El matasuegras

Tres pometes té el pomer,

de tres, una, de tres, una,

tres pometes té el pomer,

de tres, una, van caient:

EL MATASUEGRAS

Félix había probado todos los aparatos electrodomésticos de la cocina a fin de gozar de una erección tal y como ordenan los cánones, una vez rechazada definitivamente la ducha de teléfono que ofrecía, era indudable, abundantes cualidades afrodisíacas con sus chorlitos táctiles si llegabas a conseguir la temperatura adecuada entre el agua fría y la caliente. Desgraciadamente, el calentador de gas no era de fiar, y tan pronto se le escaldaba y el pelo le caía, cual pájaro durante la muda, como le pillaba un resfriado y no había forma de descapullarla —totalmente encogida—, ni daba la medida universal cuando tenía que utilizarla.

Félix estaba preocupado, desde que, mitad en broma, mitad en serio, un psiquiatra le había arrancado del subconsciente que todo procedía de la primera vez que visitó un prostíbulo e intentó conocer mujer y salió de él virgen e inmaculado, porque precisamente se le había reventado una venilla de la minina y la meretriz le negó la entrada por donde no hace falta salvoconducto ni carnet de identidad, a la vez que le decía:

—¡Lo que necesitas, chiquillo, son unas nalgas rellenas de mierda!

Félix era jovencito, y no lo entendió en profundidad. Pero era indudable que su cerebro lo había asimilado y digerido a su manera. Ahora pagaba las consecuencias. Vivía en un ático muy soleado y abierto a los cuatro vientos. No había planta que resistiera las inclemencias climatológicas. Y si bien es cierto que consiguió que un par de ellas creciesen, cuando llegaron a disfrutar de un tallo de palmo y medio, se comportaban como la suya. Bastaba que un día se olvidase de regarlas para que se les doblase el cuello y se marchitasen. Rechazó el cultivo. Fue cuando olvidó la ducha, a raíz del abandono de la regadera.

Félix vivía desesperado. Se sentía como un tendero que no consigue colocar la mercancía y la ve mustiarse en los estantes. O como un campanero de aldea al que se le ha roto la soga que agita el badajo y ha de esperar a que el viento mueva la campana. ¡De qué le servía a Félix que, al pasear por la calle, adivinara bajo una blusa dos magníficas oportunidades para desentumecer las manos, con la consiguiente interrelación de la hipófisis que elevaba su nariz intermuslar, si no podía dejarla en libertad para que levantase la caza entre los matorrales de tomillo!

Cuando llegaba a casa se enfadaba consigo mismo, cogía un libro bien grueso, lo abría por la mitad y, colocando el tallo en el surco, lo cerraba de golpe. La reconciliación acudía sin tardar. Hervía unas sopas de tomillo, y lo ponía a remojo; o cogía algodón y le preparaba una cuna. Y ante la imposibilidad de besárselo, le acercaba un espejo en la angulación adecuada para recoger la imagen de su boca y con esta demostración de afecto hacían las paces.

Estaba claro que Félix pensaba que donde debía demostrar su virilidad no era en casa, sino enfrentándose a una mujer. Lo pensaba, y basta. Tenía pánico al ridículo. Le habría gustado que en las revisiones médicas anuales a que les sometía la empresa donde trabajaba, hubiese una prueba de virilidad. Lo pensaba cada vez que le hacían soplar por el tubo de un espirómetro para saber la capacidad de aire de sus pulmones; cosa razonable en el caso de que su pasatiempo fuera tocar la trompeta. Pero no. Y en casa estaba harto de experimentar los sprays de crema, las lociones after–shave, las diferentes colonias silvestres y los ungüentos de silicona para las manos y los que se vendían para los sabañones, por la similitud cilíndrica a que estaban destinados.

Cuando abandonó, como decíamos al principio, el cuarto de baño para invadir la cocina, esperó encontrar en los numerosos aparatos caseros la solución a su mal crónico de acordeón encogido. En cierta ocasión probó la tostadora de pan. Para incitar su imaginación le recubrió la boca con dos filetes de carne magra. Como que era excesivamente rojiza, cubrió la bombilla del techo con un trapo azul. La carne adquirió, entonces, el tono rojo azulado que recordaba haber visto en aquella mujer del prostíbulo, por la que tantos caballeros celebran torneos. Pero todavía no resultaba suficientemente excitante. La imaginación de Félix no pecaba de brillantez. Igual que el coñac en invierno, tenía que calentarla si quería extraerle todo su aroma. Así que buscó los bigotes rojizos de la mazorca —que conservaba para las ocasiones en que le costaba vaciar la vejiga— y revistió con ellos la carne. Conectó el hilo eléctrico a la fuente de energía, y cuando su dedo índice le dijo que el tostador ya estaba caliente introdujo el miembro. Este comenzó a calentarse y a ponerse túrgido, y, adoptando una dimensión poco habitual, se alargó y se dilató hasta que chocó con la resistencia incandescente… El pobre Félix soltó un grito escalofriante y con la morcilla medio socarrada se alivió el dolor sumergiéndola inmediatamente en un plato de alubias que había preparado para la cena. Félix había conseguido un hermoso y realista bodegón, pero nada más.

