—Bubi, Bubi, despierta que estamos llegando.
Entonces vi dos budines de gelatina tambaleándose, pero no eran budines: eran dos medusas gigantes… o dos globos llenos de agua… o los pechos de Nela saltando con el traqueteo del tren, porque ya había abierto los ojos del todo y se me habían despegado las telarañas del sueño. Y ya podía ver sin tener delante una gasa y por eso veía claramente los pechos de Nela y la carne roja de su escote y el empiece de la raja honda de en medio. Y me puse colorado como me ponía cada vez que me acordaba de cuando dejé de creer que Nela tenía un culo detrás y otro delante. Pero es que yo nunca había visto cómo estaba hecho ese bulto redondo y blando que rellenaba el corpiño de Nela y lo comparaba con el buche de las palomas, sólo que partido en dos como los culos de los angelitos del cuadro de la Inmaculada. Por eso, cuando Nela me abrazaba haciendo crujir su blusa, que parecía que los volantes fuesen barquillos, yo echaba hacia atrás la cabeza, para que no se la metiera por el culo. Eso creía yo. Hasta que el demonio me enredó en su anzuelo y me arrastró por el pasillo y sucedió lo que no quiero recordar, porque la sangre empieza a subírseme, como ahora, y a llenarme la cara de candelas y el corazón se me quiere salir como el cuco del reloj. Por eso, si los pensamientos que crecen en la mente fuesen iguales a los que crecen en las macetas de las ventanas, yo arrancaría el de las cuatro de la tarde, el de la siesta, y descolgaría las sábanas arrugadas de su alambre mohoso para apartar de mis oídos el zumbido de las moscas y de mis manos el temblor sudoroso de los sapos y de mi espalda las lenguas de los escalofríos. Porque el demonio se disfrazó de mosca, de sapo, de culebra y se apoderó de todos los escondites de mi cuerpo y sacó por mi frente sus cuernos de chivo, por mis dedos sus uñas de buitre, por mi espalda sus alas de murciélago y por mis cuadernos las imágenes de la tentación. Y la tentación era Nela. Y su culo de delante y su culo de atrás. Y el escote que se abría sobre el culo de delante. Y el escote que no había sobre su culo de atrás. Y si serían iguales los dos culos. Y los dibujaba. Y luego rompía las cartulinas dibujadas y las echaba a la chimenea y me quedaba mirándolas convertirse en pavesas y luego en papel de seda fino y gris con los filos de oro. Por eso no me daba cuenta de que el demonio estaba tejiendo una red invisible con su saliva peguntosa, y que sus hilos gobernaban mis manos y mis pies porque quería tenerme de marioneta. Y de esa manera me condujo por el pasillo, pisando la cenefa a los lados de las baldosas para no hacer ruido, porque las baldosas del centro se movían casi todas, y me detuvo ante el pomo de porcelana del dormitorio de Nela. Y giró el pomo, y algo suave y veloz rozó el parquet de la alcoba al deslizarse la puerta, y detrás de las persianas algo se frotaba contra las maderas, seguramente las ramas del naranjo. A lo primero no vi nada, pero después la penumbra se fue separando y por entre sus agujeros se agrandaron unas manchas claras que se hicieron cuevas o islas. Y una cueva era el mosquitero de la cama de Nela. Y debajo del mosquitero se oía a Nela haciendo suavito: Sss… sss, o a lo mejor no era Nela, sino las hojas del naranjo, o el viento colándose por las rendijas de la persiana, o el demonio que me aturdía. Y yo me acerqué y levanté la tarlatana y me metí dentro de la cueva y el demonio me depositó con cuidado sobre el colchón sin que el somier chirriase. O a lo mejor chirrió, pero sobre mi cabeza había un arriate de hierba enloquecida por mil grillos chillando y chillando: «El culo de delante de Nela. El culo de delante de Nela, el culo de delante de Nela…», y ya no podía escuchar nada más. Y me arrodillé y la miré fijo por si abría sus pestañas entremezcladas, las de arriba con las de abajo, formando un festón negro que me recordaron hormigas en fila, no sé por qué. Y, de pronto, la lengua de Nela asomó por entre los labios gordos su punta afilada que se ensanchaba luego como la cabeza de una lagartija, sólo que muy colorada y muy brillante. Yo tenía los dedos en el borde del camisón de Nela y los fui dirigiendo hacia el nudo de la cinta que lo fruncía y tiré de un cabo y lo deshice, y se aflojó el escote y se agrandó como si Nela entera fuese a salirse por él.
