Por los alrededores del Barrio Chino encuentro a una joven ramera, muy delgada y con aspecto de francesa. Me convence de ir con ella a un hotel ofreciéndome hacerle «el vicio» a mi «pequeño» por el mismo precio.

Mientras me lo hace —con verdadera habilidad, moviendo la lengua de manera inefable—, yo le acaricio las nalgas, pasándole los dedos por la hendidura del culo —con los ojos cerrados.

Lo único que deseo es acariciarle el culo; me lleno las manos con sus pequeñas nalgas, clavando en ellas los dedos cuando me hace eyacular en su boca.

Todo así, con los ojos cerrados.

Los mismos rituales, los de la escritura y los del amor.

La reiteración —previamente acordada, totalmente codificada, bien conocida— de los mismos gestos, de los mismos actos.

Pasar la página, verter la tinta, quitarle el vestido a la mujer, oír los gemidos propios, el sabor vacío del final, el silencio, la blancura.

El mismo artificio, el mismo juego de simulaciones.

El deseo, el placer, sus formas.

La misma desnudez, y la blancura manchada. La pulsión, el éxtasis, el hastío.

Reproducir la misma cópula, releer una página.

Estoy en la cama, en mi casa. Estoy acostado, desnudo, sobre la blanca sábana, en silencio, y con la habitación cerrada; cerradas puertas y ventanas.

Sobre mis muslos desnudos tengo el cuaderno de escritura. Escribo en él. Escribo el encierro, la soledad, el silencio, la desnudez, el deseo de lo imposible. Voy haciendo el texto.

Siento el frescor de mi propio cuerpo, el palpitar de mi corazón, la sangre que corre por mis venas.

La pluma estilográfica rasga el papel, derramo en él la tinta.

En el espejo, se refleja la reproducción litográfica de «La liseuse» de Henner, colgada sobre la cabecera de mi lecho. Tendida encima de algo parecido a una alfombra, una joven contempla un libro abierto. Está completamente desnuda. Apoya su cabeza en el brazo derecho; el otro brazo, junto al libro, cubre a medias su pecho. Sobre el fondo oscuro se recorta la curva de su cadera, de la nalga y del muslo, que se pierde detrás de la alfombra. Esta especie de alfombra algodonosa cubre también su vientre. Los largos cabellos rojizos caen por la mesa donde se apoya la joven, donde también está el libro. Contra la oscuridad del fondo, y de la mesa y la alfombra, se ve la luz del hermoso rostro de la lectora, la luz de su cabello color cobre, la luz de su cuerpo maravillosamente desnudo, y de las páginas abiertas del libro.

Leyendo. A media luz, en un espacio cerrado, en la intimidad, en la total desnudez. Escribiendo.

En mi falo erecto surge una pequeña gota de semen, blanca y transparente, que después va deslizándose hacia abajo, hasta la negra pelambre rizada de mi bajo vientre.

Y en el espejo —como en un burdel— el reflejo de la desnudez; la imagen inversa la lectura, de la escritura.