Chop–suey

Nou pometes té el pomer,

de nou, una, de nou, una,

nou pometes té el pomer,

de nou, una, van caient:

CHOP—SUEY

Todo ocurrió por culpa de la Mariana. La Mariana trabaja frente a mí, a medio metro, cara a cara, en la cadena. Yo vigilo la mezcla en la caldereta de cacao y ella está en el tamiz de los grumos. Después, una vez mezclado el líquido y pasado por el tamiz para evitar grumos, pasa entubado a la planta envasadora. Trabajamos en la fábrica de Leche–cao.

La Mariana se había tomado el primer turno de vacaciones y volvía muy acalorada. Yo pasé: ahorraba para casarme con la Rita, una de las chicas del departamento de contabilidad. La Rita es una chica estupenda, dulce como la miel, como a mí me gustan. Y muy decente, que es como han de ser las mozas caseras. Pero ahora no hablaba de la Rita, sino de la Mariana, la que trabaja en la cadena, frente a mí, y me regresaba muy acalorada de sus quince días de vacaciones. Tan acalorada venía que la condenada no llevaba nada debajo de la bata azul de trabajo. Y la verdad es que yo soy de carne y hueso como todo el mundo. Y durante ocho horas al día no veía otra cosa que las delanteras llenas y turgentes de la moza tensando la tela de la bata, con los pezones marcándose cantidad, como botones, en el centro. Y, para colmo, por el calor o por lo que fuese, la tía llevaba dos ojales sin abrochar, mostrando todo el regato del tetamen. Y cuando se agachaba a pasar el rasero por el tamiz —y lo hacía dos veces por minuto—, ¡hala!, el escote abierto de par en par, y la delantera, bamboleante como si tuviera vida propia, luchando por salir a tomar el aire, derramándose encima del mundo. Y el mundo era yo. Pero hay más: desde niño he sentido una especial predilección por los sobacos; y especialmente por los sobacos sudados. Y la Mariana sudaba de los sobacos como no os podéis imaginar. Y de vez en cuando alzaba los brazos, suspirando, levantándose la melena por la parte de la nuca, mostrándome impúdicamente aquella maravilla de sobacos húmedos, con unos pelillos que asomaban por la cortísima manga de la bata. Al hacer este gesto, la chica se echaba hacia atrás, como si se desperezase —y, probablemente, aprovechaba la ocasión para desperezarse—, y entonces sí que se le marcaban los pezones en la tela de la bata, y la curva perfecta de sus generosos pechos y… Un martirio. Un martirio insoportable.

Y así uno y otro día. Y con los ojos saliéndose de las órbitas, obsesionado por aquel par de globos tersos y vibrátiles que vivían bajo mi mirada ocho horas al día. Y ella, la Mariana, como si nada, el canal al aire, la mirada ausente, el sudor empapándole la tela de los sobacos. Nadie habría sido capaz de resistirlo.

Pensé en engancharla de sopetón en los vestuarios, al plegar, y darle un buen revolcón contra su taquilla. Pero los vestuarios de las mujeres eran algo sagrado, y la muy ladina nunca era la última en salir. Yo la asediaba, esperando encontrarla sola en alguna ocasión, pero nanay del peluquín. Un día le dije:

—Espérame a la salida.

Durante unos segundos me miró a los ojos sin responder, realizando mecánicamente los gestos de su faena. Después insinuó una sonrisa y me contestó con un gesto fugaz: un corte de mangas.