Y debajo había sólo un tirante cruzándole un hombro, porque el otro se le había resbalado, y mis dedos, más fríos que el vientre de los sapos, bajaron despacito la tela del camisón y entonces vi que los tirantes sujetaban dos bolsas hinchadas que se apretaban a la carne como las bocas de las sanguijuelas.
Y que la carne ya no era roja sino blanca. Más blanca que la de los culos de los ángeles, y con la raja en medio. Y entonces los sapos saltaron hasta el ribete de la bolsa del tirante caído, pero, aun así, era muy difícil porque estaba muy apretado. Pero el demonio chorreó aceite en mis dedos y pude remeterlos por el ribete. La carne iba apareciendo semejante a la bola de la luna: toda lisa con serpientes azules cuando, de pronto, amaneció una aureola café con leche y, cuando iba a la mitad, saltó una píldora chata que, cuando la tela dejó de aplastarla, hizo: chap y se puso en su tamaño. Estaba en el centro de la redondela y era entrelarga como un dátil y la quise probar. Me agaché. La rodeé con los labios casi sin atreverme a rozarla. Pero sentí cómo crecía en mi boca y se ponía dura contra mi lengua y que mi saliva se volvía muy muy espesa y cuando Nela se despertó y me empujó apartándome de ella, un hilito seguía uniendo mi boca con su botón de caramelo.
Por las ventanillas dejaron de atropellarse los postes y las vistas porque fueron entrando las columnas de hierro de la estación y agrandándose las franjas de los andenes y pasando los rótulos verdes de los letreros crema, cada vez más despacio, cada vez más despacio, cada vez más despacio, hasta que el tren se metió, todo entero, dentro de la jaula de cristal. Y entonces se pararon los desfiles en las ventanillas, y quedaron al lado del quiosco, muy juntos, muy quietos y con cara de pasmados, tía Alicia, su marido y el primo Fred.
Nela me alisó el pelo y me limpió los churretes mojando en la puntita de su lengua de lagartija un pañuelo que se sacó de la raja del escote. Y me pareció oler a alcoba, a las cuatro de la tarde… a la siesta. Nela tiró de mí hasta la salida del vagón donde esperaban los guantes de tía Alicia que, nada más poner yo los pies en el primer peldaño, se ajustaron en mi cintura y me arrebataron y me hicieron girar bajo el templete rosa de su pamela, y yo me agarré a su cuello para no caerme y un bucle de su nuca se desbarató y se cayó sobre mis manos y yo hubiera querido agarrarlo, enrollármelo en el dedo, porque era fresco y elástico y brotaba de su sombrero como de una mazorca tierna. Pero tía Alicia ya había replegado la rueda de fresa sobre el merengue de la enagua, frenó el carrusel y yo recobré mi estatura y perdí su rizo de maíz.
—Hola, Bubi —dijo tía Alicia.
—Hola, Bubi —dijo su marido.
—Fred, saluda a tu primo Bubi —dijo tía Alicia a Fred.
—Hola, Bubi —dijo Fred de mala gana y añadió sin que nadie más que yo lo oyera—: Bubi la bubona de las bubosas bubas, la bubática Bubi de las bubónicas bubas… Ay, la abubilla abubada de Bubi el de las bubas.
Los labios de Fred estaban pegajosos y olían a chicle de canela y sonaron cerca de mi oído, llenándomelo de un aire caliente como si me soplara palabras venidas del infierno. Tuve miedo, y me arrimé a Nela buscando su mano, pero ella no me la consintió porque, desde aquella tarde, ya no me quería.
Nela, aquella tarde, me había sujetado por los brazos, clavándomelos de señales moradas y me sacudió muy fuerte para que el demonio saliera de mí. Pero el demonio no se iba, porque como los pechos de Nela me brincaban delante, no se callaban los grillos ni los moscardones ni las lenguas de las víboras, sino que me repetían sin cansarse que a lo mejor se escapaban del escote, flojo todavía, esas dos enormes moras que eran tan ricas aunque no sabían a nada. Por eso Nela me estuvo pegando hasta que mi nariz le salpicó el camisón con lunares de sangre y yo me desplomé. Porque la sangre, al limpiarme del olor asfixiante de su carne dormida, cortó los hilos de la tentación que me mantenía rebelde e insensible a la furia de Nela y sus azotes.
