Dues pometes té el pomer,
de dues, una, de dues, una,
dues pometes té el pomer,
de dues, una, van caient:
CREPUSCULAR
1
Tardó unos días en darse cuenta de que coincidían por la mañana en el autobús. La primera vez que tuvo plena conciencia de ello se sentó a su espalda y contempló a placer su nuca. Repitió la operación dos o tres veces más hasta que se la supo de memoria. Inconscientemente iba elaborando un plan de ataque, del que ni sospechaba adonde podía llevarle. El día en que decidió proseguir la persecución más allá del autobús, olvidó la nuca durante el viaje, ocupado en lucubraciones sobre lo que iba a ocurrir y que, en realidad, no fue nada excepcional.
Muy pronto empezó a descubrir mucho mayor placer en esta persecución matutina que en la contemplación pasiva de la nuca. Imperceptiblemente fue prolongando estos minutos de búsqueda matutina y llegaba a seguirla durante dos o tres manzanas hasta el día en que, por una parte, supo adonde iba, y por otra, llegó tarde a la oficina. Pero el caso era que no podía ni quería prescindir de ello. Consciente de que era la única hora en que podía encontrarla, tomó la decisión de llegar tarde cada día hasta el punto de verse obligado a buscar una excusa para salir del paso. La verdad es que ya nada le importaba desde que había encontrado una razón de ser a su malestar.
Como por este lado ya no podía ir más lejos, intentó ampliar el contacto furtivo por otro, y le llevó una semana llegar a la evidencia de que vivía precisamente delante de su casa, y de que había sido por cuestión de segundos que nunca hubieran llegado a encontrarse antes de la parada del autobús. Meditó acerca de los caprichos del azar y se recriminó por no haber cuidado más la relación con los vecinos. Llegó a la conclusión de que debía ser muy hogareña, y que por ese motivo se la veía poco fuera de casa.
Un día en que se sintió con fuerzas suficientes, compró una libreta y empezó a exponer en ella sus angustias. Hablaba de ella, le inventaba nombres, la describía lo mejor que podía y enfatizaba cada uno de los rasgos que de ella le enamoraban. El incentivo del secreto —jamás habría permitido que alguien llegase a sospechar que escribía— le mantenía en constante tensión en las horas de escritura, sueño y suspiro, al acecho del más insignificante rumor sospechoso dentro de la casa para cerrar apresuradamente la libreta y despistar.
Una noche en que se hallaba decididamente arrebatado por su posible voz armoniosa, precisamente cuando le explicaba a la libreta que había vuelto a aparecérsele en sueños y que esta vez le había hablado, se le terminó la tinta. Desanimado, miró a su alrededor y sólo encontró un bolígrafo de color verde. Lo contempló con disgusto porque los bolígrafos de color siempre le habían parecido poco serios, pero no tenía otra alternativa. Cuando llevaba una barbaridad de líneas escritas en verde le pareció estar escribiendo sobre la hierba, y la imagen le agradó. Mientras se metía en cama, decidió que no abandonaría el color verde porque, al fin y al cabo, el verde es el color de la esperanza, y los símbolos son los símbolos. Al día siguiente, se sintió realmente ridículo con el problema de los colores, pero siguió escribiendo con tinta verde, porque tampoco había pensado en comprar otro bolígrafo.
Con todas estas cosas, su amor hacia ella crecía, y empezaba a calcular las posibilidades de descubrir en qué piso vivía. Sin embargo, no se atrevía a pedir información a la portera, porque el chismorreo popular le atemorizaba más que una tormenta en pleno campo. Cuando la abandonaba a su suerte por la mañana, seguía sintiendo la garganta reseca por el condenado orden de su vida que le impedía hacer su voluntad. Él se habría pasado el día siguiéndola, persiguiéndola, examinándola, acercándosele, contemplándola, sin importunarla jamás. Siempre que la acompañaba al autobús tenía la sensación de que la protegía, y en cierto modo esto le llenaba de felicidad.
