Et ne nos inducas

Alzó los pliegues morados asomándose como si se acodara en un precipicio. Se adentró en la oscuridad y las sombras lo atrajeron, lo atraparon en su túnel devorador. La cortina cayó suavemente sobre sus espaldas y él se encontró encerrado en el cáliz de una flor carnívora.

—Ave María Purísima.

—Sin pecado concebida.

—Padre, hace tres días que no me confieso…

Tres días antes, sólo tres días, lo escuchó en confesión y se sintió tan confundido ante una inocencia tan singular que, en vez de darle la absolución, lo bendijo. Hacía sólo tres días que el hermano Angélico, ese novicio santo, aún conservaba intacta la blancura de la estola bautismal. ¿Cuál habría sido la naturaleza y la gravedad del yerro para que su susurro tremara como las alas de un insecto acorralado, si «en el Señor está la misericordia y en su mano tiene redención abundantísima»? ¿Qué dudas lo atormentarían?, «porque, así como el oro se prueba con el fuego, el hombre grato a Dios se prueba en el crisol de la tribulación». ¿Qué acechanzas lo estarían amenazando?, «porque el demonio, nuestro enemigo, como león rugiente anda a nuestro alrededor buscando almas para devorar». Qué peligro lo había hecho sucumbir…

—Y me acuso de haber faltado a la santa modestia.

—Sí, Reverendo Padre.

—Hace dos días.

—Con los demás, en el coro. Durante el rezo de maitines.

—Sí, Reverendo Padre. Era la primera vez.

Era la primera vez que el hermano Angélico dirigía el Oficio Divino. De pie, ante el facistol, signó el trazado de una reja invisible sobre sus labios —Domine labia mea aperies— y, al momento, se alzó un incontenible oleaje que se precipitó salpicándole con sus abiertos abanicos de espuma y alegría —Et os meum annuntiabit ludem tuam—, retrayéndose luego, suave y preciso, dejando la arena lisa y atenta a su palabra —Deus, in adiutorium meum intende—, para retornar al punto —Domine, ad adiuvandum me festina—, y al punto retirarse como va y viene la marea imantada por la autoridad de la luna —Gloria Patri, et Filio, et Spirimi Sancto—. Y el hermano Angélico, olvidando toda unción debida, levantó la mirada, la apartó de la oración recorriendo la blanda cordillera de capuchas como un pastor que apacentara entre lirios.

Sus ojos resbalaron por los sitiales hasta tropezar con el mástil de otros ojos que, sobre la sumisión de la nieve, erguían su atención. Entrechocáronse las miradas y el novicio se recogió veloz tras el blindaje de sus párpados.

Todo duró un instante.

—Lo que sentiste, hijo mío, ¿fue semejante a la soberbia de un monarca ante el esplendor de su reino o a su vanagloria por la reverencia de sus vasallos?

—¿Fue como la altanería de un general ante el escuadrón desbaratado del enemigo o como el orgullo ante el desfilar victorioso de sus huestes?

—¿Fue la vanidad de un pecador que se cree merecedor de la misericordia o la fatuidad del elegido que da por cierta su salvación?

—¿Hubo en tu mirada alarde, jactancia, engreimiento?…

Duró un instante, sí, pero el novicio Duncan pudo capturar esa fugaz trabazón entre la mirada que fluía y la mirada que acechaba y, después de mucho meditar sobre ello, se agazapó en el claustro y aguardó la ocasión propicia. En cuanto divisó a su santo compañero, se allegó a él desalado para, haciendo gala de una portentosa caridad, darle puntual razón de los estragos que las seducciones de Satanás estaban operando.

Harto trabajo el suyo pues, si bien el creyente puede suspirar por el paraíso que sólo conoce de oídas y el ciego imaginar los colores al pronunciarlos, el hermano Angélico ignoraba la mayoría de los pecados hasta de nombre, pues a los dictados de la ley natural y a los mandatos de la ley divina había añadido el íntimo precepto de negarse toda consideración y alusión a su sustancia corporal. Duncan hubo de emplearse en las más variadas diligencias para prevenirle de las innumerables formas bajo las cuales —la carne mayormente— discurre el Malo.

—¿Hubo afición desarreglada, curiosidad ociosa, mirada indebida, indiscreta o descompuesta?

—Hubo distracción en el rezo, Reverendo Padre, ningún imperio de mi voluntad y flaca vigilancia sobre mis sentidos.

—¿Reparaste en tus potencias interiores indicios de alteración?

