Siempre malquerida

Hacía mucho calor. Marta se incorporó a medias del asiento para poder ver el reloj que le ocultaba la columna: faltaban, todavía, diez minutos para las ocho y media. Pensó en marcharse, hacer tiempo por ahí y volver con un poco de retraso. Entraría con decisión e indiferencia pero se acercaría a la máquina de tabaco para poder estudiar el terreno. Lo mejor era llevar la revista plegada, escondida en el bolso, para que no pudiera reconocerla y, solamente, cuando estuviera frente a él, extenderla encima del mármol de la mesa y decirle: «Hola».

Eso estaba bien porque le desagradaba mostrar su impaciencia de araña, pendiente de la presa que le arrojaría la puerta giratoria y, por otra parte, sabía bien que el último en desenmascararse tiene el privilegio de observar, juzgar y decidir. Sin embargo, cuando acudió el camarero, pidió otra cerveza.

Pues, para Marta, la espera formaba una parte indispensable del rito. Imantada en el lento resbalar de la aguja por el cuadrante del reloj, vibraba como una adolescente, como ella misma cuando vigilaba, ante el escaparate de la confitería, la salida de los chicos del Liceo para hacerse la encontradiza con «ÉL». Se llamaba Íñigo pero, para Marta, era por antonomasia «ÉL». Ni más ni menos que el primer «ÉL» de su vida.

Hasta que descubrió la nota llena de cruces y de ceros.

Hacía calor y, como entonces, Marta volvía a sentir el olor dulzón y provocativo del aire, el zumbido de las abejas contra el vidrio y el bombeo rápido de la sangre como si aún latiera bajo su uniforme de colegiala. Porque la espera seguía siendo para ella la misma cosa, la misma trenza de angustia que no podía deshacer ni a la que estaba dispuesta a renunciar.

Pero ahora era distinto. Ahora, mientras el camarero colocaba el posavasos de cartón, la jarra de porcelana y la minúscula fuentecita de cacahuetes salados, podía calcular lo que estaría sucediendo y adivinar lo que iba a suceder con un margen mínimo de error. Ahora tenía ventaja, no como cuando acechaba, inmóvil y desprevenida, delatando su corazón abierto, sus ganas de darse entera y exclusivamente, despreciando la utilidad de la escaramuza. Sin embargo, sus compañeras, cuando eran perseguidas por muchachos que decían detestar, sabían introducirlos en los portales, conducirlos a los rincones más secretos y, al oponer sus endebles cuerpos como muros de contención, aprovechaban para restregar los pechos puntiagudos y los muslos de nácar derretido contra las fuerzas vivas del adversario, obstaculizando la toma de posiciones y, a la par, urgiéndoles en el logro del triunfo.

Y, en el último momento, se escapaban.

Cómo iba a saber que, mientras hacía de centinela frente a los escaparates o buscaba su número en la guía de teléfono o ensayaba delante del espejo ademanes y diálogos, su amiga Berta era abordada por «ÉL» en los futbolines, en la tienda de discos… en el parque… en el cine. Tuvo que encontrar en el diccionario de Berta la carta de «ÉL» y tuvo que robársela y tuvo que leerla muchas veces, para convencerse de que la habían traicionado los dos. Sí, porque el carmín que le había extrañado tanto y que manchaba la hilera de cruces y de ceros, no podía ser otra cosa que la boca de Berta sobre los besos y todo lo demás de Íñigo. A partir de entonces no podía ver la pulposa boca de Berta sin asociarla a la suave boca de «ÉL», ni sus labios escarlata sin acoplarlos a los pálidos labios de Íñigo, ni su lengua sin que pensara en un vivaz y viscoso animalito que saltara de su brillante madriguera para adentrarse en el ancho, rosado y musculoso pistilo de una flor carnívora.

Por la nota supo, además, que el domingo irían al cine y estuvo enferma de sólo pensarlo. Los imaginaba acurrucados en las prohibidas filas de atrás, arrullados por los veloces estrépitos de las cremalleras, tanteándose, entreviéndose, iluminados apenas por las ráfagas de la pantalla. Y ahogándose bajo un ejército de frenéticas hormigas. Y estremeciéndose con la irrupción de cráteres recién nacidos. Y palpitando de vértigo.

Se imaginaba y comprendía vividamente por qué una chica, que sabe lo que se hace, va con un traje ceñido a bailar y al cine con falda y camiseta amplias o con blusa abierta por delante. Por qué, de ponerse pendientes grandes, eran siempre de clip.