A estas alturas reconocía formalmente que estaba obsesionado por ella. Todo le llevaba a su recuerdo. Y lo que más predominaba, lo que más le deslumbraba, era el suave contraste entre la piel morena de las piernas y los calcetines blancos. Por esta razón, la reñía mentalmente por las contadas veces en que los llevaba de color. No todo consistía, sin embargo, en los calcetines: el cesto, aquel cestito que tanto le apetecía, que llevaba colgado con indolencia. ¡La de veces que se imaginaba todos y cada uno de los objetos que debía contener! Y la manera de coger los libros: casi siempre los abrazaba delante del pecho. ¡Cuántas noches soñó en convertirse en un libro para ir mecido a su ritmo! Cuando derivaba por estos derroteros, la sombra de la posibilidad de estar haciendo un disparate le importunaba ligeramente. Pero le sobraba euforia como para sacudírsela de encima con variados argumentos.
Había decidido no entrar en pormenores de tipo literario acerca de la textura y la hipotética suavidad de su cabellera rubia; le asustaba caer en un terreno demasiado trillado; por dicho motivo, cuando le venía a la imaginación aquella maravilla de cabellos, abandonaba el bolígrafo, si se hallaba en un momento de expansión literaria, se acodaba en la mesa, con las manos bajo la barbilla, y dejaba que el sueño le invadiese. Eran unos momentos muy agradables.
Un día, cuando llegó a la parada, a buena hora, se llevó un ligero sobresalto, porque no la encontró. Llegó su autobús y decidió dejarlo pasar; consultó el reloj por rutina y comprobó que aún podía esperar unos pocos minutos. Pasaron un par de autobuses de otras líneas, y la parada se iba vaciando y llenando con la precisión acostumbrada en una gran ciudad a la hora de ir al trabajo. Llegó otro autobús de su línea, y con notable esfuerzo y a cambio de un ligero peso en la boca del estómago, también lo dejó pasar. Paseaba angustiado pensando qué desgracia le había entretenido, y era incapaz de formular ninguna hipótesis, porque se daba cuenta de que, al margen de los minutos del autobús, no sabía nada de su vida. Pasaron cinco minutos eternos, y estaba decidido a desandar el camino de casa para comprobar que no la habían atropellado, cuando su corazón se ensanchó. Llegaba corriendo, con la cabellera al viento, y las piernecitas marcando un ritmo rápido. No pudo evitar una sonrisa de satisfacción. Rápidamente se hizo cargo de la situación. En aquel preciso momento llegaba su autobús; fingió que acababa de llegar a la parada, también con prisas, y se situó detrás de ella. Subieron. Ella rebuscaba preocupada en el cesto, levantaba la cabeza con expresión de contrariedad, y sus miradas se encontraron. Con una rapidez de reflejos admirable, adivinó el problema y decidió jugar fuerte. La voz le salía algo temblorosa, pero hizo cuanto pudo: «¿Has olvidado el dinero?». Ella asintió con la cabeza, e inició el gesto de apearse. Con un considerable dominio de la situación, le cerró el paso cortésmente, mientras le indicaba que no se moviese: «No te preocupes, te lo pago yo». Estaba radiante, porque las cosas marchaban magníficamente. Pagó, y ambos se adentraron en el autobús. Ella se vio obligada a darle las gracias y llegó a añadir cómo podía devolvérselo. Él soltó la risa, «faltaría más, ni lo menciones, no tiene importancia»; y encima la obligó a quedarse con unos durillos más para el viaje de vuelta. Charlaron de cosas insustanciales, y, cuando llegaron a su parada, esbozó un estudiadísimo gesto de sorpresa: «Caramba, qué casualidad; yo también bajo aquí». Quiso ayudarla, pero ella fue más ágil. Empezaron a caminar, a un paso bastante vivo. «Hay que ver, llevamos el mismo camino». Cuando llegaban a la vista del colegio, ella le dijo con gran gentileza que echaba a correr porque se le había hecho muy tarde, y que mañana sin falta, si se veían de nuevo, le devolvería el dinero. Él rio de nuevo, considerándolo una tontería, y le dijo «déjalo, déjalo, no te preocupes». Sin excesivo disimulo, contempló inmóvil cómo corría; ella se giró una vez más, y le gritó «¡gracias!», mientras le sonreía. Aguardó a que la puerta del colegio se la tragase; aquel «¡gracias!» seguía resonando en sus oídos. Empezó a caminar pausadamente, ensimismado, con una sonrisa idiota en los labios. De repente, volvió a la realidad y miró el reloj: «¡Caray!». Aquel fue el primer día en que los comentarios sobre el deterioro de su puntualidad empezaron a ser más consistentes. Debía buscar una excusa y, de ser posible, permanente, porque no era el momento de tener disgustos.
