La cara oculta del amor

Apenas se abrieron las puertas del ascensor, se precipitaron dentro empujándose como colegiales. Marcos tanteó en la hilera de los números buscando el del ático, mientras fundía su boca en la cálida miel de la boca de María. Se apretó contra ella y ella lo premió adelantando la pelvis y pugnando por introducirle entre las piernas un muslo decidido.

El ascensor se detuvo y las puertas dieron paso a la agria luz del rellano. Se separaron temblando aún y la mirada de Marcos rebotó en el escote de María, agrandado porque dos de los botones se habían soltado de sus cierres, y trató de hundirse en el valle aterciopelado que unía dos pequeños y redondos pechos. María siguió la dirección de sus ojos, fijados al estrecho ribete de lencería, captó la intención y continuó desabrochándose. El llavín accionó frenético en la cerradura. Al fin, Marcos se hizo a un lado y ella entró. Con un rápido movimiento, hizo resbalar su gabardina, con la blusa dentro, hasta la moqueta, corrió hacia el colchón que se arrimaba a la pared perdiendo en el camino los zapatos, se tendió entre sus almohadones y sólo entonces Marcos tuvo a su alcance esas dos deliciosas copas bajo cuyo calado la piel aparecía intensamente blanca y los pezones tiernamente rosas.

Marcos se acercó y, a través del tul, los lamió suavemente. La lengua los cubrió con sus escamas de saliva. María entreabrió las piernas y Marcos acomodó su rodilla en el ardiente asilo que se le facilitaba. Hola María, dijo él. Apoyó la mano en el vientre de la chica y deslizó los dedos hacia abajo, buscando averiguar tras la tela una acogedora hendidura donde insistiera su caricia. Espera, dijo ella y maniobró en la cremallera de su falda. Él se apartó, y con un diestro ademán le ayudó a quitársela; la lanzó por encima de su hombro y, al instante, la luz osciló como si la habitación entera se hubiese volcado. La falda había empujado la pantalla derribando la lámpara de la mesita. Qué loco, rio María.

Marcos se levantó para remediar el desastre. Recogió la lámpara, la enderezó sobre el cristal junto al teléfono y entonces advirtió, y María se dio cuenta de ello, que el contestador tenía encendido el piloto.

La cara de Marcos cambió de expresión con la misma facilidad que se pasa la página de un libro. Qué clase de llamada esperaba —o temía— que estuviese registrada allí. Marcos, furiosamente, desconectó el aparato. Oye, empezó a decir ella. Pero él regresó a su lado, la abrazó con desesperación, cortando las frases con el acoso de sus labios. María se dejó hacer, perpleja, sin poder explicarse qué sensación intrusa le iba ganando terreno, qué extraña presencia se disponía a invadir los frágiles muros de su ternura, qué ferocidad emboscada la acometería en el momento siguiente.

Quiso incorporarse, imperceptiblemente, sin perder la calma, ignorando que el pánico la estaba empalideciendo. Me tienes miedo, ¿no? Quieres huir de mí. Contéstame. Quieres huir de mí. Marcos pasó del arrebato a la agresión abierta y María comprendió que no tenía otra salida que devolver los golpes.

*

La lluvia cubría de abalorios las ventanillas del coche resguardando a María del tumulto de debajo de las marquesinas; del atolondramiento de los paraguas en las salidas de los cines; del bullicio en las aceras de los bares; del acecho a los taxis al pie de los semáforos. La lluvia preservaba a María entre esmeriladas cortinas de oro para que se entregara intacta a su humillación y a su desconcierto. Seguir, seguir así en el lento desfile de la noche, y no llegar nunca al destino que obligue a despertar, a salir de esta anestesiante y monocorde obsesión y ahondar en el enigma de las sensaciones hasta poder nombrarlas una por una. Por el coche finalmente logró abrirse paso por las avenidas atestadas hasta la puerta de Enrique. Enrique… menos mal que estás ahí. Ábreme. Soy María.

