Si el marido de una jamás ha sido un supermán se comprende que, pasados los cuarenta, tenga serias dificultades para ejercer lo más comprometedor de su oficio, puesto que la pieza clave —aun en su juventud inapetente e inanimada— no debe aguantar mucho estira y afloja. Así que no queda otro remedio que admitir que está más que imposibilitado para sus funciones, declararlo insolvente y exigir de él otro tipo de regalos. Porque aquello se acabó.
Todos tus ajetreos con el aerobic, las palizas de los masajes, los sofocos de las saunas, las tiriteras de las vendas heladas y las hambrunas de las dietas; todos los dinerales en embriagadores perfumes, camisones excitantes y lencería sexy; todas esas afrodisíacas ensaladas de apio, las ramitas de canela y los mil y un trucos aconsejados en las revistas femeninas, a fin de vislumbrar en la bragueta del contrario un atisbo de colaboración, no valen para nada. Así que mejor convencerse y terminar con todas las humillaciones a la que una se expone y se somete con la buena intención de ayudar y con la cruel ilusión de un «tal vez». Porque ya no hay «tal vez». Cuando un hombre cierra el grifo, cierra el grifo, y una tiene que arreglárselas como pueda. Emergencia que no depende de la moral de su religión ni de los principios de su educación, sino de la naturaleza de su desesperación. O de su desengaño.
Porque, después del mucho trabajo, los grandes disgustos y el escaso provecho obtenido de los placeres carnales, se puede llegar a la convicción de que, en lo referente a la carne, sólo se encuentra verdadera dulzura en la de membrillo. De ahí que se considere más satisfactorio degustar calorías que sufrir sinsabores y no admita otros riesgos en el disfrute que el del colesterol. Claro que, a veces, aquello que una contaba ya entre los muertos únicamente padece una particular catalepsia cuyo ataque, que suele sobrevenir entre los muros legítimos, desaparece de forma instantánea en cuanto el paciente en cuestión coge el portante y vuelve a la esquina. Lo malo es que, más tarde o más temprano, al final lo sabes. Y es duro enterarte, después de hecha a la idea de lo del entierro de la sardina, de que el cadáver es un zombi que le llega a una rendido de tanto entrar y salir en sembrados ajenos, y que lo que para una se muestra arrugado como una cotufa e inerte como un fósil es un caracol elástico que alarga sus lúbricas antenas y agranda su buche por ahí repleto de estimulantes expectativas.
Al principio una se maldice, no por la ocurrencia de registrarle en los bolsillos o de escuchar por el otro teléfono en sí, sino porque ello ha desembocado en la confirmación de las sospechas. Mientras se duda aún existe la posibilidad de equivocarse, y la certeza es atravesar las puertas del infierno. Después lo maldice. Y lo mataría de tenerlo a mano.
Se suceden, a continuación, todas las estratagemas del despecho, con el premeditado propósito de hurgar bien en la herida, y la memoria exhuma sus pliegos de agravios, de deudas impagadas y años irrecuperables. Ojalá que esto sirviera para aborrecerlo. Para amputarlo del tiempo que te queda por vivir. Pero si, impulsada por un desapasionado espíritu de equidad, quieres oponer a los débitos tus haberes, hay que tener cuidado. No hay que fiarse de poder dar satisfacción a la vanidad, pues la sinceridad suele ser una trampa aniquiladora del amor propio y puede dejártelo inservible para los restos.
Y, si no, no hay más que ponerse delante del espejo y enumerar los dones que él desdeña para reconocer con estupor que ni la leche descremada ni las cremas ni los bodymilk han logrado fijar en tu piel los veinte años, ni afianzar los vínculos de tu matrimonio, ni garantizar una alegría a tu cuerpo para el porvenir, ni nada parecido y que has pasado más tiempo intentando retener tu juventud que gozando de ella. Entonces es cuando la sensación de «mujer–traicionada» pierde puntos en comparación con la de «mujer–estafada» y esto, combinado con la inquietante revelación de que a una no le queda ya qué perder, da origen a más de una cosa. En este punto estaba ella.
Y en ese momento el llavín de él removió en la cerradura.
—Hola, ¿dónde estás, cariño?
—Hola. Salgo en seguida.