De noche, en casa, a solas con sus recuerdos, anotó meticulosamente la magna aventura en la libreta. No olvidó ningún detalle. Dedicó unas cuantas líneas a explicar que, en efecto, su voz era tan armoniosa como la había imaginado; más armoniosa incluso, escribía alborozado.
Al día siguiente, se vieron de nuevo; ella se empeñaba en devolverle el dinero. Eso le dio la oportunidad de hacerle hablar. Con mayor facilidad de la que suponía, la convenció de que cada vez que se encontrasen él le pagaría el autobús y así podría guardarse el dinero para ella; para sus cosas. A ella le divirtió eso de compartir un secreto con un desconocido —porque era evidente que en su casa no tenían por qué enterarse de nada— y aceptó inmediatamente.
Durante tres o cuatro días la relación se mantuvo con estas perspectivas. Se produjo algún progreso: ya sabía en qué piso vivía: sus respectivos balcones se contemplaban día y noche, a sendos lados de la calle y escasos metros de distancia. Empezó a pensar en adoptar la costumbre de salir al balcón, al atardecer, para observar sus dominios, su habitación, su vida. Y tras un par de días de pagarle el autobús, supo su nombre. A solas, ante el montón de rayas verdes de su diario de pasión, repetía incansablemente el nombre milagroso, reconocía que le parecía el más bonito del mundo y le hacía juramentos de eterno amor: en ocasiones se desesperaba porque la única realidad que disponía de su amada eran unos meros garabatos escritos sobre el papel. Entonces, esperaba con ansiedad que llegase el día siguiente para volver a encontrar a su deseo en carne y hueso y poder decirle su nombre como quien no quiere la cosa, distraídamente, mientras reclamaba su atención sobre cualquier tontería. Sabía que, cuando lo pronunciaba, la boca se le llenaba de miel y estaba ansioso por recuperar cuanto antes este placer inocente.
Su política, al principio, consistía en hacerle hablar, en ayudarla a que se habituase a él, que le viese como una constante de su vida, hasta que descubrió que debía añadir algunos elementos a su relación si quería hacerla progresar. Llevaba unas cuantas noches reflexionando acerca de la manera de romper el círculo viciado de la mezquina relación del autobús. Dándole vueltas al problema, descubrió una posible solución: no se atrevió a exponerla de repente, tal vez por timidez, tal vez por prudencia. En el fondo de su corazón, sentía un miedo infinito a recibir calabazas, tanto por lo que podía tener de humillante como por el peligro que podía representar de cara a la continuidad de sus contactos.
Un día, sin embargo, se decidió y le propuso llevarla al cine cuando quisiera. Vencida una resistencia convencional, no tardó en ceder. Decidieron que sería un jueves, que no diría nada a los suyos —los secretos son secretos hasta el final—, y así podía quedarse con el dinero de casa. Durante un par de días discutieron acerca de la película y llegaron a un acuerdo.