Fred es mayor que yo, más alto que yo y más listo. Pero, además, tengo que vivir aquí, en su casa porque, aunque se terminen las vacaciones y me vaya al colegio interno, tía Alicia y su marido se van a ocupar de mí. Por eso no quisiera enfadar a nadie: ni a Fred ni a tía Alicia ni a su marido, no vayan a hartarse de mí como Nela. Y por eso hago todo lo que me manda Fred. Y por eso el otro día en que dijo: «Vamos a disfrazarnos» y yo dije: «Venga», subí al cuarto de los baúles pegadito a él para no hacer ruido, aunque estaba en lo mejor de la historieta.
En el cuarto de los baúles está también la costura y también se plancha. Ahora está todo bastante revuelto, porque Nela se casa el mes que viene, y siempre que puede sube y se pone a pedalear en la máquina: taca–taca–tac–taca–taca. Su traje de boda ya está listo. Lo han colgado de la lámpara tapado con plásticos para que no se ensucie y con la cola, para que no arrastre, aguantada con alfileres en los hombros. Es de tela muy brillante y debajo del plástico parece como de plata. Y fue Fred quien puso una silla sobre el baúl de alcanfor, alcanzó la lámpara, desenganchó la percha, desenfundó el vestido y, cuando estuve sin nada por arriba, me lo puso. Pero se me caía porque me estaba muy ancho. Entonces Fred bajó un momento y volvió con una almohada y me la colocó como si fuera el pecho de Nela, sólo que sin raja, y me dijo: «Qué buenas tetas tienes, Buba, te las voy a comer» y entonces supe que, cada uno, se llamaba teta y que otra vez se me había entrado el demonio porque en mí sólo reinaba él. No me di cuenta de que estaba subido en una silla, con el cordón de la cortina atándome a la cintura el vestido, estirado hasta el suelo y con la cola abierta detrás de mí; que me había puesto en la cabeza un visillo, que me lo sujetó amarrándome una tira de encajes, y que me había dejado solo porque iba a traerme el ramo de novia. No, no me daba cuenta porque estaba pensando en que yo tenía tetas, tetas grandes, blancas, con ríos y con montañitas que Fred quería comerse. Y pensaba que, si Fred se las metía en la boca, mis montañitas se pondrían tiesas al mojarse con la saliva de Fred. Y que qué rabia que Fred no pudiera meterse a la vez las dos montañitas, como si fuesen dos granos morados de cacahuete. Y no sé cuándo empecé a tocar por detrás de la almohada y me encontré con que a las dos manchas alargadas y suavitas estaban creciéndoles punta. A lo primero eran como lentejas, pero luego, me chupé los dedos para imaginarme la lengua de Fred y se me pusieron como guisantes y yo seguí untándomelas con la saliva, que el demonio fabricaba hasta rebosar, por si también se me hinchaban las tetas y se me hundía la raja. Yo quería saber cómo es lo que hay en el medio de la raja. Porque ya sabía que no había un culo delante y otro detrás, pero no si la raja de delante y la de detrás eran lo mismo. Debía haberme santiguado, pero no podía dejar lo que estaba haciendo, porque… si a lo mejor me salían… y si Fred mientras yo dormía la siesta venía a comérselas… Él vendría, lo dijo. Dijo que me las comería con su boca caliente teñida de regaliz o de frambuesas. Me apreté muy fuerte, con las uñas, para darme idea de cómo me dolería cuando me mordiese y entonces algo se removió dentro de mis pantalones: una serpiente dando un coletazo. Le eché la mano encima, muy ligero, no fuera a escapárseme. Pero, a la vez, me echaron mano a mí. Era el marido de tía Alicia.