*

Enrique le hizo beber una copa de coñac, tomar un baño, friccionarse con alcohol de romero y tragarse cierta cápsula encarnada. Desconectó el teléfono, cerró las contraventanas de los balcones, apagó la luz del salón y entreabrió la puerta que comunicaba con el vestíbulo encendido. Luego se deslizó imperceptiblemente hasta el ángulo del sofá donde María se acurrucaba, y ella, al presentirlo, acudió dócil como un gatito a la llamada de sus brazos. Enrique la rodeó con pericia ofreciéndole el hombro a la fronda de su pelo, al que el agua había prestado el lívido fulgor de la antracita. Ella sin embargo no consintió que se cerrara el círculo. Rastreó buscando la mano de Enrique y, una vez hallada, se entrelazó en sus dedos como la trama en la urdimbre. Arrastró el botín, nerviosamente asido, hasta alcanzar su boca, y Enrique sintió en sus nudillos un parpadeante roce de alas, o de labios, formulando una súplica inaudible. Tranquilízate, dijo él, tranquilízate. Y con la mano desparejada apartó hábilmente el pelo de la mejilla y le alzó el rostro para que sus ojos se enfrentasen, aun cuando la mirada de María se obstinaba en rehuirle, se resistía a entregarse, a sumergirse en sus pupilas anhelantes e interrogadoras.

Enrique contuvo un estremecimiento y, de la manera más persuasiva que pudo, ritualmente la fue rozando en los párpados, en los labios, en las mejillas mientras la instaba con dulzura a hablar. María seguía engavillada a él, violentamente, pero lejana, como una aguja de hierro que se adhiere sin voluntad al imán; con la boca entreabierta murmurando su salmodia entrecortada e inconexa sobre los dedos de Enrique, o entre sus caricias, o bajo sus labios, pero ajena a su impaciencia y a su curiosidad. Enrique, de improviso, cambió de táctica. Se arrancó de ella, se enderezó y, sin alzar la voz pero con energía, fue inquiriéndole sobre lo que le había sucedido, en qué comisaría había dado parte, si la habían reconocido, y si Marcos estaba enterado.

Sólo entonces María rompió a llorar. Y junto a la sucesión de las lágrimas, rápidas e insistentes como los alfileres que la lluvia derramaba en los cristales, comenzaron a cobrar sentido las imágenes de la linterna mágica que giraba en torno a ella, a ordenarse en frases sus sollozos, a inventariarse los daños y a enumerarse las pérdidas. Y cada acontecimiento retrocedió hasta encontrar la escena, el momento preciso en el que la vehemencia de la pasión no pudo enmascarar a la brutalidad y pelearon.

*

Rodaron por el suelo. Él, los puños cerrados y los dientes depredadores. Ella, una maraña de patadas y uñas. Qué está pasando. Qué está pasando. Qué está pasando… El cuerpo enfurecido de Marcos arrojado sobre el suyo, paralizándolo. La boca de Marcos confabulada con la cólera, amenazándola. Los ojos de Marcos culebreando destellos de puñal y de odio, hiriéndola. Dios mío, va a matarme.

Según los manuales, en casos parecidos, es recomendable no resistirse. Pero con ramas de olivo no se sofoca una insurrección, ni en una bandera blanca se aprisiona un huracán, ni con palomas de azúcar se apacigua un potro enloquecido. Intentó alargar el brazo buscando ayuda, pero sólo encontró uno de sus zapatos. Lo empuñó con la esperanza de que su estupor le diera fuerzas para domar lo que sin remedio sucedía, pero no consiguió sino avivar el ataque. Quieres guerra, vale, quieres guerra. María sacudió su cabeza de un lado a otro impelida por el chasquido de las bofetadas y un vórtice de niebla la arrastró al fondo de su veloz embudo dejándola insensible a la rabia que iba roturándole la piel y sólo atenta al miedo que se le condensaba y henchía en la garganta dilatándola como el pecho de un pelícano.