Pasó la noche del miércoles prácticamente sin dormir, pensando que la vería y charlaría con ella lejos del autobús. La noche del jueves escribía transportado: «Horrible, terrible, maravilloso. Hemos ido al cine. Me salto los detalles. Yo estaba en las nubes. La he invitado a altramuces y me he sentido como un niño. No se ha hecho extraña. Me he estado frenando todo el tiempo. La película le ha gustado mucho, sobre todo porque dice que sus padres no la habrían dejado ir a verla. Otro secreto a compartir. Estaba tan contenta que, al salir, me ha dado un beso en la mejilla, así, como suena. Me he quedado tan de piedra que no he sabido reaccionar. Observación: es más atrevida de lo que suponía. Es evidente que le caigo simpático. Con el recuerdo del calor furtivo de sus labios en la mejilla puedo tirar un par de meses. ¡Te lo juro, Ana, qué nombre más bonito el tuyo! Ana, te quiero, y tú aún no lo sabes. Ana. Ana. ¡ANA!».
La euforia quedó brutalmente truncada. El primer atardecer en que salió al balcón con la esperanza de imaginarse cómo podía ser el dormitorio de Ana, le bastó con media horita para que le gotease la nariz. Al atardecer siguiente, se abrió cuanto pudo, pero ya había pillado unas anginas. Mientras le preparaba una tisana, su mujer rezongaba «¡vaya manía te ha entrado de tomar el fresco con este tiempo!». Con ganas o sin ellas, tuvo que quedarse dos o tres días en cama. Entonces, empezaron las preocupaciones, la evidencia fatal: un cuerpo que no le respondía, un cuerpo que pedía recambio y que iba rezagándose respecto a un espíritu cada vez más joven. Y por primera vez pensó que todo aquello era una locura. ¿Cómo podía fijarse en él aquella flor en forma de niña? ¿No era suicida proseguir la batalla con unas armas tan pobres? ¿Empezar? Por una parte veía que su carrera era irrefrenable, pero por otra reconocía que con su motor no podía correr a la velocidad anhelada. Cuando se sintió mejor, se encerró en el cuarto de baño y se desnudó ante el espejo. La primera impresión desesperada era que no había por qué desesperarse; en líneas generales, se mantenía bastante joven. Pero lozano, lo que se dice lozano… Entonces empezaban los motivos de desaliento: los detalles. La piel seca, arrugada en muchos lugares y con manchas incontroladas. Barriga, no, siempre había sido una espingarda. El pelo, escaso. Se consolaba diciéndose que hay quienes mantienen que la calva puede resultar interesante. Lo que más le desanimaba eran las manos. Unos rastrojos secos y temblorosos. Y recordaba las palmas frescas de Ana, inquietas como pájaros. Desesperado, pensó en la posibilidad de tomar unas sesiones de estética corporal, pero lo descartó, porque ni el bolsillo ni el orgullo se lo permitían. Pasó horas en la cama apesadumbrado por la evidencia. Recordaba que, cuando se casó su hija, vivió la sensación de que le echaban una barbaridad de años encima. Pero entonces supo tomárselo con filosofía; no en vano no estaba enamorado. Y en aquel tiempo, la ausencia de la hija, notar el piso más vacío, le distrajo extremadamente. Cuando les anunciaron con la ilusión en los ojos que esperaban un hijo, la noticia más bien le abrumó. El embarazo de la hija se había convertido en el único tema de conversación para su mujer, y ahora, con los pensamientos que le acosaban, tenía la sensación de que todos estaban empeñados en obligarle a que se entrenase de abuelo. Y era la cosa que menos podía ilusionarle.
Una noche en que seguía convaleciente observó a su mujer, mientras se desnudaba. Lo hizo con mirada crítica y quedó satisfecho del resultado. Le superaba con creces: descubrió que a ella le sobraban carnes por todas partes. Había perdido la gracia de aquella moza de piel tersa que él enamoró a los veinte años. Y, sin embargo, no parecía quitarle el sueño. «Porque no está enamorada, claro», decidió dándose media vuelta y disponiéndose a dormir.
