Vuelvo a leer todo lo que he escrito. Vuelvo a poner en movimiento el mecanismo de la lectura. Reescribo aquello que ya he leído. Se confunde en el texto la escritura y la lectura que hago de ella, y la reescritura de aquello que aquí escribo. Diariamente.
Veo llegar a la colegiala al edificio de la Biblioteca. Antes de dirigirse a la sala de lectura, entra al lavabo de mujeres. Sin pensarlo, entro yo también al lavabo reservado a los hombres. Dentro, sólo separa las dos piezas una mampara de madera. Quieto y en completo silencio, puedo oír los movimientos de la muchacha al otro lado. Por el sonido, voy adivinando todo lo que está haciendo. La oigo dejar primero el bolso sobre el taburete. Después, levanta la tapa del water, y, entonces, pegando el oído a la mampara, puedo oír cómo se levanta las faldas, y oigo también claramente el roce de las bragas cuando se las baja, haciéndolas deslizar suavemente por los muslos. Tengo la sensación, casi la completa seguridad, de que no sólo se las ha bajado sino que incluso se las ha quitado del todo. En seguida, se oye perfectamente cómo se sienta en la taza del water, inmediatamente oigo un chorro de orina cayendo con fuerza y largamente. Cuando acaba, y antes de que tire de la cadena de la cisterna y de que el ruido del agua no me deje escuchar otra cosa, aún puedo oír cómo corta un trozo de papel higiénico y se lo pasa por el sexo. Salgo a toda prisa del lavabo y llego a la sala de lectura antes de que entre ella.
Pienso que es allí, en el lavabo, donde la colegiala se quita las bragas cada vez que viene a la Biblioteca. Supongo que, después, cuando acaba la lectura y se marcha, vuelve al lavabo y se las pone de nuevo. Lo que aún no puedo entender es por qué lo hace, por qué quiere estar así, leyendo aquí, sin bragas. Yo mismo, es cierto, acostumbro a desvestirme cuando leo; muchas veces hago una lectura, o escribo, con los pantalones y los calzoncillos bajados, o completamente desnudo cuando estoy en mi casa. Todo depende, claro está, de qué lectura se haga.
Cuando la muchacha se dirige a la estantería a por el libro de costumbre, me da miedo, no sé por qué, seguirla, y la dejo ir.
Desde mi sitio, la veo subir y bajar una vez más la escalera, y pienso, y siento, que bajo las faldas del gris uniforme está la desnudez de un hermoso culo de muchachita, y también habrá un pubis que quiero imaginarme pequeño y rubio, con una breve rajita que no puedo ni siquiera imaginarme.
No; no quiero imaginarme su desnudez. Me niego a mí mismo el imaginar su cuerpo desnudo, sus pechos, su cintura y, sobre todo, su sexo. Tengo el recuerdo, débil, incierto, de su trasero: las torneadas nalgas de color blanco claro, y la profunda hendidura, estrecha y oscura.
Paso la tarde mirando su rostro: tan limpio como siempre, de piel lisa, sedosa, de color pálido, un poco rosado en las mejillas, y con reflejos dorados en la frente y junto a las diminutas orejas. Las facciones de su cara apenas están marcadas; debajo de las cejas finamente dibujadas, los hermosos ojos claros, verdes, de tamaño regular, pasan a menudo de la mirada incisiva y un poco cruel a perderse blandamente en el vacío, de ser completamente verdes a ponerse en blanco; la nariz, un poco respingona, es apenas como dos puntitos encima de la boca; los labios, finos pero un poco carnosos, se le entreabren a veces, mostrando una blanca hilera de dientes y, por momentos, la puntita húmeda de la lengua. Un delicado óvalo le recorta suavemente el rostro. La blusa, con dos o tres botones desabrochados, deja ahora al descubierto un cuello largo y fino, con una cadenita y una medalla de oro brillando en él. Bajo la tela gris, la respiración, un poco entrecortada, alza y baja rítmicamente su pecho, sus pequeños senos, altos y equilibradamente separados que parecen estar duros y tensos.
