecho creer que la forma más segura y rápida de acabar con aquella horrible lluvia de emociones que le llegaban desde la Roja era atraerla hasta él y así alejarla de lo que fuera que le estaba causando tanto dolor.
No podía deberse a que le importase que ella estuviese sufriendo. Eso nunca.
—Convoco al poder del espíritu de los antiguos inmortales, mío por derecho de nacimiento.
Rephaim habló rápidamente. Ignorando el dolor de su cuerpo maltrecho, atrajo la energía hacia él desde las sombras más oscuras de la noche y después canalizó aquel poder a través de él, cargándolo con inmortalidad. El aire a su alrededor brilló al teñirse de un resplandor escarlata oscuro.
—Mediante el poder inmortal de mi padre, Kalona, que sembró mi sangre y mi espíritu con vigor, te envío a mí…
Su frase quedó en suspenso. ¿Su? Ella no era su nada. Ella era… ella era…
—¡Ella es la Roja! La alta sacerdotisa vampira de los que están perdidos —consiguió decir finalmente—. Está conectada conmigo a través de un vínculo de sangre y de una deuda de vida. Vete junto a ella. Fortalécela. Tráela hasta mí. Por la parte inmortal de mi ser, ¡te lo ordeno!
La neblina roja se dispersó al instante, volando hacia el sur, en la dirección por la que él había venido, buscándola.
Rephaim se giró para seguirla con la mirada. Y después esperó.