Eros, acimut tres

Quatre pometes té el pomer,

de quatre, una, de quatre, una,

quatre pometes té el pomer,

de quatre, una, van caient:

EROS, ACIMUT TRES

Sra. Engracia Pallarols, mayordoma de la RECTORÍA

Apreciada señora Engracia, creo que usted no debe conocerme, porque con tantos monaguillos como hay en la escolanía debe resultar muy difícil conocernos a todos; yo me llamo Pascual, y mi familia y mis amigos me llaman siempre Pascualón. Pues bien, no sé si usted me conoce, quiero decir que no sé si sabe quién soy, porque somos muchos, ¿no?, esto ya lo he dicho. Pues bien, yo soy el que siempre se sienta en la tercera silla contando por la derecha, del lado del Evangelio. Esto en el oficio, porque por la mañana todavía no ayudo solo la misa de las ocho, porque no sé suficiente. Todavía no he cumplido los nueve años, y tanto mis padres como mosén Tomé me dicen siempre que no tengo por qué correr, que no hay prisas; que, de momento, ya hay suficientes monaguillos, gracias a Dios, y que no tengo por qué querer hacer demasiadas cosas (mosén Tomé me dice que no debo poner el buey antes del arado), porque hacer más cosas de las que uno puede llevar a cabo es la manera de hacerlas todas mal. ¿Me entiende, no?

Pues bien: yo soy el Pascualón del tercer asiento por la derecha, del lado del Evangelio.

El otro día me confesé con mosén Tomé; como siempre, después del oficio, que mientras nosotros —quiero decir los monaguillos— nos quitamos los ornamentos y desayunamos y jugamos un rato por el patio de la rectoría, mosén Tomé también desayuna, y después siempre nos dice: «Eh, chiquillos, ¿a quién le toca confesarse?». Y entonces los compañeros siempre te pinchan: «¡Hala, hala, ve tú!», y tú dices que no, que ya te confesaste la víspera: «Que no, que ayer mosén Tomé fue a confesar a La Serra», u otra excusa cualquiera para ver si te pillan en una mentira, y tú dices que no, que es verdad que te confesaste, y entonces te toman el pelo y te dicen: «Aunque te confesaras ayer, seguro que hoy has de volver, que seguro que te has hecho una paja». «Que no, dices, que no me he hecho ninguna». «Pues, hala, ¡qué te la haga mosén Tomé!». Porque, claro, cuando nos vamos a confesar, mosén Tomé siempre nos dice lo mismo, ¿no?, que si nos tocamos con mala intención, y que si la pureza, claro, todos los mosenes siempre dicen lo mismo a los niños, pero mientras tanto nos toca la pilila, y como él no lo hace con mala intención no es pecado, ¿no? Mosén Agripino también lo hacía siempre, pero ese, como ya era viejo y tenía las manos huesudas y nerviosas, te hacía daño, y a mí una vez llegó a hacerme sangre y todo. Pero él me dijo que aquello no era grave, que quería decir que ya me hacía un hombre, y que con un poco de saliva se curaría. Y dentro mismo del confesionario me puso un poco de saliva, y después se me curó. Me acuerdo porque, al acabar, le tuve que decir que se limpiase, que se le había quedado una gotita de sangre en la punta de la nariz. Porque mientras me curaba con la saliva jugueteaba diciendo que la punta de su nariz estaba tan colorada como mi pilila, y con la lengua me hacía cosquillas en las bolas. (Ya me entiende, ¿no?).

Pues bien, eso pasaba con mosén Agripino; pero yo le contaba que el otro día fui a confesarme con mosén Tomé. Me parece que a él debe gustarle mucho que nos vayamos a confesar después del oficio, porque como debe estar muy cansado, después de haber dicho la misa de ocho y el oficio, y los días que dice la de las cinco, y en ayunas, le va bien ir a hacer la siesta del canónigo hasta la hora del vermut, y se debe quedar como más descansado si antes nos ha confesado a alguno de nosotros. No lo sé, digo que me lo parece, ¿no?