Poco antes de las nueve, cuando ella acostumbra a marcharse, me sitúo cerca del lugar donde suele subir a dejar el libro. Como siempre, de manera decidida, la muchacha coge la escalera y la pone debajo del estante correspondiente. Antes de subir, me mira un momento, directamente a los ojos. Creo entender en ello una llamada, una invitación a seguirla con la mirada, un ofrecimiento de la desnudez que podrá verse, que va a mostrar, que ofrece bajo sus faldas.
La sala de lectura está casi vacía; quedan sólo el viejo que dormita sobre el libro y la profesora, que trabaja totalmente abstraída y de espaldas a nosotros. La muchacha ya está en lo alto de la escalera. Bajo las faldas, me ofrece la visión de los dos muslos entreabiertos y de las nalgas desnudas, e incluso, al final de la hendidura del culo, entre ambos muslos, puedo ver como un fino plumero de vello moreno, o su sombra.
Tengo la verga completamente erecta; el sudor me llena la frente, y siento mi corazón palpitar con fuerza. Poco a poco le voy metiendo la mano por debajo de las faldas, voy penetrando entre sus piernas, sin llegar aún a rozar su piel. Estoy a mitad de sus muslos, muy cerca de su desnudez, de su carne. Ella abre un poco más el ángulo de las piernas. Subo la mano, hacia la vulva, y me detengo allí un momento, temblando levemente. De pronto, cuando ya estoy a punto de tocarla, cuando voy ya a acariciar con los dedos su sexo desnudo, alguien cierra estrepitosamente un libro. Retiro rápidamente la mano de las faldas de la muchacha y me alejo de ella con dos largos pasos.
La colegiala baja de la escalera, meneando ostentosamente el trasero. Cuando se va, cerca ya de la puerta de salida, busca mis ojos y me dirige una dura mirada de despedida. Una mirada que yo interpreto como de decepción, o, también, como de desprecio.
Me quedo completamente solo en la Biblioteca. Apago algunas luces y dejo la sala de lectura a media luz. Todo está en silencio. Cierro la puerta con llave. Encima de mi mesa está, abierto aún, el libro en el que estoy trabajando (el anónimo relato erótico del siglo XVIII) y mi bloc de notas, abierto también, en blanco.
Cierro los ojos un momento, y la imagen de la muchacha, de la joven estudiante de todas las tardes, de la colegiala que viene aquí a leer sin bragas, surge en mi mente. Veo sus medias blancas hasta arriba de las rodillas, veo sus muslos desnudos, su culo, unos pelos rizados y finos de su sexo. Abro los ojos y en el fondo de la sala veo la escalera, vacía, apoyada en la estantería donde está el libro que la jovencita ha escogido para leer aquí de manera tan extraña. Entonces, pienso que es ese libro lo que me interesa, lo que me obsesiona, lo que necesito conocer. Quiero saber qué lee esa muchacha, tan apasionadamente, absorta, cada tarde, aquí, con el culo desnudo, con el vientre desnudo, con el sexo desnudo.
Subiendo la escalera, buscando el libro, cogiéndolo en mis manos, no puedo menos que sentir la ausencia de la muchacha y recordar su presencia.
En su ausencia, sobre su ausencia, voy yo a introducirme en el libro; un libro que, de alguna manera, a ella le pertenece, que es ella misma, que me da su presencia.
En la primera página lleva impreso el título, «Historia ilustrada del erotismo», sin referencia alguna al autor o autores del texto. Se indica, con letra destacada, que el libro consta de ciento cincuenta ilustraciones.
Esto es, pues, lo que la joven colegiala contempla, diariamente, durante más de dos horas, tras haberse quitado las bragas, con los muslos muy juntos, con el rostro enrojecido y los ojos en blanco, aquí mismo, en la Biblioteca, en este asiento que aún conserva su calor: un libro perdido entre miles que llenan los estantes, cuya existencia ni yo mismo conocía, sin autor que conste, y que por su título figuraba en la estantería de «Historia general».
