Ahora lo peor ha pasado, el taxi se desliza por Consell de Cent, estamos en pleno Ensanche, nos aproximamos al lugar donde él nos aguarda. Subimos por Paseo de Gracia. La ciudad se abre del otro lado de la ventanilla como una fruta madura cuya corteza, a punto de hundirse, puede mostrarnos en cualquier instante el interior de las cosas. Lo que hay detrás de la piel de las ciudades. Una mezcla de los sueños, los deseos, las realidades, las fantasías, las miserias y grandezas de sus habitantes.
Quedan atrás los días de ansiedad, las noches en vela.
A medida que se acercaba el momento de la gran cita se me hizo difícil guardar la compostura; hasta el punto de que algunas compañeras de trabajo me preguntaron si estaba enferma o tenía problemas en casa.
¡Problemas en casa!
Nunca he estado mejor en casa.
Fachadas exuberantes, transeúntes cadenciosos, hermosos ancianos de mayestático perfil y orgullosa mirada, autobuses congestionados y un airecillo gordezuelo, travieso, que fluye como una corriente marina. Apuestos profesionales de aire concentrado y lustrosos atuendos. Carteras de piel, corbatas de seda, cuellos perfumados. Mujeres de sexualidad a flor de piel, carnosas y andróginas, de bocas anhelantes y trasero firme. En los relucientes escaparates los maniquíes son casi tan reales como la gente que los contempla. Banderolas que anuncian una obra de teatro, un concierto, la presentación de un libro. Jirones de música. Un grupo de uniformadas adolescentes en celo gesticula: el cuerpo es su reino, el mejor de los reinos, lo saben de una forma prearticulada; todo está por descubrir, el infierno y el paraíso, el amor y el macho, la miseria y la gloria, el éxtasis y la caída, la delicia de la carne y el escozor del miedo. El cielo parece la piel de un escualo.
La ciudad, a mi paso, se torna vagarosa, como si todos sus rostros lucharan por mostrarse al unísono. Veo su cara de los días de trabajo, cubierta de sudor y ruido, veo su maternal rostro de los domingos, lozano y recién planchado, veo sus pechos goteantes, desnudos, provocativos y saltarines en la noche, sus piernas procazmente escarranchadas en la madrugada.
Cuando estamos a la altura de la Pedrera, Rodrigo me coloca una venda. El mundo desaparece y mi respiración se acelera. La tela me impide abrir los ojos. Pero aunque consiguiera abrirlos, algo que no intentaré, no vería nada.
¿Qué pensará el taxista? ¿A quién le importa lo que piense el taxista?
Hace mucho tiempo, fantaseaba con montar en un taxi, sin bragas. En algún punto del trayecto, abría las piernas de forma que el conductor pudiera verme el sexo a través del espejo.
Llevo un vestido azul de lino, holgado, y unos zapatos de tacón alto, que nunca uso. Nos rodea el rumor del tráfico, el olor de la ciudad, el bullicio de la gente.
Estuve horas eligiendo qué ropa llevar. Al final me decidí por un atuendo sencillo. Algo con lo que iría a cualquier reunión de amigos. Excepto los zapatos, que pertenecen a otra esfera. No me explico la razón por la que escogí estos incómodos zapatos.
La presión de la tela sobre mis párpados es deliciosa. Los músculos de mi rostro se tensan, como a la espera de una bofetada.
El taxi se detiene y bajo a trompicones, a pesar de la ayuda de Rodrigo. No estoy acostumbrada a estos tacones. ¡Y ando a ciegas! ¿Por qué me los habré puesto? Motor que se aleja. Rumor de pasos. Atravieso, tambaleante, la acera. ¿Qué pensará la gente? Sonido de un timbre. Interfono. Voz de Rodrigo. Firme y ajustada. Trasponemos la puerta. Ascensor. Subimos. El edificio es viejo, el aparato carraspea achacoso mientras asciende. Calculo que tres o cuatro pisos. ¿Cinco? Se apodera de mí un temblor, pienso que me desmayaré, creo que tengo fiebre. El sexo mojado. Me falta el aire.
Salimos del ascensor.
Extiendo un brazo, busco el apoyo de la pared. No lo encuentro. Una puerta se abre, escucho una voz femenina. Rodrigo me besa en la mejilla y murmura: Estoy muy orgulloso. Los tacones producen un ruido agudo contra el suelo de madera. Huele a té, a colonia masculina, a frescura de plantas, a manjares lejanos.
