Las tres señales

Una pometa té el pomer,

d’una, una, d’una, una,

una pometa té el pomer,

d’una, una, va caient:

LLAS TRES SEÑALES

1

Los andenes del metro atestados. El calor pegajoso que sube de las vías, escala las paredes de azulejos, trepa hasta la bóveda negruzca de la estación.

Llega el metro.

Empujones como todos los días. Sudor de sobacos, flaccidez de culos que se te apoyan en el vientre. La señora con el cesto de la compra que se queja. Y aquella chica. La de las ocho y media. Acercarse a ella. ¿Usted baja? Disculpe. Hostia, ¿qué te has creído? Tal vez es rubia teñida. La media luna de sudor bajo el brazo. El vestido transparente. El calor de su cuerpo. La dureza de sus muslos. La redondez de la nalga. Y aquella sensación de mareo que nace de la entrepierna y que enturbia la mirada. Disimular, fingir que leo los anuncios. Aprovechar la inercia de un parón brusco. Percibir la piel caliente del brazo. Adelantar el cuerpo, en busca de la cadera. Cerrar los ojos.

Liceo, Atarazanas, Pueblo Seco. ¡Ahora…! La chica de las ocho y media ya ha bajado. El mimbre del cesto.

Eso de viajar como los topos no me mola, tronco. Bueno, depende. Cuando un virgo te pone los tejos, no cambiaría el metro por una carroza con un negro que me abanicara. Y la fulana se lo estaba buscando. ¡Cuidado, monumento, que si me embalo te la endiño! Oh, y ella como si nada, tío. Pensé que quizás era una puta. No le acababa de perfilar el género, mira por dónde. Y ahora corren unas furcias de metro que te hacen un juego de manos y te aligeran los bajos entre Liceo y el Seco que te dejan ídem de ídem. No, aquella sólo llevaba la piel y el tergal. ¡Si hasta enseñaba las transparencias del chocho, la muy guaira! Me aposenté bien. Para empezar le pasé el nabo por la ranura. Y ella, nasti de plasti, como una estatua. ¡Y aquellos pezoncitos! Después, va y le meto el palo y la jai se me echa a temblar, chaval. ¡Aquello era un número! Qué digo un número, lo que era, era el Banco de España. De repente, noto que me tientan los bajos. Yo me pongo a huevo, a ver qué pasa. ¡Y pasó, tú! Por esas. La moza hizo funcionar la cremallera y por poco me engancha las pelotas. Ya me la tienes explorándome los calzoncillos con unos dátiles que parecían de manteca de cacao. Yo iba más quemado que una colilla de celtas cortos. Y ella venga a removerme los colgantes. La chorra se me hinchó como un globo de verbena. Y la gachó, sin abrir la boca, trabajando el cigüeñal. No te creas que yo me estaba quieto, ¡no te jode! Parecía un pulpo, buscándole el filete. Tenía la entrepierna más húmeda que un chicle en una escuela de barrio, y la humedad le chorreaba muslo abajo, mientras yo, sin decir esta boca es mía, le endiñaba el berbiquí agujero adentro, a ver si encontraba petróleo. ¡Con las sacudidas que daba el vagón, le llegué hasta la matriz! Suerte del mogollón de gente, que si no habríamos apagado las luces con los suspiros que lanzábamos los dos. La tipa temblaba como un flan chino el Mandarín y no paraba de tocarme la zambomba, que se le debían hacer callos. Y yo me entretenía numerándole uno a uno los pelos del chumino que, de tan pegajosos, parecían cabello de ángel. Y en estas, este cura va y se corre, macho. ¡Nos ha jodido mayo con sus flores! Tenía la punta del nabo más colorada que el culo de un niño de teta, y ya no pude aguantar más. Aquello fue el cagarse, tío. ¡Me subió una lechada que ni una fábrica suiza de quesos! A primera vista parecía las fuentes de Montjuich. Sólo faltaban las luces del Buïgues.