Las consecuencias de todo esto las pagaba la Rita. Yo salía del currelo más disparado que un fórmula uno. Bajo los pantalones, cada tarde, el nabo irritado e insatisfecho me marcaba un paquete de padre y muy señor mío. La Rita, que siempre me esperaba en la calle, ya que el personal de la oficina salía por otra puerta, que no fuera que se rozasen con los currantes, dirigía su primera mirada de bienvenida a la protuberancia de la entrepierna. Yo disimulaba. Ella también. Y mientras caminábamos, o nos sentábamos en cualquier reservado de cualquier bar, la moza, como quien no quiere la cosa, dejaba escapar distraídamente la mano encima de mi muslo, demasiado cerca del asunto, de modo que bastaba cualquier movimiento imprevisto para que sus delicados dedos tropezaran con mi tumefacción inguinal y yo saltara como si me hubiesen apretado el interruptor del empalme. Me abalanzaba sobre mi novia. Tenía los pechos menudos, como medias naranjas, de esos que caben en el hueco de la mano. Y siempre lucía ropa interior fina, de blonda y encajes. Cada vez que nos veíamos en uno de esos reservados de escasa luz, supongo que le estropeaba alguna de esas piezas tan delicadas. Excitado por la calientapollas de la Mariana, la pechugona, tenía que desahogarme magreando las delicadas tetitas de botón eréctil de mi Rita, pobrecilla. Y ella, dócil, se dejaba hacer. Se abandonaba en el asiento, la espalda hacia atrás, los brazos a los lados, la boca entreabierta y las piernas espatarradas, respirando roncamente entre dientes, los ojos cerrados y las mejillas arreboladas. Me esforcé durante días por no pasar de los pechos. Metía la mano por el escote, hurgaba por debajo de los sujetadores —ella, sabia, apareció de repente con unos sujetadores de los que se abren a presión y por delante: a partir de aquel momento las manipulaciones eran más sustanciosas— y dale al masaje pectoral, como aquel que hace pan y ablanda la masa. La Rita, inocente como hay pocas, suspiraba y se abría más y más de piernas, como invitándome al banquete. Pero yo sabía dónde estaba la frontera infranqueable. Y no me permitía bajar del ombligo por más que la moza, en pleno magreo, me obsequiase con involuntarios pero contundentes e inequívocos golpecitos de todo tipo en la bragueta hinchada.

Pero, aunque el hombre sea fuerte, dicen que la carne es débil. Y el día menos pensado, en la oscuridad de un parque, me dije que a hacer puñetas las fronteras. Al fin y al cabo, tocar, sólo tocar, tampoco es demasiado grave. Y después de un completo e intenso masaje pectoral que nos dejó a los dos hechos unos zorros, bajé a la entrepierna. La Rita llevaba una braguitas del mismo modelo que los sujetadores: finas y suaves como el culo de una novicia. Tan pronto como toqué la goma de las bragas, la moza se retorció, hizo un gesto seco con la cintura, y, sin que yo supiera cómo, ya tenía la tanga a medio muslo. Tanteé el chumino. Estaba tan mojada, que sólo de meter los dedos en el chichi, empezó a gotear el juguito como de un grifo que no cierra. Seguro que dejamos el polvo de debajo del banco encharcado. En cualquier caso, la manipulación de la almeja debía resultarle más gratificante que el manoseo de los pechos. A los dos minutos de apretarle el gatillo y explorarle el nido del mochuelo, se puso tiesa, moviendo la cabeza a uno y otro lado, aferrándose con fuerza por encima de la ropa a la prominencia de mis pantalones, silbando extrañamente entre los labios fruncidos y se deshizo en mis manos.

—Hagámoslo. ¡Va! ¡Hagámoslo, va!

Pero yo, aunque caliente y flipado, me mantenía en mis trece:

—No, corazoncito, has de llegar virgen al matrimonio.

—Entonces casémonos ahora mismo, corre, que ya no aguanto más.

—¡Ni hablar!

De acuerdo con nuestros cálculos, todavía nos faltaban dos años de ahorro para poder casarnos.

—¡Dos años! —exclamó desmoronada. Y se calló.

Y así íbamos tirando. Al cabo de dos o tres días, la Rita me suplicó que le dejara ver el pepino. «Sólo mirar», le dije mientras me bajaba la cremallera. De todos modos, yo sabía que la chica no se conformaría con mirar. Querría tocar, besar, chupar, si le daba la oportunidad. Y así fue, que la pintan calva. Tan pronto como el chisme surgió al aire libre, se abalanzó sobre él como poseída por un ataque. Me lo agarró con ambas manos y me dio una serenata de zambomba hasta que, irritada por la danza, la bicha le escupió a la cara su veneno. Pero eso no asustó a la Rita. Quería más. Deslizó la mano por debajo y me acarició las pelotas, sopló la cabeza de la fiera dormida, la besó y la chupó hasta que la pistola se convirtió en trabuco y le amenazaba con su lacrimeante ojo ciego. Entonces la muy descarada se sentó en mis muslos, arremangándose las faldas, con una pierna a cada lado. Hasta entonces no me di cuenta de que iba sin bragas. Me costó la de Dios es Cristo sacármela de encima antes de que consumase su perverso intento. Se ofendió cantidad. Pero yo no estaba dispuesto a apearme del burro: se casaría sin estrenar el agujerito. Tocar vale, se lo permitía —y demasiado que había permitido—, pero follar, ¡de eso nada, monada!