Pues, ¿sabe qué me preguntó ese día? Va y me dice: «¿Estás en gracia?», nada más arrodillarme delante de él, entre sus rodillas. Y yo va y le digo: «¿Pero qué dice, mosén Tomé? ¿Qué no nos venimos a confesar justamente para estar en gracia cuando hemos caído?». Y él va y me dice: «Ya me entiendes, bandido, y no me haces ninguna gracia. Vamos, no te hagas el tonto y dime si estás de la Engracia». «¡Qué dice, mosén Tomé!». De verdad que yo al principio ni le había entendido. Ni cuando me lo dijo más claramente, le entendí. Pensé que era una broma de las suyas. Pero en seguida me di cuenta de que el tono no era de broma. Y le dije que no. Que, lo mires como lo mires, era la verdad.

Aquel día me confesé de cualquier manera. Y mire, señora Engracia, me quedó como una preocupación, ¿sabe? Y en todo el día no me la saqué de encima. Quizá porque mosén Tomé, que debía estar enfadado, no me hizo ninguna paja. Entonces yo, después de confesarme, en lugar de quedarme con los compañeros a jugar en el patio de la rectoría, me fui a casa. Y una vez en casa, venga a darle vueltas en la cabeza a todo lo que me había dicho mosén Tomé, y cada vez lo entendía menos. No sabía si me hablaba de usted, pues yo no conozco a ninguna persona ni a ninguna niña que se llame Engracia. Por lo tanto pensé que debía hablar de usted, ¿no? Y yo, cavila que te cavila, no me aclaraba. «Claro, pensaba, si te ha preguntado si estás de la Engracia, quiere decir que si somos como novios, ¿no?». Y él ya sabe que eso no es verdad. Así que, entonces, ¿qué diablos quería decir? Y no resolvía el problema. «¡Fíjate tú, pensé, si fuésemos novios con la señora Engracia!».

Y, claro, al pensar todas estas cosas, recordé, también, lo que a veces los compañeros cuentan de usted. Uno de ellos, el Cintito de la Burxa, que es el que casi siempre hace de monaguillo cuando hay una boda, porque dice que le gusta ver a las chicas con el traje de novia, y que en el oficio se sienta a mi lado, en la segunda silla contando por la derecha, de las del lado del Evangelio, pues el Cintito me contó, mientras mosén Tomé decía el sermón, que a veces él y el Pepe Terrosa espían la rectoría para ver qué hacen usted y mosén Tomé. Y como el Cintito siempre se fija mucho en cómo lo hacen los perros y los caballos para tirarse las hembras, y siempre va a ver cómo llevan las vacas al toro y todas estas cosas, pues, claro, me quería hacer creer que usted y mosén Tomé, pues que es lo mismo. Pero, claro, yo no me lo creí.

Pero, aunque no me lo creyese, como que después, como le decía, después de haberme confesado con mosén Tomé, estaba en casa, y pensando en todas estas cosas, y acordándome de usted y de lo que me había dicho mosén Tomé, pues he aquí que de repente noté que la picha se me levantaba como cuando mosén Tomé me hace una paja. Aquello que sólo de notar sus dedos que se me pasean por la barriga, mientras te pregunta: «¿Cuánto tiempo hace que no te has confesado?», y te hace cosquillas por el ombligo, y después te toca la bragueta, y palpa un poquito, como desorientado, quizá para ver si llevo cremallera o botones, antes de que me desabroche y empiece a tocarme la picha, ya me la siento más derecha que una panocha, pues pensando todas estas cosas mezcladas, la ocurrencia de mosén Tomé mientras me confesaba, y las cosas que me contaba el Cintito, y vaya, todo junto, y lo que yo pensaba, que sí, que me puse que ya no me aguantaba, señora Engracia. ¡Y cómo me acordaba de usted! Y, ¿sabe qué?, pues que entonces llegué a pensar, ¡fíjese bien!, que me habría gustado que usted me hiciese una paja, y perdone, en lugar de mosén Tomé.

Y la cosa, claro, no terminó aquí, ¿no? Usted ya se lo debe imaginar, que ya es mayorcita. Pero lo que usted no sabe es todo lo que llegué a imaginar: ¡qué cosas se me ocurrían!