Luego, Marcos le desgarró el panty, le arrancó las bragas mientras una rígida y flagrante barra de acero prorrumpía del pantalón, arremetía contra María y se hundía en ella. María recibió una embestida durísima taladrándole las entrañas, quemándole las ingles como espesas lágrimas de cirio, y gritó. Gritó como un animal despavorido que siente que la tierra se agrieta bajo él.

*

María, a medida que iba vaciando su tumulto, sentía cómo iba empequeñeciéndose, cómo iba disolviéndose bajo el mullido albornoz de Enrique, cómo su cuerpo se separaba de la felpa, más holgada cada vez, cada vez más desprendida, cada vez más combada en el vértice que se abría entre sus pechos. Enrique, a pesar de la penumbra, o quizá gracias a ella, entrevió la empinada palidez de una duna anunciándose en la noche, y se inclinó para tensar el cruce que se deshacía, con tal ímpetu, que no pudo evitarle a sus dedos el impacto de un pezón tenazmente erguido por el baño reciente, o tal vez por el frío que el alcohol suele desprender al evaporarse. Retiró la mano como si le hubiese mordido una descarga, como si entre las manzanas de los pechos acechase una víbora. Entonces, concluyó Enrique, quieres decir que no lo has denunciado.

*

Marcos consiguió descifrar su rostro en el espejo del cuarto de baño. Bajo el fluorescente era una demacrada máscara de yeso rasgando un ámbito en sombras. Sin embargo, su perfecta blancura estaba manchada por la morada tumescencia de un pómulo y por las líneas finas y equidistantes que, desde el cuello dejaban constancia de su rúbrica. Su imagen se desplazó al abrirse el armario, ocupando su lugar frascos medio vacíos y cuchillas usadas que, al instante, fueron precipitándose al lavabo impulsadas por un irrevocable cataclismo. Pero no se encontró ni alcohol ni mercromina y el after–shave tuvo que suplir al desinfectante.

Fue al verter la loción en la palma ahuecada cuando Marcos advirtió que en su mano la sangre se estaba desbordando y el descubrimiento fue como desplegar un enjambre, como azuzar mil avispas agazapadas para que, con sus aguijones amaestrados, dibujaran los penetrantes contornos de la herida. Se envolvió la mano con un pañuelo que enrojeció obediente a su contacto, a duras penas se abrochó la cazadora y salió de la casa.

*

Entonces, quieres decir que no lo has denunciado. Aunque ya es lo mismo, prosiguió Enrique, te has lavado y eso ha hecho desaparecer cualquier rastro que sirviese de prueba. Pero debería verte un médico y, sobre todo, deberías tomarte la píldora esa «de después». Vístete, anda.

Así fue su reacción a tan penosa confidencia. Pero María necesitaba más su frialdad que su compasión, pues la obligaba a encarar el conflicto, en vez de encenagarse aún más en la angustia. Anulada por la autoridad de la orden, protegida por la impersonalidad de su ayuda y a salvo en la seguridad que da el obedecer, fue incapaz de juzgar qué había de cierto en la noticia de que denunciar a Marcos ya no era visible, ni qué sintió ella al escucharla, si contrariedad o alivio.

De nuevo se sentía subyugada por el dominio que Enrique ejercía sobre ella y entró en el dormitorio serena como un autómata. Una vez que la puerta se entornó tras de sí, conforme se acercaba a sus ropas extendidas sobre el taburete, avanzó hacia ella el óvalo de un portarretratos mostrándole el rostro que la escrutaba desde la cómoda. Con esa melena dividida en dos, el frac y el violín, parecía un joven decimonónico. También la letra de la dedicatoria era delicadamente antigua: «A mi maestro, con afecto y admiración. Marcos Arias». Pero María no pudo distinguir bien lo escrito. De pronto fue como si todo lo viese tras un anillo de cuarzo. Alzó la cabeza, contuvo la respiración, parpadeó deprisa para que no se le escapasen las lágrimas y procedió a vestirse. Con cada movimiento se avivaba el daño: era insistir en las huellas que amorataban su piel, retorcer las pulseras cárdenas de sus muñecas, clavar diamantes afilados entre sus uñas rotas, derramar una marea de cal entre sus muslos martirizados y envolverse en el olor intolerable de sus ropas maltratadas y en su vergüenza.