Qué rabia. Podía haber sucedido todo una hora antes y haberle dado tiempo a desangrarse en la bañera. En fin. Contuvo la respiración y después la fue soltando suavemente. Tiró de la cadena y levantó la tapa para dejarla caer haciendo ruido. Abrió después los grifos, se enjuagó los ojos, y abrió, heroicamente, la puerta del cuarto de baño.
—Han traído las diapositivas, están en tu mesa —comentó con una presencia de ánimo envidiable.
—Ah, sí, ¿qué tal? ¿Las has visto? —preguntó el muy cínico, el muy hipócrita, el muy hijo de puta, el muy cabrón, el muy cerdo.
Ella continuó con su letanía mental de insultos, mientras él iba a buscarlas, esforzándose por no caer en la tentación de seguirle, de acorralarlo con su presencia, de comprometerlo a que las vieran juntos. Apoyó una pierna en el bidé, la enjabonó y, aunque eran las tres de la tarde, se dedicó a afeitársela.
Él le hablaba a gritos contándole cosas que ella no atendía y, de pronto, se interrumpió bruscamente. Al cabo de unos segundos intentó reanudar el discurso mediante balbuceos atropellados y frases inconexas. Y la cuchilla abrió un delgado surco que rebosó de púrpura inmediatamente.
Después de comer, ella le llevó el café a su leonera.
—¿Dónde están? Déjame verlas, cariño.
Las miró, una tras otra, por el visor orientado a la luz del flexo. Y, como se temía, no estaban todas. Esa era la prueba, si es que aún pudiera haber alguna duda, de que lo evidente era también lo cierto. Faltaban diez. Mejor dicho, nueve. La otra estaba en su bolsillo. ¿Qué pasaría si se inclinaba, como si se la encontrara en el suelo, y dijera: «Qué poco cuidado tienes, por poco la pisas»? Pero no se atrevió.
En vez de eso, colocó las tazas vacías en la bandeja y se marchó a la cocina después de asegurarle que le había quedado un «reportaje» precioso. Puso en ello toda la buena intención de su mala leche. Porque en ese carrete no había ninguna foto profesional. Mira cómo, si no, había escamoteado un particular puñado de ellas. A partir de entonces, cuando se quedaba a solas, sacaba la diapositiva y la contemplaba obsesivamente, como un policía se aprende los rasgos de su perseguido, como un cazador estudia los rastros de su captura. Y su imaginación se convirtió en un cuaderno emborronado de delirantes conclusiones: nombres posibles, edad probable y varias biografías. Del proyector surgía, neto y rotundo, el desnudo de una chica desparramado sobre la chaqueta de cierto pijama. De sobra conocía ese estampado. Como que lo eligió ella para regalárselo al baboso de su marido por San Valentín. La chica ladeaba la cabeza sobre un hombro, y parte de la mejilla quedaba casi oculta por el pelo que resbalaba sobre ella. Lo que no impedía averiguar que su boca entreabierta era jugosa, sus labios abultados y que la lengua asomaba su punta solicitante como un dardo apuntando a los erguidos pezones de frambuesas. Sus manos, de dedos infantiles y uñas de nácar rosa, eran dos cuencos encantadores que amoldaban, juntaban y ofrecían, a la lejana boca, dos toronjas henchidas, desbordadas, circunscritas en los pálidos triángulos de la señal del mínimo bañador.
—No. No es una modelo. Ni siquiera es puta. Con esas marcas del biquini…
Y además no posaba: obedecía.
Luego estaba la cintura, que se afinaba como el cuello de un ánfora sobre las redondas caderas. Y el vientre horadado por el diminuto pozo del ombligo sobre su tierna loma. Y una rizada maraña cobriza entre dos muslos separados indiscretamente. Una pierna estaba extendida. La otra, en ángulo, se apoyaba en la rodilla contraria exhibiendo la oquedad mate de la ingle y permitiendo que los carnosos bordes de su vulva despegaran los labios que surgiera la madura excrecencia del coral que habitaba en el húmedo recinto.
Iba hacia la pantalla y en su blusa, en su falda, se despedazaba la imagen como en un charco. Sobre sus ropas flotaban los flecos de la melena, la guinda del pezón, la grieta lustrosa del encrespado pubis, las almendras de las uñas y el cáliz del ombligo buscando cohesionarse y coincidir con ella. Y ella se desvestía. Se bañaba en la luz como en un manantial mágico, capaz de hacer retoñar en su carne los reflejos con que la iluminaba.
