Set pometes té el pomer,
de set, una, de set, una,
set pometes té el pomer,
de set, una, van caient:
LOS PANTALONES
La culpa, como siempre, ha sido de la parienta, que me hizo cambiar de pantalones con la excusa de que tenía que zurcir una quemadura o, dicho en términos de matemática moderna, un conjunto de quemaduras, por la parte delantera.
Yo no había prestado atención a aquella galaxia de manchas de color marrón oscuro por el lado ancho de la pernera, a la izquierda de la bragueta, cuando me ha acusado a gritos de perdulario y de descuidado. Sin tiempo para proteger mi intimidad, me la he visto de rodillas frente a mí, con un trapo húmedo en las manos, dispuesta a borrar el supuesto recuerdo grasiento de comidas recientes.
No había posibilidad de escapatoria: con un brazo me ha rodeado el muslo por detrás y me ha pasado la mano por la entrepierna, mientras con la otra me frotaba aquel juego de lamparones en forma de osa menor. A poco de empezar el fregado, cuando ya empezaba a gustarme, porque la acción manual se producía exactamente encima de mi virilidad en reposo —yo cargo a la izquierda, como Dios manda—, ha fingido que se ponía como una fiera: frota que te frota, las manchas han desaparecido finalmente para dejar paso a otros tantos agujeros, producto todo ello de la ceniza ardiente de los cigarrillos que se cae encima en repentinos momentos de ensimismamiento.
—¡Esta bragueta parece un colador! ¡No sé cómo no te ha llegado a salir la minina por uno de estos agujeros…!
Me he sentido obligado a protestar inmediatamente, porque eran unos agujeritos de nada, y ella tiene sobradas razones para saber que mi pistola es de reglamento y que a duras penas cabe cuando la meto en la funda. Además, no puedo consentir que se me cuestione en un aspecto tan personal, del que siempre he tenido motivos para estar más que orgulloso.
Como no andaba sobrado de tiempo para que ella siguiera ocupándose de una tarea tan constructiva, y mucho menos, todavía, para los juegos que llegarían a continuación, me he sacado los pantalones ante una indicación que se ha visto obligada a hacerme a pesar suyo: estoy convencido de que en aquel momento ya empezaba a entusiasmarse sin darse cuenta de que conservaba intacta la antigua habilidad del alquimista que conoce la fórmula de interesar y endurecer un colgajo en principio indiferente y blando. Se ha metido en el dormitorio de donde ha regresado con unos pantalones flamantes, de raya perfecta, grises con un discreto dibujo de ojo de perdiz: perfectos, a primera vista, pero me ha costado dios y ayuda poderme introducir dentro de ellos:
—¡Mierda! —he dicho—. ¡No me los puedo meter ni con calzador!
La parienta ha sermoneado que eran nuevos, que los acababan de traer de la sastrería y que suerte tenía de no ir por el mundo con las vergüenzas al aire. Le he rectificado sobre la marcha en el sentido de que debía decir «las alegrías», pero ella, descarada, me ha hecho un gesto un tanto obsceno acompañado de un completo muestrario de muecas a distancia. Yo no soy persona que resista las provocaciones, y no he parado hasta atraparla y encajar su herramienta habladora en mi boca, cosa que, dicho sea de paso, me ha ido muy bien porque, con las prisas, no había tenido tiempo de lavarme los dientes. Nos hemos mirado cara a cara. De no haber sido por que el reloj manda y en la oficina nos controlan como en un campo de concentración, habríamos hecho algo sonado allí mismo, de pie o apoyándonos en las paredes, que nunca está de más introducir algún que otro exotismo para romper la triste rutina de los años, sin contar el hambre que he pasado toda la semana con la mierda de la regla: es una mujer tan escrupulosa que no me permite mojar un churro ni por delante ni por detrás, como si hubiese veda mientras le dura la cosecha roja que, por suerte, según mis cálculos, terminaba en el día de hoy.