*

Había dejado las luces encendidas y el piso vacío apareció más dramáticamente solo, como una foto fija que aguardase, inmóvil en la pantalla, la continuación del crimen.

La moqueta acribillada de círculos oscuros y suspensivos, el cubrecama fingiendo un oleaje con la tempestuosa espuma del embozo, el auricular del teléfono por debajo de la mesa, reptando, abriendo los anillos de su muelle y, centelleando sobre todas las cosas, como un diluvio de confetis de celofán, los delgados añicos del cristal del cuadro. Del cuadro abatido, desclavado de la pared y destrozado porque Marcos, en cuanto se supo solo, para continuar con su orgía de rabia se proveyó de un nuevo enemigo: se abalanzó sobre el contestador y lo estrelló contra su imagen de muchacho decadente empuñando con gracia el arco del violín.

Pero él no recordó nada de esto cuando en la Casa de Socorro le preguntaron cómo se había herido. Por primera vez amainó su locura y sólo pudo balbucir: María.

*

Fue escuchando el Concierto en Mi Menor para violín de Mendelssohn, recordó Marcos. Sentí su mano posándose en la mía y, desde ese momento, la música se abrió como una flor que todo lo engullera, excepto la sensación de su caricia como un cuerpo desnudo desperezándose en la palma de mi mano, como la delicada suavidad de las larvas al moverse. Y su pulso era un diminuto corazón que quisiera escapar, que empujara loco por verter su sangre sobre el puño de mi camisa. Sus dedos eran la alusión de un designio, la inmediación de un suceso, una música transcurrida por los litorales de mis manos. Y en su mano yo la recorría, la exploraba por entero: desde la lisura visible de su frente hasta la pulpa de su misterioso laberinto. Yo me aprendía su espalda y medía sus muslos, me adentraba en sus pálidas axilas, me encimaba en las oscuras almenas de sus pechos, indagaba en la humedad de sus ingles y sucumbía en sus nalgas, ahogándome en su estrecho pasaje. Mi tacto era ojos, besos, arco, sendero, oquedad, llave: el tacto de mis dedos era amor. Mi tacto era el dueño único de sus cabellos luminosos y de sus negros rizos. Era una copa colmada de ella, y en ella me embriagaba: en las uvas de sus ojos, en sus mullidos labios, en la suave concha de sus oídos, en sus fresones gemelos, en el cáliz empapado de su sexo y en sus nalgas. Yo sólo existía en el pedazo de piel que cubría su piel.

Mis dedos lo saben todo por sus dedos porque se han ejercitado en su música.

Fue escuchando el Concierto en Mi Menor para violín de Mendelssohn cuando Enrique, antes de sumergirse en el andante del segundo movimiento, se volvió hacia su alumno para compartir el éxtasis. Y entonces vio las manos engastadas, las rodillas juntas, los rostros girados, apoyándose, entornándose sobre sí como las hojas de una puerta, confundiendo los bucles y el arrobo en una íntima eucaristía que él no podía probar. Sobre el hombro de Marcos podía alcanzar a ver la boca de María, con un punto de luz sangrándole en el labio y aterciopelándole de oro la curva de su límite.

El solista enarboló de nuevo el arco y trató de atraerla a la suave melancolía de su violín. Pero en los ojos de Enrique se fue cuajando el transparente fuego de las lágrimas y, antes de que el movimiento concluyera, estaba llorando francamente. A la salida no quiso acompañarles a tomar la copa de costumbre. Aturdido, inventó una disculpa absurda, se despidió de María con un beso inusualmente conmovido y desproporcionado y apenas si le dijo a Marcos adiós.