Decidido a todo, y observando que la fécula de las alubias había operado efectos insospechados en su princesa durmiente, cogió una fuente y echó en ella un par de yemas de huevo, un chorro de aceite y comenzó a emulsionarlo con la batidora. Cuando observó que se ponía pastoso, abrevó con sumo cuidado el miembro en la fuente, de modo que las olas que levantaba la batidora le producían unas caricias enternecedoras y enervantes. Poco a poco, comprobó que la minga adquiría consistencia, y en el preciso momento en que las corvas desfallecían y todo su cuerpo temblaba, al cabo de unas convulsiones que le hacían perder el mundo de vista, descubrió asustado, cuando se serenó, que no sólo había hecho mayonesa sino, al mismo tiempo, bechamel.

Félix se duchó, y una vez seco se echó en la cama. Y no tardó en llegar a una conclusión. No podía ir de putas con la batidora bajo el brazo y un hatillo con un par de huevos y una botellita de aceite. ¡Era absurdo! ¡Qué mujer sería capaz de derretirse como un higo maduro al ver los utensilios de que se servía para emular al jardinero de la ecologista inglesa! Félix tomó una determinación. Como era evidente que no servía para hombre, que tampoco podía utilizar su falta de virilidad para someterse a una disciplina monacal, ni tenía, por otra parte, vocación de travestí, haría lo que un hombre puede hacer: ¡suicidarse! Sin encomendarse a dios ni al diablo, abrió el cajón de la mesita de noche donde conservaba unos somníferos. Pero, junto a ellos, también había un matasuegras, y también lo cogió. Una vez ingeridas las pastillas, se pondría el juguete en la boca para que dedujesen que se había suicidado riéndose de todo el mundo. Ni muerto podía soportar que la gente le tuviese compasión. Puso las dos almohadas bajo los riñones, se recostó en la cabecera y cogió un puñado de pastillas. Pero antes se le ocurrió una idea. Tenía que comprobar el funcionamiento del matasuegras. Los empleados del juzgado son tan pillos que, si no funcionaba, deducirían de ello consecuencias negativas. Y derrumbarían todos sus preparativos para despistar al mundo en menos tiempo del necesario para cerrar un paraguas. Y en tal caso, igual acusaban a la pobre mujer que acudía a limpiarle el apartamento una vez al mes.

Se trataba de un matasuegras de los de antes de la guerra. Nada sofisticado, con añadidos de material plástico. Hasta la boquilla por donde se soplaba era de cartón, y ni que decir tiene la lengua que se desenrollaba, construida con papel sedoso y consistente a la vez, y con un nervio de acero a lo largo que la enroscaba de nuevo. La punta terminaba en tres magníficas plumas suaves y tibias; dos de ellas simulaban el bigote, y la tercera, como la lengua de una serpiente, representaba la perilla. Una pieza de museo.

Con el matasuegras en las manos, Félix se sintió idiota. Pero modificó, en beneficio propio, la primera apreciación, y se consideró básicamente infantil. Era una conclusión más consecuente con la explicación que le había dado el psiquiatra. Félix soltó una carcajada y sublimó su hallazgo conceptual soplando incansablemente por la boquilla del matasuegras. Reía con tanta intensidad que comenzó a doblarse sobre el vientre, y en determinado momento las plumas del matasuegras azotaron suavemente las mejillas rosadas de su miembro desfallecido. El choque fue como un disparo y una corriente eléctrica que abría senderos por la horquilla de su cuerpo. Fue como una bocanada cálida de un viento surgido del fuego que reavivó la sangre de su cuerpo y despertó en las entrañas una bestia dormida, amordazada por un prolongado letargo invernal. Sintió como un estallido en su cabeza, y que un deseo intenso nacía en su ser. Dejó de reír y de moverse y descubrió que la visión y unas imágenes nuevas que merodeaban por su cabeza le bastaban para mantener la erección hasta un punto en que el placer y el dolor emprendían una disputada carrera. Presintió que unos dedos jugaban con sus párpados como si fuesen pétalos de rosa y que un dulce sopor jamás sentido le transportaba a un reino maravilloso donde prevalecían los sentidos.

Cuando abrió los ojos y descubrió a su lado una muchacha en la flor de la primavera y como la cosa más natural del mundo la desnudó en un santiamén y ejerció sobre ella el derecho de macho ancestral, como debió suceder en el albor de todos los tiempos, lo encontró tan natural como el despertar del sol en un día cualquiera.

La chica, sin embargo, cuando se sintió manoseada y embestida por mil toros y que no quedaba un pedacito de su cuerpo que no hubiera sido besado, se apartó de Félix a la vez que se quejaba:

—Mi madre me dijo que viniese a limpiar el piso, ¡sólo el piso!

Félix bajó los ojos y su mirada tropezó con el matasuegras aplastado sobre la alfombra. Respiró profundamente y le dijo:

—Bien, bien. Empieza, pues, por llevarte el matasuegras: ¡ya no lo necesito!