Pero aquella noche lloró. Llegó a pensar que su mano sobre el cuerpo de Ana sólo podría ofenderla. ¿Cómo iba a limitarse Ana a un cuerpo sin futuro? Y si bien ahora todavía podía ir tirando, ¿cómo sería al cabo de diez años? Estaría hecho un vejestorio. Lloró porque no podía detener el tiempo en su cuerpo y lloró porque el tiempo transformaría también a Ana, y, al cambiarla, destruiría su encanto. Soñó que le trasplantaban el cuerpo. Cuando despertó sólo recordaba que Ana sonreía y le decía con lágrimas en los ojos que le gustaba más tal como era de veras, no con el trasplante que lucía. Esta frase no le abandonó durante todo el día. Después de unos cuantos días sin tocar la libreta, aprovechando el momento en que su mujer estaba en el mercado, escribió cuatro líneas: «¡No es verdad, no es verdad! Todo el mundo tiene derecho al amor. Y yo igual que todos. Aunque sea viejo, estúpidamente viejo, si he hallado el amor tengo todo el derecho a no dejarlo pasar. Ana, te quiero. ¿Cuándo lo sabrás? Cuando esté totalmente restablecido, volveré a vigilarte desde el balcón, aunque se hunda el mundo. Ana, yo te vigilo, pero para que no te pase nada malo».
El primer día en que volvió al trabajo después del achuchón, no coincidió con Ana en el autobús. Eso le sacó de quicio. Al mediodía la vio en la puerta de su casa charlando con un chico. Estaba riendo. «¿Rivales? Es terrible. Soy demasiado viejo. ¿Pero qué le ve a ese mocoso, con la cara llena de granos, que no sabe dónde meter las manos?». Reía. Mejor dicho, reían los dos. Ella cogía los libros, los abrazaba. El cesto en bandolera. Hoy sí que llevaba calcetines blancos. «¿Qué ve en ese chico? ¿Se ha olvidado de mí? Claro, no tiene por qué recordarme; tal vez ni siquiera me quiere. Sí, me quiere, a su manera. En caso contrario, no se explicaría el beso que me dio al salir del cine. No lo sé. Yo sí que la quiero y todavía no lo sabe. ¿Acaso se lo puedo reprochar? ¿Estoy celoso? Está claro que sí».
Pronto reanudaron la relación del autobús. Ella se alegró mucho de volver a verle y le preguntó qué le había pasado. Charlaban de muchas cosas, y él volvió a proponerle ir al cine para recuperar el tiempo perdido. En su presencia olvidaba por completo lo que le angustiaba por las noches: la facha de su cuerpo junto al cuerpo de Ana. Y para acabar de completarlo, no conseguía olvidar la risa cristalina de Ana delante de aquel chico. Sentía constantes celos de los muchachos que encontraba por la calle. Los consideraba, a todos en general, competidores desleales. Un día se soltó y, como quien no quiere la cosa, le preguntó si tenía muchos amigos. Ella contestó vagamente que sí, en la escuela y por ahí. Él, sin embargo, le obligó a concretar, y eso la desconcertó. Durante unos instantes pensó que aquel juego era peligroso, porque era capaz de hacer un disparate sin darse cuenta. Así que concentró todas sus fuerzas en alejar los celos que le carcomían. Pero no era tan fácil. Decidió, pues, que la única manera de conseguirlo era poniendo las cartas boca arriba, los cojones sobre el mostrador, y lanzarse de una vez por todas.
