Teresita que hacía funcionar la vietnamita

Vuit pometes té el pomer,

de vuit, una, de vuit, una,

vuit pometes té el pomer,

de vuit, una, van caient:

TERESITA–QUE–HACÍA–FUNCIONAR–LA–VIETNAMITA

—Espere, espere… Oh, pare un momento, o no podré seguir contándoselo todo. Mmm… Sí, póngala aquí. No se mueva… Uuu… Es demasié… Y digo demasié, sabiendo que si me oyese el Gabardina (ya me disculpará que le llame así, pero es que en clase todas le llamamos por el apodo…). ¿Qué? No, usted no. Decía que si el Gabardina me oyese decirlo (eso de demasié), me reñiría, porque no le gusta que lo diga. Dice que no quiere decir nada. (Y tal vez tiene razón, pero si no digo demasié ¿cómo se entenderá que una cosa es demasié?) En fin, a lo que iba: que como me gusta tanto la música, pues fui con dos amigos (sí, también de la academia) al concierto que daban en el pabellón del Juventud, en Badalona, en el que actuaba Frank Zappa. Fue una noche guapa, de humos de colores y de hierba buenísima, que parecía de alfombra… ¿Qué quiere decir? Hierba es mierda, no sé… Los chicos eran el Merma y el Oriol. No, no son de las Juventudes. Sí, de COU, sí. ¿El Merma? Martín. Y el Oriol es Oriol Gual, aquel tan alto. En realidad, yo fui en la moto del Merma, que tiene una cavasaqui muy chula. Allí nos encontramos con el Oriol, que había ido en coche. Yo estaba encantada, porque no pasa cada día que me dejen salir de noche, y es que en casa me habían dado permiso porque precisamente aquel día cumplía quince años, imagínese qué rabia: ¡dentro de nada, la tercera edad! Bueno, pues a lo que iba: ya llevábamos quince minutos de recital, y a mí aquella musiquita no me decía nada. (Aquí hay que decir que a mí el Zappa nunca me había llenado, y había ido porque me hacía ilusión salir con el Merma, que desde antes de las vacaciones no me dice ni ahí te pudras después de salir de clase, ni me invita a helados, ni me da besos ni me toca el culito por la calle, como antes, cuando jugábamos y nos reíamos tanto…). También estaba el Oriol (ya se lo he dicho), pero el Oriol me caía fatal, sobre todo porque un nombre como Oriol me suena a cursi (un cursi catalán, nuestro, diferente de la cursilería de un Sergio, Alejo o Sofía, claro; pero al fin y al cabo todos me suenan más falsos que un duro sevillano). Después, mira por dónde, acabó por caerme bien, cuando empezó a pagarme gintónics, mucho mejores que las cervezas y que los helados (a mí los helados me chiflan). Después del aperitivo (ya se sabe), llega el banquete: el Oriol (a quien parece que tampoco le gustaba el Zappa) empezó a lamerme la oreja, a darme besos en las mejillas, en la boca, de una manera entre tierna y agresiva (pero de un agresivo suave, porque a mí los chicos, cuando pierden la elegancia y el savuafer —como dice mamá—, me parecen carreteros). En el preciso momento en que me acariciaba la rodilla (y sólo con acariciarme una rodilla yo ya me sentía a punto de estallar, de derretirme como mantequilla: me moría de deseo, ya puede imaginárselo), vi con el rabillo del ojo un tipazo de calendario, como los que salen en el Playgirl que se compra mi hermana, en un quiosco de la calle Mayor de Gracia. Y yo que me lo miro y me digo a este capullo me lo tengo visto, y claro que no podía reconocerle, con la camiseta que llevaba, de satén azul celeste, sorbiendo del vaso alargado. Y sin gabardina (de ahí que tardase tanto en reconocerle: porque, claro, no era sino el Gabardina, el señor Bastardes: el profesor de Lengua de la academia, mira por dónde). Por un momento no supe qué hacer, imagínese. (¡Y deje tranquila la mano un momento!). Le susurré al Oriol que parase el carro y saludé al profe: hola, Bastardes. Y el Bastardes me hizo una gran sonrisa, mostrándome toda la dentadura, blanquísima, que es la admiración de las niñas de la academia, y me dice: hola, Teresita, y con todo eso yo estaba sorprendida cantidad (y perdone la expresión, que tampoco le gusta al Gabardina, ni a usted, supongo), porque el Gabardina tiene fama de serio, de estricto. Sólo las amigas me llaman Teresita, le dije. Ah, dijo él, y se miraba al Oriol como si le estorbase. Le mandé (al Oriol) a decirle al Merma que me iba con el Gabardina y que nos