Averiguó cosas. Por la sucesión de las demás fotografías estableció la fecha aproximada. También el lugar: su marido siempre le traía las cajitas de cerillas de los hoteles. Pero todo lo demás era un enigma insoportable. Querría saber, por ejemplo, el «cómo». Y el «desde cuándo». Sobre todo el «desde cuándo». Había habido demasiadas noches en su matrimonio mordiendo la almohada. Mucho cuentagotas como para que la situación presente no significase el punto cero de una prolongada cuenta atrás.
—Estás en las nubes. No pones ninguna atención a lo que te estoy diciendo.
—Lo siento, cariño, estaba distraída. Dime, por favor. —(Dime, por favor, quién es, cuál es su nombre, cuándo entró en tu vida, qué hizo para atraerte, por qué te gusta, cómo es, dónde está ahora, dime, dónde está)—. Dime, no seas tonto, no te enfades, anda.
—Para qué. Seguro que no te interesa. Seguro que no es tan importante como lo que estás pensando.
Desde luego. Estaba pensando, indagando a la vista del jersey esponjoso de su marido, de los picos gemelos del cuello de la camisa, si las puntas de sus dedos aún eran capaces de recordar cómo serpenteaban debajo de la apretada ondulación de la liguilla, llegaban a la botonadura que, con lentitud y pericia, iban desabrochando, hasta poder introducirse y tocar piel. Cómo, entonces, las trémulas mariposas del deseo le alborotaban la sangre con el vendaval que sus élitros agitaban. Cómo todo lo que estorbase el galope desbocado de sus manos era arrebatado, lanzado al otro lado de la habitación. Cómo el olor masculino de su torso esparcía su reclamo, envolviéndola con las volutas de sus lianas. Y cómo se precipitaba su boca, rastreando el pecho viril tapizado de líquenes mullidos… cómo se le inundaba la saliva del sabor que se erguía saliéndole al encuentro… (la hebilla… en qué momento había soltado, del bocado de su largo colmillo, la lengüeta… en qué momento la cremallera descorrió su zigzag donde, aparecía, pulida como un guijarro mojado, prieta como el interior de una granada, y estallante como una cúpula de cristal magenta a pleno sol, la redoma desbordante de aquello que saciaría todos los anhelos de, digamos, lo más íntimo de su ser)… y cómo su lengua lamía, ávida, el imparable manantial del glande que le anegaba la boca.
(¿Había sido así alguna vez, o cómo? ¿Acaso era posible revivirlo, volver a florecerlo en mis poros, en mi aliento, en los vaivenes de mi vientre, en los calambres de mis muslos, en las desesperadas punzadas de las noches de rabia y masturbación?). Tantos años fracasando como reanimadora la convencieron de que la insurrección de su propia carne jamás instigaría la resurrección de la carne de los demás. Pero esa diapositiva demostraba que alguien en cuestión, tenido por inválido en lo concerniente al núcleo de la entrepierna, no se había resistido a la sugestiva invitación de levantarse y ponerse en el buen camino, aunque ignoraba si ayudado de sabe Dios qué muletas.
Sentía una morbosa y pertinaz curiosidad por la joven remediadora. Y envidia. Pero, sobre todo, sentía envidia de él. Porque, mientras él se divertía con niñatas que podían, holgadamente, ser hijas suyas, ella únicamente tendría oportunidad de competir en el comercio en calidad de saldo, dijeran lo que dijesen sobre la igualdad.
—Hoy es miércoles, ¿no?
—No. Es jueves, veintitrés.
—¿Veintitrés, ya? Hay que ver cómo pasa el tiempo. Este mes se me ha pasado volando.
