La presa

Hubo un tiempo en que Txomín, considerando su vida como referencia, no tenía más remedio que juzgar, si no falsas, al menos exageradas, todas las confidencias masculinas de la hora del vermú. Pero ahora, después de casi tres meses de acoso postal, la existencia de las ciegas pasiones se había convertido para él en una evidencia irrebatible. Sólo que, a pesar de haber ingresado en el bando de los cuarentones perseguidos, tuvo buen cuidado de no cambiar su conducta consciente de que, aunque se le aceptara cualquier muestra de solidaridad, de ningún modo se le permitiría el más mínimo intento de competencia. Siguió oyendo a los demás quejarse o jactarse y cualquier comentario sobre su propia experiencia lo silenció herméticamente. Y además, qué iba a contar y cómo. Y quién le iba a creer si ni él mismo daba crédito.

Todo empezó una vez, a la vuelta de un viaje, y gracias a que el equipaje lo deshizo él mismo, pudo conjurar la catástrofe, al menos de momento. Porque, al separar la ropa para meterla en la lavadora, se topó con la presencia misteriosa y comprometedora de un tanga entre sus calcetines. Claro que pensó que era una broma pero, por si acaso, lo enterró en el cubo de la basura y trató de olvidarse. No era una broma.

Tampoco pudo olvidar tan fácilmente. A los pocos días, cuando recibió las diapositivas, se encontró con que alguien, presumiblemente la dueña de la prenda delatora, había invadido el rollo. Se suponía que las fotos las había disparado él. Se suponía que estaban hechas en el hotel, en su habitación. Se suponía… pero, por más que cavilase, no recordaba nada.

Quién era esa chica que él, hacia el final del carrete, había fotografiado. De dónde la sacó. Qué le había dicho. Cómo la habría convencido para que se dejara retratar así.

Su mujer había estado mirando las diapositivas por el visor:

—Son fantásticas. Hay algunas realmente fantásticas. ¿Te han salido todas?

Y él, sin saber qué contestarle, porque si le decía que sí y a ella le daba por contarlas… y si le decía que faltaban tantas como las que había escondido debajo de la alfombra, por fuerza tenía que escamarse. Optó por fijar la vista en la gasa tornasolada que se desdoblaba sobre su café y preguntar si le había puesto ya el azúcar o a saber qué majadería. Aún no las había mirado con atención, no tuvo tiempo. Tan sólo vislumbró la chaqueta horrible de su pijama, abierta de arriba abajo sobre una chica, abierta de arriba abajo ella también. Lo suficiente para quitarlas de la circulación como medida preventiva.

En cuanto tuvo lugar y las proyectó en la pantalla… ¡Dios mío! Las quemó, claro. Pero la intriga no se le iba de la cabeza. Ni el cuerpo de la chica.

Se esforzaba por recordar, pero solamente imaginaba. Se escuchaba dándole instrucciones y la veía obedecer, perezosa pero exacta, por el recuadro del objetivo. Le decía primero que se relajase, que se desordenase un poco el vestido, con descuido, como por casualidad. Que cruzara las piernas. O mejor, que las doblase a un lado. O mejor, que se sentase sobre ellas. Y, a cada movimiento, relampaguearía el triángulo negro entre sus muslos, como un túnel al final de un desfiladero que se ve tan compacto, tan imposible de horadar… Después, que se desabrochase, un poquito, el vestido. Eso. Bueno… quizás un botón más, quizás hasta conseguir resbalar el tirante… y hacer sobresalir un hombro, quizás hasta que el escote baje y descubra casi la mitad de esos dos pomelos, y pararlo al borde mismo del pezón. Cualquier ademán de los brazos, cualquier inclinación del torso puede hacer peligrar el precario equilibrio del ribete y que se adelanten, atraviesen y asomen los capullos rosados. Pero después… después, ¿cómo? ¿Cuál es el paso siguiente, a qué tretas hay que recurrir para que el vestido caiga, se desprenda como una piel inútil? ¿Qué hay que hacer para que el sello que custodia el pubis rompa su precinto y muestre el carnoso y enredado brocal a la atenta pupila de la cámara?

