La noche de aquel día

Eva entró en el compartimento absolutamente malhumorada. Estaba fastidiada por ese viaje de vuelta al que se le sumaba toda la malagana del viaje de ida. Estaba fastidiada por no haber encontrado billete en coche–cama y haber tenido que conformarse con un primera. Estaba fastidiada por su falda de seda, incomodísima para estar sentada tantas horas. Estaba fastidiada, y su hermana Rosa tenía la culpa por haberla hecho venir: la RENFE también, por el modo en que la obligaba regresar y la tata Bibiana porque, con sus entrometimientos, sus lágrimas y sus chocheces, la había puesto tan fuera de sí que se olvidó, no sólo de cambiar su falda por unos pantalones, sino, incluso, de meterlos en la maleta.

Aparentemente estaba muy fastidiada pero, en realidad, estaba dolida, celosa, amargada y llena de resentimiento. Por eso, a pesar de que con el viaje ponía tierra de por medio, no encontró en ello ningún alivio, no dijo: Ya he salido de esta y sanseacabó, sino que continuó rumiando su despecho atribuyéndoselo a lo inoportuno de su ropa y al inconveniente de su plaza: en el centro y de espaldas a la dirección que llevaba el tren. Eva hubiera preferido estar junto a la ventanilla o junto al pasillo, para poder apoyar la frente en el cristal y no tener que ver con nadie. Pero esta circunstancia le daba un argumento más para renegar de la noche que le esperaba en vez de pensar en que, mientras ella subía al exprés, su hermana Rosa iba camino del aeropuerto. Ambas se habían escabullido de la fiesta. Eva, con el pretexto de que, al día siguiente, debía incorporarse al trabajo. Rosa… para iniciar su luna de miel.

A la izquierda de Eva había un muchacho que debía de ser estudiante: a su derecha, una especie de bestia parda que no debía de tener ninguna clase de estudios y, frente a Eva, un pulcro e insignificante hombrecito que debía de tener toda clase de complejos. Este tímido ejemplar, a su vez, se encontraba entre las pezuñas del ejemplar agreste que, aprovechando que la plaza estaba libre, había plantado sus afiladas botas en el asiento y el exotismo multicolor de una titilante y minifaldera mulata. Eva pensó: «Estamos apañados». Agarró el bolso y se levantó para ir al bar. La verdad es que tenía hambre. Y es que en todo el día no había probado nada. Todo el día soportando a la gente: Mira cómo se te ha adelantado la pícara de tu hermana; o: Pero tú tendrás algún novio por ahí; o: A ver cuándo nos das la sorpresa tú. Pero lo fue lo que le dijo la tata Bibiana. Porque realmente a ella no le importaba demasiado que su hermana pequeña cambiase de estado civil. Lo que le importaba era que el cuerpo de Rosa no tuviera secretos para el cuerpo de alguien. Que el cuerpo de alguien no tuviera secretos para el cuerpo de Rosa. Y por eso, cuando la tata le dijo: Ay, niña, que se te va a ir la juventud sin probar la gloria bendita, Eva se puso furiosa y le chilló que qué sabes tú de mi vida, que desde los dieciocho años he estado fuera, lejos de este pueblo piojoso y he podido hacer lo que se me antojara sin tener que rodar por bocas de viejas chismosas como tú y sin tener que atarme de por vida a nadie para no pasar por una perdida. Pero la tata Bibiana seguía suspirando y diciendo que qué lástima irse al otro mundo sin conocer la gracia de Dios. Y Eva como una fiera porque tenía veinticinco años, casi veintiséis, y era todavía virgen. Más que virgen, estaba lo que se dice intocada. Por eso, hizo el equipaje a todo gas y no se acordó del pantalón de franela, ni de los calcetines de lana, ni de los mocasines y ahora andaba con esa falda de seda más arrugada que un higo. Y con panties superdelicados. Y con tacones de diez centímetros por lo menos. Qué número.

Mientras le traían la cena, pidió un güisqui con hielo y unos cacahuetes.