Mientras tanto, en la fábrica de Leche–cao, la obsesión por los pechos de la Mariana me traía por el camino del calvario. La Rita no paraba de vacilar que si no se la metía por donde había que meterla haría una animalada. Y yo nanay del Paraguay porque sabía que la Rita era incapaz de hacer según qué cosas, pero yo sí que haría una animalada si no conseguía de una vez aquel par de pelotitas de carne de la Mariana que me obsesionaban.

Pero lo único que hice una mañana, llegado al tope de mi obsesión, harto de contemplar impotentemente la danza procaz de los depósitos de combustible de mi compañera de trabajo, fue tomar una decisión irrevocable: tocarlos, palparlos, machacarlos, exprimirlos, sopesarlos, sobarlos, aunque la fábrica de Leche–cao y el mundo entero se me cayesen encima. Y tracatrá: sin pensármelo dos veces, me asomé por encima de la caldera, alargué un brazo, y ñaca, aplasté la palma de la mano contra las turgencias pectorales de la Mariana. La mano fue rapidísima en cerrarse y en pellizcar con la punta de los dedos el extremo rugoso del pezón, en recorrer con la yema de los dedos la superficie abombada de uno de los pechos, en amasar con la palma abierta, apretando el botoncito central con suavidad, pero con energía. Todo eso en un instante. El siguiente lo llenaron dos fases sucesivas. La primera, un chillido agudísimo de la moza, y la segunda un armónico movimiento de ballet de la misma, que consistió en retroceder un paso, girar el torso transversalmente para liberarse de mi inesperada caricia, a la vez que imprimía a la parte superior del cuerpo un movimiento de rotación atrás–adelante suficiente para adquirir impulso y propinarme una sonora bofetada que me marcó los cinco dedos en la cara y que sonó como medio kilo de goma dos.

Y acto seguido apareció el encargado de la planta, que, aunque no levanta medio metro del suelo, en materia de palmetazos y mujeres asustadas es un experto, un pulpo en eso de meter mano y con la mejilla con callos de tantos cachetes que ha recibido de sus subordinadas subrepticiamente exploradas a traición en sus partes más recónditas. Yo esperaba de él que, como digo, es perro viejo en eso de alargar los dátiles y recibir un soplamocos, esperaba algo más de comprensión. Pero no. Hizo como que se cabreaba, que se ponía de parte de la moza falsamente indignada, y me metió una gran bronca, además de una sanción de mil cucas y amenaza de pasar parte a los de arriba.