¡Tenías que haberlo visto! Como que la sisa de los pantalones me echaba el pelotamen hacia arriba, subió como un cohete. Uno que no tenía ni un pelo de tonto se quedó con el coco más nevado que la Pica d’Estats después de una ventisca. Salpiqué a un ama de casa, a un peón de la construcción y a un municipal que chorreaba por los bigotes, como si se hubiese chupado un bote de la Lechera. Me quedé más exprimido que un limón en un hospital de tísicos. Y entonces se montó un cristo de tres pares de narices. El peón, que se asfixiaba con los tufos del juguillo que le embadurnaba la napia, tiró de la alarma y el metro se paró en seco. El ama de casa se jumeó el dedo y dijo: «¡Oh, eso lo conozco yo!». Todo el mundo piaba como si se le hubiese reventado la tripa de la mierda. Menda que se sube la cremallera, y se hace el longuis, no fuese que me soltasen una hostia que me dejase más capón que un buey de arado… Pero me pillé el borde de la longaniza y ya me tienes pegando unos saltos que parecía que punteaba la Santa Espina… ¡La monda, chaval! El guri de los mostachos quería llevarme al talego por atentado a la moral, y el peón empeñado en aplaudirme el belfo y el ama de casa en que la acompañase a la ídem, para hacerme una tacita de agua de azahar con un chorlito de agua del carmen que resucita a un muerto. Total, tú, un cristo. Me bajé en la parada de Pueblo Seco más jodido que una comadreja en un regimiento de cipayos.

¿La zorra? Tranquila, tío. Como si no se hubiese enterado de la película, más fresca que una rosa.

2

La condenada escalera, desconchada, sucia, con aquel olor a orines. Y el temblor de las piernas, el dolor de los testículos, el pánico. Las nueve y cinco e igual el señor Puig ya ha llegado. La puerta de cristal, llena de dedos. Las cagarrutas de mosca en el neón. El olor de tinta, de papel impreso. ¡Menos mal!, el amo no está. Sacarse la chaqueta, sentarse en la mesa, desordenar unos cuantos papeles para simular que llevas rato trabajando. ¿Y las mozas? ¿No han llegado? ¡Vaya jeta que tienen!

Ahora entran. Ana, con unos tejanos que le aprietan el vientre y le marcan los labios del sexo. Isabel, que hoy lleva un vestido blanco y transparente que deja ver las raquíticas bragas que se le pegan como pueden al pubis. Entran riendo. Riéndose de ti. Como siempre. Roces sin importancia cuando se acercan a darte un papel. Y aquella provocación constante de los cuerpos que sólo buscan la diversión de ver en tus ojos la impotencia y el deseo. Hasta que llega el señor Puig, te llama a su despacho y has de pasarte toda la mañana corrigiendo las galeradas de una nueva versión del Kempis.

Yo no sé qué pasó, chaval, pero aquel par de zorras que tengo en el curro estaban salidas. ¿Te imaginas que te vengan un par de gilipollas de vía estrecha y se te ponga delante haciendo monadas? Una se llama Ana, y es más larga que un día sin pan, con unos pitones de aquellos que si te arrimas te ensartan como un pincho moruno. La otra se llama Isabel y es más bien menuda, pero con todo lo necesario. Tiene una popa de portaaviones, pero más blanda que un polvorón mojado en café con leche. Y todos íbamos más quemados que las hogueras de sanjuán. Ana llevaba unas fundas de muslamen que estallaban por las costuras. Y lucía un paquete que parecía un torero. Yo que me acerco, alargo el dátil y la toco: «¿Qué, hoy llevas el Evax?», le pregunto. Y ella me suelta la carcajada. «No, ¡pero me gustaría ponerme un támpax de morcilla!», me contesta la mala puta. A decir verdad, me quedé tieso. «¡Ele, sigue con el masaje que me gusta el tacto!», me desafió. «Pero me sobran los Levis», le suelto. Y la piculina va y se los quita. Así, como quien no hace nada. Tú, y debajo no llevaba nada. «Sácate también la zamarra, moza, que haremos un dominó», le digo yo. Y ya me la tienes más en pelotas que el día en que su madre la parió. Todo lo que te he dicho antes y más… Larga, sí, pero redonda como la O. Y tierna como un solomillo de ternera del Agut de Avinyó. Con salsa y todo, no te creas. Porque le metí mano en los bajos y ya chorreaba como un surtidor. Yo perdí el mundo de vista. Me amorré al pilón y con la sin hueso le hacía unos juegos de campanilla que la moza se volvía más loca que la Juana aquella. Sólo me faltaba un vermut dulce, porque la almeja estaba saladita y picante como a mí me gusta. Estaba la tira de animado con los lengüetazos en la entrepierna cuando noto de repente que me soban el cinturón. Me doy la vuelta, con los morros pringados, y me veo a la Isabel con cara de ternera que llevan al toro que me busca las cosquillas por abajo. Yo, tranquilo, de nuevo al corteinglés de Ana y, para no caerme, me agarro de patas al tetamen, sobándole los ganglios. Isabel me baja los pantalones, me rompe los calzoncillos y se entretiene como una loba en sobarme el asta de la jodienda que se me ha puesto más dura que una losa de la plaza del Pino. ¡Hostias, Pedrín, qué shou! Ana espatarrada frente a mí, en cueros, la cabeza hacia atrás y gimiendo como si le doliesen las muelas. Yo, a cuatro patas, amorrado al caño, y la Isabel tirada por el suelo chupando de plátano.