Escucho los pasos de Rodrigo, que se alejan.
La Sumisa que nos ha recibido se hace cargo de mí. De inmediato me descalza. El contacto con el suelo es muy agradable. Pienso que ya no hay vuelta atrás. Tampoco lo deseo. La Sumisa guía mis pasos, llegamos a otra habitación. ¿Un baño? Huele a agua, a jabón. A cosas suaves.
Unas manos aprietan la venda; a continuación, tras una pausa que dura más de un minuto, sin que medie ningún tipo de aviso, arriban un par de bofetadas: firmes y contundentes.
Propinadas por manos diestras.
Eso te ayudará, afirma la Sumisa, en castellano; tiene una voz dulce y la imagino joven. Mi rostro arde. Mis labios se abren anhelantes.
Puedes llorar si lo deseas, añade.
Se me escapan algunas lágrimas.
A partir de ese momento, los acontecimientos suceden en el interior de una corriente tibia. Mañanas luminosas en el parque de la Ciutadella de manos de mi madre, el sabor de los bocadillos caseros, el brillo del sol contra un cielo pintado, manos protectoras sobre mi cabeza, el sabor del sudor y el rubor en mis mejillas; la oscuridad acaramelada bajo la manta en una noche invernal. El anaranjado resplandor del fuego. El aleteo del viento contra el cristal de la ventana. Navego sumergida. El tiempo se ha encorvado, forma un tubo flexible y tierno por el que me desplazo a gusto. Aplastada contra un muro de la escuela, un chico hermoso y torpe pega sus labios contra los míos por primera vez. Su lengua. Mis pezones, recién hinchados, duelen. Dientes, paladar, papilas gustativas. La luz hace rizos en la cabeza de mi padre que conduce el coche, yo voy sentada detrás, junto a otras niñas, y no puedo apartar la mirada de la luz que circunda su cabeza. Quiero que mi padre me toque, que me estreche contra su pecho. Olerlo. El paisaje corre veloz y es verde y el aroma de los pinos. Respiro inocencia, seguridad. Las paredes del tubo del tiempo son traslúcidas, iridiscentes como las alas de una libélula; las atravieso en una u otra dirección. Viajo. El tubo del tiempo es inmenso y mullido. Veo millones de personas que también navegan. Familias, amigos, amantes. Ríen, son felices. Los niños son siempre niños, nada se pierde. La escena transpira serenidad. Seguridad extrema. Me guía una sensación de plenitud nunca antes experimentada. Siento una ardentía en el vientre, no muy aguda, que no alcanza a borrar el deleite de tenerla dentro. Empuja. Sangre, me parte, me desfonda. Aferro el cuerpo adolescente, la espalda tensa las nalgas duras y abro las piernas como nunca antes. Cabellos rubios. Olor a vainilla. Saliva ardiente. Quiero que me traspase. Que me llene. Se corre, yo no. Esfínter. Desde la cocina llega el perfume de un guiso; es una mañana de domingo y vemos la tele. Por la ventana entra una brisa amarilla. Mi madre es un deseo irrealizado. El tubo del tiempo es un regalo, una visión.
Huele a leche.
¿Estoy despierta?
Sí, de una manera superior, lo estoy.
Varias Sumisas se encargan de asearme. Hacen bromas y ríen a propósito de lo mojado que está mi coño. Ninguna habla japonés. Dos son catalanas. Lo rasuran cuidadosamente. Cuando terminan, lo siento como un molusco monstruoso. Palpita. Alguien lo besa. Risas. Roces. Alaban mi cuerpo. Lo secan con una toalla caliente. Friccionan vientre, brazos, muslos, pechos. Luego me tumban boca abajo en una especie de banco alto del que mi torso, flexionado, cuelga. La presión en el estómago es considerable; contraigo los músculos abdominales para contrarrestarla. Las nalgas ocupan el centro; sobre ellas descargan una tunda que me hace sollozar. Usan una vara delgada, de bambú, tal vez. O una rígida fusta de cuero. Lloro, no exactamente de dolor; es dolor, sí, pero mezclado con deseo, algo de rabia y un descomunal entusiasmo infantil.