—A mí también. —(Desde hace una semana justa noto cómo me devalúo cada día. Me habían enseñado que cuanto más se resiste una, más codiciada es. Que cuanto menos se otorga, más se acrecienta el valor de lo que se accede a consentir. Y así aprendí a ofenderme cuando me apremiaban, a rehusar cuando me lo pedían, a regatear lo que deseaba conceder y a combatir en defensa de lo que yo estaba dispuesta a rendir sin condiciones. Todo el tiempo empeñada en aquilatar mi precio para recompensar la conquista de un imbécil, en la creencia de que yo, como trofeo, tenía la exclusiva, y dando de lado a quienes hubieran estado felicísimos de hacerme un favor agradable, efímero y sin complicaciones. Esto es absurdo. Lo malo es que, además, es irreversible).
La envidia iba incubando un enconado y vengativo rencor bajo una apacible máscara abstraída, y los días no hacían sino acercar el momento de la eclosión de todo el aborrecimiento acumulado. Y era sábado ya.
—Pero ¿es que no te has enterado todavía? Salgo ahora mismo. Salgo para Berlín.
—Entonces, ¿te llevas el coche?
—¿Cómo que si me llevo el coche? ¿Hasta Berlín? De verdad que me da la impresión de que hablo con la pared.
—Quería decir que si te ibas en coche al aeropuerto. No sería la primera vez que lo dejas allí.
—No. Pillaré un taxi.
Sin mirarlo, percibía sus movimientos, cómo él iba doblando las prendas que sacaba de la cómoda y las guardaba en la bolsa de viaje. Las manos se le quedaron húmedas y frías y la aguja se le resbalaba.
(Le estoy asegurando los botones al pijama que le regalé. Estoy poniendo a punto su ajuar para que nadie se quede con un botón en la mano cuando intente averiguar el aspecto de lo que pondrá a prueba. Gracias a mí, esta bragueta se abrirá limpiamente para facilitarle a alguien el uso de los privilegios de su poca edad). Se levantó impaciente y arrojó la prenda lejos de sí, con manifiesta aversión.
—Mira, sabes lo que te digo, que no te llevas este pijama.
—Pero ¿por qué?
—Pues porque no. Porque prefiero cosértelo tranquila, sin estas prisas, que me está saliendo un churro. Es que mira, ¿ves?, me están sudando las manos…
—Y ¿por qué? ¿Qué tienes? No será la menopausia.
(Así se te desmorone. Así se te caiga a rodajas como un octavo de salchichón. Así te parta un rayo).
—A lo mejor. Anda, ten este, cariño.
Cerró la cremallera de la bolsa y ella lo acompañó hasta la puerta y le ayudó a meter en el ascensor todo el aparato de su equipo de reportero. Él la besó brevemente, para no malgastar ni un átomo de lo que esperaba emplear a fondo y con ventaja. Y se marchó silbando pletórico de dinamismo. Estaba en plena forma. Las casi dos semanas que pasó con ella las aprovechó para reponerse y aprovisionarse de energías. Ni fumó, ni bebió, ni trasnochó, ni se propasó en nada, ni se expuso al riesgo de que su mujer procurara de él hazaña alguna.
Como un cartujo, vamos. Pero se hartó a vitaminas.
Ella se asomó a la ventana para decirle adiós, y no apartó la vista de él hasta que consiguió meterse en un taxi. Rápidamente se quitó las zapatillas, se puso el abrigo, metió sus cosas en el bolso, cogió las llaves del coche y salió del piso.
Era de noche cuando llegó al hotel cuya dirección estaba en la caja de cerillas. Pidió que le subieran algo de comer a la habitación. Estaba muy cansada. No estaba acostumbrada a conducir tanto tiempo de un tirón y le apetecía ducharse y ponerse cómoda. Le subieron frutas y galletas, y ella descorchó un benjamín del minibar.
Frente a sí, dos camas de matrimonio adosadas con la colcha verde almendra de la diapositiva. Y el mismo aplique dorado. (De modo que fue en una habitación como esta. De modo que fue aquí). Y las lámparas parecieron romperse en bengalas y sus resplandores confundían los contornos de las cosas. Todo se estremeció aprisionado en las lágrimas que, suavemente, se abultaban llenándole los ojos. (Qué es eso de llorar.
Oh, vamos… lo que me faltaba: que el champán me ponga tierna). No obstante, descorchó otro benjamín y encendió un cigarrillo.