¡Los pantalones son insoportables! Aprietan de veras. Son como una coraza que se me clava por toda la piel. ¡No sé qué coño puede haber ocurrido! Yo me los probé. Todo iba como una seda, pero el sastre de los cojones quería lucirse: que si un pespunte por aquí, que si un pliegue por allá, que si dos centímetros en los bajos… Yo sí que le daría por los bajos, ¡con tal de no soportar este suplicio! Lo peor de todo es que me altera el instrumento: ¡ojalá el muy bestia me hubiese hecho tres perneras! Pero me he sentido tan comprimido que tenía miedo de que quedara encogido para siempre. ¿Y los huevos?… Se me han subido a lo alto del escondite donde suelen refugiarse cuando las cosas van mal dadas, por el camino que siguen cuando se te ponen de corbata.
A mí siempre me ha gustado tocármela, asegurarme de que está en su sitio, a punto de servir. O para agradecerle los servicios prestados… Pero esta mañana he tenido que consolármela con más frecuencia de lo normal, por debajo de la mesa de la oficina, aprovechando que nadie podía verme. No me quería poner en evidencia, bastante me he destacado por el mero hecho de ir tan tieso. Mientras firmaba, en la entrada, he cazado al vuelo la picara mirada de dos secretarias que no han podido ignorar la importancia del paquete que les ofrecía gratis a la vista. Claro que esto no me ha molestado, pero estaba totalmente sofocado por culpa de tanta compresión, con grave peligro, probablemente, de una estrangulación… ¡No me gustaría nada ser el primer paciente en sufrir una hernia de cipote!
He tenido que ir con mayor frecuencia de la habitual al meódromo. Cuando ha sido posible, me he encerrado en la cabina, y he sacado la morcilla a tomar el aire para que recuperase la posición que prescribe la madre naturaleza, pero uno de las veces que la casita de la mierda estaba cerrada a cal y canto con algún marrano dentro que apestaba, he tenido que conformarme con la ventilación parcial en uno de los departamentos de mingitorio. Ha habido problemas: se me ha instalado al lado aquel gilipollas que no es ni chicha ni limoná, adulador, viscoso, que cuanto te da la mano tienes que secártela inmediatamente si no quieres dejar regueros a tu paso. El hombre —al menos, tiene ese aspecto— estaba vacilón y me ha preguntado si iba de cagalera, ya que me veía entrar y salir con frecuencia del recinto. Pero, cuando ha descubierto que no me prestaba a confidencias, ha soltado un silbido desafinado y se ha puesto de puntillas para repasármela, de reojo, en toda su enorme extensión. Con eso me ha confirmado lo que dicen las malas lenguas: ¡el muy fantasma mariconea! Pero, aunque a mí los de la acera de enfrente me la traen floja y puedo jurar por lo más sagrado que me la refanfinflan, no he podido disimular en un primer momento la hinchazón que arrastro durante toda la tarde por culpa de los pantalones que imponen una severa dieta en lo que se refiere a ventilación y facilidad de movimientos.
El andoba suspiraba, enamorado. No le he mandado a hacer gárgaras, porque no quería montar un cristo. ¡Nunca sabes cómo pueden acabar estas cosas! Suponte que corre la voz de que él y yo hemos tenido un incidente en el cagadero, no te quiero ni decir los comentarios que circularían por toda la casa con versiones para todos los gustos. Por consiguiente, después de dejarla respirar a fondo dos o tres veces más, me he enfrentado de nuevo a la dificultad de introducirla en la funda, con el consiguiente nerviosismo que aumentaba por la inspección ocular del vecino del quinto. Estoy convencido de que el muy chingón se ha percatado de la cicatriz que arrastro en la minga desde tiempo inmemorial y, ante mi impaciencia por desaparecer, se ha quedado con las ganas de interrogarme al respecto.
