El simple movimiento de su brazo para alcanzar el toallero hizo que se quebrara la tupida cordillera de espuma, se extendiera un lago, y se dejara ver, bajo el vaivén de las aguas, un pezón erguido orgullosamente, Lola, una vez asida la toalla, saltó de la bañera provocando definitivamente el cataclismo, rasgando las crepitantes nubes que la cubrían y que resbalaron por su piel en rápidos e irisados culebreros. Tiritando y húmeda, se envolvió en los flexibles anillos de la felpa y avanzó hasta el espejo. Pasó su mano sobre él y barrió el vaho que le impedía encontrarse. VEREMOS QUE SE PUEDE HACER, dijo cuando, por fin, distinguió la interrogación de sus ojos en el azogue. Porque esa noche era su última oportunidad. Mañana a primera hora todos regresarían y sanseacabó. TENGO QUE ESPABILARME.
Se desprendió de la toalla y comprobó el caramelo de su bronceado al extender por él la crema hidratante, la suavidad de sus muslos bajo la lluvia del talco y la fragancia de sus pechos instigada por el agua de colonia. Retrocedió para ocupar el espejo con una mayor parte de sí misma y se asomó desde el trazo atirantado que le despejaba la frente, hasta justo la línea donde cierto vello comenzaba a rizársele aún espolvoreado por unas rezagadas gotas de agua. TXOMIN, PREPARATE.
Todo había comenzado con la inauguración del festival. Después de una recepción a la prensa con los güisquis y los gin–tonics circulando de forma inaudita, Carlos, Ramón, que más que una pareja de novios parecía de siameses, y Lola se escabulleron a la habitación de Txomín para probar «cosa buena» recién traída de Nueva York.
Lola se sentía cargadísima: aquello le había puesto muy mal cuerpo. Apiñó los almohadones de las camas gemelas en el cabecero de una de las dos y se recostó después de ocultar sus piernas bajo la falda estirada en un amplio y plisado abanico. Carlos y Ramón empezaron con sus arrumacos sin ningún miramiento, hasta que decidieron abrirse. Abrirse de largarse, porque en los tocantes a las cremalleras nunca les faltó la voluntad de deslizárselas mutuamente donde y cuando fuere y, a esas alturas, los presentes tenían sobrada información acerca de los colores de los calzoncillos de ambos.
Allá quedaron Txomín y Lola apurando unas cervezas, no demasiado frías, e intentando disimular el malestar que a él le producía el presenciar cierta clase de manifestaciones y a ella el estar, sencillamente, hecha unos zorros. El silencio, como un arco dispuesto a lanzar la saeta, tensó su cuerda hasta un límite insoportable, hasta que, simultáneamente, Lola se incorporó del lecho y Txomín de la butaca, quedaron enfrentados, muy juntos, rozándose y de pronto se abrazaron, se buscaron las bocas y, mientras sus lenguas se enredaban, las manos de él bucearon bajo la blusa de ella como dos peces depredadores.
Lola cerró los ojos y procuró concentrarse: DISFRUTA, MUJER, QUE SABE DIOS CUANDO TE VERAS EN OTRA. Estaba muy difícil el asunto. Por lo pronto, ella hacía lo menos dos meses que no lo probaba. QUE MALA SUERTE, PRECISAMENTE AHORA ME TIENE QUE PASAR ESTO. Ni era el momento ideal ni estaba en su idea Txomín, pero una cosa es que una mujer pueda hacer lo que quiera y otra es que le sea posible hacerlo cuando quiera y con quien quiera. ASÍ QUE APROVECHA, MONINA. Y dócil se esforzó en transportarse, en disipar las alarmas que la mantenían quieta, tensa y convulsa, y separó la incisura de su entrepierna, alisándole el camino a la dura turgencia que le obligaba a retroceder hasta que consiguió abatirla sobre la colcha. NO VAYAS A MAREARTE, NO VAYAS A VOMITAR, NO SEAS ABSURDA Y PÁSATELO BIEN. Los botones de su blusa fueron soltándose con la precisión que una ciudadela suelta los eslabones de su puente levadizo, y el aliento de Txomín, como la linterna que hunde bruscamente su luz en la quietud de un desconocido pasadizo, le ardió en la carne. PON ALGO DE TU PARTE, PON ALGO DE TU PARTE, VENGA, AYUDA. Sacó la camisa de Txomín fuera del pantalón, y sus dedos fueron submarinos por oscuras selvas de sargazos hasta desenredarlos y emancipar de sus ásperos rizos una isleta suavísima y cercarla e ir tenazmente, despaciosamente, rodeándola, consiguiendo que la dulzura del pétalo se convirtiera en la rigidez del sílex.