Una supuesta historia del erotismo, con numerosas ilustraciones del tema, que, evidentemente, puede tomarse como material pornográfico para desencadenar los sueños, las fantasías, los delirios sexuales de una adolescente, o de un lector solitario.
Desde sus primeras páginas, el libro muestra tener muy poco valor en su parte escrita. Solamente hay unos epígrafes, algunos datos de carácter histórico y de situación geográfica, y unos pocos comentarios anecdóticos a las ilustraciones contiguas. Estas ilustraciones, eso sí, ocupan en su mayoría páginas enteras, y están bastante bien reproducidas, aunque todas en blanco y negro.
Empieza el libro, esta curiosa historia del erotismo, con reproducciones de motivos eróticos de la cultura griega, con escenas amorosas, danzas rituales en las que las mujeres llevan en la mano grandes olisbos, y algunas escenas orgiásticas donde se realiza la «fellatio» y otras formas del goce carnal; todo muy esquemáticamente representado. Las siguen reproducciones del erotismo romano, de los tiempos anteriores a Cristo, con diversas fichas de acceso a los prostíbulos de entonces. El Oriente está representado por esculturas y tallas hindúes, miniaturas persas, y dibujos chinos de posturas de la cópula que ilustraban los «libros de dormitorio», además de algunos dibujos japoneses con escenas de burdel. Escenas de casas de baño, prostíbulos de todo tipo y escenas de convento ilustran también la parte dedicada a la Edad Media europea. A continuación, hay grabados eróticos de gran calidad, de los siglos XVI, XVII y, sobre todo, XVIII; escenas que representan actos de lesbianismo, masturbaciones femeninas y seducciones de doncellas por viejos libertinos, así como ilustraciones de libros de Lafontaine, del Aretino, del Termidor de Claude d’Ancour y varias provenientes de obras del Marqués de Sade.
Hacia el final del libro, entre una página de texto y una ilustración que ocupa toda la otra página, hay una pequeña estampa, con una imagen religiosa, que sin duda está puesta de señal.
La ilustración señalada, que podría ser la última que la colegiala hubiese estado contemplando, es una reproducción de un grabado francés, anónimo, del siglo XVIII, que representa un acto sexual, more ferarum, entre un clérigo y una jovencita.
La escena está situada en una estancia abovedada —con tan sólo una alta y pequeña ventana ojival por donde entra la luz— cuya arquitectura semeja la de los conventos medievales. La habitación aparece poco amueblada, pero con cierto lujo en el mobiliario y en los grandes cortinajes que cuelgan de las paredes, como si fuese el tocador de una dama de mundo, o el de un libertino. En el centro, un gran lecho, con una alta cabecera cubierta de visillos, muy adornada, como un altar, ocupa casi por completo toda la escena.
Encima de la cama un grueso fraile coge por detrás a una hermosa jovencita. La muchacha, arrodillada sobre el lecho, lleva el vestido y las enaguas por la cintura. Calza botines negros, y medias gruesas hasta la rodilla, que se juntan con la puntilla de las calzas; estas, bajadas a medio muslo, dejan ver todo el trasero desnudo de la muchacha: un amplio, opulento y carnoso culo, de blancas y llenas nalgas, con una raja central muy profunda, bajo la que asoma una vulva de grandes dimensiones, muy abierta, con largos y rizados pelos.
El lascivo religioso, con una de sus manos perdidas por entre el escote de la jovencita, y con la otra mano levantándose la especie de sotana que lleva, con los ojos desorbitados por la lujuria, se dispone, con su larga lengua fuera, a lamer el magnífico trono carnal que se presenta sin ningún pudor al goce, que se consagra a su placer. Por debajo de la negra vestimenta del sadiano sacerdote, saca la cabeza su enorme falo, negruzco, lleno de pelos y puntiagudo, que apunta directamente a la jugosa vulva de la damita.
Ella, la joven presa del licencioso capellán, mira por encima de los hombros, entre las ropas arremangadas, con una mirada ambigua, entre inocente y perversa, a su gozador, o al probable espectador de esta escena, a quien esté mirando esta imagen.