Quien no se ha quedado con ellas, sin embargo, es la moza que unas horas después he dejado en la parada del autobús. Casi ni sé cómo la he recogido. Es nueva en la casa. Hasta ahora sólo habíamos intercambiado algún saludo distante, aunque nada frío, al menos por mi parte, porque tiene de todo en cantidad, y no se priva de exhibirlo en plan de oferta. Nos hemos tropezado a la salida, supongo, cuando caían cuatro gotas. Por aquello de quedar bien, sin segundas —¡sí, sí…!—, le he insinuado si quería que la acompañase a casa con el cochecito, y ella no se ha hecho rogar. Me he quedado algo confuso, porque he visto que era pan comido antes incluso de encender el horno. No me gustaría pecar de presuntuoso, pero mientras caminábamos hacia el aparcamiento subterráneo me ha parecido descubrir un par de sorprendidas miradas de admiración hacia la parte de mi cuerpo que destacaba más de lo habitual. Debo decir que, en esta ocasión, no me he preocupado lo más mínimo de disimular el calibre de mi artillería pesada…
Bastantes paripés ya había hecho aquella misma tarde, en la oficina, con la insípida panoli que nos han endosado como jefe de sección con la excusa de que tiene no sé cuántas carreras técnicas y prácticas, pero que no puede disimular el hambre que debe haber pasado todos estos años de andar con la cabeza metida en los libros, perdiéndose lo mejor de la vida, porque, pese a toda la represión, yo supongo que debe ser humana. ¡Qué follón cuando nos la presentaron! Los machitos de la casa, que ahora constituimos su ganado, apostamos a quién la haría caer, pero todos hemos fracasado. Y la tipa tiene juventud y formas como para montar unos grandes almacenes. Mientras firmaba los papeles que le traía, los ojos se me iban regata abajo, hacia el nacimiento de aquel don de Dios de melones que se te hace la boca agua y, de repente, por la tirantez de la entrepierna, he descubierto que se me empinaba a toda vela. He tenido que echar unos papeles al suelo para agacharme con el pretexto de recogerlos, gesto que me ha permitido recomponerme el pirilí y pedirle formalidad mientras disimulaba su volumen en progreso con una mano que apenas he podido meter, por la estrechez, en el bolsillo. La jefa, que es algo miope, lo que la obliga a arrimársete mucho cuando te mira, a la vez que te envuelve en aquel perfume azufrado que utilizan tantas medias virtudes, ha tenido que reparar por fuerza en mi turbación. Nos hemos dirigido juntos hacia los archivadores por un estrecho pasillo que nos mantenía a escasos centímetros de distancia. En un momento dado, absorto en el trabajo, he levantado ambos brazos para sacar una carpeta de los estantes. Entre eso, y que ella ha retrocedido un paso para protegerse del polvo que se desprendía, se ha producido un leve contacto entre mi pito y su nalga. Debe haber perdido el mundo de vista al comprobar la contundencia de mi hermano pequeño, porque se ha sonrojado y, al volverse precipitadamente, me ha parecido que le temblaba todo el escaparate. Con un hilito de voz me ha dicho que podía retirarme y que ella lo revisaría. De no ser mi superior, me habría sacado la mercancía por si quería revisarla allí mismo, sobre la marcha, pero no me he atrevido: habían demasiadas cosas en juego. ¡Era una operación de la que podía salir cornudo y apaleado!
Volvamos a la moza, que es a lo que iba, esta sí que, cuando me la ha tenido en la mano, no se ha privado de preguntar con una cierta alarma qué significaba aquel callo que parece, cabalmente, una ramificación, como si fuese un dragón bicéfalo, o como si a mi tranca le naciese un ala a la mitad del trayecto, extraña característica que me convierte, probablemente, en propietario de una verga que podría llevar en los catálogos el cartelito de «ejemplar único».
Habíamos llegado, claro está, al momento en que las palabras están de más y no sentía la necesidad de hacer historia y mucho menos de adornarla. Me he limitado a la narración tradicional de los hechos: «A los cinco años, y ya bastante bien armado para tan tierna edad, me acerqué a mear por el alambrado de un gallinero para salpicar a alguna gallina, pero el gallo, celoso de los estragos que podía ocasionar en su harén la visión de un artefacto tan estridente, me arreó un picotazo que por poco me lo despunta… Una tía mía soltera, que preveía la futura cotización de un chisme que tanto prometía, se esmeró noche y día en salvarme la minina para el futuro solaz del sexo débil sin que ella, ya bastante mayor, esperase recibir ninguna satisfacción…».