A partir del Concierto en Mi Menor, Opus 64, para violín y orquesta de Félix Mendelssohn, María comprendió que los celos habían comenzado a afilar sus garras y a ensayar la porcelana de sus colmillos y, aunque secretamente se sentía halagada en su vanidad, se propuso no dar pábulo a la voracidad de ese animal insaciable. Procuró alejarse de Enrique y, con ello, Marcos también se alejó de él.

*

Entonces comenzaron las llamadas. Sonaban a horas imprevistas sin que pudiese determinar su frecuencia. Eran voces diferentes pero todas masculinas, jadeantes, ansiosas. Preguntaban por él y, a continuación, comenzaban a proponerle extraños servicios, a ofrecerle turbias habilidades. Cuando Marcos contestaba, colgaba sin contemplaciones al primer desvarío, pero cuando se trataba del contestador, el mensaje se recibía completo. Y era evidente que el que hablaba, a medida que lo hacía, iba excitándose con las visiones que le suscitaban sus propias palabras, masturbándose con el estímulo de las sensaciones incomparables que prometía. Y las últimas frases se entremezclaban con los alaridos del orgasmo. Marcos los escuchó por curiosidad al principio, después, intentando penetrar en la corteza de ese perverso juego, esforzándose por comprender hasta dónde le era lícito averiguar su sentido, hasta dónde era posible reseguir los hilos del teléfono y llegar al origen de tan cruel complot. Pero acabó sintiéndose espoleado por los recónditos y desconocidos placeres que las voces le anunciaban y le invadió una morbosa marea de salvaje goce y de culpabilidad. Nada más poner en marcha la cinta, se enderezaba su verga bajo la rígida pestaña del pantalón y, al unísono, se agolpaban en las yemas de sus dedos el temblor del deseo y del desprecio.

Su anónimo interlocutor iniciaba el recitado de sus fervientes amenazas y, contra la bragueta, iban inflamándose los testículos de Marcos, endureciéndose como nueces y cargándose de plomo ardiendo, Marcos desistía de prolongar la lucha contra el engaño, privando a su mano de socorrerle. Terminaba de descorrer la cremallera y por la abertura del calzoncillo se asomaba la encendida tersura de su glande implorando la tenaza de un puño. Pronto, entre sus muslos, la blancura de una vaina, al agitarse, hacía relampaguear la apretada violeta que descubría y ocultaba. Marcos, susurraba la cinta, Marcos… voy a correrme, voy a vaciar mi leche sobre ti, voy a ahogarte. Y los labios de Marcos se entreabrían y, al igual que un animal estira inútilmente la cadena que lo atrapa, su lengua oteaba, succionaba el aire para arrancarle alguna gota del denso aluvión garantizado. Una gasa transparente y resbaladiza relucía en su boca. Marcos, continuaba la cinta, Marcos… voy a encularte, voy a romperte el culo con mi polla. Y la saliva de Marcos, como el aceite sobre una herramienta, inundaba la mano inactiva que, al instante, comenzaba su labor. Llegaba a los aledaños de la grieta que dividía sus nalgas y se deslizaba hasta el fondo del valle. Allí sus dedos presionaban con sabiduría hasta que la carne cedía al fin, alisaba el borde arrugado de su hermético agujero, distendía su conducto acolchado para, una vez absorbida su presa, estrecharse, ajustarse en torno a ella como un molde. Marcos, Marcos… tengo aquí lo que quieres, lo que te mereces, Marcos. Tengo un látigo con nudos, con púas para destrozarte. La espalda de Marcos se arqueaba, se tensaba impulsando su vientre en un espasmódico vaivén. Y su cuerpo se crispaba como horadado por uñas de diamantes y aceleraba su ritmo como sacudido por invisibles lenguas de cuero. Marcos… voy a reventarte, voy a clavarte el mango de mi fusta, voy a hincarte el cañón de mi revólver, Marcos. Y un, dos, tres dedos de Marcos desaparecían en el elástico túnel y volvían a emerger con la precisión de un pistón bien lubricado. Voy a dispararte el chorro de mis cojones, a orinarme en tu boca. Marcos. El aro que formaban el pulgar y el índice sobre la húmeda ciruela del glande se ocupaban frenéticamente de que fuera eyaculando todo el nácar, abatida la altivez, la dureza amansada, mientras la cinta exhalaba un penetrante pitido señalando el final de la ceremonia.