La azotaina (no insoportable, pero vigorosa; debo de tener la piel roja, marcada) concluye de la misma manera imprevista en que ha comenzado.
Las Sumisas, calculo que al menos hay cinco, besan mis lágrimas.
Esto me enternece.
Deseo devolverles los besos, acariciarlas, hundirme en sus regazos, lamerlas.
No lo permiten.
Pasamos al salón donde se hallan los invitados.
Un lejano aroma de comida, susurros.
Alguien me libera de la venda.
Mantengo los ojos cerrados un momento, después los abro lentamente.
Estoy en una habitación espaciosa, de techo alto, típica de los pisos antiguos del Ensanche barcelonés. Puertas dobles. Suelo de frescas baldosas. La luz es tenue, pero permite distinguir perfectamente los detalles de la escena. Lo que representan los cuadros que cuelgan de las paredes (acuarelas sobre papel de arroz: cordilleras nevadas, bosques que surgen de la niebla, bestias que se aparean en soleadas praderas, un barquero encorvado sobre un largo remo en el espejo de un lago). Las copas alineadas tras el cristal de la vitrina. La expresión de los semblantes más alejados.
Me hallo en una especie de pedestal.
A mi lado está Maestro Yuko.
Sé que es él. Un oriental de alrededor de sesenta años, nervudo, de rostro rugoso y manos grandes. Las piernas, cortas, le dan un aire simiesco. Su cabeza, absolutamente rapada, no rebasa la altura de mi hombro. La cara, surcada por profundas arrugas, parece el producto de las habilidades de un escultor aficionado: los pómulos demasiado salientes, la boca demasiado grande, los ojos demasiado pequeños, la nariz demasiado aplastada. Sin embargo, el conjunto es, de una manera extraña, hermoso.
Hermosura que armoniza sabiduría, dolor, salvajismo y refinamiento.
Maestro posa sus ojos en mi rostro; son de miel negra. Lo escruta. Es como si la zarpa de un gran depredador me recorriera por dentro, con inexplicable ternura. Con cariño. Sus labios se separan, sus cejas son gruesas y pobladas.
Viste un kimono, chaqueta negra, pantalones de un gris apagado, y está descalzo. Su expresión es severa y la autoridad de su mirada trasmite tal fuerza, tal poder, que bajo los ojos e inclino la cabeza.
Es evidente que todos los reunidos admiten su autoridad sin cuestionarla.
¿Qué siento?
Me siento protegida.
Amparada.
Soy su esclava, mi ausencia de responsabilidades no conoce fronteras. Mi obediencia absoluta conlleva libertad absoluta.
Eso es lo primero que pasa por mi mente.
Con Rodrigo también me siento protegida, pero esta es otra clase de protección. Esta protección es una deferencia con la que me premia un espíritu superior. Un espíritu paternal, eterno, del que nadie está desvinculado, cuyo rigor es siempre la más pura forma de amor.
Maestro está muy cerca; ni se me ocurre tocarlo.
Las piernas me tiemblan, pero no es de miedo. Es de pura ansiedad. Soy un animal que anhela el contacto de su Amo. Pero no es por castigo físico, que también, por lo que clamo; lo que necesito desesperadamente es ser reducida, lanzada a otra dimensión.
Es decir, liberada.
Quiero desaparecer, quiero diluirme, quiero ser en el Maestro.
Lo comprendo perfectamente.
Maestro libera, Maestro desata.
Ni siquiera pienso en que estoy allí desnuda, delante de un montón de desconocidos.
¿Qué puede importar eso?
En la habitación hay alrededor de veinte personas. Asiáticos, aunque también muchos occidentales. Si no deambularan entre ellos, atentas a sus deseos, media docena de Sumisas vestidas exclusivamente con largos pañuelos de seda roja anudados al cuello, la reunión podría tomarse por una ordinaria tertulia social de compañeros de profesión.
La atmósfera es reposada, agradable. No se respira ninguna tensión, ni siquiera un grado especial de expectación entre los presentes.
En el centro del salón, acomodado en una especie de silla alta que recuerda un trono, pero que es un mueble de exótico diseño, está Rodrigo. Los invitados se acercan a felicitarlo después de contemplarme. Lo hacen inclinando la cabeza o estrechando su mano.
Murmuran frases que no escucho.