La chica, boquiabierta, me la ha tratado con mayores miramientos a partir de la información, y ha aflojado el apretón y el ritmo del vaivén. Todo eso se producía en el interior del aparcamiento, después de zambullirnos los dos en el vehículo y de, como primera prueba del test, pasarle la mano por los pechos con la máxima discreción en la operación de recuperar el tíquet de un cajoncito del lado que ella ocupaba. He murmurado una frase de disculpa con el contacto aparentemente involuntario, y ella sonrió, como si fuese lo más natural del mundo, cosa que me llevó a prescindir del resto del test y a ir directamente al grano.
Es una moza como no hay dos, o como prácticamente había olvidado que existen. Joven, fresca, desenvuelta, totalmente de una pieza, quiero decir que vibra de pies a cabeza cuando percibe en algún rincón del cuerpo una sensación agradable, y mis manos, nada tacañas, le han dado ocasión de alegría continuada. Y las suyas, ¡tampoco han pasado hambre!
He puesto en marcha el motor después de dos o tres intentos. La chica se reía, bien de mi torpeza, bien de la antigüedad del vehículo. De momento, la coña no me ha afectado. Todavía conservaba muy fresco en las palmas el contacto con aquellos pechos que cabalgaban libremente, terminados en unos pezones como a mí me gustan, y que había adivinado por la calle gracias a la mancha que dibujaban debajo de la blusa: oscuros, anchos de peana y con un pico que puede variar rápidamente de tamaño y de dureza según las emociones de cada instante… Pero la risa continuaba y el cachondeo prolongado me cabrea. Así que me disponía a soltarle un moco porque la incomodidad se agravaba por instantes: estaba más envarado que nunca por la pequeñez del espacio donde nos habíamos sentado y por la tirantez que nacía de la entrepierna y se prolongaba por toda la longitud de un vergajo que luchaba por ampliar el espacio vital, de la misma manera que una raíz que tropieza con una almohada de piedra. Me he dado un codazo en el nabo al devolver el brazo a su sitio y no he podido reprimir una expresión de lo más grosera. Ella ha dejado de reír y me ha preguntado, algo intrigada, qué me ocurría, y como a mí no me gusta mentir, le he contado en cuatro palabras lo que me pasaba desde que me había embutido a sangre y fuego en aquellos malditos pantalones… La chica —¡qué así se las ponían a Fernando VII!— ha podido dirigir su mirada, sin necesidad de disimulos, a la pernera izquierda —yo he encendido la luz para facilitarle la visión— y casi ha lanzado un grito cuando ha visto las dimensiones que alcanzaba en aquellos momentos el muñeco. Ante mi imposibilidad de conducir, o de hacer cualquier cosa en tales condiciones, ha optado por la vía rápida y ha intentado devolver el clarinete a su sitio con una presión de manos. Pero los resultados han sido contraproducentes porque ella desconocía las reacciones normales de unos atributos como los míos. Ha sentido bajo sus dedos cómo la fiera enjaulada no paraba de encresparse. Y no se le ha ocurrido otra cosa que aconsejarme que me la sacase y me la cubriese con algún trapo. Como no tenía ninguno a mano, y tampoco era cuestión de utilizar para una cosa tan delicada la grasienta gamuza con que compruebo el nivel del aceite y limpio los cristales cuando no veo un elefante a tres pasos, me ha ofrecido uno de sus pañuelos: una preciosidad de pañuelo, finísimo, perfumado, transparente… Me he echado a reír como un loco y lo he aceptado mientras con grandes dificultades conseguía descorrer la cremallera. ¡Plaf! El pájaro ha salido a tomar el aire… El pañuelito, puesto encima, apenas cubría la punta del glande, igual que un poderoso tronco de árbol que luciese una ridícula y diminuta bandera blanca… Ella se ha reído conmigo y no ha podido evitar que la mano se le fuera y repasara el trombón de varas durante un buen rato en plan de reconocimiento y exploración del terreno, hasta hacerse cargo de toda su extensión… Ella misma, mientras percibía que no paraba de crecer, ha descubierto la única solución posible si queríamos salir de una vez del subterráneo sin tener que esperar unas cuantas horas, y ha comenzado a mecerlo hábilmente, utilizando ambas manos cuando ha comprobado que una no le bastaba para abarcar todo el perímetro… Ha sido entonces cuando le he contado en cuatro palabras, dichas sincopadamente dada la excelsitud del momento, la historia del intrigante callo. Mientras ha durado el ejercicio —ignoro si ha sido cosa de segundos o media hora larga— han pasado cantidad de vehículos por la rampa de enfrente, pero no les prestábamos la menor atención, entregados a esa actividad, transportados a un mundo hecho únicamente de belleza y delirio… Como sé dominarme, he retenido cuanto he podido el estallido final. Pero antes de que se me saliese por las orejas, he aflojado la válvula. Por la dirección que tomaba el pistolón en aquel instante ha ido de un tris que el impacto no rajase el parabrisas, que ha aguantado de milagro, sin poder evitar, claro está, que mi esencia se esparciese por toda su superficie. Idiota de mí, no se me ha ocurrido otra cosa que poner en marcha el limpiaparabrisas sin obtener, obviamente, el menor resultado, ya que la humedad no procedía de un diluvio exterior. Antes de que se nos cayese encima, he cogido el trapo del aceite, y al cabo de un par de minutos he conseguido ensanchar el campo visual a unas dimensiones más normales.