Mi excitación no disminuyó con eso, más bien al contrario. Se exacerbó al máximo. Me habían arrinconado a las cuerdas y sólo me quedaba una opción, un recurso, y ahí me aferré como un náufrago al madero. Y a fe que mi tranca empalmada era como un madero. La Mariana, al ver que tan pronto como el encargado se daba el piro yo me desabrochaba la bragueta de un zarpazo y me sacaba la porra enfurecida, palideció inmediatamente y retrocedió, trastornada, un par de pasos, pensando tal vez que iba a hacerle allí mismo la putada de una violación inmediata e inapelable, cruzando —incongruentemente— los brazos delante del pecho, y digo incongruentemente, ya que, de ser mi intención violarla, no tenía por qué protegerse los pechos sino la entrepierna, que era hacia donde, lógicamente, apuntaba mi carajo irritado. Pero yo no pensaba en una violación, ni mucho menos, si no en curarme de los dos males que padecía. Uno era la calentura a que me había llevado la chica. Y eso sólo era posible agarrándome el cipote con aquella fe, y, a base de unos enérgicos movimientos arriba y abajo, hacía que la cabecita encendida del canario, como aquel que juega al escondite, apareciese y desapareciese rítmicamente bajo la capuchita. Pasada la consternación inicial, recuperada del susto, la Mariana contemplaba como fascinada mis manipulaciones y la rigidez acerada de mi sable en son de guerra. Había bajado los brazos y, sin apartar la mirada de aquella trompeta muda, dejaba resbalar las manos por los costados, abajo, abajo, hasta el borde de la bata y, como si se secase las palmas sudorosas en los muslos, se los restregaba de manera automática. Y luego, las manos subieron, sin despegarse, hacia arriba, de modo que al poco rato dejaron vislumbrar, fugazmente, el vértice oscuro de las bragas negras que le cubrían el matojo. Estoy por decir que habría acabado por meterse el dedo en la cresta de la alegría, frotándola muerta de gusto, de no haber yo terminado, entre cabezadas y culadas, el ejercicio de confiesa o te estrangulo con que obsequiaba a mi jaimito. Y el hombrecillo de la entrepierna acabó por confesar. Faltaría más. Seguro que entonces la Mariana achanta la mui si le echo un tiento. Pero yo ya me había curado la obsesión, y en aquel momento me importaba mucho más la venganza que el deseo. O sea que le hice un corte de mangas mucho más ceremonioso y descomunal que el que ella me había hecho a mí, porque el que yo le hice fue sacudiendo la pija todavía tiesa sobre la caldereta de Leche–cao, de forma que todo el jugo de mi deleite se mezclase con la mixtura del interior. Así cumplía mi segunda venganza, ahora en contra de la empresa que me había sancionado en la figura del encargado. Aquella remesa de Leche–cao llevaría mucha más leche de la que imaginaban. Pasados unos segundos de desorientación, la Mariana se recuperó. La excitación del momento le había dejado en un estado muy poco presentable: las friegas en los muslos habían alcanzado su meta, y tenía una mano hundida en el vértice de las piernas, por encima de la tela de la braga, como intentando perforarla, mientras que la otra se había metido en el escote, abriéndolo y dejando escapar su preciosa carga. Yo me guardé el pájaro amansado en el nido, y ella reaccionó, a medio hacer, la respiración alterada, los ojos saliéndosele de las órbitas. Estábamos a salvo de miradas indiscretas, protegidos por el volumen de la máquina y por el ruido de los motores. Pero volví a prestar atención a mi trabajo, fingiendo ignorarla. Ella se recompuso el vestido, colorada como un perdigacho, abrochándose los botones del escote hasta el cuello, y sin atreverse a mirarme.

Yo creía que había ganado la batalla y que después de ese incidente no tardaría en descubrir qué tipo de tacto tenían las poderosas tetas de mi compañera de trabajo, pero estaba de lo más equivocado: la chica pidió el traslado a otra sección, y no sé qué hizo para conseguirlo, pero al día siguiente tenía frente a mí a una escoba con faldas que resultaba un auténtico remedio contra la concupiscencia.

Sin embargo, el daño estaba hecho. Quiero decir que yo ya tenía la maquinaria en marcha, y no había manera de pararla. La maquinaria era la Rita. Parece que aquello de los toques de gracia y los tientos al gatillo y las exploraciones espeleológicas a sus cavidades naturales le había gustado cantidad. Cada tarde, al salir del curro, era una tortura: «¡Venga, hagámoslo, hagámoslo!». Y yo haciéndome el Bogart. La chica utilizaba todo tipo de carantoñas para llevarme a caer en la trampa que acechaba entre piernas, y yo me escabullía dificultosamente porque el cebo era de lo más tentador.