Buscaba, pues, un plan de ataque definitivo, y la imaginación empezó a trabajar febrilmente; componía, con ayuda de esquemas, excursiones arriesgadas y proyectos demenciales, hasta que un día anunció a su mujer que estaba dispuesto a hacer horas extras porque se lo habían pedido en la oficina. Hubo sus más y sus menos, porque ella opinaba, cargada de razón y de racional indignación, que no les hacían ninguna falta las horas extraordinarias, especialmente estando como estaba a dos pasos de la jubilación. Como no tenía nada que oponer a esos argumentos contundentes, por primera vez en su vida decidió contradecir abiertamente a su mujer y anunció solemnemente que a partir del próximo mes llegaría más tarde a casa.
2
Ya tengo el piso. Amueblado y desvencijado, pero barato y para mí solo. He trasladado a él todo lo preciso. Mi mujer ha lanzado un suspiro de alivio cuando he hecho desaparecer unos trastos que llevaba años sin usar. Ni siquiera me ha pedido explicaciones. Está demasiado excitada: mi hija está a punto de parir. Por eso no me apena Carmen. Tiene más que suficiente con la ilusión del nieto. Supongo que le gustaría tener cincuenta.
Mañana empiezo oficialmente a hacer horas extras por la tarde. No sé cómo justificaré unas horas que no lucirán a final de mes. En cualquier caso, para que acabe el mes faltan treinta días: toda una vida. Ana, estoy buscándote, toda entera para mí; mientras tanto, te vas con los chicos y me olvidas. O eso creo. Y seguirás creciendo, empezarán a hinchársete los pechos y la pelusa del vientre se te espesará, Ana, poco a poco, sin que te des cuenta; y te irás haciendo una mujer y perderás la gracia que ahora tienes. Te sacarás los calcetines, quizá te pondrás medias: no, Ana, no lo hagas: es la manera de perderte para siempre. Ahora me quieres porque te pago el autobús y te llevo al cine. Te he llevado varias veces, y en cada ocasión a la salida me besas; yo ya lo espero y tú también lo sabes. Ana, tú y yo tenemos muchos secretos; no podemos romperlos sin más, porque me quieres, de una manera extraña, pero no importa. Ana, nunca te he dicho que me asusta hacerme viejo; bueno, hacerme más viejo. Sí, me asusta, pero me asusta sobre todo porque significará que tú también te irás haciendo vieja, te crecerán los pechos, Ana, y te vendrá la regla, te maquillarás, tal vez, e irás perdiendo todo lo que ahora tienes el halo de belleza gratuita y perfecta que te rodea. ¿Por qué no detienes el tiempo? Lo he pensado mucho, Ana, y estoy resuelto a detener el tiempo para ti, a congelar tu belleza para que sea eterna. Y, ni corto ni perezoso, una tarde le propuso acompañarlo a una casa que él conocía, en lugar de ir al cine. No le pareció del todo mal, seguramente porque sentía una tremenda curiosidad, y la llevó al piso, «hala, come un poquito», ya tenía la mesa puesta, y ella dijo «¿de quién es esta casa?», y él, «es mía, y no te preocupes por lo que yo vaya haciendo», y cargó la cámara, y ella le contemplaba sorprendida, miraba el aparato con cierta aprensión, pero seguía comiendo y lo miraba, le sonreía, y él le repetía «tú tranquila, como si yo no estuviese, ya verás qué juego más bonito», y antes de que ella se lo esperase, disparó una vez, dos, tres, cuatro, se le acercaba, cinco, seis, siete, ocho, ahora se alejaba por una esquina sin dejar de apuntar, nueve, diez, once, enloquecido con la vena de la garganta hinchada, y ella sonreía, «¿es fotógrafo?», y él «¡así, así! Habla, di cosas, acércate poco a poco, aproxima la mano hacia mí, así», y tuvo que detenerse desesperado, porque se le había acabado el rollo, «aguarda un momento, en