—No, Reverendo Padre.

—¿Percibió alguno tu fervor desamaestrado? ¿Fue piedra de escándalo lo disoluto y consentido de tu vista?

La vista es la custodia del corazón, le amonestó Duncan, por eso es indispensable tener mucha cuenta de ella y refrenarla por doquier. Hay que atajar al adversario, hermano mío carísimo, antes de que traspase las puertas, porque primero es sólo pensamiento, después imaginación, después el feo movimiento y por último el regodeo, que es cuando el Enemigo ya se ha apoderado de todo, como enseña Tomás de Kempis. Pero cuando, además, unos ojos encuentran otros donde reflejar la intensidad de su torrente e hincar la mirada y anudarla en otra, puede darse por tendido el cordel que conducirá las múltiples invenciones del pecado. Allí engarza Babilonia sus púrpuras desgarradas, desvelando las petunias suavísimas de sus pezones, la invitante lozanía de sus muslos, la voraz urgencia de su vientre, el hocico hambriento y chorreante del peludo animal que, según dicen, tienen las mujeres entre las piernas. Y la simple visión de su lascivia es más enérgica que un puño veloz. Enseguida un anillo de irrevocable deseo, cual sortija de un sacrílego desposorio, atenaza la, hasta entonces, indócil medusa de la virilidad y la muda en gallardo combatiente.

Toda vez que el apetito se iza ondeante a lo largo del asta, Babilonia aprieta sus dedos en la nuca de su víctima y la incita hasta sus henchidos pechos para amamantarla con su ardiente licor, y sus pezones de petunia se endurecen como los nudos de las disciplinas mientras la saliva que los anega se mezcla con la lujuria que derraman. Toda vez que el apetito se cierne, Babilonia abre sus muslos de yedra sobre los flancos de su elegido, asedia la insurrección de la carne sublevada, la ahonda, la aloja, la rodea con los herméticos y cremosos muros de su cóncavo conducto como un calibre se ajusta a la bala. Babilonia, toda vez que el apetito despierta, descubre entre la maraña su hocico abrillantado, su ancha lengua vibrando como un tentáculo temerario y preciso, sus labios succionando, inmovilizando el saltarín juguete, cerrándose sobre el sedoso manjar, introduciéndolo en una boca hecha, de pronto, de leche hirviendo; de pronto, de nieve.

Es imposible no sentir un aliento jadeante, cálido, acercándose, traspasando, aguijoneando la humedad tupida de las ingles; es imposible, toda vez que es convocada Babilonia, resistirse a su soberanía; es imposible mantener el corazón, el índice y el pulgar alejados de la pletórica manguera que oscila antes de disparar su caudal contundente y momentáneo. Es imposible.

—Sí, Reverendo Padre: fui sorprendido y me arrepiento si he dado ocasión al desvío o he sido motivo de perjuicio y de contaminación.

El novicio Duncan había sido testigo de cómo unos ojos Cándidos penetraban en otros, ávidos e implorantes, que, cuando ambas miradas se fundieron, no pudieron sofocar el deleite. El Flos Sanctorum ilustra copiosa y ejemplarmente sobre cómo la paloma es instigación y pretexto a la persecución del gavilán y cómo, al pie del muro que protege a los vírgenes, se abre la sima del infierno donde un ingente hervidero de cuerpos se retuerce y bulle.

Con mucho tiento, el novicio Duncan, en un provechoso ejercicio de docencia, le instruyó sobre la castidad, que no reside, únicamente, en mantener la lisiada humanidad de uno fuera del estímulo que la vigorice ni en carecer de maestría en sacudirla ni en la privación o imposibilidad de meterla en alguna parte ni en impedir que algo mantecoso le regurgite a uno por la punta. Es algo más que eso. Porque de nada sirve preservarse intacto mientras los demás, puesto que es la ausencia lo que acucia el apetito, comercian su daño espoleados por el estorbo.

Con pasmo y consternación el hermano Angélico fue comprobando que todo bien, fuera del Cielo, encierra en sí su propia réplica invertida. Por eso, su cuerpo purísimo que tanto celara como Templo del Espíritu Santo, a la vez era reclamo del Espíritu Maligno que se valía de los adornos de su juventud para imprimir torpes sugestiones en el ánimo de las almas envilecidas y perpetrar siniestros en las débiles.

—¿Hubo plena advertencia? ¿Accedió tu voluntad? ¿Te recreaste en ello?