La miro fijamente. Voy sintiendo cómo, poco a poco, mi falo se pone en erección; va tensándome el pantalón, que acabo desabrochando y bajando junto con los calzoncillos. Ante mis ojos, la escena erótica de la muchachita seducida en la cámara conventual va adquiriendo cierta vida, movimiento, una realidad en mi mente, adoptando yo en ella el lugar del clérigo.
Retrocedemos al instante anterior al representado en el grabado.
La muchacha y yo entramos en la habitación, que se encuentra a media luz, con un pretexto cualquiera. Yo ya estoy notablemente excitado, deseoso, con la verga en tensión; ella, algo temerosa, un poco nerviosa, como el rostro enrojecido por el rubor, incitante y coqueta. Cogiéndola por la cintura, acariciándole la cadera, el muslo, haciendo deslizar también mi mano por la nalga, voy conduciéndola hacia el lecho. Al llegar a este gran tálamo, ella quiere resistirse; entonces, cogiéndola fuertemente por la cintura, la empujo encima de la cama y la obligo a arrodillarse.
Manoseo primero todo su cuerpo por encima del vestido, y voy poco a poco metiendo la mano por debajo de las faldas y de las enaguas, hasta que ella empieza a jadear con fuerza, mostrándose excitada y deseosa. Entonces, le levanto las ropas por detrás; ella misma se las arremanga en la cintura, y le bajo de un tirón las calzas, descubriéndole la parte superior de los muslos y todo el culo: el culo más hermoso que jamás haya visto; amplio y carnoso, de un blanco puro, de nalgas redondas y llenas, con su profunda hendidura, toda ella de color de rosa. Con las dos manos, separo las dos generosas nalgas para poder contemplar bien a gusto la deliciosa ranura anal. La muchacha levanta un poco más el culo, se abre de piernas y me permite así ver su vulva, muy grande, a pesar de su virginidad, toda mojada, jugosa de verdad. Llevo mi boca a su flor virginal, entreabierta como una sonrisa, y mis labios se inundan en seguida con el licor amoroso que ella descarga sin cesar. Se pone a gemir como una loca; suspira con verdadero deseo. Estrecho fuertemente sus duros pechos entre mis manos, cogiéndole con los dedos los erguidos pezones, grandes como los de una mujer madura. Mientras ella no cesa de jadear, paso una y otra vez mis labios y mi lengua por la raja de su culo; meto finalmente la lengua en el agujero delicioso, velado aún por la frágil pielecita del himen, y le hago dar un grito de placentero dolor.
Ya la tengo, pues, dispuesta para ser penetrada por mi verga, a punto de desflorarla, de gozarla plenamente. Acerco la verga, hinchada y caliente, a su sexo; mantengo un instante la dura y enrojecida punta en la puerta de la vulva y, con una presión firme y contundente, se la clavo, metiéndosela entera de un golpe. Ella se mueve sin parar, gimiendo y dando grititos; yo hago entrar y salir mi miembro una y otra vez en la tierna ranurita, resbalosa y ardiente, y profiero en voz alta algunas exclamaciones de placer y palabras obscenas…
Tengo el pantalón y los calzoncillos por las rodillas; con el sexo en la mano, meneándolo arriba y abajo, pronto llego al éxtasis, descargando copiosamente, mojando de semen el culo de la muchacha, su vulva, todo su cuerpo, su rostro, la escena toda de su fornicación en la habitación del convento.
Salgo a la calle. El primer golpe de viento hiela mi rostro empapado de sudor. Me pongo a caminar, sin destino fijo alguno, sin querer ir al barrio de las putas, pero retardando la llegada a mi casa.
Me encuentro horriblemente agotado, sucio, deshecho físicamente, y completamente vacío.
Deambulo por las calles; voy por la oscuridad, pegado a las paredes, evitando encontrarme con gente, y con un absurdo sentimiento de vergüenza, con una pueril conciencia de culpabilidad, con una especie de náusea profunda.