La moza, llena de buena voluntad, me ha ayudado a introducir la manguera en su sitio, cosa que no ha sido nada fácil, porque, pese a la manipulación a que había sido sometida, tan pronto como se ha dado cuenta de que volvíamos a enjaularla, he sentido un picor que volvía a ponérmela a tono. Le he hecho saber a la moza que ya estábamos otra vez metidos en harina, y ella, con más paciencia que un santo, me ha comunicado que, en caso necesario, no tenía el menor reparo en dedicarme otro concierto de flauta como el anterior. Con la mirada algo extraviada, y sin acabar de estar totalmente repuesto de un trabajo tan concienzudo, le he indicado que lo dejase correr. He puesto en marcha el coche, hemos salido, he pagado y hemos enfilado la calle. El airecillo que penetraba por la ventanilla nos ha reconfortado, pero en ningún momento he conseguido sentirme cómodo: la estrechez de las perneras es un obstáculo excesivo… Mientras conducía, ha cogido el trapo y, con habilidad típicamente femenina —¡es la hostia de virguera en las labores propias de su sexo!—, ha repasado la superficie del cristal hasta dejarla más limpia que una patena.
¡Pobre chica, había algo que la preocupaba! Encerrados en el aparcamiento, en aquel primer contacto, todavía con ciertas inhibiciones debidas a la escasa familiaridad que teníamos, al informarse de la procedencia del callo se ha quedado con las ganas de dedicarle un número monográfico. Le he brindado la ocasión al cabo de un rato, después de enfilar la carretera de la costa y de recuperar fuerzas tomando una copa en un bar. La encargada de los lavabos, escasamente comprensiva, nos ha frustrado el intento de tomar por asalto una de las cabinas —«señoras», decía el letrero— donde esperábamos alcanzar la tranquilidad necesaria para un reconocimiento más profundo y retenido de nuestras peculiaridades. Entonces, cuando yo ya volvía a ir tan embalado como antes, la chica me ha acompañado hasta el cochecito pegándose a la parte sensible de los pantalones, como un perro lazarillo que lleva al amo a buen puerto. Mientras yo porfiaba con el cambio de marchas, ella seguía aferrada a mi centro de gravedad. La tela de los pantalones se hinchaba hasta estallar, y el pincho, por dentro, barrenaba y hervía de excitación. Como ya había oscurecido, nos hemos metido por un bosquecillo próximo al bar y así he podido pasar a la acción, ya que hasta aquel momento había tenido que doblegarme a ceder el protagonismo a la chica y a mi mástil. Una vez que mis manos han podido soltar el volante, se han ocupado de los dos centros de atracción que la chica había despertado desde el comienzo. Pese a todo, la posición no me resultaba cómoda. Con el brazo derecho le he rodeado el cuello, y la mano se ha deslizado por el generoso escote de la blusa. Pero a mí no me gusta hacer las cosas a medias, y, de este modo, sólo podía comunicarme con el pezón derecho, ya que el que tenía más cerca quedaba al alcance de la mano izquierda, pero esta, naturalmente, se había perdido inmediatamente en las misteriosas profundidades de un horno que se hacía grande y suave como la miel una vez que mis dedos vencieron la débil resistencia de una tela delgada como una piel de cebolla. Ella se ha percatado en seguida de mi incomodidad y, con lo voluntariosa que es y las ganas que siempre tiene de colaborar, ha cambiado de posición y casi se me ha espatarrado encima. Ha ido de un tris, mientras que corría la cremallera, que no se encornara con el puño del cambio de marchas que estorbaba cantidad. Y cuando todos los astros habían llegado a ponerse de acuerdo en converger, cuando los dedos de uno y otra habían lubricado el almirez y la mano que debían ponerse a ligar un ajoaceite de puta madre, la bestia negra del vigilante nos ha metido la linterna por los morros mientras nos amenazaba con mandarnos los perros, los guardias y todas las fuerzas represivas que se le ocurrían. Casi sin desenroscarnos, con la punta del dedo que me quedaba libre, he arrancado a toda leche y ambos hemos blasfemado como cerdos.