Qué iba a saber él de los aprietos y combates que su sola apariencia suscitaba, cómo identificar las soterradas propensiones de la sensualidad reprimida, cómo desbaratar el poderío, menospreciado hasta entonces, de la naturaleza. Cómo maliciar que, lejos de censurar sus ojos erráticos, aquel que observaba con interés arriesgado y pernicioso los reclamaba cual un dañino cebo al pez escurridizo, atendiendo al momento de ingresar en ellos, de allanarlos como un violento huésped: aquel, sí, precisamente aquel que, por la misericordia divina, tenía potestad para salvarlo, incurría en desvaríos contra la templanza, daba entrada a toda suerte de extraviadas inclinaciones y repudiaba al sosiego, mediante su ingenuo concurso y el patrocinio de Satanás. Cómo iba él a maliciarlo.

Porque, para el hermano Angélico, el Padre Confesor no estaba sujeto a las flaquezas de la corrupción original ni a los halagos de una voluntad viciada, ni a la briega entre las fuerzas contrarias de la tentación. Qué sabía él, pobre santo, de la tentación. Pero ahí estaba el novicio Duncan como un paciente yunque dando forma a la máxima de Job: «Tentación es la vida de hombre» para adherírsela en las entrañas.

A partir de entonces, el santo novicio se invistió de cautela corroborando que, toda vez que por extrema necesidad encumbraba la vista, hallaba la ojeada ansiosa y expectante del Padre Confesor saltando sobre sus ojos desprevenidos con la velocidad de un zarpazo, con la soltura de una liebre zambulléndose en su madriguera.

Luego era verdad. Luego era posible. Y al igual que un objeto va haciéndose visible en las sombras, el santo niño fue adivinando hasta adquirir la definitiva certeza de que, taimadamente, mientras era contemplado, un rosado y bruñido cachorro iba sobresaliendo de la erizada guarida del Padre Confesor, hinchándose, tensándose dentro de la elástica tenacidad de la placenta, emergiendo, agrandando la cuenca vacía e insondable de su único ojo, avizorando, bajo los pliegues monacales, la proximidad de la carne fresca, de unos labios mullidos, de una boca de albérchigo, de un torso conmovido como una tulipa de ámbar, de una cintura prieta como un nardo, de un vientre flanqueado por afiladas crestas repetidas, de un esponjoso vello adolescente orlando el escuálido sueño de la virtud, de la fruncida y oscura frambuesa apretada entre la rajadura de unas compactas nalgas.

Claro que era posible pues, conforme lo vislumbraba, su inexperta anatomía iba verificándolo imitando cada sismo, reproduciendo cada mutación, evidenciando cada arrebato, certificando la totalidad del desastre, encarnándolo y habitándolo en él.

Sintió, a través del olor de lana y cera del ambiguo hábito, la recóndita esencia de su hombría, fugaz en un principio, pero después presente, atroz, con la persistencia del remordimiento. Sintió el tibio tacto de su ropa anunciándole los misterios de su omitida corporeidad: el lugar donde se empinaban sus menudos pezones, el interior suave de sus muslos, la espalda como una explanada dividida. Sintió trepar por sus piernas calambres desconocidos, punzar en sus ingles minúsculas abejas, descender por su vientre un imparable borbotón de lava, condensarse el fuego en sus bolsas gemelas y hasta ahora ociosas. Sintió centellear en su innombrado miembro una culebra rápida y candente, haciéndolo estremecer con impulsos rítmicos y precisos como látigos, enarbolándolo, endureciéndolo, ensalivándolo, destacando el grueso trazado de sus ríos como las vetas de un ágata. Sintió un asfixiante oleaje invadiendo sus pulmones, un acelerado tambor resonando en las encrucijadas de sus venas, un sutilísimo vendaval agitando las enramadas de sus nervios. Atónito, en el centro de la tempestad que se agitaba a su alrededor, incapaz de replegar su ímpetu —pero a la vez queriendo ahogar en ella la vehemencia que palpitaba en su vientre intocado, que removía un extraordinariamente turbio sedimento, y reducirla, sitiarla, expulsarla de su azuzada carne: no dejar lugar en ella para la marca de Lucifer—, sintió un enervante desmayo, una insoportable e insaciable agonía, una pavorosa exaltación, una audacia, una ajena determinación en sus manos inhábiles que las sepultó en sus embozadas ingles entregándose derribado, precipitado al fin y a la perdición. «Timor mortis», musitó angustiado, «timor mortis conturbai me». Y una lívida palmera estalló su salva en medio del atormentado torbellino, cruzando la red de los aullidos de una bestia azotada, trazando su limpia verticalidad entre los azarosos vaivenes de la desesperación y los demoledores temores al escarmiento.