¡Y claro! Estábamos tan ricamente con aquella santa inocencia que ni nos dimos cuenta de que llegaba el burgués. El jefe, ya me entiendes. Yo no sé qué debía imaginarse el muy cerdo, pero soltó un bramido de aquellos de sargento de guiris en una mani de cocos. Nos quedamos más tiesos que un bacalao. Menda lerenda, con toda la jalea real que me llenaba la mui y casi no me dejaba hablar, se gira y le dice: «¡Hala, Puig, venga y le tocaremos el somatén, que hoy las nenas van de bólido y piden guerra!». El amo, más colorado que la punta de una haba filatélica, ni abría boca. La Isabel, que ya se veía cobrando en la Vía Layetana la sopaboba aquella de la caridad del ministerio, se levantó de repente, se acabó de sacar los trapos que llevaba encima y se abalanzó sobre el burgués. El hombre, para no caerse, se le agarraba al mostrador, mientras la mosquita muerta le abre la bragueta y le saca el farmacéutico a tomar el fresco. Era un guiñapo de risa, de un color de ala de mosca que daba bascas. ¡Pero, joder, tú! Se le hinchó, y al poco parecía un chorizo Revilla. Y la Isabel, venga a tocar diana, hasta que el Puig, colorado como un perdigote, le soltó una andanada de trabuco que la dejó atragantada, ¡pobre tía! Yo, que ya venía tocado del metro, me corrí como una esponja en una casa de putas. Y entonces, macho, las valquirias tocaron a rebato y nos pidieron, al burgués y al nene, que les llenásemos la matriz. Oye, que no sirvieron de nada las excusas. Tuvimos que currar como nunca en la vida, pero quedamos como unos hombrecitos.

Menos mal que llegó el cartero, un charnego enclenque y pasmao, a traernos la correspondencia y se añadió al maremágnum y nos echó una mano, que si no, ¡todavía seguiríamos allí!

3

La soledad se pega a los muebles viejos, sacados de cualquier ropavejero. Los libros polvorosos se ríen de ti y de tu obsesión. Te sube un pequeño eructo de bocadillo mohoso y de gases de cerveza desbravada. Intentas escribir a máquina, pero las letras te bailan y se te va la cabeza. Una noche entera, con el aburrimiento, y los trinos del canario que se ha terminado el mijo y pide más. ¡Si tuvieses la suerte de que llegase alguien! Pero sabes que no, que tendrás que pasártela más solo que la una, con la historia a medio escribir, sin ánimos de continuarla. Es mucho dinero, pero tú no naciste con la flor en el culo y no ganarás. ¡Te las prometías muy felices con eso de la pluma! Y mírate: corrigiéndole el catalán al Kempis y seco de ideas. No merece la pena matarse. Los hay que tienen suerte, escriben un libro y se lo publican y salen en el periódico, y ganan dinero, y conocen tías sensacionales en el metro, y ligan con las compañeras de trabajo y…

Llaman.