Todo el tiempo estuve en la cena sin quitar la vista del plato, aunque por eso no me enteraba más de qué era lo que estaba comiendo, si es que comía, porque no paraba de remover la comida con el tenedor, y si acertaba a metérmela en la boca, no paraba de removerla también, de un lado para otro, hasta hacer una bola que luego no podía tragar. A cada rato tía Alicia me decía: «Bubi, come», o «Bubi, no juegues con la comida», o «Bubi, trágate lo que tienes en la boca». Así que llegaron los postres y todo se llenó de un olor muy dulce, entonces miré y eran fresas. La mesa tenía el mantel blanco con las servilletas iguales; los platos eran blancos, de loza; los cubiertos con los mangos blancos de hueso y los servilleteros de hueso también; el azucarero, la jarra, las tazas para el café, la fuente de arroz con leche y el frutero, de porcelana blanca. Sólo que, en la delgada bandeja del frutero, se erizaban, igual que en las tapias los cristales, los picos encarnados de las fresas. Tía Alicia cogió una, la metió en el azucarero y luego, toda entera, solamente aguantándola por la corona verde, la hizo desaparecer en su boca. Los labios se apretaron a su forma puntiaguda conforme se le adentraba, primero muy poquito, sin dejarle cabida siquiera, pero después el agujero de su boca se abrió, resbalándosele por todo alrededor como si fuesen de vaselina, y se cerró de golpe cortándole el paso a los ricitos estrellados que guiaba con los dedos. Y los labios se juntaron sobre la carne de la fresa como se juntan los bordes de un hoyo en las arenas movedizas. Y yo dejé de temer al marido de tía Alicia para pensar en las fresas del frutero y en su charco escarlata y en las gotas rosas que cubrieron al azúcar de confetis y en las fresas que me habían salido y en que, si me las mojaba para que el azúcar se les pegase, a lo mejor tía Alicia me las chuparía como si fuesen pastillas de goma, y yo sentiría su lengua lamiéndomelas muy despacito para saborearlas o frotándomelas a toda velocidad para derretírmelas. Y otra vez se me llenaron las palmas de las manos con sapos escurridizos, las rodillas con las serpentinas rápidas de las culebras, la cabeza con la algarabía de los grillos y los zumbidos de los moscardones, y la lengua con la baba enredadora de las arañas. Sin embargo, no quise seguir escuchando al demonio ni mirar a tía Alicia empujar contra sus labios fresas y más fresas azucaradas y me serví, en un cuenco de loza, un puñadito de arroz con leche como un rosario de nácar enroscado.
Cuando todo está oscuro, las puertas dibujan letras muy finas contra la claridad de la luna o contra la luz del pasillo: una T en el balcón y una C que, a veces, abre su rendija porque tía Alicia entra con cuidado para hacerme la señal de la cruz y arroparme. Pero, aquella noche, Nela, al cerrar las contraventanas y llevarse el florero, me dijo que no apagase la luz ni me durmiera porque el marido de tía Alicia iba a venir. Yo sabía que a regañarme. Y pensé que me convenía hacerme el dormido o, mejor, dormirme de verdad. Por eso, nada más irse Nela, me acurruqué bajo las sábanas y apreté bien los párpados. Pero en eso que me rodó hasta la boca algo blando y abultado haciendo así, como otra boca, y yo me destapé y vi que era un guisante de olor que se le había caído a Nela del florero. Lo estiré con los dedos y separó sus labios para que yo llegara con la punta de la lengua a tocar su fondo. La fresa en la boca de tía Alicia. Pero era la fresa la que chupaba la boca de la flor, hasta que la empapó toda. Mi lengua era una fresa brillante y fresas eran también las puntas que se me levantaron debajo del pijama. Me desabroché la chaqueta para que las mojara tía Alicia. Sus labios me picotearon el pecho y soltaron el nudo del pantalón. Hubiera querido tener diez guisantes de olor como dedales y sentirlos cerrarse sobre mí, devorándome con sus morros de conejito, después de haberme rebozado de azúcar. El guisante me mordió en la ingle y yo lo paré allí porque me dio un calambre y quité mi pinza de sus caperuzas y escondí mi mano sentándome en ella. Pero ya no llevaba pantalón. Y mi mano desapareció en la raja. Y mi dedo empujó en el agujero como la fresa en los labios cerrados de tía Alicia. Y aunque mi dedo quería salir, el agujero tiraba de él, pimpán, pimpán, pimpán, como cuando haces guarradas subiendo y bajando el batido por la pajita. Yo levantaba mis riñones y los dejaba caer, pero el agujero no soltaba la fresa. Y, mientras estaba entretenido en eso, la serpiente. Entonces la agarré con mi otra mano, tirando de ella para apartármela del vientre. Pero sentí la serpiente en mi mano y mi mano en la serpiente porque, la serpiente, era yo: el demonio se me había metido en la colita. Y mi colita estaba grande, roja y tiesa como un palo y me apuntaba. Yo miré el capirote colorado, partido por la mitad, con un boquete en medio de la raja y pensé que, si por ahí se me había metido el demonio, por ese mismo sitio se me iba a tener que salir. Y empecé a agitarme la cola como agita Nela la botella cuando quiere hacer un candiel. Conseguía bajarme todo el pellejo, pero el demonio no se me despegaba. Y yo, venga y venga: «Sal, demonio». Cada vez más ligero. De haberme ayudado también con la mano derecha… pero estaba pillada en una trampa, en una argolla de hierro, en una boca hambrienta que querría sorberme entero a mí. Y la cosa era que alguien estaba subiendo, que alguien venía y yo tenía una mano en la cola y un dedo en el culo y ni me podía santiguar. Entonces me acordé. Me puse de pie sobre la almohada, me arrimé a la cabecera y obligué al demonio a zambullirse en la pila de agua bendita.