En ese punto, un aluvión de revelaciones prohibidas cayeron sobre el santo niño igualándolo en el suplicio, la irredención y el oprobio de su víctima.

Duncan, cuando las sombras comenzaban a bajar a ras de tierra, lo rescató de entre los escombros de su resquebrajada doncellería y, socorriéndose de un levantado amor al prójimo, lo hizo entrar en sus brazos para resarcirle en su persona de su contricción y desconsuelo. Lo sostuvo contra su pecho sintiendo hervir el incendio de la desventura junto a su corazón, los pleamares del llanto junto a su mejilla, el incesante roce de una susurrada porfía junto a su oído. Introdujo sus dedos en la flexibilidad de los irisados bucles hasta acariciar la rotundidad del cráneo resiguiendo su consistencia, averiguando la perfección de su esfera, amansando los alborotados murciélagos que se agolpaban bajo su frente. Era como tener en la mano un pájaro exhausto, a merced de su condena o de su gracia.

El hermano Angélico fue despidiéndose de la desdicha al abrigo de ese contacto, distinto a cualquier otro contacto anterior, mas no por ello dio de lado a su pretensión y a su protesta de santidad. Por el contrario, transverberado de fortaleza, obligó a su condiscípulo, a cambio de aplicar a su intención todo el acopio de indulgencias que sus plegarias pudieran obtener, que satisficiese en sus carnes la purgación de su caída y, con el gracioso descuido de quien lanza una rosa, le alargó el cíngulo que ceñía su talle. Con prontitud se despojó del escapulario, de la esclavina y, desabrochándose el hábito, prorrumpió desnudo en medio de la estancia con la facilidad que se desgaja de la cáscara la fruta, o se arranca de la vaina el acero.

Se engolfó Duncan, con animosa resolución, en procurarle tan saludable remedio y, pronto, la inerme espalda del angelical niño se arreboló como un sangriento ocaso y de sus hombros manaron sierpes, pistilos escarlatas, finísimas lenguas de prodigiosa longitud centuplicando con creces, el manantial rojo, la pálida mancha de su depredada virginidad. Porque el cordón estaba entretejido con púas.

La golpeante inmolación fue lenta como el disminuir de las luces al atardecer, pero, al final, el cordón era un morado lirio y las paredes estaban punteadas de oscuras constelaciones. Duncan, sin poder prolongar más el castigo ni retardar por más tiempo su veneración, se arrodilló ante el mártir y oprimiendo sus labios, cual si quisiera cauterizarlas, enjuagó sus heridas.

La sangre era dulce, como la miel que destila el corazón de las pasionarias, y la carne, inflamada y caliente, tenía la abultada conformación de la lágrima de un cirio. Duncan gustó de esa carne y esa sangre —envidia de la abeja— con hartura, uniéndolas en su lengua con las insólitas palabras que le brotaban resplandecientes y fugaces como espejismos. El pobre niño no sabía que, en cuanto a despeñadero, cierta clase de ternura sobrepasa con mucho a cierta clase de codicia, por eso quiso manifestar su gratitud con un: «Dios te lo pague, hermano mío», antes de que el desfallecimiento lo expropiara de este mundo. Porque la insipiencia no suprime el instinto, aunque confunda los nombres y llame «ser confortado» a «ser transportado al séptimo cielo». El pobre niño no sabía que, en la penitencia, también puede estar el delito.

—Mis ojos han ofrecido hospitalidad a las impúdicas intrigas del demonio, Reverendo Padre. Mis ojos han sido brújula del infierno y yo lo desadvertía en mi necedad —balbució por fin—. Pero, por la infinita misericordia, me ha sido manifestada la condición de mi deuda y la índole de los envites de los que he sido motor.

—Oh, niño castísimo, mientras otros jóvenes se afanan, sin miramiento alguno, estampando en sus mentes fisonomías deshonestas, revolviendo sus miembros con pasatiempos licenciosos y exponiéndose con ligereza a la brecha enorme de una muerte repentina, tú haces gran peso y disgusto de un tropiezo instantáneo —reflexionó el confesor en las interioridades de su costal de pecados y desgobiernos.