Hasta dónde se atrevería Íñigo. Hasta dónde consentiría Berta. Porque Marta sabía que, si un chico le dice a una chica que ella no es como las demás y que con ella es distinto porque ella es una buena chica, entonces la chica le deja que le meta las manos debajo del jersey y que le hurgue hasta sacarle las tetas del sujetador y que se las sobe hasta que las puntas de los pezones se pongan tiesas tiesas, y él cada vez las aprieta más, las maltrata, las pellizca y ella entonces dice: «Estate quieto», y se saca del jersey las manos del chico y se coloca en su sitio las tetas y se vuelve a componer la ropa. Pero si el chico dice que es muy desgraciado, que ninguna chica ha querido tener que ver con él, que esperaba encontrar en ella un poco de comprensión y de simpatía, entonces la cuestión de que el chico se dé o no el lote con la chica pierde importancia ante la evidencia de que lo que necesita el chico es un poco de consuelo y que en ella está el procurárselo y la chica ya no tiene ningún reparo en agarrarle la polla y agitarla dulcemente o en chupársela con delicadeza hasta hacerlo chillar de felicidad y de gratitud. Si el chico tiene habilidad y persuasión para convencerla de todo cuanto la quiere y de lo enamorado que está de ella y pronuncia la palabra SIEMPRE en el momento adecuado, es probable que la chica abra las fronteras de su cintura, separe las compuertas de sus muslos y exponga la intimidad del reino acotado, entregándolo a la disposición del invasor y al ímpetu de sus riadas, animada con tan prometedoras expectativas.

Toda la tarde, toda la noche del martes estuvo sufriendo: las ingles de Berta pinzando, apresando la mano de «ÉL». Los dedos de Berta, febriles, trepándole por la camisa, desabrochándola, tirando hasta soltarla del pantalón, hasta convertirla en refugio para embocar caricias… para encubrir avances y ahondamientos… para que la mano de Berta averiguara cómo estaba hecho el deseo de los hombres.

El miércoles, imitando la letra masculina y adoptando un tono de orgullo herido, envió a Íñigo la carta sustraída del diccionario de Berta. Le advertía que la pérfida estaba jugando con ambos pues, al igual que él se jactaba de tener a Íñigo en sus garras, temía que hiciese la misma burla, ante Íñigo, de él. El estar en posesión de la nota adjunta avalaba lo que decía y además corroboraba su voluntad de no participar en una diversión tan rastrera. Tuvo entonces el acierto de no insistir demasiado en la rivalidad y cargar todas las tintas en el ridículo. Se firmó DAVID porque toda esa dolorosa revelación le sobrevino por querer traducir un fragmento de David Copperfield y, en adelante, odió por igual a Dickens y a las confiterías.

Para su última nota había escogido VICTOR BAUM por lo de Grand Hotel. Confiaba en los nombres masculinos. La única ocasión en que reveló su condición de mujer fue en un anónimo que envió a su marido y cuyos nulos resultados supusieron para Marta la más atroz de las derrotas. Porque, aunque sabía que todo estaba acabado, confiaba en despertar en él algún sentimiento, alguna pasión. Que el último acto fuese grandioso y trágico y violento y definitivo.

No esa prolongada e imperceptible consunción.

Por esa misma razón comenzó a darle celos, pero él no siguió las indicaciones, desoyó las señales e ignoró las pistas. Poco a poco los indicios inventados fueron convirtiéndose en pruebas reales: Marta cada vez se arriesgaba más. Eso la indujo a citarse, en su propia casa, con Martínez, un tipo repulsivo de la oficina que andaba asediándola desde hacía tiempo, con el solo propósito de avisar a su marido, especificando lugar, día y hora, con letras recortadas de periódicos y con la inequívoca firma de UNa AMigA.

La vanidad masculina impidió que Martínez recelara de un cambio tan repentino de actitud y se avino a ir a verla aprovechando que el marido estaba en el fútbol. Sabía que, en el fondo, todas están deseando que un tío les enseñe lo que es bueno y él no tenía inconveniente en impartir un cursillo de noventa minutos sin descanso.

No tuvo tiempo ni de tocar el timbre.