«Bubi, ¿qué estás haciendo?». Tía Alicia vio cómo se me escapaba el demonio y cómo se ahogó, en forma de lombrices, en la concha dorada de la pila y pegó un grito fuerte y larguísimo.
Nela, el marido de tía Alicia y tía Alicia saben ya que el demonio me persigue y se adueña de mí. Por eso procuro no estar mucho tiempo con Fred, no vayan a pensar que puedo traspasarle el demonio. Pero Fred no entiende eso y siempre me importuna: «Buba, esto. Buba, lo otro. Buba lo de más allá». Y al final le digo que sí para que no se enfade y para que me deje tranquilo pero le advierto que, antes que nada, tiene que santiguarse por si acaso. Y él se ríe de mí y me llama Santa Bibifícación de Lucifer y me hace genuflexiones. Y yo: «Fred, no juegues con esas cosas que te va a castigar Dios». Y él: «Ora pro nobis», porque no se da cuenta de que si a mí, que estoy todo el día rezando y mortificándome, me tiene el demonio como me tiene, el día que le toque a él lo va a agarrar el demonio bien agarrado. Y Nela, el marido de tía Alicia, y tía Alicia, me echarán las culpas a mí por haber traído el demonio a su casa.
Todo el jardín estaba revuelto: las borriquetas de las mesas, las botellas vacías, los platos de cartón, las cestitas plisadas de las yemas, los corchos del champán y sus guardaespaldas de alambre… y las hormigas recolectando tarta de la boda de Nela, y las moscas atrapadas en virutas de huevo hilado y las avispas muertas, emborrachadas de almíbar.
Era de noche y yo estaba triste. Al fondo del jardín el cenador, todo cubierto por las madreselvas, parecía un velo de novia cuajado de capullos de cera y de trapo, y yo no podía apartar la vista de allí. Porque Fred estaba allí. Me había dicho: «Cuando todo el mundo esté durmiendo, nos vamos al cenador a contar historias de terror para asustarnos». Y yo le dije que no. Y él: «¿Es que tienes miedo, mantequilla de Soria?». Y yo, que no. Y él: «Cobarde, gallina, mariquita de cinco puntos». Y yo, que no. Y él: «Peor para ti, Bubona, Cagona». Y cuando era muy de noche y todo el mundo estaba durmiendo, él abrió despacito la puerta de mi cuarto y me dijo: «Adiós, Bubosín». Yo me asomé al balcón y lo vi cruzar el jardín tan tranquilo, sin encender la linterna, guiándose con la luna, porque hacía luna. Pero luego vi que el cenador se iluminaba como si lo recorriera una estrella errante y que luego se quedaba quieta, asomando pedacitos de luz por entre las enredaderas y los rosales, y comprendí que Fred había buscado con la linterna el interruptor para, bajo la bombilla aturrullada por las mariposas grises, leer cuentos de miedo. No se cuánto tiempo estuve de centinela hasta que el cenador se apagó y la luna lo volvió a espolvorear de harina. Pero, por más que espiara en los bultos de los setos esperando darme un susto, no vi salir a Fred.