Eva había conocido bien a Rosa, al cuerpecito redondito de Rosa, cuando eran pequeñas y las bañaban juntas en un barreño de zinc. Dejaban el barreño al sol toda la mañana y, cuando el agua estaba templada, la tata Bibiana las llamaba, les hacía quitarse los babis llenos de tierra, las sandalias, las bragas de canalé y hala: al agua patos. Eva se quedaba mirando a Rosa, recordando cuando Rosa era todavía un bebé y que mamá se desabrochaba la blusa y acercaba la boca de Rosa para que la chupara y la boca de Rosa hacía salir leche de mamá y se la tragaba con glotonería. Y Eva entonces se miraba el pecho y no encontraba esas bolsas blancas que mamá se sacaba y dudaba que la boca de Rosa fuese capaz de hacer brotar ningún manantial milagroso de un material tan escaso. Pero un día, cuando, después de chapotear en el barreño de zinc, la tata las envolvió en las toallas grandes y las mandó correr hasta que dejaran de rechinarles los dientes, Eva hizo que Rosa la persiguiese hasta las flores de jarro detrás de la alberca y, una vez allí, la cogió la sentó a la fuerza en sus rodillas, la acunó: Mi nenita, mi nenita, y le ofreció el pellizquito canela que hizo asomar de su toalla: toma leche rica de mamá. Y entonces sintió un aliento calentito, y luego unos labios mojados apretando, y luego una lengua nerviosa chasqueando, lamiendo, y le pareció que, en la boca de Rosa, quería verterse, desembocarse un intenso escalofrío que le serpenteó desde el vientre por la espalda arriba y por los muslos abajo. Y deseó crecer dentro de los pétalos de Rosa, y ocupar sus paredes suaves y rebosarlas y henchirlas. Eva le apretó la cabeza contra sí, desesperada por no poder volcarse, por no poder derramar sus calambres como estrellas de bengalas. Y Rosa entonces, ávida e impaciente, hincó su dentadura y orló la mancha del pezón con un pespunte encarnado.

Dónde estaría su pezoncito de niña marcado con los dientes de su hermana. Dónde su cuerpo de organza y limón. Dónde los dedos infantiles que investigaban, las uñas que arañaban y las bocas que probaban y mordían. Porque pasó la edad cómplice, y las hermanas se dividieron para fraguarse una nueva identidad y sus mutaciones fueron secretas, como las de las crisálidas. Y la lengua de Rosa no se enroscó en la turgencia adolescente del pecho de Eva, y Eva no asistió al despuntar de la bravura de los puntiagudos pezones de Rosa tras una ceñida camiseta de algodón; ni al florecimiento del valle sombrío de sus ingles, bajo la felpilla de las bragas de blonda y le era ajeno el sabor de los labios, esos labios de Rosa, tantas veces pegados a los suyos, llegados hasta los suyos siguiendo el delgado hilo del chicle; y ahora, untados de carmín, brillantes y desconocidos. Porque Rosa era como un jardín con sembrados nuevos y sus estrenadas delicias tenían un recién llegado como huésped y dueño.

Y Eva… con la cancela sellada y su cuerpo de mujer intacto, sofocado en su propia fragancia, ahogado en las enredaderas inextricables de los deseos y los temores.

Cómo se hace para salir de sí y entregarse y fundirse en otra carne. Cómo se hace para no tener miedo. Para ofrecerse sin temor a ser rechazada y sin temor a ser poseída. Cómo se hace para que el beso no concluya en la boca ni la caricia en el límite del vestido, sino que se prolongue y se adentre con la indecente curiosidad de la infancia. Por qué la inocencia era más sabia que la pasión, y más audaz. Por qué con su piel de niña se murieron las correrías, las exploraciones, las invitaciones, los apremios, los saqueos y los asombros…

Eva tomaba la mano de su hermana. Mira qué agujero más hondo tengo. Y empujaba el dedo de Rosa para que se metiera por entero en él. Pero entonces Eva tenía nueve años y Rosa apenas cuatro. Después nada. Después fue incapaz de conducir a nadie hasta la profundidad de su gruta. Y lo peor es que la tata Bibiana lo sabía: Ay, niña, decía gimoteando, qué malo es pasar por esta vida sin gozar de la carne fresca.

Pusieron delante de Eva un mantel de papel, un vaso, media botella de vino tinto, un pan envuelto en papel de seda y una bolsa de plástico con los cubiertos. Eva la rasgó.