Ella se le abalanzó como una posesa, como un avaro que se apodera de una moneda extraviada: no quería malgastar ni un sólo minuto en algo distinto al cumplimiento de sus planes. Mientras ese cernícalo se la metía por detrás hasta partirla en dos, Marta, acodada en la consola de la entrada, con la laida arremangada cubriéndole la cabeza, esperaba escuchar, entre los rugidos y los jadeos, el zumbido del ascensor, el chasquido que abriese la puerta y que sus ojos se encontraran, en el espejo, con los de Lucas, su marido.

Hacía calor y las aspas del ventilador continuaban inmóviles. Todo quieto. Todo vacío. Alguno que otro entraba para llamar por teléfono o comprar cigarrillos en la máquina y, cada vez que la puerta hacía girar su carrusel, Marta se tensaba con todas sus baterías puestas a punto.

El reloj crujió débilmente como si un pétalo se desprendiera de la esfera y las agujas cerraron un poco más su ángulo. Y no venía. Lucas no venía. Marta estaba harta de rodar por la alfombra, galopar en el sofá, retorcerse bajo la ducha y zarandearse entre las sábanas conyugales, procurando que el entusiasmo del garañón no decayera. Cada vez que el émbolo de carne se desligaba de su apretado y succionador cilindro de terciopelo, reanudaba con ahínco el programa de reanimación poniendo a prueba todos los recursos de su inventiva y todos los estímulos de su limitada experiencia. Mordiscos voluptuosos en los lóbulos de las orejas; lánguida cadencia en la frecuencia de los gemidos; rítmicos roces, imperceptibles, como un hilo de gasa; frenéticas caricias de ametralladora, lengua tentacular, manos reptiles, vulva prensátil y piernas trepadoras reclamando, explorando, penetrando en los desconocidos vericuetos de las sensaciones a la búsqueda de un resorte más.

Hasta que cayeron rendidos.

Marta se acurrucó a su lado, sosteniendo en su mano la extinta herramienta, por si aún quedase la posibilidad de que Lucas regresase para comprobar lo cierto de sus cuernos.

Pero no tuvo suerte. Luchó intrépidamente por retener a su víctima, dentro del campo de juego, más tiempo del que indica el reglamento, consisten las fuerzas y aconseja la razón. Pero Martínez, después de dos horas y media de trasiego, dijo: «Tu marido está al venir», y se marchó horrorizado a propagar por doquier el uso indebido e insaciable empleo al que habían sido sometidas sus potencias viriles.

Lucas llegó, pasada la medianoche, dando tumbos en honor a los goles victoriosos de su equipo. Marta, a la mañana siguiente, se puso en contacto con un gabinete de abogados a fin de tramitar una demanda de divorcio. Un divorcio por desgaste, por hastío. Así de vulgar.

UNa AMigA no acertó en su objetivo, pero VICTOR BAUM clavaría en el blanco, limpiamente, el aguijón venenoso que esparciría la catástrofe justa y necesaria. Estaba segura. Marta esperó a septiembre. No se había valido del servicio postal, sino de una floristería. El encantador ramo de narcisos y prímulas garantizaba que el paquetito dirigido a la atención de los Sres. de Béjar sería abierto en presencia de ambos. aparecería la sortija y la nota de VICTOR BAUM, gerente, restituyendo la joya encontrada y confiando que la estancia en su hotel hubiese sido maravillosamente inolvidable.

La sortija era un solitario de lo más corriente, pero, en su interior, tenía una inscripción con la curiosa particularidad de que, junto al nombre del Sr. Béjar, no figuraba el de la Sra. Béjar sino el de Marta.

Hacía calor, un calor insoportable y el carillón del reloj de la plaza dejó oír la media. Marta comprobó la hora. Detrás de la columna, la saeta del minutero caía a plomo sobre las seis. Apretó sus muslos sintiendo que, entre ellos, algo se henchía, pugnaba por salir, como si bullera un cataclismo dentro de sus recónditos y abultados labios. Como si una víbora relampagueara despegando los pétalos de una flor, atirantándolos hasta dejar el cáliz desnudo. Como una crisálida que quisiera escindirse y surgir de sí misma. Cuánto tiempo más tenía que pasar antes de que él viniera y la sacara de allí y la arrastrara y la arrancara y la arrebatara y la apresurara a inaugurar la eclosión que amenazaba con perpetrarse y que ya le empapaba las bragas.

Las ocho y media.