No era únicamente en mi cabeza donde insistía el concierto de los grillos, no había otro ruido en la noche que cricri y cricri y cricri, y ni yo mismo me sentía a mí mismo. Llegué hasta el cenador y procuré que los ojos se acostumbraran y me advirtieran, pues lo temía agazapado en alguna parte dispuesto a darme un susto. Pero me equivoqué: Fred estaba durmiendo. De todos modos, tanteé para encontrar la linterna, estaba sobre la mesa de piedra junto al libro y unos envoltorios de chocolatinas, la encendí y me aseguré. Fred se había tumbado en la colchoneta de un banco, se había quitado la bata púrpura y la había apelotonado bajo su cabeza como una almohada. Cuando sintió que le alcanzaba la luz, murmuró algo enfurruñado, cambió de postura y, con un brazo, se tapó la cara. Bueno, no, los ojos nada más. Por debajo de la manga del pijama podía verle la boca, con los labios abultados como un guisante de olor, rojos como una fresa y pringosos por la última golosina. Pensé en que, si las abejas volaban por la noche, no tardarían en irle a libar y en ese mismo momento sentí la presencia del demonio. Aparté la linterna de Fred y la hice rebotar por todos los lados del cenador: «Demonio, ¿dónde estás?». La apunté contra mí, pero nada. Entonces, cuando nuevo enfoqué, no salió la boca de Fred por debajo de la manga del pijama, no salió la manga de la chaqueta, ni la chaqueta del pijama crema de Fred: salió, en medio del círculo acuoso de la linterna, el pantalón y su abertura. El demonio estaba allí.
Con la tela, a listas brillantes, del pantalón de Fred, el demonio había levantado su tienda de campaña y el redondel de luz se movió, porque lo que yo temía que pasase estaba pasando: que el demonio había asaltado a Fred. Era mi culpa. A lo mejor, el demonio se había cansado de ser derrotado y había huido en busca de otro territorio. Yo tenía que salvar a Fred. Así es que me acerqué y me arrodillé y metí la mano por la bragueta de su pijama. Y el demonio mismo se encajó en mi puño como empujado por un resorte. Fred se despertó. «No te asustes», le dije, «que te lo voy a sacar entero». Y empecé mi tarea con tanto afán que Fred se puso a gemir, como un gatito primero, pero después mordía el batín, se mordía los dedos, se clavaba los dientes en los labios y las uñas en la colchoneta para no gritar. Y yo: «¿Te lastimo?». Y él: «No, Buba. Sigue, Buba. Sigue meneándomela. Sigue. Así». Y ponía su mano sobre la mía para ayudarme. Fred aguantaba muy bien, a pesar de que tenía los ojos en blanco y casi no podía respirar, pero a mí me dolía la muñeca. Y el demonio no salía, no se derramaba como la cofia labrada de los cirios. Pero mi mano estaba mojada, porque la batalla era tan reñida que la cola de Fred estaba sudando. Entonces me encaré con el demonio y le dije: «Ahora verás».
Y me metí la cola en la boca para chupar hasta vaciársela, como se chupa el veneno de una herida. En cuanto el demonio se entró en mi boca y comprendió lo que iba a hacer, se puso a saltar con la velocidad de un pistón loco. Y yo: «Párate, párate de una vez».
Y el pobre de Fred, medio asfixiándose: «No puedo, no puedo, no puedo… resistir más». Y, de pronto, las manos de Fred empujaron contra sus ingles mi cabeza, dio un espantoso grito y un borbotón ardiendo se disparó y me llenó la boca y se me precipitó en el embudo de la garganta. No pude evitarlo. Me tragué al demonio. Me aparté, tapándome la boca con los dedos, despavorido. Pero Fred, que parecía desmayado y sin fuerzas como un ramo de flores silvestres, me sonrió. Despacio, me acercó unos ojos llenos de estrellas y un aliento, tranquilo ya, que buscaba la rendija de mi boca. Me separó las manos de la cara y me cogió la cara con las suyas y, entonces, muy suave, como si yo fuese un vaso lleno hasta arriba, me llevó hasta él. Su lengua se me adentró, rebuscó en mi boca los restos del demonio, los saboreó y los mezcló con los sabores de su boca. Mi saliva endemoniada inundada por su saliva dulce. Y al revés.
Los pájaros de la mañana sacudieron la madreselva y me desperté. Fred, en ese momento, abrió los ojos frente a los míos. Entonces recordé donde estábamos y donde, realmente, deberíamos estar. Corrimos hacia la casa. Yo más bien saltaba y brincaba de felicidad porque, si Fred había querido comulgar con mi suerte, es que me quería.