Maestro Yuko saluda a los presentes con un movimiento de cabeza y, a continuación, se apodera de mí. No hay otra manera de describir su actitud. Ágil, apabullante al tiempo que delicado, procede a ejecutar sobre mi cuerpo un complicadísimo amarre. Danza. Cuerdas negras. Sus enormes manos vuelan sin apenas tocarme. Mil insectos luminosos entran por mis poros. Marchan formando nutridos batallones hacia mi baboso agujero. La proximidad de su cuerpo me asfixia. Su olor desata un incendio en mis tripas. Las cuerdas están vivas. La boca se me llena de saliva.
Jadeo.
Pronto estoy inmovilizada.
Mi cabello, recogido en lo alto de la nuca, forma un lazo que apunta al techo. El cuello, conectado a mi tobillo izquierdo, obliga a mi cuerpo a trazar una especie de arco. El muslo derecho se proyecta y se funde sólidamente a mis costillas. Una tupida red envuelve mi torso, dibujando figuras geométricas; mis pechos, cercados, propulsados, tiemblan. Una soga cruza mi vientre y se hunde en el sexo; forma un nudo que coincide con mi ano y trepa por la espalda bifurcándose alrededor del cuello. De los pezones parten finos bramantes que se anudan a mi lengua. El acto de tragar provoca un tirón insoportable, sabroso. El menor movimiento de cabeza tensa la soga que cruza mi vientre y hace que esta se hunda en mi coño y que el nudo estratégicamente situado sobre el ano se esfuerce por entrar.
Algo, pequeñas serpientes, aferran los labios de la vulva y tiran de ellos en direcciones opuestas, abriéndola. Las serpientes circundan los muslos y van a fijarse entre mis dientes. Cuando muevo la mandíbula, las serpientes tiran de mis labios vaginales.
El dolor, pero no es dolor, es tan delicioso que temo desfallecer.
Estoy en su boca.
¡Mastícame, tritúrame, ensalívame, trágame, digiéreme, excrétame!
Tengo la sensación de haber sido engullida por un organismo vivo que me inmoviliza en sus entrañas y comienza el proceso de digerirme. Sus líquidos gástricos me enchumban, me carcomen.
Siento que un orgasmo comienza a ascender desde el abismo insondable en el que habitan los orgasmos.
Soy leona en la sofocante sabana: los cuartos traseros levantados, la hierba quemada entre mis colmillos, contra el morro, las garras clavadas en la tierra. Un pesado macho me perfora.
Soy tiburona en celo: decenas de machos se pelean por agujerearme. Los ojos como planetas remotos, la piel lacerada, el cuerpo aplastado contra la arena.
Las Sumisas ponen a punto una polea en la gruesa viga que cruza el techo.
Supura el color de sus pañuelos, el escorzo de los brazos lo coronan manos de nieve. La nieve de las manos se funde al contacto con el acero de la polea. La viga es de madera renegrida y ondula como la cola de un dragón, escamosa e hirviente.
Una fuerza arrolladora propulsa mi cabeza hacia arriba. Mis ojos no caben en las órbitas. Lágrimas, lágrimas. Incandescencias. El aire que llega a mis pulmones quema. Centímetro a centímetro me elevo. La piel de mi cabeza se convierte en un creciente ardor. En un océano en llamas. Aprieto la boca para no dejar escapar un alarido. Alfileres en los pezones, dentelladas en la vulva. Descargas eléctricas en el ano.
Cuelgo del pelo.
Estoy en la barca que cruza el lago. El barquero clava el remo en el espejo de las aguas. El remo es un falo negro, el cielo es cremoso, la niebla porosa y la superficie del lago una vagina rosada en la que se hunde el falo negro. Licores rezuma la vagina. ¡Quiero beber, quiero beber! Los árboles musitan una cantinela infantil.
Todo sucede dentro de un hiratakuwagata.
Tengo en la boca su coriáceo sabor.
Después, cede un tanto la presión en el cuero cabelludo, poso el pie libre en el suelo, pero sólo un momento: el torso y las caderas se despegan otra vez de la tarima. La pierna que no está atada al cuerpo se eleva. Me hallo suspendida a más de un metro del suelo. Formo un arco. Todas las cuerdas se tensan; por un instante, estoy convencida de que mi humanidad va a estallar, a partirse en mil trozos palpitantes. Trozos que caerán sobre la tarima.