La espera dibujaba, una a una, las enramadas de los nervios, afilaba los vellos como lanzas diminutas erguidas y atentas, apresuraba el aliento, lo entrecortaba. Pero Marta, esta vez, no sentía temor alguno. Todo se cumpliría, estaba segura: él vendría. Vendría ese animal adorable y codiciado y ella vindicaría su pericia, tasaría su destreza y sabría recompensar sus caricias inestimables.

Él la dejaría colmada y llena. Sí, él la saciaría, como ningún otro lo había hecho. No es verdad que no hay que exigir nada para obtenerlo todo. No es verdad que, en la merced de ser elegida, consiste el único pago. No es verdad que la intensidad de una pasión basta para hacerla comunicable y compartible. No es verdad, tampoco, que un alto sentimiento sea un don tan preciado que dé derecho a ser correspondido. Estaba harta de equivocarse.

De Íñigo sólo había querido que consintiese formar parte de un ensueño. Pero él prefirió disfrutar la realidad inmediata de su mejor amiga. Con Lucas, desistiendo del toque místico, se atuvo a la letra para que fuese carne de su carne. Desde que lo conoció. Desde que empezaron a salir. Desde que, temblando como una hoja, la besó torpemente, ella no quiso otra cosa de él.

La acariciaba con la suave insistencia de los ciegos, rozándola con las yemas solamente, contorneando sus vestidos y reconociéndolos sin atreverse a infringir sus bordes. Marta se sonreía ante tanta timidez y una oleada de ternura la embriagaba como un vino delicado: era un niño pequeño y debía usar con él dulzura, paciencia y tenacidad.

Y con dulzura, Marta, tiró del sedal y, poco a poco, lo fue guiando a casa. Y con dulzura bajó la persiana, puso música, graduó la luz y sirvió dos gin–tonics cargados. Con dulzura reptó hasta su boca y le lamió la lengua susurrándole palabras llenas de amor. Le tomó de las manos y las puso sobre sus pechos y las movió y las oprimió contra su carne ansiosa. Se volcó sobre él, extendiéndose, cubriéndolo como una sábana estremecida. Pero él, muy suavemente, se deslizó, se hizo a un lado, apagó la luz y, con una insospechada soltura, le desabotonó el vestido y se lo sacó. «No te muevas», le dijo. Encendió el mechero y lo fue paseando, acercándoselo con morosidad y atención. Marta sentía la llama alargarse por su cuello, resbalar por sus hombros. La sentía, a través del encaje del sujetador, arder sobre las oscuras rosas de sus pezones. La sentía aletear, siguiendo el largo camino de su brazo, hasta desembocar en su vientre. La sentía asomarse en el diminuto pozo del ombligo, retroceder ante sus ingles. «Separa las piernas», le dijo. La llama se detuvo un instante. Un largo instante en el que Marta creyó que toda ella se abría y que de ella brotaba otra llamarada saliéndole a su encuentro y que las dos, como dos lenguas se enroscaban, se estrangulaban, se fundían.

Después el encendedor se apagó.

A Marta, estas extrañas sesiones la dejaban enervada, sobreexcitada y con un cierto dejo de tristeza. Hizo todo lo que pudo para hacerle comprender que prosiguiera, que tomara de ella la posesión que quisiese, que era suya, que, hiciese lo que hiciese, ella no se iba a valer de ello para atraparlo.

No fue, desde luego, la audacia de Lucas, sino su retraimiento lo que espoleó en Marta la determinación, el deseo y la urgencia. A esa avidez le echaba las culpas Lucas cuando le eyaculaba sobre el camisón; a esa voracidad de hembra atribuía su incapacidad de actuar. Marta, entonces, dejó de acosarlo para someterse dócilmente a sus iniciativas dispuesta a corresponder sin apremiar. Y él reanudó sus clandestinas visitas a las cabinas de los sex–shops, a los dos meses de casados.

Ojalá la hubiera descubierto. Ojalá. Necesitaba herirlo con saña, sacudir su cólera, instigarlo al delirio del crimen o de la lascivia. Necesitaba el escándalo como una catarsis niveladora. Necesitaba clavarle un puñal.

Pero sólo consiguió quitarle un peso de encima.

