Sus pulmones ardían por el cansancio, Portia todavía no dejaba de correr. Tenía que alejarse de Zane, de la verdad y el dolor. Ardientes lágrimas corrían por sus mejillas, pero ella no les prestó atención. No podría haberlas detenido, al igual que no podría haber detenido a una ola de romperse sobre la cresta.
Zane tenía que estar equivocado. No podía ser la hija de Müller. La hija de un monstruo. El monstruo que había hecho cosas atroces a Zane y a los otros prisioneros. Su mente no quería reconocer que alguien cercano a ella fuese capaz de tanta crueldad. Y mucho menos el hombre que la había engendrado, su propio padre.
Ella sacudió la cabeza, mechones de pelo prendiéndose en la humedad de sus mejillas.
Temblando, se acordó de la expresión en el rostro de Zane, una mirada que jamás olvidaría. Había muerte en sus ojos. Ella lo había visto. Hasta la última pizca del amor que le había confesado poco tiempo antes, se había ido. Todo lo que quedaba, era odio, rabia, y furia.
Y asco.
Sentía aumentar su bilis con el recuerdo. Él había mirado con disgusto quién era ella. Y sus pensamientos estaban claramente escritos en su rostro. Se lamentaba de alguna vez haberla tocado, de haber hecho el amor con ella, y de haber confesado su amor.
Tenía un doloroso nudo en su estómago, mientras una nueva ola de sollozos hacía su camino hacia el norte.
Él la había amado. ¿Cómo podía odiarla tanto ahora?
Portia cayó de rodillas, aterrizando en la nieve virgen. Zane lo era todo para ella. Le había prometido tanto con su tacto y sus besos, sus palabras susurradas de amor y afecto. Lo había visto en sus ojos. Era cierto. Él se había reído con ella como nunca lo había visto antes. Era un hombre cambiado. Ella lo había hecho, le había ayudado a abrir su corazón.
Ahora la había excluido. La había dejado afuera.
La había llamado: una mala semilla. Pero nunca había pensado que la amenazaría con matarla por ser quien era. No Zane, no su Zane. ¿Acaso no recordaba que llevaba su sangre en su interior, y ella llevaba la suya? ¿Acaso no recordaba lo hermoso que había sido hacer el amor? ¿Qué tan íntimo e intenso era su amor?
¿Cómo iba a tirar todo eso lejos?
Portia hundió la cabeza entre las manos, dejando que las lágrimas fluyeran libremente. Nadie la escucharía allí en el bosque. Nadie le preguntaría por qué lloraba como si alguien hubiera muerto.
Él la había echado fuera sin siquiera escucharla, sin tener un momento para considerar las implicaciones. Ni siquiera había tenido tiempo de pensar en ello. Tan pronto como Zane había visto la foto de su padre, su mente ya había tomado la decisión. Nunca le había dado una oportunidad.
Portia sintió el frío arrastrándose en sus huesos y carne, sólo intensificando su sentido de pérdida. Zane no la amaba. ¿Alguna vez realmente la había amado? Si él realmente lo había hecho, ¿cómo podía haberla tratado así? ¿Cómo podía haberla criticado con tanta frialdad, tanto odio?
Y ¿cómo continuaría ahora? Su corazón sufría por el único hombre que la había hecho sentir algo. Zane era su corazón, su amor, su vida. Había soñado con una vida con él. Una vida eterna, una familia propia, una vida llena de risas y amor, pasión y deseo. Justo lo que los dos últimos días había sentido.
Su pecho le dolía, en el lugar donde había clavado en la piel, sus colmillos ardientes como el fuego de un herrero. Un anhelo de sentirlo ahí nuevamente se extendió e incrementó el dolor en su pecho. Su amor se había sentido como un capullo. Sin él, se sentía vulnerable y perdida.
Nada importaba ya. Tal vez si se quedaba allí en la nieve y dejaba que los elementos se hicieran cargo de ella, se olvidaría del dolor en su corazón. Si fuera humana, ella simplemente se quedaría dormida en los helados alrededores y no despertaría de nuevo, pero su cuerpo híbrido no le permitiría ese escape. La obligó a seguir, poniendo un pie delante del otro y manteniéndose en movimiento. Su instinto de supervivencia era más fuerte que su propia voluntad.
Adormecida y sin rumbo, marchó a través de la nieve, sin importarle dónde la llevaran sus piernas. Tal vez si ella cerraba su corazón, el dolor desaparecería.
No lo hizo.
¿Cómo otras mujeres lidiaban con esto? ¿Cómo manejaban ser rechazadas por el hombre al que amaban? ¿Cómo lo hacía Lauren?
Con el pensamiento de su amiga, cerró los ojos y lloró incontrolablemente. Ella necesitaba tanto una amiga en esos momentos. Necesitaba saber de alguien que las cosas mejorarían, que superaría todo eso, que olvidaría a Zane, tenía que olvidar que lo amaba. Necesitaba ayuda.
Portia no sabía cuánto tiempo había vagado por el bosque cuando finalmente llegó a una carretera. Había poco tráfico. Se mantuvo en las sombras de los árboles, hasta que se le ocurriera lo que debía hacer, plantándose al costado de la carretera y levantando el pulgar.
La primera camioneta se detuvo. Ella no dudó y tomó la manecilla para abrir la puerta.
El conductor era un hombre de unos cuarenta años. Él le dirigió una mirada alentadora, y ella se dejó caer sobre el asiento de los pasajeros.
—¿Dónde, cariño?
—Sólo conduce.
Ella pudo sentir sus intenciones al instante, pero no importaba. No le pondría una mano.
Usted tiene la necesidad repentina de ir a San Francisco. No me ve. No estoy en el coche. Sólo conduzca.
Empujó sus pensamientos hacia su mente, hasta que este giró la cara como si ni siquiera la viera y puso la camioneta nuevamente en marcha.
Mientras ponía más y más distancia entre Tahoe y la cabaña de Zane, su corazón seguía llorando en silencio. Nada en su vida le había hecho tanto daño, como perder a Zane. Sin Zane, ella no tenía nada que esperar.
Ella miró por la ventana del lado del pasajero, un pálido reflejo de sí misma pegado en las tinieblas de afuera. No se merecía eso. De alguna manera tenía que probar que ella no era la hija de un monstruo. Entonces, Zane la amaría otra vez.