Espero la llegada de la colegiala. Cuando viene y sube la escalera para coger su libro, me pongo debajo de ella, fingiendo consultar unos libros. En el momento en que la muchacha está en el último peldaño, miro hacia arriba, por entre sus faldas; una mirada rápida pero decidida, penetrando en 3U escondida desnudez. Efectivamente, la muchachita no lleva bragas. Por un instante —fugaz, eterno— puedo contemplar su culo desnudo; su hermoso culo, puro, muy blanco, que de tan hermoso me parece irreal; un culo divino, de nalgas redondas, llenas, con una raja muy profunda, de color rosado.
Ahí, en lo alto de la escalera, delante de la estantería llena de libros, en la Biblioteca, bajo las faldas de su uniforme de colegiala, la desnudez del culo de la muchacha resulta de lo más excitante. Jamás he sentido yo semejante placer al ver el culo de una mujer, ni tampoco he sentido nunca semejante ansiedad por poseerlo así, con la mirada, ni tanta angustia al perder su visión.
La colegiala baja con el libro y, al quedar junto a mí y cruzarse nuestras miradas, tengo la impresión de que ha advertido porqué estoy aquí, debajo de la escalera. Puedo leer en su rostro, entonces, algo parecido a la turbación sexual (su cara se enrojece, pone los ojos en blanco, y sus labios tiemblan). Mi verga, totalmente erecta, tensa el pantalón. La muchacha pasa por delante de mí, con la mirada gacha ahora (temo y deseo al mismo tiempo que se percate de mi excitación), con un caminar nervioso, moviendo las caderas y balanceando el trasero enfáticamente. Su cuerpo, joven, que empieza a ser el de una mujer, parece querer mostrarse —¿a mí?— en su total carnalidad por encima del infantil vestido de colegiala. La bien peinada trenza, el uniforme grisáceo, las medias blancas, su rostro sin nada de maquillaje, tan limpio y tan liso, dan una mayor sensación de perversidad a ese cuerpo suyo lleno de sensualidad. La imagen de su culo, tan desnudo, me la hace aún más obscena, mucho más diabólica.
Cuando se sienta en su sitio, veo que lleva dos botones de la blusa desabrochados y que respira con cierta intensidad, haciendo que sus dos pequeños senos se muevan en modo turbador y —se me ocurre pensar— con cierta malicia. Me pregunto si tampoco llevará sujetador. Me agacho y lanzo una rápida mirada por debajo de su mesa: lleva las faldas subidas un poco por encima de las rodillas, pero aprieta fuertemente los muslos y me es imposible encontrar la más mínima rendija por la que la mirada pueda deslizarse por entre sus muslos hasta la entrepierna. La muchacha ha abierto ya el libro y se encuentra ahora —con el rostro muy cerca de las páginas y con la cabeza apoyada en los puños— absorta en la lectura.
Las ocupaciones de esta tarde, sellando y archivando la prensa de la semana, no me permiten contemplar a gusto a la muchacha. A veces, cuando puedo detenerme un momento a mirarla, la veo como si fuese poco menos que irreal, en una casi total inmovilidad, mirando fijamente el libro, pasando de tanto en tanto una página. Me parece algo irreal, también, cuando pienso —y recuerdo— que ahora mismo va sin bragas, que está aquí sentada y que debajo de las faldas lleva el culo desnudo, y desnudo también el vientre, y su sexo, que yo me esfuerzo en representarme en la mente. Un par de veces más lanzo fugaces miradas por debajo de la mesa, pero sus muslos continúan bien prietos. Todo su cuerpo parece petrificado, muy rígido. No obstante, en algunas ocasiones me parece ver su rostro un poco más enrojecido, con cierto rubor, y como si sus ojos, muy abiertos, se pusiesen en blanco. También, entonces, su cuerpo parece estremecerse, y como si estuviese meneando rítmicamente los muslos.