Decirle: «Desnúdate. Desnúdate y déjame que te vea. Enséñame cómo eres, de qué están hechos tus lugares secretos. De cuánta miel. De cuánto jugo de fresa. De cuántos sobresaltos de cigarras. De cuánta arena dócil. De cuántas ascuas lívidas. De cuántas astillas de nieve».

Decirle: «Vuélvete. Vuélvete, pero mírame. Arrodíllate, pero mírame. Y, ahora, inclínate, échate hacia delante, apoya la mejilla en la almohada, pero mírame. Dobla el brazo. Sí: el derecho. Que el hueco de tu mano coincida con el pecho que se comba. Alza el índice hasta que alcance el pezón empinado. Que lo roce apenas. Mójalo. Eso es: chúpalo antes».

Decirle: «Separa las piernas, sepáralas y hazme ver cómo avanza tu mano izquierda, cómo desaparece, cómo se hunde un dedo… y otro dedo… y… sí, así: otro dedo. Por favor, sí, otro dedo. Pero mírame. Te he dicho que no dejes de mirarme».

De verdad, ¿acaso fue capaz, alguna vez, de dirigir semejante sesión? Y, sin embargo, contra toda la desazón de la duda, se materializaba la prueba concluyente. Dejó de pensar en la chica y dónde y cómo la había conocido, para recrear su cuerpo y fingir espiarlo con el inmutable cíclope de su cámara fotográfica. Fijar en la película su boca solicitante de lengua libadora y recorrer las brillantes rutas de la saliva: circular y delgada como un velo transparente en torno al suave talco de la aureola. Espeso almíbar, y en seguro trazo, por el estrecho sendero de entre las nalgas. Abundante, como una cascada de azogue, hasta hacer estallar la llamarada de un hibisco palpitante y hambriento.

Dejó de pensar en la chica para preguntarse si, en sus dedos, habría el atrevimiento suficiente como para conducirlos por los caminos que los ojos soñaban desbrozar. Entonces, llegado ese punto, en las cercanías de su bragueta, acontecían apreciables desplazamientos originando diferencias de nivel en el lado izquierdo de la pestaña de la cremallera con respecto al otro.

Al principio fue eso: una inofensiva fantasía, quizás un retorno al antiguo recurso de la adolescencia. Pero bien. Hasta que llegó la primera carta. Según la cual, Txomín no sólo la había fotografiado, sino que… le había dado sus señas y el supremo argumento para que lo asediara y lo perdiera y lo volviera loco. A partir de entonces, arreció una singular correspondencia empeñada en refrescarle la memoria sin éxito alguno y en apretarle las clavijas con suma eficacia. Y es que, aunque por un lado, quedaba bien patente que aquella noche él no estuvo muy sobresaliente, por otro era obvio que su torpeza había suscitado el interés de ella en adiestrarlo para un correcto y posterior ejercicio de su papel. Una manía o una pretensión muy femenina de querer encarnar para él la Salud de los enfermos, el Refugio de los pecadores, el Consuelo de los afligidos y el Extravío del padre de familia.

Le decía que lo añoraba mucho. Le decía las ganas que tenía de volver a estar con él, de someterlo a prueba y comprobar sus progresos. Y, a continuación, le enumeraba el programa del encuentro con todo detalle.

Le decía: «Sueño con tu boca como una cueva ardiéndome en las ingles. Y en tu lengua moviéndose a la velocidad del aire en un silbato. Y en tus labios apretados, sorbiendo el zumo salado de mi caracol».

Le decía: «Necesito tus dedos, untados en mi blanda concha de manteca, deslizándose hasta encontrar donde penetrarla. Tus dedos persistentes, tus dedos lentos. Pero necesito también tus dedos de relámpago, abriéndome como una corola. Necesito tus manos izando mis caderas, dirigiéndolas hacia tu embestida. Tus manos empujándome hacia donde se vierte tu nada. Tus manos explorándome, llegando a donde jamás llegó ningún espejo: conociéndome y haciéndome conocer bajo tu tacto».

Le decía cómo lo acariciaría, cómo lo avivaría, cómo lo chuparía y dónde. Y se ofrecía a él como la poseedora de un mágico manantial hacia cuyo reducto debía orientar su periscopio, tímido y retráctil, con la absoluta fe en su resurrección.