seguida pongo otro», y gastó cuatro rollos con Ana comiendo, Ana hablando, Ana gritando, Ana diciendo «¡basta, basta, que me mareo!», la cara de Ana, la cara y el cuello, Ana entera, las piernas de Ana, sus calcetines blancos, y se sentaba satisfecho, «ya verás, Ana, qué bonitas, mañana podrás verlas» y ella palmoteo y él escribía al anochecer «saltaba como una niña; vaya, qué burro soy, como una niña, claro. Le hace una ilusión loca que la retraten», y pasó la noche en blanco, revelando, ampliando y retocando, y de madrugada corría por el piso preparando todo, y quedaron en que ella diría en casa que tenía que quedarse en la escuela para terminar unas cosas, y él ya no fue a trabajar ni se presentó en casa, porque ya no hacía falta, porque el impulso final ya estaba dado y sólo había que dejarse llevar por la inercia enloquecedora, y a las seis en punto Ana llamaba ilusionada por ver las fotos y él ya la esperaba junto a la puerta, «pasa, Ana», y la besó imprudentemente, pero ella estaba demasiado interesada en ver las fotos y se quedó inmóvil, en el centro del comedor, no quedaban paredes, todo era Ana; fragmentos de Ana, una boca enorme, entreabierta, mostrando unos dientes blanquísimos, perfectos, una nariz anhelante, un rostro, dos, tres, cien, Ana multiplicada por las paredes, y se apoyó en la mesa mareada, y él la observaba detenidamente y por detrás, a traición, disparó, dos, diez, veinte veces, y le dijo «ahora has de hacerlo, Ana, eres la cosa más bonita del mundo y has de hacerlo, hala, desnúdate», y ella se asustó y rompió a llorar y él gritaba y no paraba de disparar, «¡has de hacerlo!», Ana, llorando, una lágrima de Ana en la mejilla, y dejó la cámara a un lado e intentó sacarle la blusa, «Ana, hazlo tú», será mejor, y ella estaba tan asustada que no podía reaccionar y empezaba a desnudarse por inercia, mirando llorosa el objetivo, «¡no te saques los calcetines!», gritaba. «¡Paséate, Ana, bonita!», y ella paseaba como un autómata, «ahora sácate los calcetines», y él seguía disparando, y el destello del flash la cegaba y parecía que bailaba una danza a su ritmo, «¡Ana, qué bien lo haces!», y acercó el objetivo a la pelusilla del vientre y gritaba con voz ronca, «abre las piernecitas que quiero verte la flor», y el objetivo se acercaba tanto al pubis que Ana sintió el frío contacto del cristal y lanzó un chillido y con las manos apartaba la cámara y caía al suelo temblando, espatarrada, y él lo aprovechaba, dos, tres fotos desde muy cerca, y el chillido se había convertido en un gimoteo desconcertado, a media voz, y él se sentía más seguro de todo y con una mano se desabrochó los pantalones que se deslizaron pierna abajo, y ella vio unos calzoncillos arrugados con un bulto inmenso delante y pese a llorar no podía apartar la mirada de allí, y él dijo «ahora bájamelos, que te enseñaré una cosa muy bonita que no has visto nunca» y ella retrocedía, arrastrándose por el suelo, y chocaba con la pared, «deliciosa, Ana», una, dos, tres, cuatro fotos en aquella posición, y tuvo que ser él a la postre quien se bajara los calzoncillos y avanzara a pasitos cortos todo lo que podían dar de sí los pantalones, y era incapaz de darse cuenta de su imagen grotesca, el objetivo y el falo erecto y colorado apuntando a la niña, y la tenía muy cerca y le decía «tócame, reina», y ella se veía acorralada y le cogió el pene erecto y él una, dos, tres, cuatro, cinco fotos en contrapicado, y murmuraba «la punta de la minina, reina, tócala», y ella, con los ojos abiertos de par en par, había interrumpido su gimoteo y respiraba fatigosamente, hipnotizada por la visión apocalíptica