Hubiera querido que fuese él quien pidiera el divorcio, quien la culpara. Pues ella manejaría la acusación como arma arrojadiza, desahogaría su rabia cincelada en las espirales de la memoria, vertiría la amargura de la arena intacta de su piel, el recuento de las noches agitadas por la misma pesadilla. Pues, en los sueños, Marta era recorrida por besos, succionada por bocas húmedas y ardientes, fatigada por hábiles y extenuantes caricias, frotada por otra piel, desmadejada y expuesta a una desesperada e insoportable excitación. Marta intentaba alzarse, elevar sus caderas, dirigir su pubis palpitante hacia la arremetida que la traspasara, que penetrara en ella hasta el fondo rebosándola de una plenitud desconocida. Y se despertaba apretando entre las ingles una fruta deshecha en sus propios almíbares y punzada por un obstinado picaflor.

Hacía calor y Marta sacó del bolso la revista y empezó a darse aire con ella. No le servía de mucho pues, a pesar de no ser muy gruesa y de lo liviano del papel, la dobló tanto que la había desprovisto de la flexibilidad que un abanico requiere. Pero qué iba a hacer. No había ni una sola página que no estuviera cubierta de la apetitosa carne de un muchacho con todas sus excepcionales características al relieve. De hecho, más que una revista era un catálogo detallado con rigor para que nadie se llamase a engaño. Si Marta hubiese contado con una información semejante, en más de una ocasión se habría ahorrado ciertas sorpresas. Como con Marcelo.

El Sr. Béjar se llamaba Marcelo. Tendría como unos cuarenta y cinco años y todo el atractivo y toda la clase del mundo. Marta no se lo podía creer. Después no se pudo creer otras cosas, pero, al principio, lo increíble quería decir «fascinante», «fantástico» y «qué habrá visto él en mí».

Apenas unas horas que se habían encontrado, que habían coincidido en un instante del tiempo, en un punto de agosto y de la ciudad, y se habían aliado para poblar sus cuerpos de extrañas sensaciones, exorcizar el tedio con deliciosos pecados y unir los días con una sucesión imparable de caprichos. Habían pedido la suite nupcial. «Es como si estuviéramos de luna de miel», dijo Marcelo, «no saldremos de la habitación para nada». Y Marta pensó en Nueve semanas y media.

Marcelo la abrazó por detrás, hundió la boca en su melena tupida hasta dar con un lóbulo sonrosado como un albaricoque, lo tanteó con los labios dejándole un irisado camino de saliva por su duro laberinto, penetrando el aguijón goloso de la lengua, mordiéndolo. Una de las manos de Marcelo le subió el vestido y la otra alcanzó su vientre sin estorbos, se deslizó entre la piel y el elástico de las bragas, bajó a la selva negra y, sus dedos encontraron la rajadura, separaron sus contornos y se precipitaron a untarse con el líquido que empezaba a destilar, Marta se giró, se volvió a él, se envolvió en él, dúctil, disuelta, como cera en torno a la llama, y él la fue llevando, arrimando, con diestra firmeza hasta que cayeron amalgamados, enfebrecidos y vibrantes, en el lugar común.

Vertieron su tempestuosa pasión sobre la colcha. Frotáronse con saña, se anillaron, se enredaron como zarcillos de vid. Sus uñas signaban, escarbaban con arácnida insistencia, clavaban sus gavilanes, arrancaban a la piel arpegios encarnados. Sus lenguas como navajas certeras, como látigos veloces, como peces mojados y escurridizos. Mil agujas traspasaban cada recodo soliviantado de la carne: la sangre era un fluido eléctrico y las pulsaciones, descargas.

Las ropas de Marta fueron arrojadas, una por una, de los confines del cuadrilátero y, cuando quedó completamente desnuda, Marcelo, agarrándola por la muñeca, empujó su mano al interior de una bragueta desbocada ante la sugestión de los acontecimientos venideros. Al despegarse la tela que la comprimía, la verga se irguió, salió al encuentro de los dedos de Marta y se incrustó en ellos. «Vaya por Dios», pensó Marta. Ahora que no estaba pendiente de nada, excepto de lo que tenía entre manos, sintió despertar en su piel la memoria de otra piel. Y recordó lo que Martínez le había hecho el obsequio de enterrar en sus carnes: un hermoso ejemplar de champiñón gigante, cruzado por abultadas venas y asentado en un par de durísimas nueces. Fue una lástima haber aprovechado el regalo únicamente en el empleo de sus aplicaciones, ignorando la dimensión del disfrute que podía proporcionar.

Y decidió recuperar el goce perdido.