Las cartas, pese a todo lo que pudiera pensarse, no le excitaban en absoluto, por lo menos en lo que a la libido se refiere. Es más, las temía. Como cualquiera. Cualquiera al que su mujer le entregue una carta de esta clase y se acomode frente a él mientras la lee, o mejor cerciorándose de que la lee, para preguntarle al final: «¿Qué, buenas noticias?», queda completamente incapacitado para cualquier cosa que no sea el que se lo trague la tierra.

Se encontraba en una encerrona sin comerlo ni beberlo ni tener ni idea. Pero lo peor para él era el no tener ninguna opción. El no poder corresponderle ni poder mandarla al cuerno. El que ella lo controlara por completo y que él no supiese nada de ella. El que no firmase sus cartas y el que un membrete de hotel fuera su único remite. El que ella, el día menos pensado, pudiera colársele por esas puertas sin que él pudiera hacer nada para evitarlo ni para invitarla.

Tenía también otra preocupación: que su mujer se extrañase de tanta asiduidad por parte de una firma hotelera. Txomín jamás llegaba a tiempo de abrir antes el buzón. Siempre se encontraba el correo ordenado en una bandeja sobre su mesa de trabajo y, si un día, ella, puesto que la curiosidad es irresistible, le escamoteara la carta y la abriera, en ese mismo momento se habría decretado su ruina y su fin. Cada vez que encontraba entre su correspondencia un sobre alargado con logotipo azul en relieve, entraba en la preagonía, observando si estaba intacta la solapa del sobre e intentando averiguar, en la mirada imperturbable de su mujer, si su sentencia era cosa cierta e irrevocable. Después hacía como si la leía, delante de ella que miraba distraída el telediario y removía su café, pero sin quitarle el ojo de encima, de eso estaba seguro. Cada vez que ella hacía algún movimiento a él se le retiraba la sangre de la cara.

Deshacerse de la carta, otro problema. A veces lograba esconderla en el bolsillo para leerla luego, con más calma, en el cuarto de baño. Eso era lo más práctico para enterarse, para destruirla y para resarcirse.

Ella le había dicho que le gustaría poner a su disposición aquello que jamás había consentido al ariete de ningún otro hombre, y aunque ello conllevara el sobreentendido de que de él no tenía nada que temer, aunque se hubieran acabado las pomadas en el mundo, le era más fuerte la imagen suscitada que su maligna significación. Se la representaba apoyándose en el lavabo y él, rastreándola suavemente por detrás, presionando en su botón fruncido y desplegándolo como el cáliz de un dondiego al anochecer. El espejo los sorprendería con las mejillas unidas y los ojos en éxtasis, en vez de revelar su desesperado placer clandestino. En vez de salpicarse con una súbita y escurridiza granizada. En vez de resquebrajarse con su estupor.

Era imposible continuar así. Pidió una semana en el trabajo, cosa que no dijo en casa, e hizo una reserva en el hotel. No tenía ningún plan, ¿pero qué podría planear con tan pocos datos? Iría allí. Era lo único que se le ocurría. De un modo u otro daría con la manera de encontrarla y de averiguar qué se había propuesto. Por si acaso, hizo un par de compras en una farmacia. A nadie le gusta hacer continuamente el ridículo.

La verdad es que se esforzó, que puso su imaginación a todo rendimiento, que utilizó todos los ardides, que arriesgó, inventó y trajinó sin desmayo ni medida. Al principio su objetivo era una chica de dieciocho a veinte años, con melena ondulada color canela y bien dotada ella de curvas y cambios de rasante. Pero también pensó que podía haberse teñido el pelo o cortado. O haber reducido centímetros o haber ganado peso. En fin, que su objetivo se hizo panorámico. Al principio montó guardia durante el horario del desayuno. Se sentaba cuando extendían el primer mantel y no se iba hasta que se lo quitaban y ponían su silla sobre la mesa. Luego acechó en los salones, cerca de las mesas–escritorio. Se aventuró a espiar en el vestíbulo para lograr un censo de mujeres solas y la distribución de las mismas. Llegó a engañarse, tan fuerte era su deseo, y perseguir a alguna acorralándola en el ascensor. Se atrevió a entrar en habitaciones y puso toda clase de notas en los casilleros. Al cuarto día terminó su búsqueda.