Quisiera llorar, pero las lágrimas no me salen a los ojos; sólo puedo sollozar ahogadamente; me encuentro como seco por dentro. Tampoco soy capaz de reírme, de romper en carcajadas ante mi estado moral; no hago más que una mueca, dolorosa, ridícula, en silencio.
Un fuerte dolor me llega a las sienes. También me duelen los ojos. Siento en la boca un amargo sabor; escupo en tierra. Imagino que he escupido sangre, mi sangre.
A media noche, muy cerca ya de mi casa, en la esquina de donde yo vivo, me cruzo con una mujer, de unos cuarenta años, bastante atractiva, que va sola, caminando lentamente, como si no fuese a lugar determinado alguno, o como si estuviese buscando compañía, aunque no parece demasiado ser una prostituta. Nuestras miradas se encuentran —porque deben haberse buscado primero— al pasar el uno junto al otro, y ambos nos volvemos y nos detenemos al mismo tiempo, mirándonos fijamente, directamente a los ojos. Ella me hace un gesto con la cabeza, una llamada con la mirada, entre interrogante e incitadora, de invitación y demanda, a la que yo, sin dudarlo siquiera un momento, hago un silencioso signo de asentimiento.
Sonriéndome con coquetería, guiñándome el ojo y dándome un beso fugaz —mostrando así que se trata de una profesional—, me coge de la mano y me lleva, no lejos, a su propio apartamento.
Allí pasamos más de dos horas de desenfreno sexual. Me ofrece, ella misma, sin que le diga nada, todos los deleites de la sexualidad; me hace sentir todos los sabores de su cuerpo; utiliza en mi y para mi todos los artificios de su oficio de experta meretriz.
Primero, aún en combinación y con los zapatos de altos y finos tacones puestos, haciéndome toda clase de posturas obscenas, quitándose la ropa poco a poco, haciendo muecas provocativas, sacando y moviendo la lengua impúdicamente.
Después, descalza, medio desnuda ya, sólo con las medias y el sujetador, mostrándome al abrirse de muslos su vulva, y separándose con las dos manos, la raja del culo para exhibirla plenamente a mis ojos.
Nos besamos, y yo meto mi lengua dentro de su boca, mientras le acaricio el amplio mechón de su robusto pubis, llevando después mi dedo indice por debajo de los rizados pelos, entre sus muslos calientes, hasta encontrar la ranura del sexo, que empieza a estar mojada.
Jugamos ambos con nuestras bocas y nuestros sexos; nuestros dos cuerpos se bañan de saliva con la caricia de las lenguas. Mi falo penetra hasta el fondo de su boca, y mi lengua se pierde en los labios húmedos de su vulva y entre sus nalgas.
Copulo con ella en diferentes posturas: tendida debajo de mi; cabalgándome; arrodillados como los perros, y el último billete de mil me sirve para metérsela por el culo.
A pesar de todo, con todo el placer que me causa este desenfreno, no obstante las delicias que esta ocasional mujer me hace sentir, no me viene el orgasmo, no llego a eyacular.
Excusándome por mi fracaso, empiezo a vestirme. Ella, la diestra prostituta, que en verdad ha puesto en juego todas las posibilidades de su hermoso cuerpo y de su oficio, se queda, completamente desnuda, blanca (solamente, destacándose sobre la piel del cuerpo, los dos botones marrones de los pezones, el triángulo oscuro en el vértice de sus muslos, y las medias y ligas negras, que no se ha quitado en todo el tiempo), yaciente sobre el lecho, con los ojos cerrados, la respiración quieta.
Parece una muerta; un cadáver desnudo, de obscena desnudez. La muerte, desnuda, con ligas y medias negras. O su imagen.
De pronto, la verga vuelve a ponerse en erección. Empiezo a estrechar suavemente mi falo con la mano, por encima de los calzoncillos y del pantalón, mientras contemplo, extasiado, el cuerpo estático, frio y blanco, con definidas zonas oscuras que subrayan aún más la obscena desnudez de la mujerzuela.
Sin darme al principio cuenta de ello, y sin tratar de evitarlo después, empiezo a sentir cómo me salen del sexo unas gotas de semen.