encontraríamos después. El Oriol cabreadísimo, que no es nada moderno. Al fin solitos, el Gabardina y yo nos fuimos al bar, y pagó tantos gintónics que había que contarlos con logaritmos. Le dije: estoy trompa, Gabardina. Y me dijo: no me llames Gabardina, llámame Bastardes. Y se reía. ¿Y el nombre de pila? Aquí no hay más pila que la que chorreará, respondió con un sentido que entonces tal vez se me escapaba. Pensé qué diferentes son los profesores fuera de clase… Entonces sentí un golpecito en la espalda. Eran el profesor de Mates y el de Constitución: el Pinzas y el señor Menéndez (el mismo que había enseñado FEN a mi hermana, pero que ahora se ha hecho del PSOE, quiero decir del PSC, y dice adéu cuando suena el timbre de acabar la clase…). Al Pinzas ya le conoce, que es de las Juventudes desde hace mucho tiempo. Por lo que parece, habían ido los tres a oír música, y que fuesen el Pinzas y el Gabardina lo entiendo, porque son jóvenes y están buenos, pero el señor Menéndez… ¿Usted se lo imagina, en un concierto del Zappa? (Mmm… Tranquilo… Que ahora viene lo mejor…). Salimos del pabellón, fuimos al párking y subimos al coche del Pinzas, un GS de un color que me costaba identificar, de oscura que estaba la noche y de todas las nubes de gintónics del mundo bailándome por la cabeza. El señor Menéndez se sentó delante, solo, y los otros dos, detrás conmigo. ¿Qué podemos hacer?, preguntó el Gabardina, y antes de que tuviese tiempo de contestar, el Pinzas propuso que fuéramos a su casa. Dije que no podía (aunque me moría de ganas de ir, que ninguna niña ha ido a casa de un profesor), porque había ido con dos chicos. ¿A ti qué te gustaría que hiciésemos, pues?, dijo el Gabardina, pasándome sonriente la mano por la espalda, y yo me moría de gusto sólo de pensar que era lo que quería que (me) hiciesen, y se me subía la sangre a la cara y me ponía coloradísima. No sé…, dije, y pensaba en todo lo que me había contado la Fina (la Fina Puiggarí, sí: de clase) de aquel día que se puso pocha y el Gabardina se ofreció a acompañarla a casa, y cuando llegó ya no estaba pocha ni nada… A todo eso, el Gabardina me acariciaba los pechos, me sacaba la blusa de sitio, y mientras me subía la falda, ya me abría las piernas. Pensé que tenía que hacer algo y estiré el brazo hasta tocarle el muslo y, subiendo poco a poco, como jugando, como pensando en otra cosa (y el Menéndez miraba), la entrepierna, que hervía y me hacía pensar en las imágenes de las películas que tienen los papas en casa y que la Fina y yo veíamos juntas cuando ellos no estaban. Imaginaba la cara de la Fina, de todas las compañeras de clase, cuando se lo contase todo (cosa que pienso hacer el lunes: ¿no?, si a usted le parece mejor así…). Después le fui desabrochando todos los botones de la bragueta, metí la mano dentro y se la saqué (estese quieto: sáqueme el dedo). Así que me había quedado de espaldas al Pinzas, que muy tímidamente me acariciaba las caderas, me lamía el cuello, me chupaba la oreja, me besaba los ojos (y para hacerlo, me obligaba a girar exageradamente la cabeza), metía hasta el fondo una lengua interminable. Yo esperaba que uno de los dos me bajase las bragas, me metiese un poco el dedo, no sé: que me chupase los pezones, ahora que los pechos ya estaban a la vista entre los jirones de la blusa (y cuando digo a la vista quiero decir a la vista de cualquiera que pasase en aquel momento por el parking, y no únicamente del Menéndez, que lo único que hacía —creo y probablemente no me equivoco— era mirar). El pito del Gabardina alcanzaba la plenitud, oscilaba lentamente… Agaché la cabeza y le lamí el agujerito, y el líquido que asomaba me escocía en la garganta, y sentía todas las venas a punto de estallar, y de vez en cuando me atrevía a mordérselo un poco, o bien me lo sacaba de la boca y le daba un beso en el glande (¡oh, y estese quieto o le haré sacar el dedo!), que era colorado y brillante, más colorado incluso que el de Manolo, que es el que lo tiene más colorado de todo el Instituto Milá y Fontanals. Ahora le lamía el tronco, desde los testículos hasta la punta, y se los cogía con una mano (los testículos). ¿Te gusta, Bastardes?, le dije mirándole a los ojos, y sonriéndole, metiéndome