Apoyada en la balaustrada de la terraza, parapetada tras unas enormes gafas del sol, recortada en el contraluz del atardecer y con un etéreo chal de gasa agitándosele en torno como un trémulo nimbo azul piscina, allí estaba su sinvivir y su tormento que, al percibir su presencia, se volvió, sin duda, sonriéndole. Se precipitó, como un tiro de caballos salvajes, enredando en las piernas y en los brazos de ella las extremidades propias. La lengua, ágilmente, se escurrió en una boca atónita y, en un segundo, la había investigado tan exhaustivamente como para detectar el traqueteo de una dentadura postiza.

Antes de que pudiera separarse y rectificar posiciones y musitar disculpas, fue arrancado, tal vez sin el soberano consentimiento de su presa, por los bravos puños y el denodado celo del jefe de expedición de una excursión de pensionistas galeses a cuyo rebaño la perturbadora visión pertenecía. Sin embargo, la víctima no quiso presentar denuncia ni formular ninguna queja, pues el que un hombre quisiera violentar su virtud como un novio incontinente, y que otro lo impidiera con la cólera de un marido vejado, era demasiado fabuloso como para andar pidiendo explicaciones. A duras penas contuvo el impulso de auxiliar a ambos y curar indiscriminadamente ojos morados y labios partidos como una mujer sin principio alguno, limitándose a suspirar como único signo de rebelión a las conveniencias. Pero en el asunto trascendió y la dirección del hotel invitó al sátiro a marcharse.

Y Txomín volvió al hogar todo derrotado en busca de la salus infírmorum, refugium peccatorum y consolatrix aflictorum legal y, por tanto, inmarcesible.

A primera hora de la tarde llegó a casa. Nada más abrir la puerta sintió el olor familiar del café saliendo del fondo, el de la cera viniendo del pasillo, el de un ramo de alhelíes ante el espejo de la consola. Las persianas estaban echadas y golpeaban con desgana contra los alféizares. Cerró la puerta y, casi como si se tratase de una consigna, se oyó un suave clic y empezaron a sonar los Moody Blues.

—Hola. No te he oído entrar.

Estaba todavía agachada frente al tocadiscos y lo miraba como si se tratase de una sorpresa maravillosa. Rectificó el volumen, se levantó y fue hacia él.

Days of Future Passed, cara B. Ella oliendo a vainilla como un ramo de heliotropos. Él enlazándola por la cintura. Los dos bailando en la alfombra muy juntos. Casi sin moverse.

Cuando ella consiguió desabrocharle el cinturón y descorrerle la cremallera, lo halló en óptimas condiciones. Cuando él logró infiltrársele en lo más profundo de la entrepierna, la encontró dispuesta y ansiosa. Los labios de ella bucearon bajo su camisa, picotearon por su pecho como una tijerita minúscula en dos minúsculos granos de frambuesa. La lengua de ella era rápida como la de un colibrí y le adhería una fría e irisada telaraña. Y él se entregó a la envolvente ternura de las caricias conocidas, a la sabiduría de la costumbre, a la liturgia que, en la reiteración, basa el principio del trance. Se cogieron de las manos: cada uno atrajo la caricia del otro hacia sí. Los dedos se superpusieron, se amoldaron, se acoplaron para maniobrar juntos. Él le recubrió la mano y la cerró firmemente sobre la rigidez de su verga. El dedo de ella acompañó al otro a abrir delicadamente la hendidura y profundizar en su abismo marino y lo orientó hasta capturar una delicia húmeda, tan dura y precisa como una perla. La mano de él le imprimió en el puño un fervoroso vaivén y ella sintió apretarle entre los dedos un deseo tumultuoso, los latidos de una sangre soliviantada, la furia de una espada ardiendo, la amenaza de un torrente subterráneo… y apresuró su cadencia desobedeciendo a su guía. Rodaron por la alfombra.

The Moody Blues: Days of future passed, cara B. NIGHTS IN WHITE SATIN.

Ella, encajándole las palmas de sus manos en las mejillas, las inclinó y las hundió entre sus piernas. Al instante una lengua diligente penetró en el tierno capullo y lo recorrió en toda su longitud, separando sus pétalos, alisándolos, lamiéndolos hasta detenerse en la comisura. Entonces, con la lengua como eje, él hizo girar su cuerpo hasta atenazar con sus ingles la cabeza de ella. Su verga inflamada entró en un cilindro caliente de terciopelo. Unos labios se contrajeron firmemente, se estrecharon, succionaron queriendo retener al intruso que tan decididamente se introducía para luego retirarse.