Maestro devorará los pedazos más exquisitos, antes de exhortar a sus invitados a compartir tan delicioso manjar.
¡Descuartícenme, cómanme!, clama mi cuerpo.
Las sombras se apoderan del salón.
Excepto un pequeño reflector que me ilumina.
Llega el orgasmo.
No lo oculto: lloriqueo, gimo, bramo. Enseño los dientes como un caballo al que examinan en una subasta.
No es mi voz lo que se abre paso a través de la niebla espesa que me envuelve, es un desgarro de loba en celo, de yegua penetrada. Un alarido de criatura en perfecta comunión con sus vastedades.
Trato, al mismo tiempo, de permanecer inmóvil. Intuyo que eso es importante para mi Maestro. Siento a Maestro Yuko latir dentro de mi cabeza como una presencia indiferenciable de mí misma. Somos un mismo líquido, descargas químicas, electricidad, amaneceres. No lo escucho, pero sé lo que quiere. Él, por su parte, me conoce como si yo hubiera salido de su vientre.
Un murmullo de admiración brota de los presentes.
Mi frente apunta al techo, no puedo verlos, pero puedo sentir que se han acercado para contemplar a gusto la obra de arte de Maestro Yuko. Una mezcla de excitación sexual y estética, una armonía musical llena el ambiente. Puedo sentirla con absoluta claridad. Penetra en mi garganta como un árbol candente. Recorre mis intestinos como el tañer de una campana milenaria. Todos se agrupan alrededor de mi cuerpo desplegado como un artefacto de diseño, como una escultura fabulosa, como el producto de una habilidad milagrosa y prohibida. Como una puerta mitológica. Como un ave de fuego.
Los japoneses intercambian frases en su idioma. También escucho palabras en castellano, en catalán. Nadie me toca. Sus voces me acarician el alma.
Quiero ser las baldosas que pisan, la luz que los alumbra, los cojines sobre los que se sientan, el aire que entra en sus pulmones.
Mi sexo escupe contra la tarima.
¿Qué siento?
Inocencia.
Soy la Diosa de la Inocencia.
Una embriaguez espesa se apodera de mis sentidos. No obedece a causas externas, es un estado de éxtasis propiciado por la entrega, por la libertad. Dejo de sentir la presión de las cuerdas. Mi lengua crece, soy una lengua. Una medusa hambrienta. Un animal desbocado. En cierto momento, estoy segura de flotar. Levito, adorada por el mundo, por las multitudes. ¿Qué ha sido ese líquido que ha salpicado la tarima? Brotó de mi interior, a chorros, como la corrida de un hombre.
No sé por cuánto tiempo permanezco expuesta.
Los invitados, después de dedicarme durante un rato su atención, de felicitar a Maestro Yuko y darle muestras efusivas de su admiración, se dedican a beber y a conversar. Se trata de un ágape elegante, refinado. Soy un adorno, la pieza de arte que preside la exquisita reunión. Pero que ya no acapara de manera totalizadora el interés.
Una de las Sumisas anuncia que la cena está servida. Todos abandonan la estancia.
Durante un largo intervalo, llegan murmullos de conversación, tintineo de copas y cubiertos, alguna risa. A través de las lágrimas que anegan mis ojos veo un resplandor que asoma por la puerta que da al comedor: las figuras veloces de las Sumisas que de tanto en tanto atraviesan el espacio cargadas de fuentes y bandejas.
Las ataduras emiten un crujido ronroneante.
Floto.
En una ocasión alguien, ¿Maestro?, examina mis extremidades, afloja ligeramente un lazo, modifica el ángulo en que una cuerda oprime el muslo.
Floto.
Soy un pájaro, un pez volador, un centauro al galope, un objeto precioso enterrado en las profundidades marinas. Un alpinista en la cima de la cumbre más alta. Soy la meretriz reina que escapa de palacio para fornicar con los marinos borrachos. Soy una alegría primigenia, una fuerza subterránea, un fauno montando ninfas en lo profundo del bosque. Soy el ejército invencible ante las murallas de una ciudad, una virgen sodomizada por un toro. Soy una mariposa nocturna fascinada por la luz, un insecto bisexual que se autofecunda. Soy el coloso del cuadro de Goya dominando el horizonte, una amazona que doblega a su amante. Soy el delicadísimo brote de una planta, húmedo de savia, que emerge del tronco helado al arribar la primavera.