Si de algo no puedo vanagloriarme es de conducir como los ángeles: necesito tener ambas manos bien puestas en el volante, de modo que, cuando hemos regresado a la carretera, he debido de renunciar a seguir buscando petróleo. Ella, sin embargo, más libre de acción y sin tanta responsabilidad a cuestas, no se ha resignado y se ha inclinado sobre la antorcha que todavía ardía, totalmente desenfundada… Delicia, maravilla, éxtasis, diploma de excelencia y certificado cum laude. ¡Al fin los dioses me concedían, gracias a la cavidad bucal de aquella santa, la posibilidad de conocer las fascinaciones de un biberón de primera mano! Lástima que, mientras tanto, yo no pudiese hundir la nariz en la espesura de aquella selva exuberante, en la cual, con el convencimiento de que disponía de toda la eternidad, sólo me había entretenido en enrollarle un tirabuzón con los deditos.
Supongo que pondría los ojos en blanco, porque cuando las pupilas han vuelto a su sitio, corríamos como locos contra un camión que nos venía en dirección contraria, cuyo conductor no podía hacer otra cosa que esperar que mi cáscara de nuez —tripulantes incluidos— se aplastase contra el poderoso elefante. No sé de dónde he sacado un reflejo que, en el último momento, me ha permitido hacer girar el vehículo, y hemos avanzado unos metros haciendo eses antes de poder enderezarlo. Pero ni el sudor frío de haber visto la guadaña de la muerte cara a cara ha conseguido reducirme la hinchazón que me atormenta todo el día. La moza, que mientras tanto se ponía morada de plátano, ha intentado decirme algo, con la boca llena, que no he conseguido entender.
Dominada la situación, me he ido a la derecha de la carretera y he parado el cacharro en el primer sitio que he encontrado. Estimulado por la ternura con que la lengua de la chica ensalivaba el nacimiento de aquellas ramificaciones de origen tan antiguo, con el suspiro de satisfacción del difunto que resucita a la vida, me he corrido sin contemplaciones, sin pensar dónde la echaba, novato como soy en estas artes. Justo en aquel momento, la moza, como un bebé glotón que sorbe más de lo debido, ha soltado un par de chorros de vete a saber qué salsa sobre mis piernas. La vomitera nos ha serenado a ambos. Ella se ha disculpado por la viscosidad y yo no sabía qué hacer para limitar el estropicio. De común acuerdo, hemos salido del coche, nos hemos jugado la vida cruzando la carretera y, después de saltar por encima de la vía del tren, hemos llegado a la playa. Nos hemos descalzado. Su pañuelo y el mío empapados en las contaminadas aguas de nuestro mar, han pasado repetidas veces por la enorme superficie pringada. Como era negra noche, no hemos podido comprobar si, gracias a nuestros esfuerzos, el agua ha conseguido expulsar la mierda.