Cuando la colegiala devuelve el libro a su sitio, cerca ya de las nueve, no me es posible, como yo quisiera, ir tras ella para volver a ver sus deliciosas desnudeces: sus nalgas, la raja de su culo desnudo abierta a mis ávidos ojos… En este momento, cuando la muchacha va hacia la estantería, la vieja profesora de literatura se acerca a mí para hacerme una consulta bibliográfica. Mientras la profesora me habla, veo a la joven estudiante subiendo la escalera y deteniéndose un momento (quizás más del necesario, quiero creer) en el último peldaño. Allí arriba, desde aquí, veo su trasero, muy pronunciado bajo la falda, ligeramente alzada, dejando al descubierto el inicio de los muslos por encima de las medias. Pienso que, si pudiera acercarme a ella, le metería, aquí mismo, en este momento, la mano entre los muslos, por debajo de la ropa…
Me da miedo la blancura del papel, la desnudez de la página, el texto aún por hacer.
Rasgo la hoja, y con los trozos de papel enjugo las lágrimas que me saltan a los ojos.
Entro en un Bar-Club, con la secreta intención, quizás, de emborracharme. Es uno de esos bares servidos por mujeres, de ambiente intimo, a media luz, con una larga barra americana, donde hacen beber copa tras copa a los clientes, la mayoría de ellos habituales.
Las camareras son mujeres jóvenes, de unos veinte años, de cuerpos exuberantes, con vestidos provocativos, minifaldas, pantaloncitos cortos, amplios escotes o ceñidas blusas, y con los cabellos teñidos de color dorado o rojizo casi todas. Una de ellas, pelirroja, de gran boca carnosa pintada de carmín brillante, de cuerpo esbelto, de carnes llenas y prietas, con un vestido verde escotado, largo hasta más abajo de las rodillas y con dos cortes a los lados hasta más de medio muslo, subida en la barra del bar, como en un escenario, como en un catafalco de ejecuciones, de exhibiciones, hace mover su cuerpo al compás de una música imaginaria. Expone, a la vista de todos, sus pechos semidesnudos; muestra los muslos por las aberturas del vestido; acentúa las curvas del vientre, de las caderas, del culo, de sus nalgas muy redondas; sugiere sus profundidades carnales. Sus movimientos, en esta exhibición erótica, en esta danza sensual, buscan evocar y convocar juegos amorosos ignorados. Insinúa, en el claroscuro de las luces indirectas, inefables desnudamientos mostrando apenas, al bajarse el tirante del vestido, un pecho desnudo, o al abrir el corte del vestido, la desnudez del muslo. Con labios húmedos, empapados de carmín y de alcohol, promete, en voluptuosos artificios, placeres impagables.
Placeres, no obstante, que todos, ella y los clientes, sabemos que tienen un precio.
Un precio, y toda una ceremonia: una larga serie de rituales eróticos y mercantiles que hay que cumplir. En el transcurso de la noche, copa tras copa, la camarera, bailando o sentada en la barra, muestra y esconde su cuerpo, pone en escena —ocultándolo— su sexo, la sexualidad misma. Entretanto, mientras llega y no llega el desnudamiento final, total, la completa desnudez del cuerpo, la puesta en juego del sexo abierto, ofrecido, entregado, la realización definitiva del coito, el orgasmo, hay un intercambio de ofrendas y caricias, de promesas y demandas.
Hora tras hora, después de cada copa consumida, pagada, el placer va quedando postergado. El sexo, su goce, queda en suspenso. El deseo se prolonga momento tras momento, palabra tras palabra, en cada caricia que se otorga y se interrumpe. Y el cliente del Bar-Club, como yo mismo esta noche, toma, paga, una última copa, mientras la camarera vuelve a empezar su danza, su exhibición, la ejecución del rito, prometiendo nuevamente el espectáculo de sus mismas promesas, del deseo siempre en suspenso, del placer indefinidamente aplazado.