La sangre se agolpa en mi cabeza y ante mí se despliega un océano rojo, insondable.
Entro.
Desde donde cuelgo puedo ver un hiratakuwagata. Tiene el tamaño de un hombre. La atmósfera del salón se espesa hasta parecer gelatina. Sangre coagulada. Semen rojo. Las patas poderosas, el caparazón resplandeciente, acogedor como el hogar. Abre y cierra las tenazas.
Llega hasta mí, me cubre.
Concluida la cena, los invitados regresan. Forman nuevamente un círculo a mi alrededor. Maestro Yuko hace que las Sumisas me descuelguen. Con sumo cuidado, como si yo fuera de fragilísimo cristal, depositan mi cuerpo sobre la tarima mojada. Amo Yuko afloja las amarras. Intento, arrastrándome, besarle los pies, pero no puedo moverme. Mis miembros no obedecen. Como si llevaran siglos en desuso. Millones de agujas horadan cada centímetro de piel. Cuando los bramantes liberan mi lengua, dejo caer la cabeza, aplasto el rostro contra la madera y, con movimiento agónico, busco con la lengua el líquido escupido. Lo encuentro: es una especie de almíbar, de miel transparente.
Cada vez que las manos de Maestro Yuko rozan mi anatomía, me estremezco de placer. ¡Qué pequeña soy, qué insignificante, cómo me disuelvo a la sombra de su poder, cómo toco la felicidad con las manos!
Soy como Alicia, la niña del cuento, que cae por un túnel de sombras hacia un mundo maravilloso e iluminado. Pero en vez de seguir a un conejo, voy detrás de un coleóptero descomunal.
Ojalá el contacto durara un poco más.
¡Qué dure un instante más, que dure un instante más! Suplico en silencio.
Cuando Maestro termina de moverse a mi alrededor, estoy nuevamente atada. Con cuerdas más suaves, de factura menos áspera. Reptiles amorosos y austeros. Esta vez, soy una mesa. No puedo articular ni el más mínimo movimiento. La grupa alzada, la cintura quebrada, la espalda encorvada, la frente sobre la superficie de la tarima.
Hay un momento de expectación. Como si todos aguardaran las palabras del artista, pero la voz de Maestro Yuko no se deja escuchar.
¡Cuánto me gustaría oír su voz!
La imagino gruesa, aceitada como una espada.
Han situado una mesilla metálica a mi lado. Sobre ella están los materiales que mi Maestro necesita para el nuevo ritual. Para la nueva obra. Ruido de cerillas al encenderse. La luz se atenúa. El reflector me enfoca.
Ahora, muchos de los espectadores se hallan en cuclillas. Si tuerzo un poco el cuello, puedo ver algunos rostros. Un oriental de rasgos acerados, de pelo muy lacio; una mujer mayor, al menos sesenta años, cuyo rostro exhibe una devoción indefinible; un joven occidental de mandíbula prominente, piel tersa y ojos azulísimos; un ejecutivo elegantemente vestido, que lleva corbata a rayas.
Los distingo como embadurnados, como cubiertos de una película láctea.
Maestro Yuko comienza a dibujar con cera ardiente sobre mi cuerpo. ¿Dragones? ¿Odaliscas? ¿Paisajes nevados? ¿Lagos encantados? Mi espalda y mis nalgas son su lienzo.
Salvo el primer momento de sorpresa, no siento apenas dolor.
Vuelvo a sollozar de ternura, de agradecimiento.
Muy quedo.
Las gotas, los chorros, los barridos de algún instrumento en forma de espátula o pincel, ¿o son sus sabios dedos?, se abaten sobre mi piel despertando matices, siluetas, paisajes, animales fabulosos. La admiración se apodera de los presentes. Escucho exclamaciones de asombro, de sorpresa.
Resuena un respetuoso aplauso.
¿Pasa el tiempo?
Los rostros al alcance de mi mirada se han transformado: lucen enardecidos; una dama aprieta los dientes. Asoma una lengua, pegajosa. Un anciano despliega una sonrisa extraña. El hombre trajeado se mete dos dedos en la boca, los ensaliva. Los orificios nasales tiemblan. Una mano entra en un escote. Unos muslos se abren. Un torso se desnuda.