Rosa abría sus rollizas piernecitas, se dejaba caer de espaldas y le preguntaba si podía aventurar su índice y comprobar si también ella tenía una cueva y cómo era de grande. Y Eva recubría su dedo con Bálsamo Bebé y empezaba a extenderlo por la diminuta camelia de su hermana. Por fuera ocre como el almíbar y como el melocotón, por dentro fresca y resbaladiza como una concha encarnada. El dedo de Eva separaba todo los pliegues, los alisaba, los simplificaba, hasta que se destacaba un pequeño brote, una yema apenas, apenas despuntando. Y entonces era Eva quien preguntaba a Rosa si ella era también así, y le pedía que luego me tienes que tocar aquí y aquí y aquí, y me aprietas así para que yo sepa que es verdad. Pero Rosa parecía no escucharla. Agitaba sus piernas de nata, sacudía sus nalgas de talco, apretaba sus muslos, como si quisiera interrumpir el juego, pero a la vez sujetaba la muñeca de Eva y la obligaba a continuar la búsqueda de la estrecha y oculta boca de su subterráneo.

Alguien, a estas horas, debe de habérsela encontrado sin ninguna dificultad. Pero Eva no quería pensar en eso. Apuró de golpe lo que le quedaba de vino, apartó el plato casi sin tocar y encendió un cigarrillo mientras esperaba un café y un segundo güisqui porque decidió que había terminado de comer.

Su compartimento estaba ya a oscuras. Eva permaneció en el pasillo, manteniendo la puerta abierta, mientras estudiaba el camino a su asiento con los tropiezos mínimos pero, ante ella, un bulto le cerraba el paso. El asiento de la izquierda estaba vacío: la mulata se había arrodillado en el suelo con sus flancos atenazados por las piernas del estudiante que se retorcía y se ondulaba como un cesto de serpientes. Fuese lo que fuese lo que estuviera haciendo con la cabeza enterrada en la bragueta del muchacho, estaba proporcionándole al chico un rato muy particular. Eva, con cuidado, se dispuso a deslizarse por detrás de las figuras adosadas, pero la mujer la advirtió y se alzó con rapidez: Pasa, dulzura, le dijo amablemente.

Al incorporarse informó a Eva de que, bajo el minivestido totalmente desabrochado, no llevaba gran cosa: solamente un liguero de satén escarlata que sostenía unas medias lilas. El cuerpo oscuro de la mujer brillaba como si hubiese sido frotado con aceite. Tenía los pechos combados hacia arriba: sus pezones gruesos y erizados se restregaron contra Eva, le surcaron, brevemente, la manga y Eva sintió su presión, compacta y elástica a la vez, como si fuesen dos balas de caucho.

Nada más acomodarse Eva, la mujer quiso recuperar el botín que se le había escapado de la boca, pero el muchacho no se lo permitió. La tomó de las caderas y las atrajo hacia sí. La mujer comprendió. Adelantó el vientre y separó los muslos esperando la acometida. Bajo la lisura del liguero, el vello se enmarañaba apuntando a los entreabiertos y húmedos labios del muchacho. El muchacho avanzó y acopló la frescura tierna de su boca al ardor salado del sexo de la mujer. Las manos del muchacho treparon como armiños por una torneada columna de caoba y se aferraron a los pomos firmes de sus pechos. La mujer se quejó suavemente y Eva se acurrucó y cerró los ojos. Pero sabía perfectamente qué estaba ocurriendo a su lado.

Escuchaba el rumor de la succión y adivinaba los movimientos de la lengua. Podía reseguir los giros circundando el vibrante clítoris de la mujer hasta erguirlo como una roca en medio de oleadas marinas. Podía medir la intensidad de los vaivenes y su aceleración dentro de la vulva roja y abierta, dentro de esa fruta madura a punto de deshacerse, de desgajarse de su semilla dura y almendrada. Podía determinar el momento en que la lengua del muchacho hallaría el punto vulnerable y cuándo las piernas de la mujer se tensarían, esperando ser arremetidas por una abundancia capaz de colmar su insoportable vacío.

El lápiz azul y rojo no bastaba. Rosa seguía implorando, pataleando con sus piernas sedosas. Eva, entonces, apretó vigorosamente el bastoncillo rayado de caramelo y lo adentró, con precisión y brío, en la carne más tierna de su hermana. En la garganta de Rosa creció un alarido que hizo tintinear los caireles de la lámpara de murano y Eva sintió en sus manos el ardor resbaladizo de la primera sangre.

—Oye, tú, ¿tienes un clines?

Eva abrió los ojos.