Lola se relajó y su cuerpo se distendió como la arena, cruzó las piernas por encima de los riñones de Txomín atrayéndolo a la cálida rada de sus ingles. La sedosa hojarasca de la falda se arremolinó en su cintura y la apretada bragueta del pantalón de él arremetió contra el oscuro triángulo que se insinuaba debajo del arabesco de blonda. Y Lola quiso alzarse de los pantanos del temor y buscó las lianas que la arrastrasen a los ámbitos del deseo. Un látigo familiar le recorrió la espalda, rítmicas punzadas señalaron la fresa que, en su encierro ensortijado, pugnaba por estallar sus jugos y dos firmes arietes se le sublevaron contra las frágiles conchas del sujetador. AY, MENOS MAL, PARECE QUE ESTO MARCHA. Y esa sensación creció gradualmente con la terquedad de la hiedra, revistiéndola con sus sensitivas escamas.
Los dedos de Txomín, pilotando la bandada trémula de sus acuciantes caricias, retozaron por la lencería, bordearon sus confines y se adueñaron del cierre que, sin violencia, se entregó destrabándose a su contacto. Escaparon los pechos de su enredadera y temblaron como antenas vigilantes disputándose la nerviosa lengua de Txomín y el almíbar lento de su boca. Sin embargo, dos cóncavas llamas se ciñeron a las densas esferas antes de que los labios, introducidos entre el ángulo de dos dedos, sorprendieran la ciruela del pezón e iniciaran su labor chupadora. Lola dobló la cabeza buscando la oreja de Txomín y la mordisqueó y la contorneó y al final se precipitó en el estrecho embudo con la voracidad de una abeja en el profundo cáliz de una campanilla. ESO. ASÍ, ASÍ. TE ESTAS PORTANDO. El colchón vibraba electrizado por la tormenta desencadenada sobre sus muelles, y el jadeo afanoso y el ronroneante gemido estrellaron sus relámpagos en los tabiques de la habitación.
La mano de Lola serpeó hasta deslizarse entre su pubis empapado y la apremiante instigación de Txomín. Tanteó en la pestaña. Era de botones. Maniobró en la pretina, y la desabrochó. Notó cómo su sexo se entreabría inundado, cómo sus ingles se diluían y su pelvis se adelantó sin dar tregua. Aun así, su mano, apretada entre la ferocidad de dos vientres, pudo soltar otro botón. Y otro. Y otro…
Ya podía atisbar en la ranura. Salir al encuentro del encapuchado que la acosaba y desenmascararlo. Sus dedos treparon hasta el tensado borde del slip. Pero, en ese instante, la mano de Txomín le atenazó la muñeca. Fue un zarpazo que destrozara un pájaro en mitad de su vuelo. LOLA, NO ME HAGAS HACER ALGO DE LO QUE TENGAMOS QUE ARREPENTIRNOS. YO QUIERO MUCHO A MARIBEL, ETCÉTERA, ETCÉTERA.
A duras penas penetraron en su conciencia las razones de Txomín. TODOS LOS CASADOS SON IGUALES. Lola estaba harta de que quisieran meterse en su cama con el argumento. NO HAY NADA YA ENTRE MI MUJER Y YO, o que dieran marcha atrás porque NO PUEDO HACERLE ESTO A MI MUJER. Cuando se está muy salido se utiliza el primer modelo y cuando se está asustado, el segundo. Ambas cosas son mentira. Pero Lola decidió que ya estaba bien de servir de terapia o de que le dieran puerta con el conjuro de MI MUJER, LA POBRE.
Se pasó el festival maquinando la manera de vengarse. Y esa noche era la clausura. TXOMIN, LA QUE TE ESPERA.