El placer de ella se derramó embadurnándole el rostro, rebosándole en la boca. El deseo de él, endurecido, agitándose, yendo y viniendo hasta el fondo, sacudido por el oleaje de una lengua procelosa, amenazaba con estallar muy pronto. Ella embistió con las caderas, y con los muslos apretó contra sí el enloquecido y persistente afán de la lengua que le hurgaba dentro de la carne. Y los dedos de él se le aventuraron en su mullido y untuoso túnel colmando plenamente su vacío. Las manos de ella empujaron las nalgas de él, las separaron, sus dedos se deslizaron recorriendo su juntura. En la penumbra, inextricablemente entrelazados, a penas se distinguía de ellos una jadeante maraña.

De pronto, él se tensó como un ciervo. Un chorro quemante inundó de nácar el engarce de una boca. Unas piernas se desenredaron, aflojaron la presión de su pinza.

Se alzó la aguja y dejó de girar el disco. El silencio cayó rápidamente, como un pesado telón.

Se relajó tanto que, quizá, se durmiera. Cuando recobró la conciencia, se la encontró sentada en la alfombra, junto a él, apoyando una bandeja en la mesita. El olor a café. El olor a croissant caliente. Se incorporó. El olor a gel de hierbas saliendo del albornoz de ella, el olor a su pelo húmedo. Su sonrisa. Su mano en el mango de la cafetera sirviendo las tazas, su mano removiendo con la cucharilla del azúcar. Su mano empuñando un cuchillo, abriendo el croissant, extendiendo la mantequilla. Sus manos destapando el frasco de mermelada.

—Vino a verte una chica.

La taza se detuvo antes de desembocar en su boca.

—¿Una chica?

—Bueno… era muy joven. Creo que estaba un poquito… —y ella trazó una curva invisible sobre su vientre.

Él decidió soltar la taza.

—Eh… Mmm… Esto… ¿Te dijo quién era?

—No, pero te dejó un recado. —Del bolsillo de su albornoz sacó un sobre alargado con un logotipo en relieve de color azul tinta.

Entonces, como si el sol, en vez de filtrarse por las estrías de la persiana, lo hiciera a través de unas ramas sacudidas y cambiara sobre su rostro sus dibujos, la expresión de él fue variando sin conseguir fijarse en ninguna de las emociones que lo agitaban.

Ella cogió la cafetera y se levantó. Él abrió el sobre.

Otro sobre de color crudo y doblado en cuatro salió del pliego blanco de la carta.

La chica muy confusamente se lo explicaba todo, o mejor, se lo lloriqueaba. Le decía, para ir abriendo boca, que estaba embarazada, que todo había acabado, que él tenía la culpa y, por conclusión, que le adjuntaba todas las pruebas. En el último renglón de las lamentaciones pudo deducir que las pruebas remitidas no eran precisamente las de la rana, sino las de un laboratorio dedicado a analizar ciertas particularidades contaminadoras de la sangre. Él sintió un golpe muy bajo y se dobló hacia adelante petrificado de angustia.

Ella, que permanecía en el quicio de la puerta observándolo sin querer interrumpir, en ese momento se adelantó y cruzó la habitación en dirección a la ventana. Cuando llegó a la altura de él, suavemente recogió el pliego y el sobre color crudo y el sobre alargado. Los rompió y los amontonó en el cenicero. Después encendió una cerilla. Continuó entonces su camino sintiendo a sus espaldas el olor a papel quemado. Alzó la persiana y apoyó la frente en el cristal luchando por domesticar sus gestos y apaciguar las estrellas que refulgían en sus ojos.

Cuando todo fue cenizas y el triunfo había conseguido aquietársele, su máscara volvió a estar bien anudada. Ya podía girarse.

No había nadie en la habitación. Daba la sensación de que no hubiera nadie en la casa.

—¿Cariño…?

No obtuvo respuesta. Excepto el estridente zumbido de un moscardón que estrellaba contra el cristal su desesperación intolerable.