Pues me fui a la bodega, que es donde guardamos los melones y las sandías, y demás cosas de la cosecha. Entro, a oscuras, porque no quise encender la luz, no porque me diese vergüenza, no; no sé por qué lo hice así. Me sentía la picha como si la tuviese a punto de reventar. Y yo, ¡mire!, que no me la sacaba a usted de la cabeza, y venga a darle vueltas a la tontería de que usted me hiciese una paja, en lugar de mosén Tomé. El caso es que, mitad queriendo, mitad sin querer, me tropiezo con uno de los primeros melones, o quizás era una sandía, y caí encima de todo el montón. Sentí cómo crujían debajo de mí. No sé si con la picha, de lo derecha que la tenía, agujereé alguno. Quizá se había reventado. El caso es que me noté la picha llena de jugo de la pulpa carnosa de un melón o de una sandía, y entonces sí que realmente pensé en usted: «¡Si la señora Engracia te hiciese una paja!». Y notaba bajo la barriga todo aquel montón de melones y de sandías, medio reventados, y con las manos acariciaba dos sandías grandes y redondas como sus pechos, señora Engracia, que son tan grandes, y yo venga pensar: «¡Si la señora Engracia te hiciese una paja!», y ya casi la sentía cuando parecía que la picha quería atravesar de punta a punta el melón o la sandía donde se había ido a clavar. Y, de veras, señora Engracia, las manos no se me estaban quietas apretando aquellas sandías como sus pechos, y me parecía palpar sus puntas —y perdone, que nunca se las he visto— e incluso me parecía notar la humedad de su sudor, y el olor. Y yo que no podía estarme quieto, y me sentía mejor que cuando mosén Tomé me hace una paja, como si me la hiciese usted, ¡vaya!, ¡de tantas ganas que tenía! Y sentía la frescura de la bodega, que era como la del confesionario de la misa, pero me gustaba más, porque me recordaba a usted, señora Engracia. Y las sandías y los melones aplastados bajo mi barriga comenzaron a soltar pulpa y jugo, y yo me notaba totalmente empapado, de fruta, y de usted, y de sudor, y de qué sé yo qué, y metía la mano en el melón o la sandía donde tenía clavada la picha, y me imaginaba que después de tocarle los pechos a usted le tocaba el culo y la entrepierna, jugosa, que me comenzaba a parecer algo tibia, y yo venga a desear que usted me hiciese una paja, y las manos se me llenaron de carne de sandía, y de melón, ¡y de Engracia!, y me las lamí tanto, pensando en usted, señora Engracia, y sus pechos, y que metía las manos dentro, y que se me mojaban, y que después volvía a meterlas en la entrepierna, allí donde el Cintito me cuenta que le ha visto a veces que tiene una mata negra que da gusto verla, y yo metiendo la mano allí, y sintiéndola mojada de usted, señora Engracia, y deseando que me hiciese una paja, y entonces me ocurrió aquello: igual que en el confesionario, que a veces mancho la sotana de mosén Tomé de un líquido blancucho y caliente; usted ya debe haber visto cómo lleva siempre las sotanas mosén Tomé.

Pues allí, en la bodega, lo mismo; de tanto revolcarme sobre las sandías y los melones y de tanto pensar que me gustaría que usted me hiciese una paja, va y dejo salir de repente dentro de una sandía el jugo blancucho que otras veces lanzo a la sotana de mosén Tomé.

No sé si lo que voy a decir está bien o mal. Pero si usted me hiciese la paja como nos las hace mosén Tomé, seguramente no sería pecado, ¿no? ¿Me la querrá hacer un día?

Piénselo, señora Engracia: soy el del tercer asiento contando por la derecha, del lado del Evangelio.

Pascualón.

P. S. Eso de que revolcándome panza abajo sobre los melones y las sandías me entrasen ganas de que usted me hiciese una paja, ¿no será de esos pecados que mosén Tomé llama contra natura? No me atrevo a preguntárselo a él…