Se ajustó un breve tanga de resplandeciente lycra. Los elásticos le cruzaban la pelvis, subían en uve hasta la cintura y constató que sus treinta y cinco años la trataban bien. Con lo cual reverdeció su furia. POR QUE, TXOMIN, POR QUE ME APARTASTE DE TI COMO SI HUBIESES SORPRENDIDO EN MI MANO UNA TARÁNTULA. TE ALZASTE DE MI COMO SI HUBIESES ESTADO A PUNTO DE PISAR UN ALACRÁN. Rodó la bola opaca del desodorante por sus rasuradas axilas. Más animada se cepilló los dientes y se enjuagó la boca con Licor del Polo. Se enfundó un ajustadísimo minivestido, se recogió graciosamente el pelo con un pasador de metacrilato y, con el auricular apoyado entre el hombro y la mejilla, ajustó las hebillas de sus sandalias con una mano, mientras que, con la otra, marcó el número de la habitación de Txomín. OYE, QUE BAJO EN CINCO MINUTOS.
Sólo rímel en las pestañas y brillo en los labios. Unas gotas de perfume detrás de las orejas. A VER, QUE TAL. Tomó del cenicero de cristal sus aros de bisutería, el cipol de prensa, el llavero y, agarrando el bolso, desembocó en la moqueta verde del pasillo como quien salta a la cancha.
En los jardines del hotel se había organizado una fiesta como colofón a los actos de la semana. Medio mundo se dio cita para pasear sus copas alrededor de la piscina haciendo reverencias a los flashes. Es sabido que en torno a un festival de cine pululan cortejos de estarletes ansiosas, y Lola contaba con ello. También con que, cuando hay un evento semejante, se forma tal jaleo en los hoteles que, fácilmente, se puede obtener del recepcionista la llave de quien sea.
Así que, con estas premisas tan alentadoras, Lola cogió de una bandeja circulante un cóctel de champán y se perdió entre la multitud. TE VAS A ACORDAR, TXOMIN. Localizó a una chica mona, desgarbada y vulgarísima, pero de vistosas proporciones, que se esforzaba en ocultar su desorientación arrancando hojas de un seto y riendo alobada. Lola se pinzó el cipol en el escote del vestido y se lanzó empicada como el gavilán sobre la paloma. LOLA, DE LA REVISTA PASARELA, dijo la bruja señalando la manzana de su credencial. «YO, MERRY», respondió Blancanieves mordiendo el anzuelo.
A los pocos minutos, Merry estaba en la habitación de Txomín, aligerada considerablemente de ropa y encima de una cama revuelta con elocuencia. Lola eligió una de las cámaras de Txomín, cargada con un carrete ya empezado, y estudió el encuadre de ciertos detalles con sabio detenimiento. Cuando las fotografías fuesen reveladas, a Txomín no le cabría duda de que, una noche sin identificar, él estuvo muy borracho. Antes de disparar, Lola reparó en el pijama de Txomín, de un estampado irrepetible, e hizo que Merry se pusiese la chaqueta, completamente desabrochada, eso sí, para que la visión de sus encantos no sufrieran ningún hurto. La reclinó negligentemente, con las rodillas separadas, los muslos enmarcando el avance de una mano con el puño del pijama firmemente ceñido a la muñeca. Lola se agachó para enfocar el sonrosado molusco que sobresalía del vértice ensalivado de los dedos de Merry y el relámpago del flash borró la habitación.
Mientras Merry se recomponía en el cuarto de baño, Lola se afanó en ocultar las huellas de los delitos. Pero, al dar con la bolsa de viaje, consideró que el triángulo que llevaba, tanto por su color y por su exigüedad, podía tener garantizado su camuflaje entre los calcetines sucios hasta el instante decisivo en que la querida Maribel hiciese la colada. Naufragó el tanga, pues, en las oscuras entrañas de la fibra de nailon y Lola reapareció en el césped, sonrisa en ristre y champán en mano.
Para redondear sus crímenes y su castigo, a Lola le convenía que Txomín llegase a su habitación muy tarde y muy fatigado. Con ayuda de Carlos y de Ramón lo rescató de la muchedumbre y lo convencieron para que los llevara al centro de la ciudad a recorrer el circuito de los bares. Acabaron en uno de «ambiente», de maricas, vamos. Carlos y Ramón estaban en su salsa, pero Lola, una vez acabada su bebida, se moría de aburrimiento. VALE, PUES COGEIS UN TAXI, PERO YO ME VOY A OTRO SITIO. ¿DÓNDE ESTA TXOMIN?
