Una perrita caniche

Cinc pometes té el pomer,

de cinc, una, de cinc, una,

cinc pometes té el pomer,

de cinc, una, van caient:

UNA PERRITA CANICHE

El marqués sacudía la ceniza del cigarrillo con la uña del dedo meñique, que dejaba crecer adrede para este cometido. Fumaba con una boquilla de marfil, que era una pata de águila real, sentado displicentemente en el sofá modernista de palisandro, fatigado de tanta vida dilapidada. Las cortinas bordadas del balconaje dejaban filtrar una luz triste y anacrónica, que prestaba el relieve exacto al antiguo mobiliario. Un mechón lacio se desprendía de su peinado perfecto y caía sobre su frente con medida indolencia. Su pelo blanquísimo y limpísimo, levemente iluminado, armonizaba perfectamente con el batín de seda japonesa de color fucsia. Una perrita faldera, con el pelo blanco muy ensortijado, completaba la noche–estampa.

El marqués contemplaba distraído todos los retratos de familia colgados de las paredes del gran salón. En aquella penumbra, apenas eran perceptibles: se los sabía par coeur, en especial el de la tía Natalia Stefanovich, aquella mujer tan libre y tan audaz que, a comienzos de siglo, eligió la profesión de fotógrafo, ante el escándalo general de toda la familia, y que, más adelante, les inició tanto a él como a su hermana Silvia, que Dios tenga en su gloria, en los múltiples placeres del amor precoz.

El retrato de la tía Stefanovich no era, como todos los demás, un óleo firmado, hacía honor al oficio de la repórter de la familia: era una fotografía de cuerpo entero, en la que la dama aparecía, en unos tonos grises brumosos, con un sombrero de ala ancha, un velo que le cubría la cara y un abrigo sport de piel de pantera con cuello de renard. Estaba sentada en el columpio de un jardín de decorado con una pierna sobre la otra y una sonrisa juvenil un tanto alocada. Durante muchos años, y por voluntad expresa del padre del marqués, una personalidad rígida e integrista, que no se recataba de decir con frecuencia que su cuñada era una desvergonzada, el retrato había sido retirado del salón.

Todo eso eran recuerdos, recuerdos muertos, para el marqués. Él la veía de manera diferente que su padre. Adoraba su memoria. La recordaba como una mujer dulce, de una furtividad ingenua que la aproximaba de manera natural al mundo adolescente de él y de su hermana. ¿Cuántos años habían transcurrido?

Los muebles de palisandro, las alfombras orientales, el jarrón de Viena en la repisa de la chimenea, todo seguía como antes de que muriesen los últimos miembros de la familia. Ahora, solitario, perdidos los antiguos amores, incapaz de crear otros nuevos, se entretenía reviviendo el pasado en el recuerdo.

La perrita caniche era adorable. Yacía a sus pies, discreta, con los ojitos llorosos tan típicos de su raza. El marqués le sonrió, buscando tal vez en ella una complicidad en su juego de evocación. La perrita le devolvió una mirada sumisa y movió ligeramente la cola, sin incorporarse.

En la próxima primavera no iría a Niza, porque Mimi Grotzinski había fallecido aquel mismo invierno en un accidente de automóvil mientras huía a Italia con un alumno del Conservatorio recién seducido. Decíase que en determinados ambientes de la Côte d’Azur el horrible final de aquella tempestuosa relación entre el estudiante de flauta travesera y la famosa flautista universalmente conocida causó sensación. El marqués se entristecía cuando pensaba en estas cosas. La trágica pérdida de su última amante le había abatido completamente. De todo el archivo de recuerdos, los más punzantes, tal vez por ser los más recientes, eran los de Mimi. No se sacaba de la cabeza la imagen de aquella mujer madura con un desnudo todavía perfecto interpretando a Corelli para él, sentada sobre su vientre, cobijando su falo enloquecido en el húmedo y tibio sexo, hasta llegar a un orgasmo sublime que le obligaba a interrumpir la melodía y abalanzarse finalmente sobre el cuerpo del amante, mientras se introducía en ocasiones la punta del instrumento por el ojo del culo para conseguir todavía un mayor placer. Entonces ambos prorrumpían en un gemido armonioso, que a menudo alcanzaba amplitudes corales.

Contemplaba la perrita y la acariciaba dulcemente pasándole la mano por el lomo. Aquel animalito era un regalo de Mimi, era como un recorte nostálgico de la historia común.