El salvaje de la derecha le hacía señas con el pie. Cuando pudo discernir las imágenes que se balanceaban delante de ella, supo lo siguiente: que el relamido viajante se doblaba como una alcayata agarrándose a los brazos del asiento de al lado y empingorotando el culo con enérgicas sacudidas. Que, por detrás, el salvaje, al compás del chiquichiqui, entraba y sacaba su biela del vértice succionador metiéndola hasta los topes y luego retrocediendo, escapándose, hasta asomar la mismísima caperucita roja. Que las zarpas del salvaje maniobraban con pericia en el bajo vientre del enculado y que el enculado, por tal motivo, se precipitaba peligrosamente al borde del orgasmo sin poder refrenarse.

—Tienes clines o no tienes clines.

La pezuña de la bestia volvió a patearle los zapatos.

Eva no podía contestar. Miraba fascinada cómo, delante de sus narices, un glande rebullía destilando una dócil untura. Cómo una palma curvada lo sostenía, suavemente, sellando los bordes de la funda con el precinto de dos dedos. Cómo, bruscamente, la mano toda, apretando alrededor, tiraba hacia abajo de la pálida vaina y afloraba la carne soliviantada, roja y brillante.

Si se inclinaba un poco, el filo de su lengua podría rozar esa bola densa como el plomo, resbalar por ese cimborrio de catedral de juguete y recoger la espuma que estaba próxima a desatarse. Y conocería el sabor de los hombres, del estallido de la violencia que se amansa, de la tempestad de las simientes, del cimbreante arco de granizo.

Si alargaba la mano, podría rivalizar, disputar y arrebatarle el galardón a quien ahora lo disfrutaba. Y lo sentiría palpitar semejante a un pez sacado de la alberca, y retorcerse como una salamanquesa arrancada del pretil. Y su tacto le incendiaría la sangre, congregaría en las puntas de sus dedos agua y cal viva.

Si acercara la boca, si estirara la mano… o si, como las flores de los cuentos, creciera de pronto esa flor que otras manos sacudían de su rocío, y la alcanzara… y separara sus labios, o se engastara en sus dedos… o se abriera paso en su interior, introduciéndose en la clandestinidad de la lencería… entonces… entonces tropezaría con su virtud inexpugnable.

Cuando Eva estuvo en edad de comprender que la sangre vertida por el bastón de caramelo guardaba mucha relación con la enigmática sentencia: A esa la han desgraciado, se alegró pensando en que su hermana no podía ser de nadie sin divulgar un anterior amo; sin que la sospecha de promiscuidad se cerniese acusadora. Ella la había desprovisto de su garantía: nadie más penetraría en Rosa como en una selva virgen, o en una isla deshabitada, o en pozo recién horadado.

Se equivocó: Rosa estaba acogedoramente abierta, precisamente porque no tenía nada que defender. Y se entregó a la vida sin despreciar ninguna de sus emociones, se consagró a la belleza acatando todos sus trastornos y dedicó a su juventud un trato preferente y un cuidado exhaustivo. Y Eva, tan cercada, tan vigilante, al final malgastó todas las ocasiones obstinada en una avaricia estúpida. Qué agonía, como decía la tata Bibiana, no disfrutar con tal de no dar. Conservar, guardar qué. Eva ni siquiera se pertenecía a sí misma.

El compartimento arreció en sus jadeos, en sus respiraciones, en sus vapuleos, en sus crujidos. Las ropas eran lanzadas, caían, se desparramaban por la moqueta.

El brazo izquierdo del asiento de Eva había sido levantado facilitando la galopada de la mujer sobre el cuerpo desnudo del muchacho. El muslo opulento de ella, envuelto en la lycra lila, se frotaba contra el muslo de Eva comunicándole sus temblores. Eva podía tocar su vulva húmeda. Eva podía tocar el miembro del muchacho cada vez que ella, al auparse, se separaba de él. Eva podía hacer muchas cosas tanto con la mano izquierda como con la derecha sin que la una supiera nada de la otra. De pronto, se sintió arrastrada hacia delante, algo duro y chato le golpeó la boca, algo le mojó las mejillas, goteó en su falda y la traspasó hasta calarla en las piernas.

—Señorita…

Un solícito camarero la ayudaba a incorporarse, trataba de secarla con una servilleta preguntándole consternado si se encontraba bien. Se había quedado dormida acodada en la mesa y con las mejillas apoyadas en las palmas de las manos. El camarero la había oído gemir entrecortadamente pero, antes de que pudiera hacer nada, una sacudida del tren hizo desbarrar el soporte de su rostro y Eva cayó de bruces sobre la mesa y derramó el café, tibio ya.