En efecto, se inclinó y empezó a resbalarse por el pecho de Marcelo, le posó los labios en el vientre, tocó su lengua el rojo durazno, justo donde la hendidura se entreabría, y esperó la salida de una temblorosa gota para acometer. Apretó la boca en torno a la columna que se removía, la rodeó firmemente entrándola, sacándola, introduciéndola más en cada embestida, al ritmo que Marcelo imprimía a las bridas de sus cabellos desordenados. Pronto se anunció la eminencia del estallido. Marta, entonces, se incorporó con rapidez y se sentó a horcajadas sobre Marcelo para llenarse con su cremoso y ardiente chorro.

«Desde luego Marcelo no es Martínez», pensó Marta. Y esta fue la primera reflexión del día después. Terminó con el bidé, se secó con esmero y, al sacudir el agua que permanecía polarizada temblándole, adiamantándole el oscuro cono del pubis, el vello se le ensortijó como el astracán. Una agradable frescura anegó de raso las paredes de la vulva y convirtieron sus pliegues en el interior de una amapola ablandada y llena.

Una segunda reflexión fue que no todo en esta vida es sacar y meter. Y esto no sólo era un augurio de atracciones futuras, sino la decisión de no perder el tiempo obstinándose en lo mismo. Marta se había convencido de que, hiciese lo que hiciese, nunca iba a tener una idea aproximada de si ya tenía al otro dentro o no.

Salió a la terraza y el desayuno había extendido su mantel de hilo y mostraba las cestas de frutas y ensaimadas, las jarras de zumo y leche, la tetera, la miel, la mantequilla y los blancos bulbos de los huevos hervidos. Y Marta se acercó a la tumbona que él ocupaba dispuesta a demostrar que, aparte de lo que no es todo en la vida, hay un sinfín de cosas. De pie junto a Marcelo, encajó la lisura recién afeitada de su mejilla en el hueco de la mano y la atrajo persuasivamente hacia sí mientras se inclinaba para alcanzar las frutas relucientes.

Marta sólo llevaba un salto de cama mal cerrado. Las guindas se posaban en los labios de Marcelo y, cuando iban a apresarlas, se zafaban como si sus pedúnculos fuesen retráctiles. Las guindas rodaban por el vientre de Marta, por los muslos de Marta. Y los labios rastreaban, se pegaban al sendero fragante de la guinda esquiva. Los labios eran lebreles. Acorralaban el señuelo, lo devoraban atenazándolo contra Marta haciéndola partícipe de la dentellada y del sabor, como si ella fuese la fruta y el comensal. Por Marta el deslizarse furtivo de una boca almohadillada, en Marta el círculo húmedo de la captura, el roce afilado del cepo, el rezumar del jugo, el vaivén de la trituración y, al chocar por fin con la impenetrable semilla, sobre Marta era expulsada y sobre Marta rebotaba hasta la alfombra. De Marta eran los dedos que se adentraban en la boca de él, que se le enroscaban en la lengua y prolongaban la póstuma caricia al dulce y frangible corazón oscuro. La guinda agazapada en el cuenco de su ingle, su pierna apoyada en el brazo del sillón… la boca de Marcelo…

Pero cuando Marta quiso que el reclamo atrajese al perseguidor a su destino no consiguió inducirlo a morder el anzuelo. En vano sus dedos espolearon, intentaron orientar, sujetar la lengua, conducirla hasta el clítoris que avanzaba su lanza, que destacaba su perla en el centro de una hoja coralina cuyos bordes su otra mano mantenía abiertos. En cuanto él descubrió la maniobra se separó, echó una rápida mirada a la cama revuelta con disgusto manifiesto y propuso salir mientras le hacían la habitación y le cambiaban las sábanas.

Las nueve semanas y media apenas sobrepasaron nueve horas y tres cuartos.

Marta siempre había creído que los hombres, cuanto más caballeros, más viciosos eran. Y había estado toda encantada. De ahí su decepción cuando regresó de la piscina y se encontró, envuelto en el papel de la tienda del vestíbulo, su miserable Adiós, muñeca.

A qué se referiría él cuando proponía tocar el fondo, sumergirse en la depravación y ensayar las obsesiones de las fantasías secretas si era incapaz de asumir que ella amaneciese con la regla.

Hacía calor y Marta hizo una seña al camarero mostrándole la jarra para que le trajese otra. El camarero asintió con desgana. Marta tomó los tiques y dejó el importe en el platito, para ir ganando tiempo. Después se dedicó a la cerveza esforzándose por no mirar el reloj. Porque, más tarde o más temprano, venir tenía que venir.

Quien paga manda.