que tenía a dos palmos de la nariz, y la bolsa peluda que tenía en frente le parecía horrorosamente repulsiva, era como si respirara al mismo ritmo que su amo, y veía que del agujero del pene empezaba a brotar un jugo lento y volvió a chillar, y él reía, «no te asustes, Ana, porque yo te quiero, y ya que tú no quieres, no quiero obligarte, ya lo haré yo», y abandonando la cámara intentó agacharse para acercar la boca a la tierna vulva, y el esfuerzo de encogerse le congestionaba el rostro, y, cuando estaba a pocos centímetros de Ana inmóvil, notó un crujido en los riñones y dijo «ay», y se dejó caer de lado, y para disimular el fracaso se echaba a reír y decía «¿verdad que es muy bonito jugar juntos?», y dirigía la cabeza hacia Ana, y ella le miraba desde la profundidad de su miedo sin decir nada, y desvió los ojos hacia el pene del hombre que empezaba a rendirse derrengado por el esfuerzo, y bastó aquella mirada furtiva para que se sintiera totalmente avergonzado del fracaso de su cuerpo, y ella en vez de reír volvía a llorar y decía «quiero irme» y él decía «levántate y haz lo que te parezca», con un tono herido. «Hala, levántate», y ella empezaba a buscar la ropa esparcida por el suelo y se vestía en silencio, hipando y suspirando de vez en cuando, de espaldas, y él lo aprovechaba para ponerse rápidamente calzoncillos y pantalones, humillado, y para quedar bien le quiso ayudar, «déjame ponerte los calcetines», y le besó los pies, y le besó el pecho levísimamente abombado, y ella quería soltarse y él la dejó, «no te asustes, Ana, no te tocaré más, no te haré ningún daño, porque te quiero demasiado», y ella lloraba asustada y decía «quiero irme» y él le dijo «vete, Ana, ya ves que no te hago nada, no lo olvides», y la acompañó, ambos en silencio, hasta las cercanías de su casa, y le dijo al oído «no cuentes nada, ¿eh?, es un secreto», y le daba una foto de su cara, «toma, para ti, y no pienses más en esto, y sobre todo no digas nada, porque te podría pasar algo muy malo», y era la primera vez que la amenazaba y el estómago le dio un salto, «¡pobre niña!», y Ana, aturdida, afirmó que sí, el miedo en los ojos, que no diría nada, y él regresó rápidamente al piso, convencido de que tenía que ganarle la carrera al tiempo, porque Ana hablaría de un momento a otro o se lo adivinarían, y pasó otra noche en blanco, «ahora da igual, ya está desatada la furia y estoy aprovechando el último minuto feliz», y al cabo de pocas horas empapelaba un par de habitaciones con ampliaciones del cuerpo desnudo de Ana llorosa y asustada, de Ana abriendo la boca, de Ana acariciándole el miembro, y cuando terminó la tarea cayó de bruces, «Ana, siempre serás para mí; Ana, nunca crecerás, ¡totalmente mía, Ana!», y bastaba la certeza de su posesión para enardecerle y empezó a quitarse la ropa y notaba un rejuvenecimiento en el cuerpo como el de pocas horas antes, «¡Ana, te quiero, eres mía para siempre, y de nadie más! ¡Eres eterna, Ana!», y empezaba a acariciarse y murmuraba «muy bien, Ana, la punta de la minina, ¡qué bien lo haces, Ana!», y se acercaba el glande a la boca entreabierta de Ana y se frotaba contra la pared, «Ana, del todo mía», y paulatinamente alcanzaba el paroxismo total, absoluto, pero veloz como un rayo, como llevaba años sin sentir, sí, Ana, al fin poseía algo que sólo era suyo, sin interferencias ni temores, Ana ya no lloraba ni estaba asustada, Ana, sin exigencias, así, Ana, sin prisas, no hay motivo para preocuparse porque ya no dirás nada, ¿verdad que me quieres, Ana?, y no oyó el seco ruido del timbre, porque de tan feliz que se sentía había roto a llorar.