No sé cómo, la chica había descubierto un antro donde podíamos matar las horas y las preocupaciones con relativa tranquilidad. Era una especie de pub muy discreto, con reservados, luces tenues e indirectas, que nos permitían libertades que no nos habrían permitido locales menos protegidos de las miradas de los extraños. Acabamos por ser clientes asiduos. Y alcanzamos una notable práctica en camuflar nuestras manipulaciones —evidentemente estratégicas— bajo la falda de la mesita. Y lo que sucedió en ese lugar. Una tarde llegamos especialmente excitados. En el autobús, un tipo se había arrimado disimuladamente a las nalgas de la Rita. Yo no me enteré hasta que bajamos, ya que, de haberme dado cuenta, habría armado un cristo de mil pares de cojones. Pero yo estaba en el séptimo cielo mientras el muy jeta restregaba sus atributos por las cachas de mi novia. La chica, vergonzosa, no se atrevió ni a chistar, pero el hecho la trastornó. Después, cuando empezó a largar, me cabreé y discutimos. Pero al llegar al reservado de todos los días ya habíamos hecho las paces. Y ya se sabe que lo bueno de las discusiones son las reconciliaciones. Cuatro besos, cuatro achuchones, cuatro toques mágicos y ya me tienen la mano de la Rita palpándome la bragueta. Le aticé en los dedos. En honor de la chica, debo decir que no le aticé demasiado fuerte. Ya lo he dicho antes: la carne es débil, y más débil que todas la que se hincha bajo el vientre. La chica se sorprendió un instante, pero al poco insistió. De nuevo la mano en mis debilidades. Y mi resistencia se iba fundiendo. Al fin y al cabo yo era un hombre, y el peligro no estaba en el espárrago sino en la esparraguera. Le dejé que jugase un rato, para ver si así se distraía y a la vez me calmaba un poco. Estando yo sereno, el peligro era mínimo. La Rita, que en poco tiempo se había hecho una experta increíble en eso de tocar la flauta dulce, me la sacó de la funda y comenzó a tocar un solo con una sola mano. Una mano dulce y suave, pero maligna, ya que de vez en cuando se paraba, y la vocecita amorosa de mi chavala me susurraba al oído si aquella estaca no estaría mejor brincando en el agujero de la alegría que se me ofrecía a la vuelta de la esquina, a tiro de mano.

Yo no quería ceder, y, por tanto, navegando entre el cielo y el infierno, sublevado por los jugosos tirones de la moza, llegué a pensar que tal vez convenía compensarla con un ejercicio parecido antes de perder el mundo de vista y de que ella aprovechase el momento de total indefensión en que se cae justo cuando los jugos comienzan a empujar por los canales de la satisfacción. Y ordené la avanzada de la vanguardia en forma de índice que se abrió paso entre el satén y el nylon y el tergal y las puntillas hasta el promontorio de la gruta. La tibia humedad de la madriguera estimulaba el movimiento digital. La chica, sin dejar de mover el émbolo, se repantigó sobre el sillón, suspirando profundamente, relajada, con las piernas ocultas bajo la mesa, una en Francia y otra en España, moviendo el culo con aquella cadencia acompasada del trino del amor. En aquel mismo momento se le ocurrió presentarse al camarero.

—¿Qué van a tomar los señores?

La voz extraña me precipitó de las alturas de la gloria a medio metro bajo tierra.

—¡Una leche! —se me escapó, frustrado e indignado.

Ella, en cambio, no parecía nada afectada por aquella injerencia extraña. Seguía con la cabeza hacia atrás, sobre el respaldo, transportada a los campos elíseos de los juegos subterráneos, y aunque mi dedo, patitieso, se había detenido, ella seguía en éxtasis.

El camarero —sólo le vi enarcar una ceja— no parecía haberse inmutado en absoluto por mi exabrupto.

—¿Una leche?

—Una Leche–cao… —murmuró automáticamente la Rita, entre dos suspiros.

—¿Caliente o fría? —preguntó inalterable el camarero.

—Tibia, tibia… —respondió la nena.

El camarero se fue. Cinco minutos después regresó con la botella de Leche–cao y desapareció silenciosamente.

—Ahora sí que no volverá. Sigamos —dijo la Rita.

La chavala tenía más moral que el Alcoyano perdiendo por siete a cero y queriendo empatar en el último minuto. Seguimos: ya sabe, señor mío, no dejes para mañana lo que puedas hacer hoy.

La Rita hundió la mano bajo la falda de la mesita, cogió el artilugio desencantado y lo revigorizó en un abrir y cerrar de ojos. Yo proseguí el saludo digital en el picaporte de su puerta. La chica, ahora, murmuraba un extraño sortilegio:

—La ampollita, la ampollita… —repetía.

Su mano me llevaba, definitivamente, al punto de llegada, a la gloria salpicada y goteante en que se expulsan los humores (buenos o malos, según cómo y dónde se expulsan), y abandoné, en el delirio traqueteado de mi placer, la cresta excitada de mi novia. Ella, sin embargo, no soltó el cambio de marchas, sino que aceleró, mientras repetía el sortilegio, ahora convenientemente abreviado:

—¡Mmm pollita! ¡Mmm pollita!