Pues él mismo era de una fragilidad tal que, a la simple vista de objetos cualesquiera, experimentaba guerras en el pensamiento, rebeldía de la voluntad y antojos de los sentidos. Así, si por acaso un enjambre de etéreas libélulas le andaba cerca, él debía enfrenarse para no compararlas con diminutas vergas de ángeles o, si revoloteaban los ángeles en los retablos, no esforzarse en entrever, bajo las gasas sucintas, cárdenas libélulas vibradoras. Pero no siempre podía valerse y sucumbía a tan detestables entretenimientos. Por eso, el estar rodeado de tanta gente joven y bien parecida, hacíale comprometer sus postrimerías muy gravemente.

Como alma en pena el confesor se deslizaba por los tránsitos, corriendo tras el propio aliento que le huía, mientras los demonios le espiaban entre las crucerías insuflándole propósitos indecentes y actos libidinosos. Imposibilitado para enmascarar su sinvivir, irrumpía, sin achaque aparente, en la celda del predilecto mendicando alguna súbita complacencia que le aplacase lo que le soliviantaba. El hallazgo no era muy escabroso —un lecho tibio aún, una prenda con el olor reciente de su dueño y, con suerte, al novicio en camisa— pero bastante para que el diablo le entrara a saco e hiciese presa de sus bienes. Se arrojaba desatentado a las sábanas, se acurrucaba en ellas como un perro apaleado rastreando los vestigios del hogar perdido. Olfateaba con fruición las ropas, las pegaba a su carne, exploraba los pubescentes efluvios, a veces las robaba; palpaba encarnizado la fatigada madera del reclinatorio, la desgastada huella de los codos, de las rodillas; lamía el cuero de las sandalias; colocaba los labios en los cristales de las ventanas que habían dibujado su reflejo, sobre las baldosas que recibían sus pasos, que se alfombraban con su movible silueta y, más réprobamente, allí donde presumía que los labios añorados habían sido puestos aun cuando se tratara de un trozo de reliquia. Pero, si la celda no estaba vacía… escapaba de su propio albedrío por un laberinto de salidas falsas sin resolverse a darse a la fuga o a meter, definitivamente, la cabeza en la boca del león.

—Bueno, bueno, hijo mío —contestó afable—. Si te examinaras con más esmero convendrías en que no es muy acendrada tu humildad cuando te arrogas tales tropelías. Medítalo en la presencia de Dios, rézale una Salve a la Santísima Virgen para que te invite a la enmienda y, ahora, di el acto de contricción.

—«Señor mío Jesucristo, Dios y Hombre verdadero…».

—«Miseratur tui omnipotens Deus…».

—«… por ser Vos quien Sois, Bondad infinita, y porque os amo sobre todas las cosas…».

Como por acaso, vino a rozar la mejilla del niño que acusó su intrusión con un gesto retráctil, con un retroceso brusco como si un sable hendiera su pecho, como si una cifra de fuego lo señalara, o hubiese pisado una víbora.

—Pobre corderito —pensó el confesor con triste dulzura—, pobre corderito. Ya no tienes nada que temer.

Cierto que, al principio, él se había afanado en incluir, dentro de los inmoderados esparcimientos de su mente, al inmaculado niño. No regateaba ardid para excitar su intemperancia: se fijaba en cada rasgo de sus facciones, en cada gesto de su expresión, en cada actitud de su compostura, atreviéndose al punto de figurarse sus virginales arcanos, con el propósito de incorporarlos a los trances más obscenos. Sin embargo, pese a sus incontinentes mañas, ninguna perturbación contraria medraba en sus adentros y, por más que se enconara en ello, todo era baldío.

Pues en balde los llameantes ojos del confesor insistían solicitando alivio, exigiendo coincidir la imagen real con sus inventivas de sátiro. En balde, se representaba las defendidas delicias de su interminable aspiración. En balde, quimerizando, le tocaba la boca. Le tocaba los labios, inviolados como la bocallave de un estuche que había que descerrajar, como el angosto umbral que había que desbrozar para inaugurar una misteriosa caverna. Muy delicadamente, uno a uno, los dedos iban encajándose, iban sumergiéndose, lustrándose en el delgado almíbar; después era la lengua la que tanteaba, la que avanzaba, firme como un taladro, hasta ajustársele, hasta vaciársele, hasta juntar una boca en una boca. La lengua caracoleaba, escudriñaba la perfumada gelatina del paladar, el sabor caliente de la saliva, la carnosa pica de la lengua adversaria, en balde.