Ahora el marqués contemplaba el retrato de la tía Natalia. Había oído rumorear que la hallaron muerta en el frente de Verdún, durante la Gran Guerra, abrazada desnuda al cuerpo de un teniente de dragones francés. Su niñera le había confiado el secreto de que el teniente había sido degollado de un sablazo en una de las cargas de su escuadrón unas horas antes de que muriese ella. Algunos testigos habían asegurado que la dama vio caer abatido a su amante y que, una vez finalizado el asalto de la caballería, había corrido desnuda desde la trinchera a desabrochar la bragueta de su teniente para disfrutar ansiosa la erección mortal del decapitado. Un rato después, la onda explosiva de un obús le quitaba la vida, penetrada aún por el sable inmortal del militar.

Esto le condujo a una imagen más lejana, cuando de niño había entrado sin llamar en el estudio de su tía y también la había descubierto desnuda, entregada al placer solitario, tendida sobre unos grandes almohadones con borlas, haciéndose fotografías en diferentes posturas. Al principio, aquel espectáculo inimaginable le había dejado atónito, pero ella le llamó, le sacó los pantalones y le estimuló el miembro con los labios y la lengua, hasta provocarle aquel mal tan excitante y tan agotador. Después, acabó de sacarle la ropa y se lo puso encima y le besaba dulcemente todo el cuerpo, hasta que la minina se le volvió a poner erecta, y entonces la introdujo en aquel agujero que tenía entre las piernas, y le movía incansablemente hasta que le provocó de nuevo el mal. Fue en la misma habitación, donde otro día les llamó a él y a su hermanita y repitió de nuevo aquellas cosas con ambos. Estos encuentros ya no se interrumpieron hasta que el padre del marqués descubrió un día varias fotografías en las que aparecían las dos criaturas y la tía Stefanovich amontonados obscenamente. Aquel mismo día, el padre expulsó de casa a su cuñada, después de una discusión terrible, y aquel curso, él y su hermana ya no continuaron con la institutriz, pues su padre les internó en colegios extremadamente severos. A partir de entonces ya no volvió a ver a su tía, de la que sólo recibía subrepticias noticias a través de la niñera.

La perrita caniche jugueteaba con la zapatilla del marqués, hasta que consiguió sacársela. Entonces empezó a lamerle el dedo gordo del pie. El marqués le dejaba hacer, porque le complacía aquella sensación suave.

Cuando, al fin, murió su padre, el marqués acababa de conocer a Mimi en la playa privada de unos amigos de Niza. El temperamento apasionado e incluso las facciones de aquella aristócrata de origen polaco le recordaban la imagen de la tía Natalia. Le propuso irse a Barcelona a vivir con él, pero la dama no aceptó este vínculo por excesivamente absoluto, pese a que nunca dejó de demostrarle una intensa dedicación amorosa. Pasaba, pues, algunas temporadas cada año en la villa de su amiga, sobre todo en la primavera, porque en aquella época les gustaba sumergir sus cuerpos desnudos en un agua tan fría que casi no podía aguantarse, y entraban en calor abrazados mutuamente con delirio y restregándose el uno con el otro hasta provocarse un orgasmo prolongadísimo, azotado por la frialdad de las olas.

La perrita se había levantado y lamía toda la pierna del marqués. El marqués le acariciaba la cabeza y contemplaba, sonriente, la solicitud de aquellos ojos llorosos. La caniche aullaba levemente.

Descubrió que estaba excitado y que la perrita le había metido el hociquito por debajo del batín y pretendía hurgarle la entrepierna. El marqués abrió las piernas y le dejó hacer. El animalito le lamía deseoso los cojones y eso provocó que el marqués se reclinase lánguido sobre el respaldo del sofá. La verga, totalmente enfurecida, se hinchaba debajo del batín y rozaba su tejido sedoso. La perrita intentaba llegar al miembro con la lengua, pero la ropa del batín se lo impedía. El marqués se aflojó el cinturón y se tendió sobre la tupida superficie de la alfombra. Recordaba los grandes almohadones con borlas de la tía Natalia, la recordaba a ella con aquellos senos tan esponjosos. Ahora agradecía a su padre que les hubiera separado: de este modo, sólo conservaba una imagen joven, para él Natalia Stefanovich nunca se había marchitado.

Ahora la perrita le lamía todo el cuerpo, el pliegue de las axilas, detrás de la oreja, debajo de la barbilla, volvía al pubis. Ahora le chupaba ávidamente el miembro, pero no podía dejar de hacerle daño con los dentezuelos. El animalito, también excitado, le frotaba el culo por el vientre. El marqués se derretía de placer pero no podía seguir soportando las esporádicas dentelladas. Irguió el torso lanzando un alarido, cogió a la perrita por las dos patas traseras y la penetró violentamente hasta que el terrible aullido del animalito se fundió con un jadeo moribundo.