Junto a la ventana, una mesa con patas de lira ejercía de escritorio. Buscó en la carpeta, entre folletos turísticos y horarios de trenes, papel timbrado. Y, procurando hacer la letra amplia y legible, escribió la fecha y encabezó una carta:
«Desde esta habitación, donde te portaste tan bien, te envío un beso muy largo para que a mi lengua le dé tiempo a explorar todos los rincones de tu boca.
»Y no te apures, baby. Estuviste magnífico, en serio. Fuiste como una ola: llegaste a donde pudiste y cuando pudiste llegar. Así son las cosas y hay que tomarlas como son. Sólo siento no haber tenido ocasión de lucirme a conciencia, no haberte hecho una verdadera demostración de lo bien que puedo desenvolverme. Tú hiciste toda la faena. O casi toda, no digas que no, no seas modesto, pero los demás también querríamos presumir de habilidades. Pero puedo ponerte un ejemplo de ellas, baby, me siento inspirada.
»Verás: te imagino aquí, conmigo, tendido a mi lado y deseo con todas mis fuerzas emplearme a gusto en disfrutar de ti. Y por eso voy a quitarte el pijama, suave, muy suave, preparándote, baby. Te acaricio: los costados primero, mientras mi boca bebe de tu boca y mis muslos atenazan los tuyos. Van subiendo mis dedos hasta tus hombros, van desabrochando la chaqueta… Y desciende mi boca marcando por tu pecho su sendero de saliva. También se mojan tus piernas entre mis muslos… ¿no lo notas? Di».
Sus ingles estaban empapadas, latiendo con ímpetu de irreprimible ansiedad. Llevó su mano hasta donde brotaba su deseo.
(Deja que piense que eres tú quien tan delicadamente me separa, se introduce, me alisa y hace resaltar esta orgullosa cereza que ojalá mordieras alguna vez. Ojalá naufragaras en esta fuente mía… Ojalá…).
«Voy bajando, continúo bajando por tu vientre. Traspaso el elástico del pantalón. Sí. Por aquí debe de estar. Mis pechos aprisionan esa cosita tuya tan linda, para hacerla crecer, y agrandar, y alcanzar la succión ávida de mi beso. Abandónate, no tengas miedo, estoy aquí, vamos, ánimo, arriba… Oh, mira, qué obediente es, mira cómo se ha puesto de tiesecita, mira cómo se ha puesto de grande, que no me cabe en la boca… Bueno, parece que está lista, que no se va a echar atrás. ¿Verdad que no? ¿Verdad que ya no le da vergüenza? ¿Verdad que no se va a esconder… sino dónde yo le diga? Vale, pues hasta luego. Espera un momento, que quiero lamerte esa gotita que tienes en la punta. Ya. Voy a apartarme, pero descuida. Mi mano se ocupará de que siga engrasada y en buen funcionamiento. Y ahora bésame y averigua tu sabor en mi boca, mientras voy deslizándome por tu vientre hasta encajarme en ti, hasta sentarme sobre ti y cabalgarte, y sacudir ante ti el bamboleo de mis tetas que tú querrás chupar, y conducir tus dedos a la apretura de mi pubis contra el tuyo, para empujarlos a la ranura de mi erizo irritado, hasta el interior de sus labios resbaladizos y obligarte a que me lo frotes a la misma velocidad de mis vaivenes… Venga… venga… Así… hasta que, entre aullidos, te suplique que te pares y acabes, que acabes de una vez, porque ya no puedo resistirlo, baby».
(Porque ya no puedo resistirlo… no… no… lo… puedo… no… pue… do… re… sistiiir… No… no… pue… do… no pueeedo… no… no… noo… noooo…).
Se echó hacia delante, sobre la mesa, intentando amainar sus últimos jadeos. Cuando se tranquilizó, hizo pasar la yema del dedo corazón, chorreante todavía, por los bordes de la carta, como si se tratase del tapón de un frasco de perfume. Firmó con un beso de carmín y aún añadió una posdata:
«Practica esto con tu mujer. Es mejor ensayar con alguien que no espera de ti grandes prodigios, para no correr el peligro de quedarse cortos en otras circunstancias más comprometidas. Chao, baby. Por cierto, ¿cómo salieron las fotos?».
Cerró la carta, se abrochó la chaqueta del pijama, de un estampado que ella conocía bien, y se acostó. No recuerda cuándo apagó la luz. Estaba rendida.