La confección de la obra se prolonga durante ¿veinte minutos?, ¿cuarenta?; no lo puedo determinar.
Cuando Maestro concluye, se repite la misma escena que al final de la obra colgante. Coro de aclamaciones, apretones de manos, palmadas en la espalda, inclinaciones fervorosas.
Alguien interpreta una melodía dulcísima al piano. Los invitados se mueven en dirección al sitio del que surge la música.
Las copas, en la vitrina, centellean amablemente. Hay una llave dorada en la cerradura, que no había descubierto antes. Sobre el mueble, figuras de porcelana. La pared es azul pastel. El roce de los pies sobre las baldosas. La cómplice humedad de la madera.
La música afloja mi cuerpo engarrotado. Fluye por mis músculos, por mi carne exhausta. Por mi espíritu enchumbado.
Antes de alejarse, Maestro planta una vela en mi ano.
Han retirado la mesilla. La cera resbala, quema el orificio, se desliza hasta los labios vaginales.
Aprieto los dientes ante el primer ardor. Pero pasa enseguida.
Por un rato, permanezco allí, como un faro en la penumbra del desierto salón.
Un faro que guía en noches tormentosas a intrépidos navegantes. Un faro que muestra a fatigados viajeros el camino a casa.
Luego, se inicia el peregrinaje hacia la tarima. Los invitados se inclinan sobre mí.
Pronto el aroma de los habanos llena la habitación.
¡Soy un mechero!
Me emociono otra vez, hasta las lágrimas.
Gracias, gracias, musito.
¿Qué siento?
Entrega.
Soy la Diosa de la Entrega.
Cual turbia criatura, el tiempo.
Cuando la vela está casi consumida, una Sumisa la desencaja de mi ano. Dentro de mí, todo está hecho de nudos y, de súbito, los nudos se deshacen como esclusas que se desbordan sobre un territorio fértil. Me derramo, soy una crecida. Todas las plantas, los animales de la región entonan un canto de alabanza por mi llegada. Las aves se elevan, ¿danzan? La tierra se impregna de mis líquidos y se revuelve gozosa. Millones de insectos copulan en las sombras y sobre la superficie de las piedras iluminadas.
Después de descender al más oscuro rincón de mí misma, tal y como aseguró Maestro Yuko que sucedería, veo abrirse una puerta y accedo a un recinto de pura luz. Todos se inclinan a mi paso. Mi cuerpo es de una belleza irresistible, de un inmaculado candor, de una inmarcesible inocencia; mi mirada es capaz de mover montañas. Al fondo de la habitación hay otra puerta refulgente. Cuando me acerco se abre. Rodrigo espera tras ella. La devoción de su rostro es la de un niño. De la mano, echamos a andar por un camino que discurre entre prados florecidos.
Ama, susurra mi amado.
Estoy segura de que mi carne se ha reblandecido, de que cualquiera puede usarme a manera de crema comestible. Para untar el pan con que acompaña su cena.
La música caldea el ambiente. Quizás alguien ha encendido un fuego en la chimenea. Creo percibir el rico olor de los leños, el crujido de las llamas, pero no estoy segura. ¿Cómo puedo estar segura, sumergida en este líquido espeso, candente? Vuelo otra vez por el tiempo curvo, los lindes entre mis percepciones se funden, se borran y creo ver lo que huelo, y oler lo que veo y degustar lo que respiro.
No soy una persona, Laura Valero no existe, soy el deseo de mi Maestro. Soy la alegría de su casa. La sinceridad de su casa. El amor de su casa. La sabiduría de su casa.
Maestro desata las cuerdas. Maestro hace que me incorpore.
¡Qué serenidad la de su rostro, qué satisfacción!
Una oleada de orgullo me invade.
Sus ojos besan mi rostro. Sus labios besan mis ojos. Sus manos recorren mi anatomía y un calor delicioso se desencadena a su paso. Maestro me abraza. Me acepta, me bendice.
Convertida en miel entro en su pecho, aspiro su olor.
Huele a bosque, a grillo, a tejido nocturno, a agua fresca, a luz.
A niño.
En torno nuestro, los invitados copulan fieramente.
Tiemblo de puro gozo.
¿Qué siento?
Poder.
Soy la Diosa del Poder.
¿Qué otra cosa recuerdo de aquella noche?
Recuerdo un libro en mis manos.