Eva estaba confundida y en toda ella aún no se había calmado el estremecimiento que, en el sueño, la había desmadejado dejándola lánguida y nerviosa. Tomó el bolso, sacó el billetero y puso sobre la mesa un billete grande. Cuando el camarero le trajo la vuelta, Eva lo miró de frente. El camarero tenía los ojos verdes, la piel muy blanca y el pelo muy negro. Sus labios eran anchos, la mandíbula firme y la piel parecía lisa y olorosa como el ámbar.

Al ir a recoger la vuelta sus manos se chocaron y Eva retiró la suya con la misma velocidad que si hubiese recibido una descarga. Y supo que sería un insulto dejar propina. Pero no se atrevía a tomar el dinero, a rebañar hasta la última moneda. El camarero, al percibir su turbación, mostró una encantadora sonrisa y unos dientes magníficos, listos para morder. En sus ojos centelleó un sutil signo de alianza.

—No se encuentra bien, ¿verdad?

Ella asintió con la cabeza. Su mirada estaba imantada en esa boca, en esos ojos insinuadores. Se olvidó del cambio que debía recoger. Se olvidó de la propina que dudaba en dejar.

—¿Quiere que le acompañe?

Se mordió suavemente el labio como si titubease, como si se avergonzase de ir demasiado aprisa. Pero ese gesto hizo que Eva sintiese culebreos en sus rodillas, punzadas en las ingles y un latido interno rebotando en su hueco con insistencia. Puso su mano en el brazo del muchacho, aturdida por un vértigo insoportable. Él la sostuvo con autoridad y pericia.

—Apóyese —y la recostó contra su pecho ofreciéndole el hueco de su hombro, la baranda de su brazo y el lanzallamas de su atractivo. Olía a loción y a brillantina y los labios de Eva estaban muy próximos a su garganta—. ¿Adónde debemos ir?

A Eva retornaron las imágenes recientes de su sueño. Y su soledad y su angustia. Y ese desvalimiento, como ridículo cierre de un día especialmente cruel. Y comprobó alarmada cómo un sollozo se estaba abriendo camino por sus mal blindados bastiones y quiso conjurarlo, detener la conspiración de la noche a costa de lo que fuera. Giró y apretó las cimeras de sus pechos contra un tieso piqué y enlazó las manos bajo una nuca rizada y frotó su vientre y abrió su boca e insertó su rodilla y se sintió compensada al momento: en el pecho le golpeó otro corazón con su alboroto, contra su vientre se enarboló una elocuente señal, una lengua diligente hurgó en su boca y su carne toda se llenó de manos.

Si esas manos continuaran… si separaran sus ropas… si despejaran el acceso a su recinto murado para que el deseo viril, inflamado como la espada de un ángel, llamara reclamando ocupar su lugar… si esto inminentemente fuera a suceder, se desvelaría su umbral infranqueado, la certificación de que nunca había sido amada hasta el final; la derrota de no haberse entregado, la ignorancia de no haber salido de sí, la certeza de su estéril felicidad, se sabría.

La mano había buceado con habilidad e impaciencia. Apartó todo lo que le estorbaba hasta conseguir embadurnar sus dedos con la secreción indicadora de que todo estaba preparado. Sólo entonces desabotonó su bragueta y guio a Eva para que ella misma aplicara entre sus piernas el remedio.

Eva, de repente, se puso rígida, impávida se soltó de él antes de llegar a tocar la hermosa columna de carne que brotaba de la negrura del pantalón.

—Espera… espera. —Sus palabras no eran audibles, sonaban como el zureo de las palomas.

Como un autómata se dirigió al servicio. Se encerró en él. Terminó de quitarse los panties. Se quitó las bragas. Se quitó un zapato. Empuñó el zapato por el pie y comprobó la contundencia del tacón. Apoyó un pie en la taza. Se inclinó hacia delante. Se aferró con una mano al lavabo hasta que los nudillos se volvieron marfil. Con la otra, de un único y certero golpe, clavó el tacón en la angosta membrana virginal.

Salió impávida, espectral, trémula y próxima a desvanecerse. Los ágiles brazos del camarero la detuvieron antes de que se derrumbara.

—Cuando quieras, amor… —dijo todavía antes de perder el conocimiento.