Nos hemos sentado un momento en la arena entre mondaduras de naranja, envases de refrescos, papeles y el rumor de las olas. La tela de los pantalones, pegada a las piernas, me transmitía la frialdad del agua del mar. He sentido escalofríos. La chica no se hacía cargo de mi estado y manifestaba deseos de proseguir la fiesta. Me he visto obligado a preguntarle si ya no le bastaba y cómo era posible que unos momentos antes hubiera sentido ascos hasta el punto de arrojar, pero me repitió lo que intentaba explicarme cuando tenía la boca llena y que yo no había conseguido entender: «¡No me has entendido!», gritaba de alegría… «¡Me has tocado la campanilla y eso me ha hecho feliz! Pero cuando has empezado a bailar el vals en el coche, te has metido más adentro… Entonces me ha ocurrido como cuando te pones dos dedos en la garganta y no he podido aguantarme… ¡Ahora ya vuelvo a estar fresca como una rosa!».
¡Hay que ver las travesuras que hemos hecho entonces, hasta que ella se ha dado cuenta de que se le hacía tarde!
A la vuelta, creo que se ha molestado porque no la acompañaba a casa. Llevaba prisa, porque aquella noche sus padres habían salido, y ella se había citado con un chico que acompañara su soledad. ¿Qué haría, sola, si él se había cansado de esperar?
El caso es que, una vez metidos de nuevo en el cochecito, con los pantalones perfectamente abrochados, y pese al desgaste y a la humedad que se me metía en el tuétano de los huesos, he notado la extraordinaria presión que la tela ejercía sobre el colgajo y cómo se animaba de nuevo. Tuve que ponerme serio para frenarla, ya que ella, que tiene una vista de lince, no habría tardado un instante en descubrirlo.
Antes de volver a casa he hecho algo que no suelo hacer: comprar el periódico, pero no con la intención de encontrar en él la marca mundial que acababa de batir, sino como la única solución que se me ocurría para ocultar a mi mujer el lamentable aspecto de unos pantalones que unas horas antes eran tan vírgenes como yo en lo que se refiere a las mamadas. No ha sido difícil pasar desapercibido porque la parienta tenía la mirada prendida en la tele. Pese a todo, me ha parecido que sus ojos intentaban perforar la capa de papel impreso para comprobar si persistían las óptimas condiciones que a primera hora de la tarde mostraba el entorno mágico de mi cola. Me he ido al dormitorio, me he sacado los pantalones, me he puesto los del pijama y he respirado tranquilo. La escopeta estaba en posición de descanso, sin ganas de pelea, dentro de aquella ropa respetable, floja, suelta. He metido los pantalones nuevos bajo la cama, del lado en que acostumbro a dormir, para tenerlos a mano más adelante.
Mi mujer y yo apenas hemos hablado mientras cenábamos. Ella, porque miraba una película de la tele, y yo porque estaba en Babia. En contra de la costumbre habitual, he sido el primero en irme a la cama con el pretexto de que me sentía espeso por culpa de una ligera migraña. Mi mujer, que tal vez se ha imaginado que iba a afilar el taladro para preparar el terreno, no ha puesto ningún obstáculo a la fuga, pero se ha dado más prisa de la acostumbrada en la cocina. Cuando ha entrado en el dormitorio, yo he fingido dormir, y de reojo he contemplado cómo se acariciaba las tetas y dejaba durante unos instantes, como extraviada, una mano sobre el pámpano del higo. Se había puesto un camisón que, en circunstancias normales, me hace subir por las paredes, pero hoy ni por esas. Unos segundos antes me había palpado el pito por ver si era posible una nueva sinfonía, pero me lo había descubierto muy delgado, como si en el transcurso de aquella tarde hubiera perdido peso.
Ella ha suspirado, se ha metido en la cama y ha hecho más ruido del necesario para despertar a un oso polar en pleno letargo invernal. Pero yo he seguido inmutable. Me ha hundido los pechos en la espalda y yo he soltado un profundo ronquido. Ha insinuado alguna carantoña más sutil, como meterme un dedo en la oreja a la vez que deslizaba una mano por el ombligo, pero mi respuesta ha sido negativa. Le ha costado dormirse, y he seguido atentamente todo el proceso, desde las primeras y ligeras convulsiones y algún que otro gemido acompañando las suaves oscilaciones del cuerpo, hasta escuchar su respiración acompasada, que significa que todo quedaba más o menos resuelto y a punto de ser olvidado bajo el telón del sueño. Pasados unos minutos, me he levantado, he recogido los pantalones de donde los había dejado y los he llevado al lavadero. Con el menor ruido posible, he intentado inútilmente borrar a base de agua y jabón la mezcla de grasa y de bilis que la moza había derramado poco antes. Los he tendido en un hilo de plástico con la esperanza de que al día siguiente estuvieran a punto, y he vuelto a la cama… Cualquier otro día no habría podido resistir la tentación y me habría abalanzado sobre ese cuerpo archiconocido y que tanto me gusta explorar una y otra vez. Las ganas de cumplir no faltaban. Me he sacudido el lapicero varias veces, pero se ha mantenido cabizbajo, sin indicios de reactivación.