Yo ni prestaba atención a las procacidades de la que había de ser mi mujer. Precisamente en aquel momento estallaba bajo su mano y humedecía la parte inferior de la mesita. Quedé desconcertado y desencajado sobre el asiento, los ojos cerrados, recuperándome lentamente.

La Rita debía haberse hecho una chapuza por su cuenta porque noté cómo su cuerpo se atiesaba a mi lado, entre resoplidos, y a continuación, después de unos cuantos tirones secos, se me desplomaba encima, como un saco.

Abrí un ojo.

Volví ligeramente la cabeza.

La Rita, con la cabeza hacia atrás, un pecho asomándole por el escote, los sujetadores arrugados bajo el pecho, la falda arremangada, las piernas abiertas, las bragas en las rodilla, tenía un bonito aspecto. Un aspecto que, sin embargo, distaba mucho, pero que mucho, del que ha de ofrecer una chica casadera y decente. Me incorporé para echarle una buena bronca, una bronca de mucho cuidado, cuando vi aquello. Horrorizado. Un jugo oscuro, marrón y espeso, le chorreaba por la entrepierna y formaba un gran charco en el suelo. En un principio temí que se le hubiera roto una tripa. Aproximé la cara y entonces descubrí el culo del botellín.

La mano virginal de la Rita seguía apretando vigorosamente el culo del envase, la Mmm pollita.

¡Marrana! Se la había envainado agujero adentro y por la parte del gollete, ¡vaciando a fuerza de constantes sacudidas el tibio jugo del Leche–cao en el agujero de la alegría! ¡Marrana, marrana traidora!

¡Y ahora todo aquello de virgen al matrimonio a tomar por el culo! ¡Las primicias para la Leche–cao! Como siempre, me jodió la empresa. La empresa siempre nos jode, siempre se lleva lo mejor de nosotros.

Dios nos libre de lo irremediable. Intenciones llevaba, después de aquel episodio, de abandonar a la Rita. La ilusión de mi vida, llevar al altar una moza virgen, a la mierda. Pero ella me hizo reflexionar: era como si hubiese sido yo, mi dedo más gordo, el que no tiene hueso, lo que le había roto el sello de garantía. ¿O no? Había sucedido en mi presencia, y, en cierto modo, por mi culpa. Por otra parte, la chica me gustaba. Estuve de morros una semana y le canté la caña muy seriamente. Pero al final claudiqué.

Ella pretendía que ya que el paso estaba abierto, que el mal estaba hecho, podíamos hacer, ahora sin escrúpulos, lo que no habíamos hecho de una vez. Pero en eso sí que me mostré inconmovible. A falta de otra cosa, había que preservar el valor simbólico, el rito. Nada de follar. Con pajas pasaríamos: al fin y al cabo, la zafra también es un deporte divertido.

Y ahora, con el tiempo, me viene con que está preñada. Me alarmo cantidad. Jamás de los jamases le he metido otra cosa que el dedo; aparte de la desdichada botella, no sé de ninguna otra invasión en las intimidades de la Rita. Sospecho. Sospecho lo peor. A partir del episodio de la botella, había notado extraños comportamientos por parte del personal masculino del despacho donde trabaja la Rita. Yo confiaba en ella. No hacía caso. Pero ahora me dice que está preñada. No necesito prueba más concluyente. La muy puta es infiel. Levanto el brazo igual que la estatua de Colón para indicarle dónde está la puerta y si te he visto no me acuerdo, cuando se me enciende la bombilla. Le pregunto si es capaz de jurarme que nadie, a excepción de la botella y de mi dedo, nadie más le ha explorado la selva. Y me lo jura. Respiro tranquilo. Es el destino. Puedo dar gracias a Dios. El hijo es mío. La botella intrusa llevaba mi jugo, aquel que, en desdichada ocasión, derramé, durante el trabajo, en la caldera de la mezcla. La abrazo y la beso. Nos casaremos por el sindicato, pero hemos tenido suerte. Es la providencia que nos señala con su dedo rígido. ¡Uy! ¡Ay! Quien no se consuela es porque no quiere. La Rita sigue tan pura como cuando la conocí. Y que rían cuanto quieran los de la oficina.