*

Marcos temía servirse de María para olvidar su infierno clandestino, temía convencerla de que la necesitaba para resolver sus dudas, temía exigir de sus caricias el contrapeso para esa atracción que estaba arrastrándolo hacia una dirección peligrosa. Quería salvaguardarla, no involucrarla en la trampa del amor, pero, al mismo tiempo, acudía a ella ineludiblemente porque lo que más temía en el mundo era perderla.

María era consciente de la precariedad de esta relación. Pero lo único que sabía era que lo quería, que lo deseaba y que la precaución con que Marcos correspondía a sus avances la enardecían hasta enloquecer.

He sido yo, reconoció dolorida ante Enrique, he sido yo que no he parado hasta obligarle a que me llevara a su casa.

*

No está todo perdido entonces, reflexionó Enrique disimulando apenas la avalancha de esperanza que le había sobrevenido, no. No lo está. Llegará el día en que llame a mi puerta y se abandone a mí y se me entregue y me pida perdón por el atroz sufrimiento que me ha hecho soportar, por las horas amargas que me ha hecho ingerir. No, no está todo perdido. Un día oiré decir a su boca suplicante: Enrique, amor mío, ofreciéndome el coral mojado de su lengua y la indefensión de su cuerpo de ciervo. Pues habrá comprendido, por fin, que hay algo más profundo en la complicidad oscura de los palcos que amparan una devoción prohibida. Que hay una angustia indecible en el mirar al reloj ante un café interminable, una agonía en la quietud de la casa y una lanza en cada timbrazo de la puerta. Que hay grandeza en el dejarse ir a la deriva sin brújula que indique una probabilidad. Que hay heroísmo en la arrogancia de fabricar un palacio de ilusiones infundadas y habitar en él. Que hay un encarnizado martirio tras las ridículas lágrimas de un hombre en un concierto de Mendelssohn. Un día comprenderás y el arrepentimiento te aprisionará con su cepo y no te atreverás a venir a mi casa a solicitar mi indulgencia o mi castigo. Pero en los muros de los solares, en las fachadas de los edificios, en los túneles de las estaciones, en las puertas de los ascensores, en las baldosas de los urinarios públicos, en los cristales de las cabinas de teléfono, me escribirás tus ruegos y desagravios. Me ofrecerás tus mejillas para que las golpee, tu cuello para que lo surque, tu espalda para que la desgarre, tus pulsos para que los maniate con las cortantes cuerdas de mi violín, tu pecho para que saje sus botones minúsculos como moras, tu vientre para que lo desolle, para que penetre en él hasta el hirviente bullicio de tus vísceras, y el níveo alabastro de tu culo para que lo profane con mi verga, lo asole con mis garras y lo amorate con el azote de mi vara de maestro, niño desobediente y consentido. Pero yo tendré clemencia y, cuando salte tu sangre primera salpicando mis labios con sus rosas metálicas, no podré sustraerme al encanto de tu rostro dolorido. Y caeré a tus pies, víctima del amor que me aniquila y pondré en tus manos mi flagelo, verdugo mío, para que tú te vengues del castigo que quiso imponerte mi osadía.

*

María desapareció por la puerta de Urgencias. Enrique sacó de su bolsillo el rotulador y sobre la máquina de café escribió su infatigable mensaje: Soy Marcos, tu perro, la carne de tu fusta. Necesito que me atormentes. Llámame al 237–03…