el instrumento polifémico totalmente dentro de la boca. Gemía y me apretaba la cabeza con las manos, hasta el punto de que no podía moverla y llegué a pensar que me ahogaba, la cabeza como un aparato mecánico: adelante, atrás, adelante, atrás, adelante, atrás cogiéndome por los pelos… Mientras tanto, yo levantaba el culo, ofreciéndoselo al Pinzas, que parecía complacido de mi actuación bucal y lo único que hacía era, falda fuera y evitadas las bragas, meterme un dedo larguísimo, que me daba tanto gusto como daño me hacía, y no por el agujero más jugoso (y ahora no me baje las bragas, ¡o no podré acabar de explicárselo todo!). Cuando el Gabardina me apretó la cabeza tan a fondo, pensé que el chorro de leche me saldría por los ojos, por las orejas, por la nariz; pero no: me bajó por la garganta, agridulce como un chop–suey. Buenísima. Levanté la cabeza y con un dedo recogí una gota que se me había quedado en los labios, y me lamí dedos y labios. No me queda más remedio que confesarle que, a esas alturas de la noche, llevaba las bragas empapadas, tanto que la humedad traspasaba al asiento. Me volví hacia el Pinzas y le dije, al oído, que me desgarrase, y yo misma me bajaba las bragas y me pasaba le lengua por los labios (de la boca), que es una cosa que también suelen hacer en las películas de los papas, que veíamos la Fina y yo. Todavía no había terminado de sacármelas, y me dio de nuevo la vuelta y sentí el culo contra su estómago. Le entendí las intenciones, pero dije que no, que ya era demasiado tarde, y porfiaba por entrar por la trastienda, cosa que suponía grandes dificultades por falta de lubricación. Al final se salió con la suya, porque de tanto flujo como había derramado, mezclado con el semen, hasta el ano estaba lleno de aquello y lubricaba el arma que luchaba por entrar y que yo no podía ver (cosa que lamentaba) porque estaba de cara a la ventanilla lateral, observando la sorpresa (relativa, debo añadir) de los asistentes al festival que pasaban a recoger el coche, ya que, por lo que se veía, el recital había terminado. Me metí un dedito (métame usted otro) y me acariciaba el amiguito loco (este, así, más abajo…). Oh, aquello me destrozaba, sentía que jamás podría volver a sentarme, que iría espatarrada para siempre… Me había cogido por las caderas y notaba el traqueteo de su estómago contra mis nalgas, cómo golpeaban los testículos contra mi vulva. Pronto, ya no supe si el dolor era superior al placer o a la inversa: perdí al sentido de las medidas y empecé a mover las nalgas en una danza circular, y notaba la presión del pito que debía llegarme muy arriba, hasta las tripas. Noté las descargas en el estómago, y sabía que exageraba… Había dejado de moverme, pero seguí acariciándome hasta que el Pinzas, una vez que el pito se le puso pequeño, lo sacó (y se oyó un blop como los tapones de las botellas de champán, por Navidad) y un chorro de leche me cayó en los muslos y en las bragas negras. El coñito, excitadísimo, vibraba, se contraía, chorreaba, igual que ahora, sí… Me parecía muy raro que me dejasen así, tan excitada. Dijeron de ir a tomar una copa al Café de la Ópera, y allí le encontramos a usted, que salía del Liceo. A mí la ópera no me gusta… Le diré que me sorprendió la poca cara de sorprendidos que pusieron el Pinzas y el Gabardina al verle. (Ay, sí muévalo así… Uuu…). De ser malpensada, diría que todo estaba montado, que le preparan las nenas al secretario general… (Eh, más abajo, aquí. Mueva los otros dedos). Pero, si usted me lo ha jurado, he de creerle… ¿Qué le tutee? Me resulta difícil a un secretario general… Yo todavía no soy de las Juventudes, pero me apuntaré. Vamos, ya está bien, desnúdese rápido. (Oh, así…). Con los profesores, aunque sean de las Juventudes, es diferente, porque con la pedagogía moderna ya se sabe… Pero usted, tú, quiero decir… No les dirá nada, no les dirás nada, eh, al Bastardes y al Pinzas… Sí, así con la lengua, sigue… ¿Eh? ¡Un momento! Abro en seguida. Espera, que se me ha estropeado la vietnamita… No, no, no decía nada. (Vete, Bobi, fuera…). En seguida te traigo las fotocopias de los candidatos. ¿El perro? Sí, me ha parecido verlo por aquí. Bobi, ¿dónde estás? Ah, sí, ven aquí