¡Ahora no, por favor! Pero es inútil. Ya los tienes metidos en el piso. ¡Y te contarán sus penas y te obligarán a acostarte tarde y no podrás acabar el libro y no ganarás el premio y mañana el señor Puig te pondrá mala cara porque has dejado el acento de día, estos linotipistas, y, además, se te fumarán el tabaco, se te beberán la coca–cola que tienes en la nevera y te dejarán el estudio hecho una mierda!

¡Pues, sí, chaval! Estaba en mi guarida metido en un rollo de lo más guapo cuando apareció la basca. «¿Tienes mierda?», me pregunta Rosa, de buenas a primeras. «No, chata, ni para un porro». «Pues nosotros sí, ¿no te jode?», dice Pepe, que ya iba un poco pirado y ponía ojos de mamón. «¡Y de la buena!», exclama Eulalia, empujándome hacia dentro.

Nos lo montamos rápidamente. Colchones por el suelo, luces hacia el techo, el jonivolquer al alcance de la mano y un puñadito de mierda por cápita, a ver si nos poníamos morados. Rosa, que no se anda con chiquitas, se queda en pelotas en un decir jesús. «¡Ya sabes que a mí me pilla la jodienda y mejor estar a punto!». Eulalia se cabreó. «Y yo que tengo la visita, ¿qué debo hacer?». «¡No te preocupes, chati, lo untaremos con sangre y cebolla, que a mí me encanta!». «¡Coño, no seas marrano, Pepe, que una ha ido a las monjas y estas cosas no se dicen!», le replicó Eulalia. Pero, por si acaso, ya me la tienes también en pelotita viva, con el hilillo del támpax asomándole entre las piernas.

El fumete ya estaba a punto. Liamos el canuto, le pegamos fuego y de madrid al cielo que la pintan calva. A mí, que soy un tío de cuidado, la mierda me pone más contento que un gato con un pedazo de bacalao. «Tengo las pelotas secas, nenas, pero ya sabéis que el español donde no llega con la punta del nabo, mete la lengua y andando que es gerundio». «¿Qué, has ido hoy de bureo, chorbo?», me pregunta la Rosa. «¡Toma castaña, tía! De mañana, cuando el alba, una chorba me ha hecho en el metro un juego de manos que me ha dejado más seco que una casera en un colegio de párvulos. Después, en el despacho, las panolis que curran con menda, han querido saber de qué color la tenía el nene y ¡al salón, chicas, que hay marineros! Y ahora…». «¡No me lo cuentes, que me pongo cachonda!», exclama Eulalia. Y, cariñosa ella, me hurga el vademécum.

Todo fue una, tío. Pepe, que llevaba días sin comerse un rosco, se anima y agarra a la Rosa por los pelos del papo y le mete un repaso de aquellos de aquí te espero. La chica arma la de Dios es Cristo y se espatarra. La otra, por no ser menos se agacha, tira del hilito del támpax y lo deja encima de un cenicero. «¡Métemela aquí que no hay bolsillos, macizo!», me reclama con urgencia. Y yo, que tengo vocación de enfermero, se la tapo que no se resfríe.

Aquello fue Troya, chacho. Cuando la saqué de la raja de la Eulalia la tenía color rosa, y un moquito de sangre me chorreaba por la punta del capullo. Y va Pepe y dice: «¿A qué sabe la menstru?». Y el muy mariconazo se pone a chupar del cipote. Primero me dio un no sé qué… pero el andoba era un águila en eso de tocar la cornamusa, y, como la Rosa se me había echado encima y me daba el pecho como una niñera, yo tranquilo, cheli. La Eulalia, que no sabe estarse quieta, le jumeaba el ojete a Pepe, como si quisiera cortarle los pelos del culo, y en aquel tumach de pechos, culos, coños y pollas, porradísimos, más calientes que las castañas al día de todos los santos, pasamos la noche en santa compañía.

¿Qué?

Sí, tú, a la mañana siguiente aquello parecía una historia de carniceros, de aquellas del conde drácula. ¡Sangre, sudor y leche por todas partes! Y ahora disculpa, chaval, pero tengo que dejarte, que quiero acabar el libro, a ver si gano la pasta del premio y puedo ir de putas, que ando más caliente que un gallo en una jaula de conejos.

¡Agur, chau!