Los tres días siguientes han aportado la alarmante verificación de no experimentar el menor empinamiento. Mi mujer me mira como si no me conociese, sorprendida y decepcionada de tanta inactividad. Ante estas circunstancias, el asunto de los pantalones no trajo cola. He explicado de modo más que convincente que un compañero se había mareado y me había vaciado toda la papilla por encima y que, para evitarle molestias, había intentado borrar el recuerdo por mi cuenta, sin conseguirlo. Ella, desconcertada por mi repentina frigidez, se lo ha tragado sin comentarios. Durante los tres días he llevado los pantalones viejos recién zurcidos hasta que hoy, gracias a una nueva y excesivamente ostensible mancha, me he puesto otra vez los nuevos, recuperados ya de tanta agitación, limpios, pulidos y planchados… ¡Y hay que ver lo que son las cosas! Sólo meterme dentro de ellos, se me han despertado las ansias contenidas, los impulsos adormilados, los desazones apaciguados. Recién terminaba de vestirme y volvía al dormitorio después de peinarme y anudarme la corbata, cuando la mera visión de mi mujer, echada en la cama, despeinada, legañosa, con los ojos hinchados, que me miraban con tristeza, me ha puesto con una evidente disposición al coito que empezaba a olvidar. No me ha costado nada desnudarme de nuevo y recuperar en una sesión intensiva, trabajada a fondo, lo que le había escatimado en los últimos días.
He llegado tarde al trabajo, claro. El jefe de sección me ha puesto mala cara cuando me ha visto entrar, pero ha tenido que desviar la mirada cuando los ojos se han perdido sobre la montaña que seguía en erupción pese a la brega matutina. Entre mesa y mesa, me he restregado con dos mozas y he empezado a pensar en la posibilidad de hacerme el encontradizo, un día de esos, al terminar, con la chavala del otro día.
A mediodía, cuando he llegado a casa, mi mujer me ha contado totalmente confusa, que nos han llamado de la sastrería para darnos toda clase de explicaciones: que los pantalones que nos mandaron hace tres días no eran los míos, que se habían confundido, que si me los hubiera puesto me habría dado cuenta inmediatamente porque, forzosamente, tenían que irme pequeños, ya que estaban hechos a la medida de otro cliente, mucho más flaco que yo, que había recibido los que me correspondían a mí y que, al probárselos, se había asustado al comprobar que le sobraba un palmo por todas partes…
Iba a ponerme inmediatamente a la defensiva, a la vez que me pasaba la mano por el desasosiego que empezaba a sentir y, mientras tanto, no se me ocurría otra cosa que decir que aquel deshonesto profesional del ramo de la tijera y la aguja se había vuelto loco, que yo nunca había tenido unos pantalones que me sentasen tan bien. Y que estaba dispuesto a jugarme la vida por defender su posesión…
Pero mi mujer se me ha adelantado y con un par de frases breves y contundentes me ha demostrado que posee una perspicacia excepcional:
—¡No te desgañites! Yo ya le he dicho que se equivoca. Y que los pantalones tendrá que pintárselos al óleo: que te sientan de maravilla, y que ya no podemos devolverlos porque los has manchado y tienen un agujerito… En una palabra: ¡qué están en casa y que no estamos dispuestos a soltarlos por nada del mundo!
Unos segundos después ya habíamos olvidado al sastre impertinente y a la madre que lo parió y trepábamos por los peldaños de una alegría infinita y creadora sin llegar a sacarnos del todo la ropa ni movernos del comedor, rodando por la moqueta y esquivando, cuando podíamos, las patas de la mesa y de las sillas.