En balde ofrecía su persona al sello ardiente del beso y a la impronta del mordisco. En balde inventariaba todo cuanto disponía su ser para encenagarse en la depravación, para simular fornicaciones y liviandades. Era en balde suplantar el cuerpo esquivo con cualquier otro cuerpo inanimado y obediente. Se aferraba a su manta enrollada, como la locura se aferraba a su visión, se abalanzaba a ella con el incontrolable designio de enclavarse, de calar en sus entresijos y cohabitar en su sustancia. Se engañaba fingiendo que injertaba en una flor su arboladura, en un obstinado capullo que al final se convencía y se ahuecaba, se agigantaba, se desmembraba separando sus pétalos, soltándolos como un puñado de arena, como el perfume de un frasco destapado. Pero su fláccida ampolla le corroboraba su incapacitación para el exceso carnal y es que, a ese niño, no podría concebirlo de otro modo que no fuese rodeado de azucenas.

Así que el mirarlo, el pensar en el novicio santo, lejos de irritar los sitios de su desvergüenza, los apaciguaba y, todavía más: contranaturalmente, por más que arreciase en suplir con la mecánica la ineficacia de la fantasía, prevalecía la flojera, la desgana, el blanco y arrugado testimonio de que la gracia habíale embotado la ambición de cualquier amago ilícito y redundaba en su aturdido anhelo domeñándolo e infundiéndole castidad.

Pronto pudo solazarse en el hermano Angélico sin escrúpulo alguno apelando su patrocinio como adalid, escudo y guía, y aprovechaba el mínimo resquicio para embobarse y beneficiarse del usufructo de la santa pureza que emanaba por toda su persona. El verle le inducía a las lágrimas significando el gozo dulcísimo de su corazón recobrado. Pues desde hacía unos meses le había cogido el gusto a emularlo y se acostumbró a practicar algunos actos diarios de pudor para corregirse de sus relajos habituales.

¿Le daría la absolución esta vez o se daría a sí mismo el parabién por tenerlo contiguo, rebosándolo de una rara plenitud?

—«Et dimissis peccatis tuis perducat ad vi tarn a eternam».

—«… propongo firmemente nunca más pecar, apartarme de todas las ocasiones de ofenderos… Oh, Dios mío, oh Dios mío, oh Dios mío…».

Desde hacía unos meses, aun en el más profundo sueño, la impetración al niño conseguía la interrupción de la añagaza desvelándolo antes de que el íncubo vomitara en las sábanas su pálida rúbrica.

—«Indulgentiam absolutionem et remisionem peccatorum tribuat tibi omnipotens misericors Domiminum».

—«Ofrezco, Señor mi vida, obras y trabajos en satisfacción de todos mis pecados…».

Desde hacía unos meses, se acabaron las insidias en pos de los cimbreantes hábitos juveniles. Se acabaron los cepos, las trampas, el fogoso otear por los pasillos: la mera evocación del angelical semblante era renunciar a otras torcidas preferencias. Por eso, por permanecer digno de su pureza celestial, dio fin al apego insano que albergaba con respecto al más hermoso y turbador de sus discípulos.

—«Ego te absolvo, in Nomine Patri, et Filio, et Spiritili Sancto. Amén».

—«… perseverar en vuestro santo servicio hasta el fin de mi vida. Amén».

Apenas dos días después, mientras arrobado se enfoscaba en el niño que proclamaba las alabanzas al Señor, el Padre Confesor, con júbilo y firmeza, hizo el voto de que las alevosas incursiones al aposento del hermoso y turbador Duncan no se reanudarían jamás.

—Vete en paz, hijo mío, y en la gracia de Nuestro Señor.

Se alzó del tribunal de la Penitencia y se dirigió al altar de la Virgen sintiendo en la nuca dos pertinaces tábanos. Volvió la cabeza en un acto incontrolado y, según sus suposiciones, las dos fieles y embelesadas pupilas del Padre Confesor le pisaban los talones y le lamían los filos de sus vestidos.

Oh, Dios mío, Dios mío, ¿puedo estar yo purificado mientras él reincide en su obcecación y se refocila en su deshonestidad? «Si tus ojos te escandalizan, arráncatelos», le había recordado, cristianamente, el novicio Duncan. Pero ¿eran solamente sus ojos? El hermano Angélico rezó fervientemente la Salve a los pies de la Señora y, luego, reclinándose sobre el tren de cirios, sacrificó su rostro incomparable a la devastación del fuego y a la incandescencia de la cera.

Todo duró un instante.