Un maligno presentimiento la empujó al cuarto oscuro y, prendiendo de vez en cuando el encendedor, lo llamó repetidas veces en voz baja. TXOMIN, TXOMIN. En la penumbra se había desencadenado el vendaval de la pasión, y en él zozobraban los agitados murmullos, las entrecortadas solicitaciones del deseo. Desde alguna esquina, el intermitente carmín de un cigarrillo insistía en su reclamo y, a veces, el blando contacto de una larva rozaba los brazos desnudos de Lola, cuando ella intentaba abrirse paso palpando con mano atónita y procaz. Ella esperaba encontrar cualquier cosa pero, a pesar de todo, se quedó clavada. Porque estaba allí.
Tenía los pantalones bajados, arrugados alrededor de sus tobillos y la camisa alzada cubriéndole la cabeza. LOS CASADOS SON LOS PEORES. Apoyaba las manos en sus rodillas separadas y adelantaba el culo empinado aproximándolo a una verga henchida, de tales proporciones que, cuando se le hincó entre las nalgas, pareció que lo fuera a taladrar de parte a parte. El rostro de Txomín se contrajo con una mueca en la que había algo más que dolor. Volvió a chasquear el encendedor revelando unas fuertes manos, decididamente oscuras sobre sus flancos lechosos, acoplándolos al ritmo de las salvajes embestidas, y unos repletos testículos, redondos como manzanas, golpeándole los muslos en el ir y venir de los espasmódicos envites. El rostro de Txomín tenía una expresión de extravío rayana en el éxtasis. TXOMIN, TE PARECERÁ BONITO, ENSARTADO COMO UNA PERRA.
Lola avanzó indignada, pero de nuevo le falló el encendedor y vino a tropezar con él. Sintió sus manos crispadas aferrándosele a las caderas. TXOMIN, SUÉLTAME AHORA MISMO. La cabeza de Txomín se internó por el túnel brevísimo del vestido. Su lengua se abrió paso por la fronda del pubis hasta encontrar el surco y penetrar en él. La agitó dentro de la vulva satinada, la enrolló en el botón arrogante y fue un vibrátil insecto libando golosamente en la carnosa vaina de una flor. Lola intentó recobrar el equilibrio y, espontáneamente, se agarró a los hombros que, frente a ella, se bamboleaban. Eran unos hombros lisos, como el revés de una cáscara de fruta, y firmes como atirantados por jarcias. Sacudida por los envites, la mejilla de Lola se proyectó hacia el tibio algodón de una camiseta y su cabeza se encajó entre un viril cuello y una compacta barbilla de obsidiana. CORRETE, CORRETE, oyó decir por encima de ella, más allá de las oleadas que la mecían.
Txomín exploró en la grupa de Lola hasta profundizar en la hendidura que la dividía. Deslizó sus dedos, los puso en camino para ser atraídos, aspirados, engullidos por las cuevas resbaladizas y anhelantes. Dejó el pulgar y el índice removiéndose en sus estuches, tratando de juntarse, de atravesar el delgado pellizco de seda que los separaba y, con la otra mano, reptó hasta los pezones que apuntaban sus troqueles bajo el vestido.
CORRETE, CORRETE, seguía implorando la boca balbuceante incapaz de contener, por más tiempo, el relámpago final. Y el placer desenroscó suave su serpiente y la hizo descender con lentitud por el camino encerado de las ingles, y Lola quiso tomar a Txomín por la nuca y oprimir contra su clítoris el músculo preciso de la lengua que le había abierto tan indisciplinado manantial. Lo deseaba, sí, y sin embargo, al advertir la ansiedad de él, recordó. Se arrancó de la enfebrecida caricia, de la boca enloquecedora, se enderezó, se bajó el vestido y abandonó el «cuarto oscuro» con la cabeza muy alta. MALDITO MARICÓN, ¿A QUE AHORA NO TE ACUERDAS DE TU QUERIDA MARIBÉL?
Una vez fuera, se abalanzó hacia la salida del local, pero la abigarrada cetrería del sábado noche entorpeció su propósito arrastrándola al último rincón de la barra. Y allí, agazapado detrás de una columna, Txomín, Txomín en persona, apuraba su güisqui con aire de consternación. Los ojos de Lola se agrandaron desmesuradamente: PERO ¿ES QUE HAS ESTADO AQUÍ TODO ÉL TIEMPO? Txomín, nada más verla, se deslizó del taburete con tanta rapidez que casi lo tumba. LOLA, POR DIOS, VÁMONOS DE ESTE SITIO HORRIBLE. De un manotón, Lola apartó la apremiante mano de Txomín sobre su brazo y, dándole la espalda, se internó de nuevo en el «cuarto oscuro» intentando encender, desesperadamente, el mechero.